La chica del tambor (73 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

–Los Minkel han llegado a la estación hace dos minutos. Han tomado un taxi azul Peugeot. Estarán aquí de un momento a otro.

Rossino pidió la cuenta, pagó y reanudó la lectura del periódico.

Lo haré todo una sola vez, se había prometido mientras esperaba tumbada por la mañana; la última vez. Y se lo repitió ahora. Si estoy aquí sentada, no tendré que sentarme aquí nunca más. Cuando vaya abajo, será para no tener que subir nunca más. Cuando me vaya del hotel, será para no volver nunca más.

–¿Y por qué no matamos a ese cabrón y acabamos de una vez? -susurró Charlie, sintiendo aflorar súbitamente el miedo y el odio mientras fijaba otra vez la mirada en la puerta principal.

–Porque queremos seguir vivos para matar a otros cabrones -le explicó pacientemente Rossino. Pasó página y añadió-: Otra vez ha perdido el Manchester United. Pobrecito Imperio británico.

–Acción -dijo Charlie.

Un taxi Peugeot azul había aparcado frente a la puerta de cristal. De él estaba saliendo una mujer de pelo gris, seguida de un hombre alto y de aspecto distinguido con andares pausados y ceremoniosos.

–Controla los bultos pequeños, yo vigilo los grandes -le dijo Rossino encendiendo de nuevo su cigarro puro.

El taxista estaba abriendo el maletero; Franz, el portero de librea, esperaba detrás con su carrito. Primero aparecieron dos maletas a juego nylon color marrón, ni nuevas ni viejas, con correas alrededor para una mejor sujeción y etiquetas rojas, luego una vieja maleta de piel, mucho más voluminosa, con dos ruedas en una esquina. Y finalmente una maleta más.

–Pero ¿cuánto tiempo piensan quedarse? -dijo Rossino soltando un taco en italiano.

Los bultos pequeños estaban apilados en el asiento del acompañante.

Después de cerrar el maletero, el taxista empezó a descargarlos, pero el carrito de Franz no era lo bastante grande para llevarlos todos de una vez: una gastadísima bolsa de viaje en cuero de varios colores y dos paraguas, uno de él y otro de ella; una bolsa de la compra con un gato negro pintado; dos grandes cajas envueltas en papel especial, probablemente regalos de Navidad con retraso. Y entonces lo vio: un maletín negro con cantos duros, armazón metálico y portaetiquetas de cuero. Caramba con Helga, pensó Charlie. Qué vista tiene. Minkel estaba pagando al taxista. Como alguien a quien había conocido una vez, el hombre llevaba la calderilla en un monedero y se la echaba en la palma para examinar un dinero que le resultaba poco familiar. La señora Minkel cogió el maletín.

–¡Mierda! -dijo Charlie.

–Espera -dijo Rossino.

Cargado de paquetes, Minkel cruzó la puerta corredera detrás de su esposa.

–Más o menos ahora, me dices que crees reconocerle -comentó tranquilamente Rossino-. Y yo te digo que por qué no vas y te aseguras. Tú dudas porque eres una tímida virgencita. -La estaba sujetando por la manga del vestido-. No fuerces las cosas. Si no funciona, hay otras maneras de hacerlo. Vamos, frunce el ceño. Ajústate las gafas. Adelante.

