La chica del tambor (61 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

La oscuridad la estaba mareando. Me voy a caer. Menos mal que estoy sentada. El hombre estaba ante la mesa de vidrio inspeccionando el contenido de su bolso, tal como había hecho Helga en Cornualles. Pudo oír unos segundos de música cuando el hombre jugueteó con su pequeña radio despertador, y un ruido metálico al dejarla a un lado. «Esta vez no habrá trucos», le había dicho José. «Te llevas el modelo original, nada de sustitutos.» Le oyó pasar las páginas de su diario mientras chupaba el puro. Seguro que me pregunta qué significa eso de «resbalón», pensó. Ver a M… Encontrarme con M… Amar a M… ¡¡atenas…!! El hombre no preguntó nada. Oyó como un gruñido cuando él se sentó en el sofá, y luego el crujido de la tela del pantalón sobre el rígido calicó del tapizado. Un gordinflón que gasta cosméticos caros y zapatos hechos a mano y que fuma habanos se sienta agradecido en un sofá de fulanas. La oscuridad la hipnotizaba. Seguía con las manos entrelazadas sobre el regazo, pero le parecían las de otra persona. Oyó el chasquido de una goma elástica. Las cartas. Nos enfadaremos mucho si no traes las cartas. Cindy, acabas de ganarte las clases de música. Ah, si hubieras sabido adonde iba cuando pasé por tu casa. Si
yo
lo hubiera sabido…

La oscuridad empezaba a volverla loca. Como me encierren, estoy perdida; la claustrofobia siempre ha podido conmigo. Estaba recitando a T. S. Eliot para sus adentros, unos versos aprendidos en el colegio durante el mismo curso en que la expulsaron: era algo de que el presente y el pasado estaban contenidos en el futuro; algo de que cualquier tiempo era eternamente presente. Ni lo comprendió entonces ni lo comprendía ahora. Menos mal, se dijo, que no me quedé con
Whisper.
Era un insolente perro de caza negro que vivía al otro lado de su calle y cuyos dueños se iban al extranjero. Se imaginaba a
Whisper
sentado junto a ella, con gafas oscuras.

–Cuéntanos la verdad, y no te mataremos -dijo quedamente una voz masculina.

¡Era Michel! O casi. ¡Michel volviendo casi a la vida! El acento era el de Michel, igual que la melodiosa cadencia, el tono soñoliento y rico en matices, surgido del fondo de la garganta.

–Si nos cuentas todo lo que les dijiste, lo que has hecho ya por encargo de ellos y cuánto te pagaron, lo comprenderemos y te dejaremos marchar.

–Mantén la cabeza quieta -le espetó Helga desde atrás.

–No pensamos que le traicionaras por traicionarle, ¿de acuerdo? Tuviste miedo, te metiste en esto hasta el cuello, y ahora les sigues el juego. Es lógico. Nosotros no somos inhumanos. Te sacaremos de aquí, te dejaremos a las afueras de la ciudad, y tú les cuentas lo que ha sucedido. Eso no nos importa… siempre que seas honesta.

El hombre suspiró, como si la vida le representara una carga.

–Puede que te hayas encaprichado de cierto guapo funcionario de policía y que le hayas hecho un favor, ¿no? Somos comprensivos con estas cosas. Somos gente comprometida, sí, pero no psicópatas. ¿Entendido?

–¿Comprendes lo que te dice, Charlie? -Helga estaba enfadada-. ¡Responde o serás castigada!

Charlie insistió en no responder.

–¿Cuándo entraste en contacto con ellos por primera vez? ¿Fue después de lo de Nottingham? ¿De York, quizá? No importa. Acudiste a ellos. De eso no hay duda. Sentiste miedo y fuiste a la policía. «Este chalado de árabe pretende reclutarme para su causa terrorista. Sálvenme, haré lo que me digan.» ¿Fue así como sucedió? Escucha, si vuelves con ellos no vas a tener problemas. Cuéntales tus heroicidades. Te proporcionaremos cierta información para contentarlos. Somos gente amistosa y razonable. Está bien, vamos al grano. Dejémonos de tonterías. Eres muy simpática pero te has metido donde no te llaman. Venga.

