La chica del tambor (36 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

–Basta, José -masculló-. Esto es demasiado. Dejémoslo.

–«A los imperialistas, que fomentan la guerra y arman al agresor sionista. A la insensata burguesía occidental, ella misma inconsciente esclava y perpetuadora de su propio sistema. -Hablaba apenas en un susurro y sin embargo su voz era cada vez más penetrante-. El mundo nos grita que no deberíamos atacar a mujeres y niños inocentes. Pero yo os digo que la inocencia ha dejado de existir. Por cada niño que muere de hambre en el Tercer Mundo, hay otro en Occidente que le ha robado el pan…»

–Basta ya -repitió ella, viendo que ya no había remedio-. Es suficiente: me rindo.

Pero él siguió con su proclama:

–«Cuando yo tenía seis años, me echaron de mi país. Cuando tenía ocho, me uní al Ashbal. A ver: ¿qué es el Ashbal? Vamos, Charlie. Eso lo preguntas tú. ¿No fuiste

quien preguntaste, quien levantaste la mano para preguntar qué es el Ashbal?» ¿Qué te contesté yo?

–La milicia infantil -dijo ella cogiéndose la cabeza entre las manos-. Estoy a punto de vomitar, José.

–«A los diez años me escondía en un refugio casero mientras los sirios lanzaban cohetes sobre nuestro campamento. A los quince, mi madre y mi hermana murieron en un ataque aéreo de los sionistas.» Sigue tú, por favor. Acaba la historia…

Ella había vuelto a cogerle la mano, esta vez con las dos suyas, y se la estaba golpeando suavemente contra la mesa en señal de reconvención.

–«Si se puede bombardear a los niños, entonces éstos también pueden pelear» -le recordó él-. ¿Y si ellos colonizan? Entonces ¿qué? ¡Vamos, habla!

–Entonces hay que matarlos -musitó ella a regañadientes.

–¿Y si sus madres les dan de comer y les enseñan a robar nuestras casas y a bombardear a nuestra gente en el exilio?

–Entonces sus madres están en el frente con sus esposos. José, por favor…

–¿Qué hay que hacer con ellas, entonces?

–Matarlas también. Pero yo no le creí cuando lo dijo, y ahora tampoco.

Él pasó por alto sus protestas. Aquello era una enérgica declaración de amor eterno.

–Escucha. A través de los orificios de mi capucha negra, mientras te infundía mi mensaje revolucionario, me fijé en cómo me mirabas embelesada. Me fijé en tu pelo rojo, en tus marcados rasgos revolucionarios. ¿No es una ironía que en nuestro primer encuentro fuera yo el que estaba en escena y tú entre el público?

–¡De embelesada, nada! Pensé que te estabas pasando de la raya, ¡y a poco estuve de decírtelo a la cara!

Pero él siguió, impenitente:

–Fueran cuales fueran tus sentimientos, aquí en este motel de Nottingham, bajo mi hipnótica influencia trastocas inmediatamente tus recuerdos y me dices que aunque no podías verme la cara, mis palabras han quedado grabadas a fuego en tu memoria para siempre jamás. ¿Por qué no…? Vamos, Charlie. ¡Lo dices en tu carta!