Minkel se aproximaba al mostrador de recepción con pasitos ligeramente ridículos, como si fuera la primera vez que entraba en un hotel. Su esposa, que seguía en posesión del maletín, estaba a su lado. Había una sola recepcionista de servicio y estaba ocupada con otros dos huéspedes. Mientras esperaban, Minkel miró desconcertado en derredor. Su mujer, sin dejarse impresionar, se hizo rápidamente una composición de lugar. Al fondo del vestíbulo, detrás de un panel de cristal ahumado, estaba congregándose un grupito de alemanes muy bien vestidos, a punto para algún acto. Estudió a los invitados con cara de desaprobación y murmuró algo a su marido. La recepción había quedado libre. Minkel le cogió el maletín a su esposa: una tácita e instintiva transacción entre cónyuges. La recepcionista era rubia y llevaba un vestido negro. Verificó el índice de reservas con sus uñas encarnadas y luego le pasó a Minkel un formulario para que lo rellenase. Los peldaños golpeaban en los tacones de Charlie, la mano húmeda se le pegaba a la amplia barandilla, Minkel era una nebulosa abstracción visto desde sus gafas de astigmática. El suelo subió hasta ella y Charlie inició su vacilante travesía hacia el mostrador, sobre el cual estaba inclinado Minkel rellenando la hoja de inscripción. Había dejado a mano su pasaporte israelí y procedía a copiar la numeración. El maletín reposaba en el suelo, junto a su pie izquierdo; la señora Minkel estaba fuera de tiro. Situándose a la derecha de Minkel, Charlie miró disimuladamente por encima de su hombro mientras aquél escribía. La señora Minkel llegó por la izquierda, miró a Charlie sin entender nada y le dio un codazo a su esposo. Consciente al fin de que alguien le estaba mirando de cerca, Minkel levantó su testa venerable y se volvió hacia ella. Charlie se aclaró la garganta, haciéndose la tímida, cosa que no le costó nada.
Ahora.

–¿Profesor Minkel? -dijo.

El hombre tenía ojos grises y preocupados y parecía aún más turbado que Charlie. De repente, fue como acompañar a un actor malo.

–Sí, soy el profesor Minkel -concedió, como si no estuviera del todo seguro-. ¿Por qué?

Su actuación era tan pésima que eso sólo le dio fuerzas a Charlie.

–Profesor -dijo, tomando aire-, soy Imogen Baastrup, de Johannesburgo, y soy licenciada en ciencias sociales por la Universidad de Witwatersrand. -Lo dijo de corrido con un acento menos sudafricano que vagamente australiano y un hablar empalagoso pero decidido-. El año pasado tuve la suerte de asistir a su conferencia del centenario sobre los derechos de las minorías en las sociedades con problemas raciales. Fue una bonita conferencia, profesor. De hecho, cambió mi vida. Quería escribirle pero no me decidí a hacerlo. ¿Le importa que le estreche la mano?

Prácticamente tuvo que cogérsela ella. El profesor miró estúpidamente a su esposa, pero ésta tenía más talento teatral y al menos sonreía a Charlie. Tomando ejemplo de su esposa, Minkel sonrió también, aunque lánguidamente. Si Charlie estaba sudando, lo de Minkel no podía ni describirse: le pareció que hundía la mano en una botella de aceite.

–¿Piensa quedarse muchos días, profesor? ¿Qué está haciendo en Friburgo? No me diga que vuelve a dar clases…

Fuera de foco, en segundo término, Rossino le preguntaba a la recepcionista si un tal señor Bocaccio había llegado ya de Milán.

Fue otra vez la señora Minkel la que vino al quite:

–Mi marido está de gira por Europa -explicó-. Estamos de vacaciones, dando algunas conferencias y visitando a algunos amigos. Nos hace mucha ilusión.

Animado por esta intervención, el propio Minkel consiguió por fin articular unas palabras:

–¿Y qué le trae a Friburgo, señorita… Baastrup? -preguntó con el acento alemán más cerrado que ella había oído fuera de un escenario.

–Oh, bueno, había pensado ver un poco de mundo antes de decidir qué hacer con mi vida -dijo Charlie.

Sacadme de aquí. ¡Dios, sácame de aquí! La recepcionista lamentaba decir que no había ninguna reserva a nombre de un señor Bocaccio, y que, sintiéndolo mucho, el hotel estaba completo; con la otra mitad de su persona le estaba entregando la llave a la señora Minkel. Entretanto, Charlie estaba dando una vez más las gracias al profesor por tan estimulante e instructiva conferencia, y Minkel le daba las gracias por tan amables palabras; Rossino, tras darle las gracias a la recepcionista, se dirigía bruscamente hacia la entrada principal con el maletín de Minkel prácticamente oculto por el elegante impermeable negro que llevaba colgando del brazo. Con una última y vergonzante efusión de agradecimientos y disculpas, Charlie echó a andar detrás de él, cuidando de no mostrar ni pizca de apresuramiento. Al llegar a la puerta de cristal, vio reflejados a los Minkel mirando impotentes en derredor.

