La chica del tambor (74 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

–Estás asustada, Charlie -susurró Helga sin esperar respuesta-. Escucha, después de lo de esta mañana, seguro que tendrás éxito; eres perfecta. Les enseñarás lo que es verdad y lo que es mentira, y también lo que es la libertad. Es lógico que para grandes mentiras hagan falta grandes acciones.

Grandes acciones, un gran público, una gran causa. Vamos.

Un moderno puente peatonal cruzaba sobre la avenida, presidido a cada extremo por macabros pilares de piedra a modo de totems. Cruzado el puente pasaron por la biblioteca de la universidad para ir a un bar de estudiantes que colgaba sobre la avenida como una cuna de cemento armado. A través de sus muros acristalados, tomando un café, observaron al personal docente y a los estudiantes que entraban y salían de la sala de conferencias. Helga estaba esperando otra vez una llamada, -y cuando volvió de hablar por teléfono, vio en Charlie una expresión que le puso frenética.

–Pero ¿qué te pasa? -le dijo entre dientes-. ¿Es que de pronto te ha entrado compasión por esas seductoras opiniones sionistas de Minkel? ¿Tan noble es, tan bueno? Escucha, ése es peor que Hitler; un tirano de tomo y lomo, pero con disfraz. Te invito a un
schnapps,
a ver si te animas.

El
schnapps
la abrasaba por dentro cuando llegaron al parque desierto. El estanque se había helado y empezaba a oscurecer; el aire vespertino le picoteaba la cara con motas de agua helada. Una campana antigua tocó la hora con estrépito, seguida de una segunda, más pequeña y más aguda. Bien arrebujada en su capa verde, Helga soltó un débil grito de placer.

–¡Oh, Charlie, escucha eso! ¿Oyes esa pequeña campana? Es de plata. ¿Y sabes por qué? Yo te lo explicaré. Una noche un hombre que viajaba a caballo se perdió. Había ladrones merodeando, hacía mal tiempo, y se alegró tanto de ver Friburgo que regaló una campana de plata a la catedral. Y ahora suena cada tarde. ¿No te parece una hermosa historia?

Charlie asintió, tratando de sonreír, pero sin éxito. Rodeándola con su robusto brazo, Helga la atrajo hacia los pliegues de su capa.

–Oye, Charlie… ¿quieres que te eche otro sermón?

Charlie negó con la cabeza.

Sin soltarla, Helga miró su reloj y luego otra vez al camino que empezaba a desaparecer bajo las sombras.

–¿Quieres saber otra cosa de este parque, Charlie?

Sé que es el segundo lugar más horrible de la tierra. Y soy de las que no conceden primeros premios.

–Voy a contarte otra historia, ¿vale? Verás, durante la guerra hubo aquí una oca macho. ¿Se dice oca macho?

–Ganso.

–Pues el ganso en cuestión era como una sirena antiaérea. Cuando llegaban los bombarderos, él era el primero en oírlos, y entonces se ponía a chillar, o sea que los ciudadanos salían pitando para sus sótanos sin esperar a que sonara la alarma oficial. El ganso murió, pero después de la guerra los agradecidos ciudadanos hicieron levantar un monumento a su memoria. Así que ya ves cómo son los friburgueses; una estatua para el monje que inventó las bombas y otra para su alarma antiaérea. Están bien pirados, ¿no crees? -Helga se puso rígida, consultó otra vez su reloj y volvió a mirar hacia la brumosa oscuridad-. Ahí está -dijo quedamente, y se volvió para despedirse.

No, pensó Charlie. Te amo, Helga, seré tuya cada mañana del mundo, pero no me hagas ir con Khalil.

Helga sostuvo las mejillas de Charlie con sus manos y la besó suavemente en los labios.

–Éste por Michel, ¿eh? -Volvió a besarla, con más pasión-. Éste por la revolución, por la paz y por Michel. Sigue recto por el camino y llegarás a una verja. Allí te está esperando un Ford verde. Siéntate atrás, detrás del conductor. -Un último beso-. Eres fantástica, Charlie. Siempre seremos amigas.

