La chica del tambor (76 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

Se encontraba exactamente delante de ella y sostenía el maletín por su asa como un buen ejecutivo.

–¿Sabes lo que deberíamos hacer?

Charlie no lo sabía.

–Largarnos todos, antes de que nos destruyan para siempre. -Le ofreció el antebrazo para que se pusiera de pie-. Marcharnos de Estados Unidos, de Australia, de París, de Jordania, de Arabia Saudí, de Líbano… de todos los lugares donde haya palestinos. Llevar barcos enteros a las fronteras. Aviones, también. Habría millones de palestinos, formando una gran marea que nada en el mundo podría contener. -Le tendió el maletín y rápidamente recogió sus herramientas y la guardó en la caja-. Y luego, todos juntos, marchar sobre nuestra tierra, reclamar nuestras casas, nuestras granjas y nuestras aldeas aunque para ello hubiera que derribar sus ciudades, sus colonias y sus kibbutz. Pero no funcionaría. ¿Sabes por qué? Nunca acudirían. -Se dejó caer en cuclillas para examinar posibles rastros delatores en la raída alfombra-. Nuestros palestinos ricos no podrían aguantar la
disminución socioeconómica de su estilo de vida
-explicó, poniendo un irónico énfasis en la jerga empleada-. Nuestros negociantes se negarían a dejar sus bancos, tiendas y despachos. Nuestros médicos no querrían renunciar a sus elegantes clínicas privadas, ni los abogados a sus tejemanejes, ni nuestros catedráticos a sus confortables universidades. -Estaba en frente de ella, y con su sonrisa expresaba su triunfo personal sobre tantas congojas-. O sea que los ricos hacen dinero y los pobres luchamos. ¿Acaso no ha sido siempre igual?

Ella le precedió al bajar las escaleras. (Sale furcia, llevando su cajita de las sorpresas.) La furgoneta de Coca-Cola seguía aparcada en el patio exterior, pero él pasó de largo como si no la hubiera visto en su vida y subió a un Ford para uso agrícola, un vehículo diesel con balas de paja sujetas al techo mediante correas. Charlie montó a su lado. Otra vez colinas. A un lado, pinos inclinados por el peso de la nevada reciente. Instrucciones al estilo de José. ¿Has entendido, Charlie? Sí, Khalil. Entonces repítemelo. Charlie lo hizo. Es por la paz, recuérdalo. Sí, Khalil, lo recordaré: por la paz, por Michel, por Palestina; por José y Khalil; por Marty y la revolución, por Israel, por el teatro de lo real.

Se había detenido junto a un granero y había apagado las luces. Ahora estaba consultando su reloj. De la carretera llegó un doble destello de linterna. Él alargó el brazo y le abrió la portezuela.

–Se llama Frank. Tú le dices que te llamas Margaret. Buena suerte.

Era una noche húmeda y tranquila, las farolas del barrio viejo se cernían sobre ella como lunas enjauladas en sus soportes de hierro. Había hecho que Frank la dejara en la esquina porque le apetecía dar un corto paseo por el puente antes de hacer su entrada. Quería dar la impresión de quien entra jadeante de la calle con la cara aterida de frío… y la mente llena de odio. Se encontraba en un callejón lleno de andamies a baja altura que se cerraban en torno a ella formando una especie de túnel. Pasó frente a una galería de arte llena de autorretratos de un muchacho rubio, con gafas y desagradable, y a otra donde se exponían paisajes idílicos que el muchacho nunca podría habitar. Contempló las agresivas pintadas en las paredes sin comprender una sola palabra hasta que de repente leyó: «A la mierda los americanos.» Gracias por la traducción, pensó. Estaba otra vez al aire libre, subiendo por unos peldaños de cemento espolvoreados con arena para que se fundiera la nieve, pero que aún estaban resbaladizos. Al llegar arriba vio a su izquierda la puerta acristalada de la biblioteca de la universidad. El bar de estudiantes tenía las luces encendidas. Rachel y un chico estaban sentados junto a la ventana, muy atentos. Pasado el primer poste-tótem de mármol, se encontró en el paseo arbolado que había sobre la avenida. Frente a ella se erigía ya la sala de conferencias, cuya piedra color fresa se había vuelto carmesí a la luz de los reflectores. Empezaban a llegar coches y los primeros miembros del público subían ya los cuatro escalones hasta la entrada principal, parándose a estrecharse la mano y felicitarse mutuamente por su respectiva importancia. Un par de guardias de seguridad registraban mecánicamente los bolsos de las señoras. Charlie siguió andando. La verdad os hará libres. Dejó atrás el segundo poste-tótem y se dirigió a la escalinata que bajaba a la ciudad.

