La chica del tambor (43 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

Conducía con la mente en blanco y sus pensamientos deliberadamente condensados. Se obligaba a permanecer en la superficie exterior de la experiencia: Oh, mira, un pueblecito; oh, mira qué lago… pensaba sin permitirse en modo alguno ahondar en el caos subyacente. Soy libre y lo estoy pasando de maravilla. Para almorzar comía pan y fruta que compraba en las gasolineras… y helados; de repente le apasionaban los helados como si tuviera antojos de embarazada. Helados amarillos de Yugoslavia, con una chica tetuda en el envoltorio. En una ocasión vio a un autoestopista y sintió ganas enormes de desobedecer las órdenes de José y parar para recogerlo. Llevaba tan mal su soledad que habría hecho cualquier cosa con tal de tenerlo por compañía, quién sabe si para casarse con él en una de las muchas pequeñas iglesias esparcidas por las peladas colinas o para violarle entre la hierba amarillenta de las cunetas. Pero en ningún momento de aquellos que le parecían años conduciendo llegó a admitir que estaba transportando cien kilos de explosivo plástico ruso de primera calidad en cartuchos de doscientos cincuenta gramos ocultos en el guarnecido, en los travesaños, en el tapizado del techo y en los asientos. Ni que un modelo de coche antiguo presentara la ventaja de tener largueros huecos de sección rectangular. Ni que fuera material nuevo, en buenas condiciones, capaz de soportar temperaturas extremadas y razonablemente maleable hiciera frío o calor.

Adelante, muchacha, se repetía con decisión, a veces en voz alta. Hace un día espléndido y tú eres una puta de clase alta que conduce el Mercedes de su amante. Recitó frases de su papel en
Como gustéis
y del primer papel que representó en su vida. Recitó párrafos de
Santa Juana.
Pero no pensaba para nada en José; jamás había conocido a un israelí, jamás le había deseado, jamás había cambiado de empleo y de religión por él ni había sido su juguete fingiendo al mismo tiempo ser juguete del enemigo; jamás le habían asombrado ni inquietado las guerras secretas que parecían librarse en la cabeza de aquel hombre.

A las seis de la tarde, y aunque habría preferido seguir conduciendo toda la noche, vio el rótulo contra el que nadie le había prevenido, y dijo: «Bueno,
ese
sitio no está mal, probaré aquí.» Así de sencillo. Lo dijo sintiéndose alegre, hablando seguramente a su madre. Siguió conduciendo unos mil quinientos metros hacia los montes, y allí estaba, tal como lo había descrito el innombrable, un hotel con piscina y minigolf erigido sobre unas ruinas. Y cuando entró en el vestíbulo, ¿con quién se iba a topar si no precisamente con sus amigos Dimitri y Rose, a los que conocía de Mykonos? Caramba, mira por dónde, ¡pero si es Charlie,
qué
coincidencia! ¿Y si cenáramos juntos? Estuvieron en la barbacoa que había junto a la piscina y se bañaron, y cuando la piscina cerró, viendo que Charlie no podía dormir, jugaron al Intelect en su dormitorio como carceleros en la víspera de la ejecución. Charlie dormitó unas horas, pero a las seis de la mañana volvía a estar en la carretera, y a media tarde estaba haciendo cola para cruzar la frontera de Austria, momento en que su propio aspecto le pareció repentinamente importantísimo.

Llevaba una blusa sin mangas, cortesía de Michel; se había cepillado el pelo y tenía un magnífico aspecto en los tres espejos de que disponía. Casi todos los coches pasaban sin contratiempo, pero esta vez ella no contaba con tener esa suerte. A la gente que paraban le hacían enseñar la documentación y algunos eran obligados a apearse para un minucioso registro del vehículo. Charlie se preguntó si la elección era fortuita o si les habían pasado previamente algún aviso. O incluso si actuaban según indicios indescifrables. Dos hombres de uniforme se estaban acercando por su fila, parándose en cada coche. Uno iba de verde y el otro de azul. El de azul llevaba la gorra ladeada como un as de la aviación. Al llegar al Mercedes, la miraron y rodearon lentamente el coche. Oyó que uno de los dos daba una patada a un neumático de atrás y lo primero que se le ocurrió fue gritar «¡Ay, qué daño!», pero se contuvo porque José, en quien no se atrevía ni a pensar, le había dicho:

No te metas con ellos, mantén las distancias, decide lo que creas oportuno, pero piénsatelo bien. El del uniforme verde le preguntó algo en alemán y ella dijo
«Sorry?»,
mientras le enseñaba su pasaporte británico (profesión: actriz). El hombre cogió el pasaporte, comparó a Charlie con la fotografía y se lo pasó a su colega. Eran dos chicos apuestos; no había advertido lo jóvenes que eran: rubios, llenos de vida, con una mirada franca y el bronceado permanente de los montañeros. Es de primera calidad, tuvo ganas de decirles en un horrible guiño hacia la autodestrucción: me llamo Charlie, a vuestra disposición.