Charlie echó a andar por el camino, se detuvo y miró hacia atrás. Rígida y extrañamente cumplidora a la luz del crepúsculo, Helga se la quedó mirando, envuelta en su capa verde como si fuera un guardia.

Helga se despidió con un monárquico vaivén de su enorme mano. Charlie respondió al saludo bajo la vigilancia de la aguja catedralicia.

El conductor llevaba un gorro de piel que le tapaba la mitad de la cara y el cuello de su abrigo subido. No se volvió para saludarla, y, desde donde se encontraba, Charlie no podía imaginárselo excepto que, a juzgar por el perfil del pómulo, parecía joven y, probablemente, árabe. Conducía despacio, primero entre el tráfico nocturno y luego a campo abierto, por caminos angostos y rectos donde aún había nieve. Pasaron junto a una pequeña estación de tren, se aproximaron a un paso a nivel y se detuvieron. Charlie oyó la campana de aviso y vio cómo la barrera empezaba a descender. El conductor puso segunda y se precipitó hacia el paso a nivel, cuya barrera se cerró limpiamente detrás de ellos en el momento en que se ponían a salvo.

–Gracias -dijo ella, y le oyó soltar una carcajada gutural; seguro que era árabe.

Siguieron colina arriba y el conductor volvió a detenerse, esta vez junto a una parada de autobús, y le entregó una moneda.

–Coge un billete de dos marcos en el próximo autobús -dijo.

Es como la busca del tesoro el día del aniversario de la fundación del colegio, pensó ella; de una pista pasas a la siguiente, y la última pista te lleva al premio.

Era noche cerrada, las estrellas empezaban a dejarse ver. De las colinas soplaba un cortante viento campestre. A lo lejos divisó las luces de una gasolinera, pero ninguna casa en las cercanías. Hubo de esperar cinco minutos a que apareciera un autobús jadeante, vacío en sus tres cuartas partes. Pagó el billete y fue a sentarse cerca de la puerta, con las rodillas juntas y la mirada perdida. Nadie subió en las dos siguientes paradas, y en la tercera subió un chico con cazadora de cuero que fue a sentarse alegremente a su lado. Era su chófer americano de la noche anterior.

Dentro de dos paradas, verás una iglesia nueva -dijo él, entablando conversación-. Baja, pasa de largo la iglesia y sigue andando, siempre por tu derecha. Verás un vehículo rojo aparcado que tiene un diablillo colgando del retrovisor interior. Tú abre la puerta del acompañante y siéntate a esperar. Eso es todo.

El autobús llegó a la parada. Charlie se bajó y echó a andar. El muchacho se quedó a bordo. La carretera era recta y la noche extraordinariamente oscura. Delante de ella, a unos quinientos metros, vio una mancha roja bajo una farola. Sin luces de posición. La nieve crujía bajo sus botas nuevas, el ruido se sumaba a la sensación de estar siendo separada de su esqueleto. Hola, pies míos, ¿qué tal va por ahí abajo? Andando, chica, andando. El vehículo estaba ahora más cerca, y pudo ver que se trataba de una furgoneta de Coca-Cola, subida al bordillo. A unos cincuenta metros más allá, bajo la siguiente farola, había un pequeño bar, y más allá del bar otra vez la pelada superficie de nieve y la recta e insulsa carretera hacia ninguna parte. A santo de qué había puesto alguien un bar en semejante sitio dejado de la mano de Dios, era un enigma que se reservaba para otra vida.

