La chica del tambor (40 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

Él desechó sus objeciones sin vacilar:

–Michel no te pide esa clase de fidelidad; ni la da ni la recibe. Él es ante todo un soldado y un enemigo de tu sociedad, susceptible de ser detenido en cualquier momento. Podría pasar una semana o seis meses sin que le vieras. ¿Acaso crees que quiere que vivas como una monja, que te pases el día consumiéndote, pataleando y confiando tus secretos a las amigas? Bobadas. Si él te lo pidiera te acostarías con todo un regimiento. -Dejaron atrás una capilla-. Para -le ordenó José, y volvió a estudiar el mapa-. Aparca aquí.

José había apretado el paso. El sendero les condujo a un grupo de cobertizos destartalados y luego a una cantera abandonada que parecía cortada a pico en la cima del monte como un cráter de volcán. Al pie de la pared cortada había una vieja lata de aceite. Sin decir palabra, José la llenó de piedrecitas mientras Charlie le miraba boquiabierta. Luego se quitó el blazer rojo, lo dobló y lo dejó en el suelo con cuidado. Llevaba la pistola metida en una pistolera sujeta al cinturón y con el cañón ligeramente mirando hacia arriba, a la axila derecha. Sobre el hombro izquierdo llevaba una segunda pistolera, pero vacía. Cogiéndola de la muñeca, José la obligó a acuclillarse a su lado al estilo árabe.

–Así pues, Nottingham ha quedado atrás, y lo mismo York, Bristol y Londres. Hoy es hoy, tercer día de nuestra luna de miel en Grecia; estamos donde estamos ahora, hemos hecho el amor toda la noche en nuestro hotel de Delfos, nos hemos levantado temprano y Michel te ha proporcionado una más de sus perspicaces visiones de la cuna de tu civilización. Tú conduces el coche y yo compruebo lo que ya sabía de oídas: que te gusta conducir y que por ser mujer lo haces bastante bien. Y ahora te he traído a este monte, pero no sabes para qué. Te has dado cuenta de que estoy un poco retraído, distante. Parece que medito sobre tomar una gran decisión. Tus esfuerzos por penetrar en mis pensamientos no hacen sino enojarme. Te preguntas qué estará pasando: ¿progresa nuestro amor?, ¿acaso has hecho algo que me disgusta…? Y, caso de progresar, ¿de qué manera se manifiestan esos avances? Entonces te hago sentar, así, a mi lado… y saco el arma.

Charlie miró fascinada cómo sacaba la pistola de la funda como un experto y alargaba el brazo con el arma cual prolongación natural.

–Vas a tener el gran privilegio de oír de mí la historia de esta pistola, y por primera vez -apagó la voz para dar más énfasis a sus palabras- te voy a hablar de mi gran hermano, cuya existencia misma constituye un secreto militar que sólo pueden conocer los más adeptos. Hago esto porque te amo y porque… -dudó un instante.

Y porque a Michel le gusta contar secretos, pensó ella; pero por nada del mundo habría echado a perder su actuación.

–… Porque hoy tengo la intención de dar el primer paso en tu iniciación como compañera de lucha en nuestro ejército clandestino. Cuántas veces me has pedido, en tus muchas cartas o haciendo el amor, una oportunidad de demostrar tu lealtad por medio de la acción. Pues hoy vamos a dar el primer paso.

Una vez más, Charlie se daba cuenta de su gran habilidad para ponerse en la piel del árabe. Como la noche pasada, en la taberna, cuando a veces ni sabía cuál de sus dos espíritus en conflicto estaba hablando por su boca, también ahora le escuchaba Charlie extasiada emplear aquel florido estilo árabe.