Sus ojos no se apartaron de ella mientras ambos le hacían preguntas. Les dijo que no, que sólo un cartón de cigarrillos griegos y una botella de ouzo. No, nada de regalos, en serio. Apartó la vista de ellos resistiéndose a las ganas de coquetear. Oh, bueno, una tontería para su madre, nada de valor. Le habría costado diez dólares. Un cuaderno: para que tengan algo en qué pensar. Abrieron la puerta de su lado y pidieron ver la botella de ouzo, pero ella tuvo la sospecha de que tras haber echado una buena ojeada al escote de su blusa ahora les apetecía verle las piernas para comparar. El ouzo estaba en una cesta que tenía a su lado, en el piso del coche. Charlie se inclinó sobre el asiento del acompañante, levantó la botella y al hacerlo su falda dejó al descubierto su muslo izquierdo hasta la cadera. Cogió la botella para enseñársela y en ese mismo instante notó que una cosa fría y húmeda le tocaba la carne.
¡Dios mío, me han apuñalado!
Lanzó una exclamación, y, asombrada comprobó que en el muslo le habían estampado un sello entintado de azul certificando su entrada a la República de Austria. Estaba tan enfadada que por poco se abalanzó sobre ellos, y tan agradecida que por poco se echó a reír a carcajadas. De no ser porque se lo impedían las cautas palabras de José, los habría abrazado allí mismo por su increíble, adorable e inocente generosidad. Había logrado pasar, lo había conseguido. Miró por el retrovisor y vio a aquellos dos encantos diciéndole tímidamente adiós durante treinta y cinco minutos seguidos, ajenos a los otros coches que iban llegando.

Charlie nunca había sentido tanto aprecio por la autoridad.

La larga vigilia de Shimon Litvak empezó a primera hora de la mañana, ocho horas antes de que le informaran que Charlie había cruzado la frontera sin novedad, y dos noches y un día después de que José, en nombre de Michel, hubiera enviado el telegrama por duplicado al abogado de Ginebra para que a su vez lo enviara a su cliente. Era ya media tarde y Litvak había cambiado tres veces la guardia, pero nadie se quejaba de aburrimiento y todos estaban alerta; el problema de Litvak no era mantener al equipo en situación de vigilancia sino persuadirles de que descansaran en sus horas libres.

Desde su puesto de mando junto a la ventana de la suite nupcial de un viejo hotel, Litvak contemplaba una bonita plaza de mercado de la Carintia austriaca en la que destacaban un par de posadas típicas con mesas en la terraza, un pequeño aparcamiento y una estación de ferrocarril agradablemente antigua con una cúpula en forma de cebolla sobre el despacho del jefe de estación. La posada más próxima a Litvak se llamaba El Cisne Negro, y su mayor atractivo era un pálido, joven e introvertido acordeonista que tocaba por amor al arte y que sonreía radiante cuando pasaba algún coche, cosa que sucedía con bastante frecuencia. La segunda posada recibía el nombre de Las Armas del Carpintero y tenía un cartel dorado muy bonito hecho con útiles del oficio. La posada del Carpintero tenía categoría, manteles blancos y truchas que uno mismo podía elegir de un depósito de agua que había fuera. A esa hora se veían pocos peatones; el calor sofocante sumía todo el lugar en una agradable somnolencia. En la acera del Cisne había dos chicas tomando té y riendo como tontas de una carta que estaban escribiendo al alimón. Su trabajo consistía en apuntar las matrículas de todos los coches que entraban o salían de la plaza. En la terraza de Las Armas del Carpintero, un cura joven y muy formal bebía sorbitos de vino y leía su misal, y en el sur de Austria nadie le dice a un cura que se vaya. El verdadero nombre del cura era Udi, abreviatura de Ehud, el asesino zurdo del rey de Moab. Al igual que su homónimo, Udi iba armado hasta los dientes, era zurdo y estaba allí por si había pelea. Le cubría una pareja de ingleses de mediana edad, que dormitaban dentro de su Rover, en el aparcamiento, tras una opípara comida. Pese a ello, ocultaban armas de fuego entre las piernas y tenían a mano, otros artilugios similares. Su radio estaba sintonizada con la furgoneta de comunicaciones aparcada a unos doscientos metros en la carretera de Salzburgo.

En total, Litvak disponía de nueve hombres y cuatro mujeres. Él habría puesto dieciséis pero no se quejaba. Le gustaba vigilar a la gente, y la tensión siempre le llenaba de una sensación de bienestar. Yo he nacido para esto, pensaba Litvak: es lo que pensaba siempre que la acción se preparaba. Estaba tranquilo, tanto su cuerpo como su mente dormían profundamente, su tripulación estaba en cubierta fantaseando con novios, novias y caminatas veraniegas por Galilea. Con todo, la más ligera brisa los habría tenido a todos al pie del cañón antes de que las velas hubieran llegado a enterarse de que aquélla soplaba.

Litvak masculló una contraseña de rutina por sus auriculares de casco. Obtuvo respuesta en alemán, pues intentaban no llamar la atención. Su tapadera era bien una empresa de radio-taxis de Graz, bien un servicio de socorro por helicóptero con base en Innsbruck. Cambiaban con frecuencia de banda de ondas y empleaban un buen número de confusas claves de transmisión.