Ahora se sentía en paz y sumida en una inmensa lasitud causada por el aislamiento y la ceguera. Estaba a salvo, en el útero materno, libre para empezar de nuevo o para morir en paz, lo que la naturaleza dispusiera. Estaba durmiendo el sueño de la infancia, o de la vejez. Su propio silencio la hechizaba; era el silencio de la libertad perfecta. Ellos esperaban su respuesta, notaba su impaciencia pero no tenía sensación de compartirla en absoluto. En varios momentos llegó al extremo de pensar qué iba a decirles, pero su voz le sonaba muy lejana y no parecía tener sentido ir a buscarla. Helga dijo algo en alemán y pese a que Charlie no la entendió, sí pudo notar, como si fueran suyas, que las palabras tenían un tono de resignada perplejidad. El gordinflón le respondió en el mismo tono de desconcierto, pero sin hostilidad. Puede que sí o puede que no, pareció decir. Se los imaginaba a ambos negando toda responsabilidad sobre ella mientras se pasaban el muerto el uno al otro: una reyerta burocrática, en fin. El italiano quiso sumarse a la disputa, pero Helga le ordenó callar. El gordinflón y Helga reanudaron su discusión y Charlie captó la palabra
«logisch».

Y entonces el gordinflón dijo:

–¿Dónde pasaste la noche después de llamar a Helga?

–En casa de un amante.

–¿Y anoche?

–Lo mismo.

–¿Era un amante distinto?

–Sí, pero los dos eran polis.

Supo que de no haber llevado las gafas puestas, Helga le habría pegado. En cambio, se abalanzó y con voz rabiosa le espetó una avalancha de órdenes: que no fuera impertinente, que no mintiera, que respondiera al momento y sin sorna. El interrogatorio se reanudó. Charlie respondió cansinamente, dejando que le sonsacaran las respuestas de la boca, frase a frase, pues en último término ¿por qué demonios tenían que meter las narices en sus cosas? ¿Qué número tenía la habitación de Nottingham? ¿Cómo se llamaba el hotel de Tesalónica? ¿Fueron a nadar? ¿A qué hora llegaron, a qué hora comieron, qué se hicieron subir a la habitación para beber? Pero poco a poco, a medida que se escuchaba a sí misma y luego a ellos, supo que al menos de momento había ganado la partida, por más que la obligaran a llevar las gafas de sol al marchar y a dejárselas puestas hasta que estuvieron a bastante distancia de la casa.

21

Estaba lloviendo cuando aterrizaron en Beirut, y supo que era una lluvia cálida porque el bochorno penetró en la cabina mientras sobrevolaban en círculo y porque volvía a picarle la cabeza a causa del tinte con que Helga le había hecho teñir el pelo. Atravesaron unas nubes que parecían rocas al rojo vivo al resplandor de las luces del avión. Al cesar las nubes, salieron a mar abierto y volaron a poca altura con riesgo de colisionar contra las montañas que se les venían encima. Charlie solía tener una pesadilla parecida, sólo que su avión volaba por una calle atestada y con rascacielos a ambos lados, pero nada podía pararlo porque el piloto le estaba haciendo el amor. Tampoco ahora pudo detenerlo nada. El aterrizaje fue perfecto, se abrió la puerta y olió por primera vez el Oriente Medio dándole la bienvenida propia de los que vuelven a casa. Eran las siete de la tarde, pero igual podían haber sido las tres de la madrugada, pues enseguida se dio cuenta de que allí no se acostaba nadie. El estrépito que reinaba en la sala de llegadas le recordó el día de un derby famoso antes de dar la salida; con la cantidad de hombres de uniforme armados que había allí se podía empezar una guerra. Estrechando su bolsa de viaje contra el pecho, se abrió paso hasta la cola de inmigración y reparó con sorpresa que estaba sonriendo. Tanto su pasaporte germano-oriental como su falsa apariencia, que cinco horas antes habían sido cuestión de vida o muerte en el aeropuerto de Londres, resultaban totalmente triviales en este ambiente de inquieta y peligrosa urgencia.