–Durante toda mi vida de nómada como víctima del usurpador sionista, mi hermano mayor ha sido para mí como la estrella que me guiaba; en nuestro primer campamento a orillas del Jordán, cuando la escuela era apenas una choza llena de pulgas; en Siria, adonde huimos después que las tropas jordanas nos echaran de allí con sus tanques; en el Líbano, donde los sionistas nos bombardeaban por mar y aire con la ayuda de los shiíes. Pero en medio de tales privaciones, yo no dejaba de acordarme de mi hermano, el héroe ausente cuyas proezas, que mi querida hermana Fatmeh me había contado en voz baja, deseo más que nada en el mundo emular.

José ya no le preguntaba si le estaba escuchando.

–Raramente veo a mi hermano, y sólo con grandes medidas de seguridad. En Damasco, en Ammán. Él me llama: «¡Ven!» Y pasamos una noche juntos, empapándome yo de sus palabras, de su nobleza de alma, de su mentalidad de jefe nato, de su coraje. Una noche me ordena que vaya a Beirut. Acaba de regresar de una arriesgada misión de la que sólo sé que ha terminado con una gran victoria sobre el fascismo. Debo acompañarle a ver a un gran orador político libio, un hombre de maravillosa dialéctica y grandes dotes de persuasión. Es el discurso más hermoso que he oído en mi vida. Puedo citártelo de memoria. Los oprimidos del mundo entero deberían conocer a este libio insigne. -Sostenía el arma en la palma de la mano, tendiéndosela como para que la cogiera-. Con nuestros corazones latiendo de entusiasmo, partimos del lugar del mitin clandestino y volvemos a Beirut ya de madrugada. Cogidos del brazo, a la manera árabe. Hay lágrimas en mis ojos. Obedeciendo a algún impulso, mi hermano se detiene y me abraza en plena calle. Todavía siento su cara contra la mía. Luego saca esta pistola del bolsillo y me la entrega. Así. -Cogiendo la mano de Charlie, le pasó el arma pero dejando su mano encima mientras apuntaba el cañón hacia la pared de la cantera-. «Es un regalo», dice mi hermano. «Para vengar y liberar a nuestro pueblo. Regalo de un luchador a otro. Con esta arma hice un juramento sobre la tumba de nuestro padre.» Yo me quedé sin habla.

Su fría mano seguía sobre la de ella, apretando el arma, y Charlie notó que la suya le temblaba como si fuera una criatura dotada de vida propia.

–Charlie, esta pistola es para mí algo sagrado. Te he contado esto porque quiero a mi hermano, porque quiero a mi padre y porque te amo a ti. Dentro de un momento te enseñaré a disparar con ella, pero antes te pido que la beses.

Ella le miró de hito en hito y luego a la pistola. Pero la expresión de José no dejaba lugar a treguas. Cogiéndole del brazo con la otra mano, la hizo poner en pie.

–Somos amantes ¿no lo recuerdas? Somos camaradas, servidores de la revolución. Vivimos en estrecho compañerismo de cuerpo y de mente. Soy un árabe apasionado, me gustan las palabras y los grandes gestos. Besa la pistola.

–No puedo hacerlo, José.

Le había hablado como a José, y éste respondió como tal.

–¿Es que crees que hemos venido a tomar el té? ¿Crees que porque Michel es apuesto sólo pretende jugar? ¿Dónde podría haber aprendido a jugar si el arma era la única cosa que daba la medida de su hombría? -preguntó él de modo perfectamente lógico.

Charlie meneó la cabeza sin dejar de mirar la pistola, pero su resistencia no encolerizó a José.

–Escucha, Charlie. Anoche mientras hacíamos el amor me preguntaste, «¿Dónde está el campo de batalla, Michel?» Y ¿sabes qué hice yo? Puse mi mano sobre tu corazón y te dije: «Peleamos en una
jehad
y este es el campo de batalla.» Tú eres mi discípula, jamás te has sentido más exaltada ante una misión. ¿Sabes lo que significa
jehad
?

Ella negó con la cabeza.

–Jehad
es lo que tú andabas buscando cuando nos conocimos. Una
jehad
es una guerra santa. Estás a punto de hacer tu primer disparo en nuestra
jehad.
Besa la pistola.