Llevaba el maletín colgando de la mano derecha y notaba cómo le rozaba el muslo. Una sirena de policía le provocó un estremecimiento, pero siguió adelante. Dos motocicletas de la policía con sus luces azules destellando todavía se detuvieron precediendo a un reluciente Mercedes negro provisto de banderola. Por regla general, cuando veía pasar un coche de lujo, giraba la cabeza para no dar a los ocupantes la satisfacción de ser mirados, pero aquella noche era diferente. Podía andar con la cabeza en alto, porque tenía la respuesta en su mano. Así que los miró y obtuvo como recompensa la fugaz visión de un hombre rubicundo y sobrealimentado, vestido con traje negro y corbata gris plata, y a su lado la adusta esposa con triple papada y estola de visón. «Es lógico que para una gran mentira se requiera un gran público», recordó. Vio el destello de un flash, y la eminente pareja inició su ascenso hasta la puerta acristalada bajo la mirada boquiabierta de al menos tres transeúntes. «Pronto, hijos de puta, pronto», pensó.

Al pie de la escalinata tuerce a la derecha. Eso hizo Charlie, y siguió hasta llegar a la esquina. Procura no caerte al río, le había dicho Helga para poner un toque de humor: las bombas de Khalil no son impermeables, y tú tampoco. Torció a la izquierda y empezó a bordear el edificio, siguiendo una acera de guijarros sobre la que la nieve no había conseguido cuajar. La acera se ensanchó hasta convertirse en un patio interior, en mitad del cual, junto a unas jardineras de cemento, había un furgón de policía. Frente al mismo, dos policías de uniforme se reían, frunciendo el entrecejo a todo aquel que se atreviera a mirarles. Estaba a menos de quince metros de la puerta lateral cuando empezó a sentir la calma que había esperado largo rato, aquella sensación de estar casi levitando que le invadía cuando salía a escena y dejaba en el camerino sus otras identidades. Ahora era Imogen, la sudafricana de conocido arrojo y escasa gracia, que se apresuraba a prestar su ayuda a un campeón del liberalismo. Le daba reparo -¡mierda, cuánto reparo le daba!-, pero hacía lo que tenía que hacer o reventaba. Había llegado a la entrada lateral. Estaba cerrada con llave. Probó el picaporte, en vano. Nervios. Apoyó la palma de la mano contra la hoja de la puerta y empujó, pero no se movía. Se apartó, miró la puerta y luego en derredor buscando alguien que la ayudara; pero para entonces los dos policías habían dejado de hablar y la estaban mirando con mala cara, aunque ninguno de los dos se acercó.

Arriba el telón. A escena.

–Perdón -les dijo en voz alta-, ¿Hablan inglés?

Ellos seguían sin moverse de allí. Si había que recorrer una distancia, que lo hiciera ella. Al fin y al cabo era un simple ciudadano, y encima mujer.

–Digo que si hablan inglés…
Englisch… sprechen Sie?
Que alguien le entregue esto enseguida al profesor. Es urgente. ¿Serían tan amables de acercarse un momento?

Ambos la miraron ceñudos, pero sólo uno se acercó a ella; lentamente, como correspondía a su rango.

–Toilette nicht hier
-le espetó, e hizo un gesto con la cabeza señalando la calle por la que ella había venido.

–No busco los lavabos. Quiero que busque usted a alguien que le entregue este maletín al profesor Minkel.
Minkel
-repitió, sosteniendo en alto el maletín.

El policía era joven y no le gustaban mucho los jóvenes. En lugar de coger el maletín, ella mientras presionaba el cierre y se aseguraba de que estaba cerrado.

«Vaya por Dios -pensó ella-, acabas de suicidarte y todavía me miras con esa cara de perro.»

–Öffnen
-ordenó el policía.

–No puedo abrirlo. Está cerrado con llave. -Dejó aflorar un tono de desesperación-. Es del profesor, ¿no lo comprende? Aquí dentro tiene las notas de su conferencia. Lo necesita para esta noche. -Y, girando en redondo, golpeó furiosamente la puerta-. ¡Profesor Minkel! Soy yo, Imogen Baastrup, de Wits. ¡Santo Dios!

Acababa de unírseles el segundo agente, que era mayor que el otro y tenía barba cerrada. Charlie apeló a su mayor experiencia.

–Bueno, usted sí sabrá inglés, ¿no? -dijo en el momento en que la puerta se abría unos centímetros y una cabruna cara de hombre la miraba con aguda suspicacia. El hombre habló unas palabras en alemán con el policía más cercano a la puerta, y Charlie captó la palabra
«Amerikanerin».

–Yo
no
soy americana -replicó, al borde de las lágrimas-. Me llamo Imogen Baastrup, soy sudafricana y le traigo el maletín al profesor Minkel, que lo ha perdido. Haga usted el favor de entregárselo enseguida, porque seguro que le hace muchísima falta. ¡Por favor!

La puerta se abrió lo bastante para que se viera el resto del cuerpo: era un hombre rechoncho de unos sesenta años, con aspecto de concejal, vestido con traje negro. Estaba sumamente pálido y, a juicio de Charlie, también muy asustado.

–Oiga, ¿habla usted inglés? ¿Sí?

No sólo lo hablaba sino que había hecho juramentos en ese idioma, pues dijo que sí con tal solemnidad que no le quedaba posibilidad de negarlo para el resto de sus días.