Ella no se dejaba convencer. Todavía no. Y de pronto, por primera vez desde que José había iniciado su narración, Michel se convirtió en una criatura viva y aislada para ella. Hasta ese momento, ahora se daba cuenta, Charlie se había servido, de los rasgos de José para explicarse a su amante imaginario, y de la voz de José para caracterizar su discurso. Ahora, como una célula que se divide, los dos hombres se habían convertido en seres independientes y encontrados, y Michel tenía por fin su propia dimensión en la realidad. Charlie visualizó nuevamente la sala de conferencias sin barrer y con la abarquillada fotografía de Mao y los arañados bancos de colegio. Visualizó las hileras de cabezas desiguales, con peinados afro, Jesucristo Superstar y así sucesivamente, y a Long Al arrellanado en el banco contiguo al suyo en un estado de alelamiento alcohólico. Y en el estrado vio a la solitaria y enigmática figura del gallardo representante de Palestina, más bajo que José, puede que también un poquitín más fornido aunque resultaba difícil decirlo, pues estaba embozado en su máscara negra, su informe camisa caqui y su
kaffiyeh
blanco y negro. Pero, eso sí, más joven y también más fanático. Recordó sus labios de pez, inexpresivos dentro de su jaula, el pañuelo rojo atado al cuello de modo desafiante y las manos enguantadas que gesticulaban al son de sus palabras. Pero, sobre todo, recordó su voz: no una voz gutural, como ella había esperado, sino de acento literario y considerado, en macabro contraste con su sanguinario mensaje revolucionario. Que tampoco era la de José. Recordó cómo la voz se interrumpía, en un estilo nada propio de José, para pronunciar de nuevo una frase difícil, buscando los términos gramaticalmente más apropiados: «Las armas y el Regreso son para nosotros una misma cosa… un imperialista es todo aquel que no colabora en nuestra revolución… no hacer nada es otorgar la injusticia…»

–Te quise inmediatamente -estaba diciendo José, con el mismo tono de fingida retrospección-. O al menos así te lo digo ahora. En cuanto terminó la conferencia, pregunté quién eras, pero no me sentí capaz de abordarte delante de tantas personas. También era consciente de que no podía mostrarte mi cara, que es una de mis mejores cartas. De ahí que decidiera ir a buscarte al teatro. Hice mis pesquisas, te seguí hasta Nottingham, y aquí me tienes. Te amo ilimitadamente, firmado: ¡Michel!

Como si intentara rectificar, José exageró muchísimo sus diferencias hacia ella. Volvió a llenarle el vaso, pidió un café -no muy dulce, como a ti te gusta-, le preguntó si quería ir a lavarse. No, gracias, estoy bien así, dijo ella. El televisor mostraba imágenes de un político risueño bajando por la escalerilla de un avión y llegando al pie de la misma sin contratiempo.

Concluidos sus servicios, José echó un significativo vistazo a la cantina y luego miró a Charlie, y su voz se transformó en el vehículo quintaesenciado del espíritu práctico.

–Bueno, Charlie. Veamos: tú eres su Juana de Arco, su amor, su obsesión. El personal se ha ido, estamos los dos solos en el comedor. Tu desenmascarado admirador y tú. Es más de media noche y llevo demasiado rato hablándote, aunque apenas si he empezado a abrirte mi corazón o a pedir que me hables de ti, por quien siento un amor incomparable, una experiencia totalmente nueva para mí, etcétera, etcétera. Mañana es domingo, no tienes compromisos teatrales, y yo he alquilado una habitación en el motel. No hago intento alguno de persuadirte. No es mi estilo. Puede también que respete enormemente tu dignidad. O puede que sea demasiado orgulloso para pensar que haga falta persuadirte de nada. O vienes conmigo como camarada, como verdadera seguidora del amor libre, de soldado a soldado… o nada. ¿Cuál es tu reacción? ¿Te entran de repente las ganas de volverte al Astral Commercial, cerca de la estación?

Ella le miró y luego apartó la vista. Se le ocurrían media docena de respuestas jocosas pero se las calló. Una vez más, la figura individual y encapuchada de sus sesiones semanales era una abstracción. Quien había formulado la pregunta era José, no el desconocido. ¿Y qué podía decir ella cuando, mentalmente, estaban ya en la cama, reclinada la cabeza de José en su hombro, estirado su acribillado cuerpo junto al de ella, mientras Charlie trataba de averiguar cuál era su verdadera personalidad?

–Al fin y al cabo, Charlie, tú misma dijiste que te habías acostado con muchos hombres por mucho menos.

–¡Oh, sí, mucho menos! -concedió ella, interesándose repentinamente por el salero de plástico.