Charlie llegó al aparcamiento del hotel sorteando taxis aparcados a la entrada; allí la esperaba Helga, sentada en un Citroën verde con su capa de paño con botones de asta. Charlie montó a su lado; Helga condujo con serenidad hacia la salida del aparcamiento, introdujo el ticket y luego el dinero. Al levantarse la barrera, Charlie empezó a reír como si sus carcajadas hubieran sido accionadas por el mismo dispositivo. Como se quedaba sin resuello, se llevó los nudillos a la boca y apoyó la cabeza sobre el hombro de Helga, dejándose llevar por la más gloriosa hilaridad.

–¡He estado increíble, Helg! ¡Tendrías que haberme visto…!

Llegadas al cruce, un joven guardia urbano miró desconcertado a aquel par de mujeres adultas que lloraban y reían con el mismo desespero. Helga le dedicó un beso.

En el centro de operaciones, Litvak estaba sentado frente a la radio con Becker y Kurtz, de pie, detrás de él. Litvak parecía asustado de sí mismo y estaba pálido, apesadumbrado. Tenía puestos unos cascos de un solo auricular con micrófono incorporado.

–Rossino se ha ido a la estación en taxi -dijo-. Lleva consigo el maletín y se dirige a recoger la moto.

–No quiero que le sigan -le dijo Becker a Kurtz a espaldas de Litvak.

Litvak apartó el micrófono e hizo gestos de no dar crédito a lo que acababa de oír.

–¿Que no le sigan? Tenemos seis hombres vigilando esa moto. Alexis debe de tener unos cincuenta. Le hemos instalado un transmisor y disponemos de coches a la espera por toda la ciudad. Si seguimos a la moto, seguimos el maletín. ¡Y el maletín nos llevará a nuestro hombre! -concluyó, volviéndose hacia Kurtz en busca de apoyo.

–Gadi -dijo Kurtz.

–Rossino irá por atajos -dijo Becker-. Siempre hace lo mismo. Llevará el maletín hasta algún punto, lo entregará, y otro se encargará de llevarlo hasta la siguiente etapa. Nos harán seguirlos por calles estrechas, por el campo y hasta por restaurantes vacíos. No hay ningún equipo de vigilancia que pueda pasar por eso sin ser descubierto.

–¿Y tu interés especial, Gadi? -inquirió Kurtz.

–La Berger estará con Charlie todo el día. Khalil le telefoneará a intervalos convenidos y a lugares pactados de antemano. Si Khalil se huele algo, ordenará a la Berger que la mate. Si él no llama en el lapso de dos o tres horas máximo, como sea que hayan quedado, Berger la matará igualmente.

Aparentemente indeciso, Kurtz les dio la espalda y se paseó por la habitación, mientras Litvak le miraba con ojos de loco. Finalmente Kurtz marcó la línea directa con Alexis y los otros le oyeron decir «Paul» en un tono de consulta, como quien pide un favor. Estuvo hablando un rato en voz queda, escuchando y hablando otra vez, y luego colgó.

–Nos quedan unos nueve segundos antes de que llegue a la estación -dijo Litvak muy alterado, escuchando por sus cascos-. Seis.

Pero Kurtz hizo caso omiso.

–Me comunican que la Berger y Charlie acaban de entrar en una peluquería de moda -dijo, volviendo al otro extremo del cuarto-. Parece que van a ponerse guapas para el acontecimiento -añadió, parándose frente a ellos.

–El taxi de Rossino acaba de llegar a la explanada de la estación -informó Litvak, al borde de la desesperación-. Ahora mismo está pagando.

Kurtz miró a Becker con respeto, con ternura incluso. Era como el viejo entrenador cuyo atleta favorito ha conseguido por fin la forma esperada.

–Hoy ha ganado Gadi, Shimon -dijo sin dejar de mirar a Becker-. Di a tus muchachos que lo dejen estar y que se tomen un descanso hasta la tarde.