Abrió la puerta de la furgoneta y subió. El interior estaba extrañamente iluminado por la farola. Olía a cebolla y vio una caja de cartón llena entre las cajas de envases vacíos que atiborraban la trasera. Del retrovisor frontal colgaba un diablo de plástico provisto de un tridente. Se acordó de Londres y de haber visto una mascota parecida en aquella furgoneta, cuando fue secuestrada por Mario. A sus pies había un montón de mugrientas casetes. Era el lugar más tranquilo de la tierra. Una luz solitaria se acercó por la calle. Cuando estuvo a la altura del vehículo vio que se trataba de un cura joven montado en bicicleta. El hombre volvió la cabeza al pasar y pareció ofendido, como si ella hubiera desafiado su castidad. Charlie esperó otra vez. Un hombre alto con una gorra de visera salió del bar, olfateó el aire y miró arriba y abajo de la calzada como si no supiera qué hora era. Volvió a meterse en el bar, salió otra vez y echó a andar despacio hacia ella hasta pararse a su altura. Luego, dio unos golpecitos en su ventanilla con los dedos de una mano enguantada. Era un guante de piel, duro y rutilante. La luz de una linterna la dejó ciega por un momento. El haz de luz se desplazó lentamente en torno a la camioneta y volvió a enfocarla, deslumbrándola a medias. Charlie levantó una mano para protegerse los ojos, y mientras la bajaba, el haz de luz siguió a la mano hasta su regazo. La linterna se extinguió, se abrió su portezuela y una mano la cogió de la muñeca y la sacó del coche. Estaba cara a cara frente a él, un individuo treinta centímetros más alto que ella, y mucho más fornido. Pero seguía teniendo el rostro semioculto bajo la visera y el cuello del abrigo subido para protegerse del frío.

–Quédate quieta -dijo el hombre.

Descolgándole el bolso del hombro, comprobó su peso y luego lo abrió para atisbar en su interior. Era la tercera vez en la reciente vida de Charlie que su pequeño radio despertador era objeto de cuidadosa inspección. El hombre encendió la radio, que sonó, y luego la apagó, la manipuló unos momentos y se metió algo en el bolsillo. Charlie pensó que había decidido quedarse con el aparato, pero no era así, pues vio que lo devolvía al bolso, y el bolso a la furgoneta. Después, como un instructor corrigiéndole la postura, le puso los dedos enguantados sobre los hombros y le enderezó la espalda. Su oscura mirada no se apañaba de ella. Empezó a palparle ligeramente el cuerpo con la mano izquierda; primero el cuello y los hombros, luego el pómulo y los omóplatos, buscando el sitio donde debería haber estado el sujetador si ella hubiera llevado uno; después las axilas, bajando hasta las caderas, por último, los pechos y el vientre.

–Esta mañana, en el hotel, llevabas la pulsera en la muñeca derecha. Esta noche la llevas en la izquierda. ¿Por qué?

Hablaba un inglés culto, comedido y con acento extranjero, que ella tomó momentáneamente por árabe. Voz suave pero enérgica: una voz de orador.

–Me gusta cambiar de muñeca -dijo ella.

–¿Porqué?

–Porque así me parece nueva cada vez.

El hombre se agachó para examinarle las caderas, las piernas y la cara interna de los muslos con la misma minuciosidad que el resto de su cuerpo; luego, y siempre con la mano izquierda, introdujo sus dedos en las botas nuevas de Charlie.

–¿Sabes lo que cuesta esta pulsera? -preguntó él, poniéndose de nuevo en pie.

–No.

–Quieta.

Ahora estaba detrás, recorriéndole con la mano la espalda, las nalgas, y otra vez las piernas, hasta las botas.

–¿No la tienes asegurada?

–No.

–¿Por qué no?

–Michel me la regaló por amor, no por lo que costaba.

–Sube al coche.

Charlie obedeció; él dio la vuelta por delante y montó a su lado.

–De acuerdo. Te llevaré adonde está Khalil. -Puso el motor en marcha-. Entrega a domicilio, ¿okey?

Era una furgoneta con cambio automático, pero ella reparó en que él conducía básicamente con la izquierda mientras su mano derecha descansaba en el regazo. El tintineo de los envases vacíos la sorprendió. Llegaron a un cruce y torcieron a la izquierda por una carretera tan recta como la anterior, pero sin alumbrado. La cara del hombre, o lo que podía ver de ella, le recordaba a la de José, no por los rasgos sino por su intensidad, por aquellos ojos rasgados, como de luchador, que constantemente escrutaban los tres retrovisores del vehículo al mismo tiempo que la vigilaban a ella.