–Pues haga el favor de entregarle esto al profesor Minkel, con los cumplidos de Imogen Baastrup, y dígale que
lo siento,
pero el hotel cometió una
estúpida
equivocación, y dígale también que tengo muchas ganas de escuchar su conferencia de esta noche…

Le tendió el maletín al concejal, pero éste rehusó cogerlo, miró al policía que estaba detrás de ella y pareció recibir de él ciertas garantías; luego miró el maletín otra vez y después a Charlie.

–Por aquí -dijo, como el acomodador que se saca diez libras por noche, y se apartó para dejarla pasar.

Charlie estaba consternada. Aquello no constaba en el guión de Khalil, en el de Helga ni el de nadie. ¿Y si Minkel abría el maletín en su presencia?

–No, no, no puede ser. Tengo que ir a coger sitio en la sala. ¡Todavía no he comprado la
entrada
! ¡Se lo
ruego
!

Pero el concejal también tenía órdenes que cumplir, y cosas que temer, pues cuando ella le tendió el maletín, se apartó de un salto como si estuviera ardiendo.

La puerta se cerró. Se hallaban en un pasillo por cuyo techo pasaban tuberías revestidas que le recordaron las de la Ciudad Olímpica. Le precedía su reacio acompañante. Notó un olor a petróleo y pudo oír el estrépito contenido de una caldera; sintió una oleada de calor en el rostro y pensó en la posibilidad de desmayarse o vomitar. El asa del maletín le arrancaba gotas de sangre, notaba la cálida babaza pringándole los dedos.

Habían llegado a una puerta con la inscripción
Vorstand.
El hombre con aspecto de concejal llamó y dijo,
Oberhauser! Schnell!
Mientras, Charlie miró hacia atrás desesperada y vio a dos muchachos rubios con chaqueta de cuero que estaban en el pasillo. Llevaban metralletas.
Dios Todopoderoso, pero ¿esto qué es?
La puerta se abrió, y el primero en salir fue Oberhauser, quien la apartó rápidamente a un lado como si la desechara. Aquello parecía el plato para Journey’s End. Los laterales y la parte de atrás del escenario estaban protegidos por sacos terreros, y el techo forrado de guata en enormes balas sujetas mediante tela metálica. La barrera de sacos formaba un zigzagueante pasadizo hasta la puerta. En mitad del escenario había una mesita de café con una bandeja de bebidas. Al lado de la mesita, en un sillón bajo, estaba sentado Minkel como una figura de cera con los ojos clavados en ella. Al otro lado su mujer, y junto a él una alemana regordeta con estola de pieles que Charlie tomó por la mujer de Oberhauser.

Apretujado en las bambalinas, entre sacos terreros, estaba el resto de la unidad en dos grupos diferenciados, con sus portavoces hombro con hombro en el centro. Los locales estaban dirigidos por Kurtz, a cuya izquierda había un hombre rijoso de mediana edad y de cara fofa, cosa que a Charlie le hizo descartar rápidamente a Alexis. Junto al alemán estaban sus lobeznos, que la miraban con hostilidad. Frente a ellos había parte de la familia que ella ya conocía y también algunos desconocidos, y lo oscuro de sus facciones judías contrastaba con las de sus homólogos germanos de tal forma que aquello era en un cuadro que no olvidaría mientras viviera. El maestro de ceremonias, Kurtz, se había llevado un dedo a los labios y estudiaba su reloj con la muñeca izquierda levantada.

Charlie dijo «¿Dónde está?», y entonces, notando un arrebato de cólera y de alegría a la vez, le vio, separado como siempre de los demás, el temible y solitario productor en su noche de estreno. Él se acercó enseguida y se situó ligeramente a un lado para dejarle el camino libre hacia Minkel.

–Recítale tus versos, Charlie -la instó tranquilamente-. Di lo que habrías dicho y haz caso omiso de los que no estén sentados a la mesa- y a ella sólo le faltó oír el
ruido
de la claqueta.

La mano de José se acercó tanto a la suya que pudo notar el cosquilleo de sus pelos al contacto con su piel. Tenía ganas de decirle «Te quiero… ¿cómo estás?», pero antes había otras frases que pronunciar. Charlie respiró hondo y las dijo porque, a fin de cuentas, en eso se basaba su relación.

–Profesor, ha ocurrido una cosa terrible -dijo de corrido-. Esos imbéciles del hotel me mandaron el equipaje a mi habitación pero con su maletín, supongo que me vieron hablando con usted y, claro, yo tenía
mi
equipaje y usted tenía el
suyo
y no sé cómo ese mozo cabeza de
chorlito
pensó que el maletín era mío y…

Se volvió hacia José, porque se había quedado sin habla.

–Dale el maletín al profesor -le ordenó él.

Minkel, con su cara de palo y aparentemente ajeno a todo, se había puesto de pie como quien va a escuchar una larga condena de cárcel. La señora Minkel hacía todo lo posible por sonreír. Charlie tenía las rodillas paralizadas, pero gracias a la mano de José que le tocaba el codo consiguió avanzar tambaleándose y tenderle el maletín al profesor mientras pronunciaba algunas frases más.

–Pero hasta hace sólo media hora no me he dado cuenta de que la habían metido en ese armario, mi ropa estaba colgada encima, pero cuando lo
vi
y me fijé en la etiqueta, casi me da un soponcio…

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