«Ponte en la cola de la izquierda, y cuando enseñes el pasaporte, pide por el señor Mercedes», le había ordenado Helga en el Citroën aparcado en Heathrow.

«¿Y si me habla en alemán?»

La pregunta no era digna de ella, al parecer.

«Si te pierdes, ve en taxi al hotel Commodore, y siéntate a esperar en el foyer. Es una orden. Recuerda, señor Mercedes, como el coche.»

«¿Y después, qué?»

«Charlie, me parece que te estás pasando de terca y de imbécil. Haz el favor de dejarlo.»

«… o me pegas un tiro», sugirió Charlie.

–¡Señorita Palme! Su pasaporte.
Pass.
¡Por favor!

Palme era su apellido alemán, pronunciando la «e» final, según le había dicho Helga. Lo decía ahora un árabe menudo con cara de contento y barba de un día, el pelo rizado y un traje tan raído como inmaculado. «Por favor», repitió, tirándole de la manga. Llevaba la americana abierta y una enorme automática plateada metida en la cintura. Había unas veinte personas entre ella y el funcionario de inmigración. Helga no le había dicho que iba a ser así, ni mucho menos.

–Soy Mr. Danny. Por favor, señorita Palme. Venga por aquí.

Ella le entregó el pasaporte y el tal Danny se alejó entre el gentío, apartando a la gente con los brazos para que ella siguiese su estela. Hasta aquí toda señal de Helga o del señor Mercedes. Danny se había esfumado, pero reapareció muy ufano un momento después, llevando en una mano una tarjeta de desembarco y agarrando con la otra a un sujeto grande con cara de funcionario y chaqueta de cuero negra.

–Amigos -explicó Danny con una suntuosa sonrisa de patriota-. En Palestina todos amigos.

Ella tenía sus dudas, pero a la vista de semejante entusiasmo tuvo la cortesía de no negarlo. El tipo grande la miró de arriba abajo y a continuación examinó el pasaporte, pasándoselo luego a Danny. Por último inspeccionó la tarjeta blanca y se la metió en su bolsillo superior.

–Willkommen
-dijo con un rápido movimiento de la cabeza, que no era sino una invitación a que se diera prisa.

Estaban junto a la puerta cuando empezó la pelea. Al principio sólo fue poca cosa, como si un funcionario de uniforme le hubiera dicho algo a un viajero de aspecto próspero. Pero de pronto estaban los dos gritando y amenazándose con los puños muy cerca de la cara. En cuestión de segundos había ya partidarios de cada contrincante, y mientras Danny la llevaba al coche, se aproximó al lugar de los hechos un grupo de soldados con boina verde, marchando a paso ligero al tiempo que se descolgaban las metralletas del hombro.

–Sirios -explicó Danny, y le sonrió filosóficamente como queriendo decir que todo país tiene sus sirios.

Era un viejo Peugeot azul. Olía a colillas rancias y estaba aparcado junto a una caseta que expendía café. Danny abrió la portezuela de atrás y sacudió el polvo del asiento con la mano. Al montar Charlie, un muchacho se coló a su lado por la otra puerta. Cuando Danny arrancaba, otro muchacho entró, sentándose a su lado. Estaba demasiado oscuro para que Charlie pudiera distinguir sus facciones, pero lo que sí vio claramente fueron sus metralletas. Los chicos eran tan jóvenes que por un momento llegó a dudar que sus armas fueran de verdad. Uno de ellos le ofreció un cigarrillo, que ella rechazó.

–¿Habla español? -le preguntó él con cortesía, a modo de alternativa. Charlie dijo que no-. Entonces, no haga caso de mi inglés. Si hablase usted español, yo podría expresarme correctamente.

–Pues hablas un inglés magnífico.

–No es verdad -replicó el joven, como si hubiera detectado en ello la perfidia occidental, y se sumió en un preocupado silencio.

Detrás de ellos sonaron unos disparos, pero nadie hizo caso. Se aproximaban a un recinto protegido por sacos de tierra. Danny paró el coche. Un centinela de uniforme se la quedó mirando y luego les indicó con la metralleta que podían seguir.

–¿Ése también era sirio? -preguntó ella.

–Libanés -dijo Danny, suspirando.