–¿Te gustan las cebollas? -dijo él sobre el trapaleo de los cascos.

–Bastante.

–¿Te gusta guisar? ¿Qué sabes hacer? ¿Espagueti? ¿Wienerschnitzel?

–Cosas por el estilo.

–¿Qué le hiciste a Michel?

–Filete.

–¿Cuándo?

–La noche que se quedó en mi piso. En Londres.

–¿Sin cebolla? -le gritó él.

–Sólo en la ensalada.

Estaban volviendo a la ciudad, cuyo resplandor formaba una especie de muro rosado bajo los nubarrones de la noche. Descendieron por una loma y llegaron a un valle chato e irregular, de contornos difusos. Vio fábricas a medio construir y enormes aparcamientos para camiones, desocupados. Vio un vertedero que empezaba a parecer una montaña. No vio tiendas, ni bares, ni luces en ninguna ventana. Penetraron en un patio exterior de hormigón. Él detuvo la furgoneta sin apagar el motor. hotel garni edén, leyó Charlie en letras de neón rojo, y sobre la puerta:
Willkommen! Bienvenu! Wellcome!

Mientras le tendía el bolso, él tuvo una ocurrencia.

–Toma, dale éstas. A él también le gustan -dijo, buscando en la caja de cebollas que había entre los cascos vacíos. Al dejársela en la falda, ella volvió a reparar en la inmovilidad de su mano derecha-. Habitación número cinco, cuarta planta. Por la escalera. Nada de ascensor. Te deseo suerte.

Con el motor todavía en marcha, él contempló cómo atravesaba el patio hasta la entrada iluminada. La caja pesaba más de lo que ella esperaba y necesitó ambos brazos para transportarla. El vestíbulo estaba desierto y el ascensor esperaba con la puerta abierta, pero no subió. Era una escalera angosta, de caracol, con la alfombra totalmente raída. La música que sonaba era como de jadeos insinuantes y el aire viciado apestaba a perfume barato y a tabaco rancio. Al llegar al primer rellano una mujer le gritó
«Grüss Gott»
desde su cubículo de cristal, pero Charlie no levantó la cabeza. Era un lugar donde al parecer entraban y salían gran número de mujeres extrañas.

En el segundo rellano, oyó música y risas de mujer; en el tercero vio que le adelantaba el ascensor y se preguntó por qué le había pedido que subiera por la escalera, pero ya no le quedaba voluntad ni resistencia; todo estaba escrito, tanto sus palabras como sus actos. Le dolían los brazos de llevar la caja, y cuando llegó a la cuarta planta era el dolor lo que más la preocupaba. La primera puerta daba a la salida de incendios y la segunda, inmediatamente contigua, tenía el número cinco. El ascensor, la salida de incendios, las escaleras, pensó automáticamente; él siempre lo tiene todo a pares.

Llamó a la puerta, que se abrió, y lo primero que le vino a la cabeza fue: Vaya, hombre, ya he metido la pata. El hombre que la recibió era el mismo que la acababa de traer en la furgoneta, sólo que sin la gorra y el guante izquierdo. Le cogió la caja de cebollas y la dejó en el estante para equipaje. Luego le quitó las gafas, las dobló y se las devolvió. Después le descolgó una vez más el bolso que llevaba al hombro y vació su contenido sobre el barato edredón de color rosa, igual que le habían hecho en Londres al ponerle las gafas oscuras. En la habitación no había prácticamente otra cosa que la cama y el maletín. Éste descansaba sobre el lavamanos, vacío, y con sus negras fauces mirándola oblicuamente. Era el mismo que había contribuido a robarle al profesor Minkel en aquel hotel con entresuelo, cuando ella era demasiado joven para saber lo que se hacía.

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