–Llevas esa joya tan cara que te ha regalado. Estás sola en una ciudad poco menos que tétrica. Llueve. Te tiene hechizada: halaga a la actriz y seduce a la revolucionaria. ¿Cómo te vas a negar?

–Además me invitó a comer -le recordó ella-. Aunque yo había dejado de comer carne.

–Yo creo que una occidental aburrida no puede pedir más.

–José, por favor… -murmuró ella sin atreverse a mirarle siquiera.

–De acuerdo, entonces -dijo él enérgicamente, pidiendo la cuenta con una señal-. Enhorabuena. Acabas de encontrar a tu pareja perfecta.

Su manera de hablar parecía impulsada por una misteriosa brutalidad. Charlie tenía la absurda sensación de que su conformidad le había molestado. Vio cómo pagaba la cuenta y cómo se guardaba el recibo. Salieron a la calle, ella detrás de él. Soy la chica que se prometió dos veces, se dijo. Si amas a José, has de pasar por Michel. En el teatro de lo real, él me ha servido de chulo para su fantasma.

–Cuando estáis en la cama te dice que su verdadero nombre es Salim, pero que es un secreto -dijo José como si tal cosa al subir al coche-. Él prefiere Michel, en parte por razones de seguridad, y en parte porque se ha encaprichado ya de la decadencia europea.

–Pues a mí me gusta más Salim.

–Pero empleas a Michel.

Lo que tú digas, pensó ella. Pero esa pasividad suya no era más que un engaño, incluso para sí misma. Notaba cómo la cólera se le ponía en movimiento, muy soterrada aún, pero creciendo y creciendo.

El motel en cuestión era como una nave de fábrica de poca altura. Al principio no encontraban dónde aparcar, pero luego un microbús Volkswagen avanzó para dejarles sitio, y Charlie atisbo la silueta de Dimitri al volante. Cogiendo las orquídeas como José le había dicho que lo hiciese, aguardó a que él se pusiera el blazer rojo y luego le siguió por la zona alquitranada hasta el porche delantero; pero todo ello a regañadientes, manteniendo las distancias. José llevaba su bolso así como la elegante cartera negra. Devuélvemelo, es mío. En el vestíbulo, Charlie vio por el rabillo a Raoul y Rachel de pie bajo la infame iluminación de cabaret, leyendo los avisos sobre excursiones para el día siguiente. Les lanzó una mirada feroz. José se llegó al mostrador y ella se acercó para ver cómo firmaba en el registro, aunque él le había dicho claramente que no lo hiciera. Apellido árabe, nacionalidad libanesa y dirección el número de un apartamento en Beirut. Sus modales eran desdeñosos, los propios de un hombre bien situado y dispuesto a ofenderse a la mínima. Eres un buen actor, pensó ella con melancolía mientras intentaba odiarle. Nada de sobreactuación, sino estilo a grandes dosis: has hecho tuyo el papel. El aburrido director de noche le lanzó a Charlie una mirada lasciva, pero sin la falta de respeto a que ella estaba habituada. El portero estaba cargando su equipaje en una enorme carretilla de hospital. Llevo puesto un caftán azul y una pulsera de oro y ropa interior de Perséphone de Munich, y morderé al primer palurdo que me llame furcia. José la tomó del brazo: su mano le abrasó la piel. Charlie se soltó. Vete a la mierda. A los acordes de un canto gregoriano por el hilo musical, siguieron a su equipaje por un túnel grisáceo de puertas de colores pastel. Su habitación tenía una cama doble, era tipo
grana luxe y
aséptica como un quirófano.

–¡Hostia! -exclamó ella, mirando en torno ofuscada por el odio.