A las cuatro, apareció Charlie en la plaza con el Mercedes, y uno de los observadores del aparcamiento hizo sonar descaradamente por sus auriculares las tres primeras notas de una fanfarria. Charlie no encontraba sitio donde aparcar, pero Litvak había ordenado que nadie la ayudara en esto. Hay que dejar que actúe a su manera: nada de mimos. Quedó un sitio libre; Charlie aparcó, salió del coche, se estiró, se frotó el trasero y sacó bolsa y guitarra del portaequipaje. Bien, pensó Litvak, mirándola por un telescopio. Una actriz nata. Ahora cierra el coche. Charlie lo hizo, dejando el maletero para el final. Ahora introduce la llave en el tubo de escape. Ella lo hizo también, con gran destreza, al agacharse para coger su equipaje, y luego emprendió camino hacia la estación sin mirar en ningún momento a derecha ni a izquierda. Litvak se dispuso otra vez a esperar. Ya está atada la cabra, se dijo recordando una frase típica de Kurtz. Ahora sólo nos falta el león. Ordenó algo por sus cascos y escuchó la confirmación. Se imaginó a Kurtz en el piso de Munich, encorvado sobre el pequeño teletipo mientras la señal era transmitida desde la furgoneta. Se imaginó el inconsciente gesto de Kurtz toqueteándose nervioso los labios siempre sonrientes, y cuando levantaba el grueso antebrazo para consultar su reloj casi sin mirarlo. Por fin entramos en la oscuridad, pensó Litvak al notar los primeros indicios del crepúsculo. Todos estos meses no hemos estado esperando otra cosa que oscuridad.

Transcurrió una hora, el buen cura Udi pagó su humilde cuenta y desapareció a paso devoto por una bocacalle para tomarse un respiro y cambiar de disfraz en el piso franco. Las chicas habían terminado por fin su carta y necesitaban un sello. Una vez conseguido el sello, imitaron al falso cura. Litvak observó satisfecho cómo los sustitutos ocupaban sus puestos: un tronado furgón de lavandería, dos autoestopistas con ganas de comer algo y un trabajador italiano que venía a tomar un café y a leer el periódico de Milán, Llegó un coche de policía y dio tres lentas vueltas de honor a la plaza, pero ni el conductor ni su acompañante se interesaron en el Mercedes rojo que tenía la llave de contacto metida en el tubo de escape. A las ocho menos veinte, en medio de una nueva excitación por parte de los observadores, una mujer gorda fue directamente hacia la puerta del Mercedes, intentó meter una llave en la cerradura y luego reaccionó cómicamente antes de alejarse en un Audi rojo: se había equivocado de coche. A las ocho pasó por la plaza una potente motocicleta sin que nadie tuviera tiempo de coger el número de la matrícula, y desapareció a toda velocidad; parecían dos chavales que iban de juerga.

–¿Contacto? -preguntó Litvak por los cascos.

Las opiniones estaban divididas. Mucha tranquilidad, dijo una voz: mucha rapidez, dijo otra: ¿qué necesidad hay de arriesgarse a que te pare la policía? Pero Litvak no estaba de acuerdo. Era un primer reconocimiento, estaba convencido de ello, pero no lo dijo por temor a influir en los demás. Se dispuso a esperar de nuevo. El león ha venido a olisquear, pensó. ¿Volverá?

Eran las diez. Los restaurantes empezaban a vaciarse. La ciudad iba sumiéndose en una profunda quietud rural, pero el Mercedes seguía intacto y la moto no había regresado.

Quien haya contemplado alguna vez un coche vacío, sabrá que es una de las cosas más estúpidas de mirar, y Litvak sabía mucho de mirar coches vacíos. Conforme pasa el tiempo, de tanto mirar, uno acaba recordando que un coche de por sí es una de las cosas más fatuas que existen. Y cuan fatuo es el hombre por haber inventado los coches. Pasadas un par de horas llega uno a la conclusión de que nunca se ha tirado a la cara porquería más grande, y empieza uno a soñar con caballos y con islas de peatones, con huir de esta vida de chatarra y con regresar a lo que era el género humano, con el kibbutz y sus naranjales, con el día que el mundo entero aprenda los peligros que conlleva el derramar sangre judía.

Y a uno le entran ganas de hacer pedazos todos los coches enemigos y liberar para siempre a Israel.

O bien se acuerda uno de que es el sabat, y que la ley dice: «Es preferible trabajar para salvar un alma que observar el sabat y no salvar esa alma.»

O imagina uno que va a casarse con una chica fea pero muy piadosa, aunque a uno no le guste demasiado, y establecerse en Herzlia, pagando una hipoteca y entrando en la trampa de la paternidad sin protestar en ningún momento.

O reflexiona uno sobre el Dios judío, y sobre ciertos paralelos bíblicos con la presente situación.

Pero piense uno lo que piense, y haga uno lo que haga, cuando se está tan bien adiestrado como Litvak y se está al mando y se es de esos para quienes la perspectiva de actuar contra los verdugos del pueblo judío es como una droga adictiva, entonces uno no le quita ojo de encima a ese coche ni un segundo.

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