Sonó un teléfono y Kurtz volvió a responder personalmente a la llamada. Era el profesor Minkel, en pleno ataque de nervios. Era el cuarto desde el principio de la operación. Kurtz le escuchó sin interrumpir y luego habló larga y serenamente con su esposa.

–Hoy está todo el mundo muy animado -dijo al colgar, ahogando su exasperación-. Todo el mundo se lo está pasando en grande. -Y poniéndose la boina azul, fue a reunirse con Alexis para inspeccionar con él la sala de conferencias.

Fue la espera más pesada y más larga de su vida; una primera noche que acababa con todas las noches de estreno. Peor aún, no podía hacer nada a solas, pues Helga la había nombrado su pupila favorita, y no pensaba perderla de vista ni un momento. De la peluquería, en donde Helga había recibido la primera llamada telefónica bajo el secador, fueron a una tienda de ropa donde Helga le compró un par de botas forradas de piel y unos guantes de seda contra lo que denominó «marcas digitales». De allí a la catedral, en cuyo interior Helga impartió a Charlie a una lección de historia, y luego, de la catedral, entre risitas e insinuaciones, a una placita donde se empeñó en presentarle a un tal Berthold Schwarz, «el tipo más sexy que has visto nunca, Charlie, ¡seguro que te enamoras locamente de él!». Berthold Schwarz resultó ser una estatua.

–¿Verdad que es fantástico? ¿No te gustaría que te levantara las faldas una vez al menos? ¿Sabes qué hizo nuestro amigo Berthold? Era un famoso alquimista, franciscano para más señas, el inventor de la pólvora. Amaba tanto a Dios que enseñó a todas sus criaturas a ponerse petardos los unos a los otros. Y como premio, los buenos ciudadanos le erigieron una estatua. Lógico. -Cogiendo a Charlie del brazo, se le arrimó con entusiasmo-. ¿Sabes lo que haremos después de esta noche? Le traeremos unas flores a Berthold y las depositaremos a sus pies, ¿eh, Charlie?

La aguja de la catedral empezaba a sacar de quicio a Charlie: aquel faro viejo, mellado y siempre negro se le aparecía acechante cada vez que doblaba una esquina o enfilaba una nueva calle.

Para almorzar fueron a un restaurante de lujo donde Helga convidó a Charlie a vino de Badén, cultivado, según ella, en el suelo volcánico del Kaiserstuhl -¡un volcán, Charlie, imagínate!-, y todo cuanto comieron o bebieron allí hubo ser de tema de pesadas y jocosas indirectas. Mientras tomaban el pastel de la Selva Negra -«hoy tenemos que ser más burguesas que nunca»-, Helga fue nuevamente requerida al teléfono, y al volver dijo que tenían que irse a la universidad o no acabarían nunca. De modo que entraron en unas galerías subterráneas bordeadas de prósperas tiendecitas para salir después ante un impresionante edificio de piedra arenisca color fresa, con columnas y una fachada curvilínea con una leyenda grabada en oro que Helga se apresuró a traducir.

–Este mensaje parece pensado para ti, Charlie. Escucha: «La verdad os hará libres.» Una cita de Karl Marx en honor tuyo. ¿No te parece hermoso, no te da que pensar?

–Yo creía que la frase era de Noel Coward -dijo Charlie, y vio en el rostro super excitado de Helga una fugaz sombra de ira.

El edificio estaba rodeado, por una explanada de piedra que patrullaba un agente de policía entrado en años que miraba a las chicas mientras éstas señalaban boquiabiertas a todas partes, turistas hasta la médula. Cuatro peldaños llevaban a la puerta principal. Dentro, las luces de un amplio vestíbulo refulgían tras unas puertas de cristal oscuro. La entrada lateral estaba guardada por sendas estatuas de Hornero y Aristóteles admirando las esculturas o la pomposa arquitectura mientras en secreto calculaban distancias y accesos. Un cartel amarillo anunciaba la conferencia de Minkel para aquella noche.

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