Ella dudó y luego posó sus labios sobre el metal azulado del cañón.

–Bien -dijo él, apartándose bruscamente-. A partir de ahora, esta pistola forma parte de los dos, es nuestro honor y nuestra bandera. ¿Lo crees?

Sí, José, lo creo. Sí, Michel, lo creo. No me hagas hacer una cosa así nunca más. Se limpió involuntariamente los labios con la muñeca como si tuviera sangre en ellos. Odiaba a José y se odiaba a sí misma, y se sentía fuera de sí.

–Es una Walther PPK -le estaba explicando José cuando ella volvió a prestarle oídos-. No pesa mucho, pero recuerda que toda buena arma corta debe ser un equilibrio entre ocultación, maniobrabilidad y eficacia. Así te habla Michel sobre las armas, exactamente igual que su hermano le hablaba a él.

Situado a su espalda, José le hizo girar las caderas hasta que estuvo en línea recta con el blanco, los pies separados. A continuación rodeó su mano entrecruzando los dedos, y le hizo estirar el brazo completamente con el cañón apuntando al suelo, entre los pies.

–El brazo izquierdo suelto. Así -explicó él, aflojándoselo-. Los ojos bien abiertos. Levanta el arma despacio hasta que esté a la altura del blanco. Sin forzar la línea formada por arma y brazo. Así. Cuando yo diga «fuego», disparas dos veces, bajas el brazo y esperas.

Ella bajó obedientemente la pistola hasta que ésta apuntó otra vez al suelo. José dio la orden; Charlie alzó el brazo bien estirado como él le había dicho, apretó el gatillo… y no pasó nada.

–Ahora sí -dijo él, y corrió el seguro.

Charlie repitió los movimientos, apretó el gatillo y el arma le dio una sacudida como si hubiera recibido un balazo. Al disparar por segunda vez se sintió invadida por la misma peligrosa excitación que había experimentado la primera vez que montó a caballo o se bañó desnuda en el mar. Bajó el arma, José gritó «Fuego» otra vez; ahora levantó la pistola mucho más deprisa, volvió a disparar dos veces en rápida sucesión y luego una tercera por si acaso. Después repitió el proceso sin necesidad de órdenes y disparó a discreción mientras el aire se llenaba del eco de las detonaciones y las balas aullaban al rebotar, resonando en todo el valle. Siguió disparando de este modo hasta vaciar el cargador, y luego permaneció con el arma pegada al costado y el corazón latiéndole con fuerza mientras percibía el olor del tomillo y la cordita mezclados.

–¿Qué tal lo he hecho? -preguntó, volviéndose.

–Compruébalo tú misma.

Charlie le dejó donde estaba y fue corriendo hasta la lata de aceite. Al ver que no había ningún impacto de bala, se sintió desconcertada.

–Pero ¿qué ha pasado? -exclamó llena de indignación.

–Que has errado el tiro -contestó José, recuperando la pistola.

–¡Eran balas de fogueo!

–De eso, nada.

–¡He hecho lo que me dijiste!

–Para empezar, no debías haber disparado con una sola mano. Ten en cuenta que pesas alrededor de cincuenta kilos y tienes muñecas que parecen espárragos. Sería absurdo.

–Entonces ¿por qué diantre me has dicho que debía disparar así?

–Si el que te enseña es Michel, has de tirar como alumna de Michel. Él no sabe nada de disparar con las dos manos. Sólo tiene un modelo: su hermano. ¿O es que quieres llevar pegatinas de «made in Israel» por todas partes?

–Pero ¿por qué? -insistió ella, agarrándole del brazo muy enfadada-. Dime, ¿por qué no sabe disparar como Dios manda? ¿Por qué no le han enseñado?

–Ya te lo he dicho. Su hermano fue quien le enseñó todo.