Pero Charlie, sin embargo, notó que estaba nervioso. Lo notaba en todos ellos: una agudeza de mirada y de pensamiento. La calle era en parte campo de batalla y en parte zona edificada, así lo revelaban en rápidos retazos las escasas farolas de la calle que funcionaban. Restos de árboles calcinados sugerían una antigua avenida elegante; las buganvillas empezaban a tapar las ruinas. Junto a las aceras yacían coches quemados y llenos de impactos de bala. Pasaron junto a chabolas iluminadas que albergaban comercios de llamativos colores y a altas siluetas de casa bombardeadas que parecían peñascos rocosos. Pasaron junto a una casa tan agujereada por los obuses que parecía un gigantesco rallador de queso recortándose contra un cielo pálido. Un fragmento de luna les acompañaba en su recorrido colándose aquí y allá. De vez en cuando aparecía un flamante edificio a medio construir, a medio iluminar y a medio habitar, como un juego de especuladores, con sus vigas rojas y su cristal negro.

–En Praga estuve dos años -dijo el chico, que parecía haberse recuperado de su decepción-. En La Habana, tres. ¿Ha estado en Cuba?

–No, no he estado nunca en Cuba.

–Pues yo soy intérprete oficial de árabe y español.

–Fantástico -dijo Charlie-. Enhorabuena.

–¿Quiere que le haga de intérprete, señorita Palme?

–Cuando quieras -dijo Charlie, provocando la carcajada general. La occidental acababa de ser rehabilitada.

Danny frenó y bajó la ventanilla. A lo lejos, en mitad de la calle, ardía una hoguera alrededor de la cual se reunía un grupo de hombres y muchachos con sus
kaffiyeh
blancos y ropa de campaña caqui hecha jirones. Cerca de ellos habían acampado por su cuenta unos perros. Charlie se acordó de Michel en su pueblo natal, escuchando las historias de viajeros, y pensó. «Han convertido las calles en aldeas.» Un apuesto anciano se levantó, se rascó la espalda y avanzó penosamente hacia ellos metralleta en mano hasta inclinar su arrugado rostro por la ventanilla de Danny para abrazarle. Su conversación se prolongó interminablemente. Sin nadie que le hiciera caso, Charlie se dedicó a escuchar atentamente, imaginando que entendía más o menos lo que decían. Pero al mirar más allá del viejo, tuvo una visión nada reconfortante: formando un semicírculo inmóvil, cuatro de aquellos hombres tenían sus metralletas dirigidas hacia el coche, y ninguno parecía sobrepasar los quince años.

–Son los nuestros -dijo el vecino de Charlie, reverentemente, al proseguir su camino-. Son comandos palestinos. Esta parte de la ciudad es nuestra.

Y de Michel, pensó ella con orgullo.

«Verás que son gente fácil de querer», le había dicho José.

Charlie pasó cuatro días y cuatro noches con los muchachos y les quiso a todos, juntos y por separado. Eran la primera de sus muchas familias. La transportaban siempre a oscuras, como si fuera un tesoro, y siempre con la mayor cortesía. Le explicaron con encantador recato que no la esperaban tan pronto, que su capitán necesitaba hacer ciertos preparativos. La llamaban «señorita Palme» y seguramente creían que aquél era su nombre verdadero. Aunque su afecto por ella era recíproco, en ningún momento le pidieron nada personal ni nada que pudiera parecer impertinente; mantenían en todos los sentidos una timidez y una reticencia disciplinadas, cosa que a ella le hacía preguntarse por la naturaleza de quien les mandaba. Su primera noche la pasó en lo alto de una casa derruida por los obuses y vacía de todo signo de vida excepto el loro del propietario ausente, que tosía como un fumador cada vez que alguien encendía un cigarrillo. También sabía imitar el sonido del teléfono, cosa que hacía a altas horas de la noche, obligándola a escabullirse hasta la puerta para ver si alguien contestaba la llamada. Los muchachos dormían fuera, en el descansillo, de uno en uno, mientras los otros fumaban, bebían pequeñísimos vasos de té azucarado o jugaban a cartas entre murmullos de fuego de campamento.

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