El portero, sorprendido, se volvió hacia ella, pero Charlie no le hizo ni caso. Vio una fuente con fruta variada, un cubo con hielo, dos vasos y una botella de vodka esperando junto a la cama. Un jarrón para las orquídeas. Charlie las metió en el jarrón. José dio propina al conserje, el carretón partió con un chirrido de ruedas y de repente estuvieron a solas con una cama del tamaño de un campo de fútbol, dos carboncillos representando a sendos toros minoicos para dar un ambiente de erótico buen gusto y un balcón con una magnífica vista del aparcamiento. Charlie sacó la botella del cubo, se sirvió una copa y se derrumbó sobre el borde de la cama.

–Salud, pariente -dijo ella.

José no se había sentado aún y la miraba sin expresión.

–Salud, Charlie -respondió, aunque no había cogido el vaso.

–Bien, ¿y ahora qué? ¿Jugamos al palé? ¿O es que todo el numerito ha sido sólo para llegar a esto? -Ahora hablaba más alto-. A ver, dime: ¿Nosotros qué coño pintamos aquí? Por pura información, ¿eh?
¿Quién
diablos somos? Vamos, di.

–Sabes muy bien quienes somos, Charlie: dos enamorados que disfrutan de su luna de miel en Grecia.

–Creía que estábamos en un parador de Nottingham.

–Hacemos los dos papeles al mismo tiempo. Pensaba que lo habías comprendido. Es la manera de crear el pasado y el presente.

–Ya. Porque vamos mal de tiempo.

–Digamos que porque peligran vidas humanas.

Charlie bebió un poco más de vodka. Su mano estaba firme como una roca, pues así se comportaba su pulso cuando se ponía de un humor de perros.

–Vidas judías… -le corrigió ella.

–¿Acaso son distintas de las otras?

–¡Sí señor! ¡Sí que lo son, coño! Nadie levanta un dedo si Kissinger bombardea a los puñeteros camboyanos hasta que las ranas críen pelo. Los israelíes pueden hacer trizas a los palestinos cuando les plazca. Ah, pero si alguien se carga a un par de rabinos en Frankfurt o donde sea… Oh, sí, ya veo: es un verdadero desastre internacional de primera magnitud.

Su mirada estaba más allá de él, fija en su enemigo imaginario, pero por el rabillo del ojo vio que avanzaba resueltamente hacia ella y durante un momento de lucidez llegó a pensar que José iba a dejarse de cuentos de una vez por todas. Pero en vez de eso se dirigió a la ventana para abrirla, quien sabe si para ahogar su voz con el ruido de la circulación.

–Todo son desastres -replicó él sin emoción, mirando al exterior-. Pregúntame lo que sienten los habitantes de Kiryat Shmonah cuando caen los obuses palestinos. Que te cuenten los de los kibbutz cómo aúllan los cohetes Katyusha, de cuarenta en cuarenta, mientras ellos corren a esconder a sus hijos en un refugio fingiendo que todo es un juego. -José hizo una pausa y lanzó una especie de hastiado suspiro, como si sus propios razonamientos le resultaran ya demasiado oídos-. Sin embargo -añadió con tono más pragmático-, la próxima vez que utilices este argumento, te sugiero que recuerdes que Kissinger es judío. Eso cabe también en el vocabulario político un tanto primario de Michel.

Charlie se llevó los nudillos a la boca y descubrió que estaba llorando. Él fue a sentarse en la cama, junto a ella, y Charlie esperó a que le rodeara con su brazo o que siguiera brindándole sus sabios razonamientos o, simplemente, que la poseyera, como ella habría preferido por encima de todo. Pero él no hizo ni esto ni aquello. Se limitó a dejarla a solas con sus lágrimas hasta que ella tuvo poco a poco la sensación de que él se había hecho cargo de cuál era su situación y que ambos lloraban juntos. Más que las palabras, su silencio mitigó lo que tenían que hacer. Estuvieron así como un siglo, uno al lado del otro, hasta que ella dejó que sus sollozos dieran paso a un profundo y extenuado suspiro. Pero él siguió sin moverse, ni para acercarse ni para alejarse.

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