–Bueno, pues ¿por qué no le enseñó bien?

Quería conocer realmente la respuesta. Se sentía humillada y dispuesta a hacer una escena, y él debió de advertirlo, porque esbozó una sonrisa y puede decirse que capituló.

–«Que Khalil dispare con una sola mano es voluntad de Dios», te dice Michel.

–¿Porqué?

José desechó la pregunta meneando la cabeza, y regresaron al coche.

–¿Su hermano se llama Khalil?

–Sí.

–Dijiste que era el nombre árabe de Hebrón.

José parecía satisfecho, pero extrañamente distraído.

–Es las dos cosas -dijo, poniendo el coche en marcha-. Khalil, de la ciudad y Khalil, de mi hermano. Khalil es el amigo de Dios y también el nombre hebreo del profeta Abraham, a quien el Islam respeta y que descansa en nuestra vieja mezquita.

–O sea que Khalil -dijo ella.

–Eso -concedió él secamente-. Recuérdalo bien, así como las circunstancias en que te lo he explicado. Porque Michel te ama, porque ama a su hermano, porque has besado la pistola de su hermano y ya eres de su misma sangre.

Partieron monte abajo. Ahora conducía José. Charlie ya no sabía quién era, si es que alguna vez lo había sabido. Aún resonaba en sus oídos el eco de las detonaciones. Sentía en sus labios el sabor del cañón, y cuando él señaló con el dedo hacia el monte Olimpo, no vio más que nubarrones blancos y negros que parecían un hongo atómico. José estaba tan preocupado como ella pero, una vez más, perseguía un objetivo, y mientras conducía prosiguió incansable con su relato, añadiendo un detalle tras otro a la historia. Otra vez Khalil. Las veces que estuvieron juntos antes de que el hermano mayor se fuera a luchar. El encuentro de sus dos almas en Nottingham. Su hermana Fatmeh y su gran amor por ella. Sus otros hermanos, muertos todos. Llegaron a la carretera de la costa. La circulación era muy densa, rápida y ruidosa; sucias playas aparecían salpicadas de chozas desvencijadas y las chimeneas de las fábricas la miraban desde lejos como cárceles.

Charlie trató de no dormirse por deferencia hacia él, pero al final el esfuerzo resultó en vano. Apoyó la cabeza en su hombro y se evadió durante un rato.

El hotel de Tesalónica era una anticuada e imponente mole eduardiana con cúpulas iluminadas por reflectores y aire de circunstancias. Su habitación estaba en la planta superior y disponía de un cuarto para niños, un cuarto de baño de seis metros y mobiliario años veinte bastante deteriorado, como en Inglaterra. Charlie había encendido la luz, pero él ordenó que la apagara. José había hecho subir cena, pero ninguno de los dos había probado bocado. Desde la ventana salediza José se quedó de espaldas a ella mirando la plaza ajardinada y la zona portuaria iluminada por la luna. Charlie se sentó en la cama. De la calle subían sones de música popular griega.

–Bueno, Charlie.

–Bueno, Charlie -repitió ella, esperando a que le diera la explicación que le parecía merecer.

–Ya estás comprometida en mi batalla, pero ¿qué batalla? ¿Cómo hay que luchar? ¿Dónde? He hablado de la causa, he hablado de acción: creemos, luego actuamos. Te he explicado que el terror es como el teatro, y que a veces hay que tirarle al mundo de las orejas para que preste oídos a la justicia.

Charlie se removió intranquila.

–Repetidas veces en mis cartas y en nuestras largas conversaciones, te he prometido llevarte al terreno de la acción. Pero te estaba mintiendo, quería retrasarlo. Hasta hoy mismo. Puede que no confíe en ti, o puede que haya aprendido a amarte tanto que no desee ponerte en primera línea de fuego. Tú no sabes qué hay de cierto en todo esto, aunque a veces te has sentido dolida por mi exagerada reserva, como revelan tus cartas.

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