La chica del tambor (78 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

Khalil le indicó con la mano que no dijera nada. Al escuchar, Charlie advirtió con distanciada curiosidad que Oberhauser estaba dando su descripción. Captó las palabras
«Süd Afrika»
y una alusión a su pelo castaño; vio que con su mano señalaba unas gafas; la cámara enfocó un tembloroso dedo que apuntaba a unas gafas parecidas a las que le había dado Tayeh.

Tras Oberhauser vino el retrato robot de la sospechosa, que no se parecía a ningún ser humano salvo quizá a un viejo anuncio de cierto laxante líquido. A continuación apareció uno de los dos policías que habían hablado con ella, que aportó su modesta descripción.

Khalil apagó el televisor y se situó frente a ella.

–¿Puedo? -preguntó.

Ella cogió su bolso y lo puso al otro lado para que él se sentara en el sofá. ¿Un zumbido? ¿Un pitido? ¿Era un micrófono? ¿Qué era lo que había sonado?

Khalil habló con precisión: el avezado especialista dando su diagnóstico personal.

–Corres cierto peligro -dijo-. Oberhauser te recuerda, y también su mujer, los policías y varias personas del hotel. Por tu estatura, tu tipo, tu buen inglés y tu talento como actriz. Desgraciadamente, hay también una inglesa que dice haber oído por casualidad parte de tu conversación con Minkel y que asegura que no eres sudafricana ni mucho menos, sino inglesa. Han enviado tu descripción a Londres, y sabemos que los ingleses te tienen ya en su punto de mira. Toda la zona está en máxima alerta, las carreteras bloqueadas y con controles por todas partes; todo el mundo anda con pies de plomo. Pero no te preocupes -añadió, estrechándole la mano con fuerza-. Te protegeré con mi vida. Por esta noche estamos a salvo. Mañana te mandaremos clandestinamente a Berlín y luego a casa.

–A casa -repitió ella.

–Ahora eres de los nuestros. Para nosotros eres como una hermana. Fatmeh dice que eres nuestra hermana. No tienes hogar, pero formas parte de una gran familia. Podemos proporcionarte una nueva identidad, o, si lo prefieres, puedes irte a vivir con Fatmeh el tiempo que gustes. Cuidaremos de ti, aunque no vuelvas a combatir nunca más. Por Michel. Por lo que has hecho por nuestra causa.

Su lealtad era abrumadora. Ella seguía con su mano en la de él, que le transmitía una fuerza tranquilizadora. Sus ojos centelleaban de posesivo orgullo. Charlie se levantó y salió de la sala, llevándose consigo el bolso.

Una cama de matrimonio, la estufa eléctrica encendida a tope, sin reparar en gastos. Una estantería con los bestsellers de su país natal. Ambos lados de la cama abiertos. Al fondo el cuarto de baño, de pino macizo, con sauna incluida. Sacó la radio del bolso y vio que era la antigua: sólo que pesaba un poquito más y le parecía más recia al tacto. Espera a que esté dormido. A que esté dormida yo. Se miró en el espejo. A fin de cuentas, el dibujante de la policía no andaba tan errado. Una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra. Primero se frotó las manos y las uñas, luego, siguiendo un repentino impulso, se desnudó y tomó una larga ducha, aunque sólo fuera por según un rato más a salvo de la calidez de aquel hombre tan seguro de sí. Se friccionó con loción corporal que encontró en el armarito del lavabo. Le interesaron sus ojos; le recordaban a los de Fátima, la sueca del campo de instrucción; tenían la misma furiosa carencia de una mente que ha aprendido a renunciar a los peligros de la compasión. E idéntico odio de sí mismos. Al volver a la salita lo encontró disponiendo la comida en la mesa: fiambre, queso, una botella de vino. Las velas encendidas. Khalil una silla con estilo europeo y ella se sentó; él lo hizo frente a ella y empezó a comer con aquel ensimismamiento innato con que lo hacía todo. Igual que mataba, ahora comía: nada más apropiado. Es la cena más loca de mi vida, pensó; la peor, la más descabellada. Si un violinista se acerca a la mesa, le pediré que interprete
Moon River.

–¿Aún te arrepientes de lo que has hecho? -preguntó él, con el interés con que uno dice «¿Se te ha pasado el dolor de cabeza?».

–Son unos cerdos y unos asesinos despiadados -dijo Charlie con aire sombrío.

Sintió ganas de llorar pero se contuvo a tiempo. Le temblaban tanto los cubiertos que tuvo que dejarlos en la mesa. Oyó pasar un coche… ¿o era un avión? Mi bolso, pensó en medio del caos, ¿dónde lo he dejado? Ah, en el baño, a salvo de sus zarpas. Volvió a empuñar el tenedor y vio que el hermoso e indómito rostro de Khalil la miraba con detenimiento más allá de las velas chorreantes, tal como José había hecho en aquella colina de Delfos.

–Puede que los odies más de la cuenta -dijo él, tratando de calmarlo.

Era la peor obra en que había trabajado nunca, y el peor guateque de su vida. El mismo apremio la impulsaba a acabar con la reunión a la vez que consigo misma. Se puso en pie y oyó cómo los cubiertos rebotaban en el suelo con un ruido metálico. Apenas podía verle entre el llanto de su desesperación. Empezó a desabrocharse el vestido, pero sus manos parecían dominadas por una angustia propia y no le respondían. Rodeó la mesa y cuando le instó a levantarse, él ya estaba poniéndose de pie para abrazarla; luego la besó, la cogió en brazos y la llevó hasta el dormitorio como si fuera un camarada herido. La depositó sobre la cama y de pronto, sabe Dios por qué extraña alquimia de cuerpo y mente, ella estaba poseyéndolo. Sentada a horcajadas, empezó a desnudarle, a atraerle hacia sí, para su mutua destrucción, como si fuera el último hombre sobre la tierra en el día del fin del mundo. Le devoraba, le succionaba, le engullía hacia los chirriantes y vacíos espacios de su culpa y su soledad. Lloraba, le gritaba, se llenaba de él la embustera boca, le hacía ponerse encima para borrar bajo el peso del cuerpo impetuoso el recuerdo de sí misma y de José. Notó su oleada, pero siguió aterrándolo en su interior mucho después de que él hubiera dejado de moverse, rodeándole con sus brazos como si buscara guarecerse de la tormenta que se avecinaba.

Dormido no estaba, pero empezaba a dar cabezadas. Yacía con el pelo negro desmelenado sobre el hombro de ella y el brazo sano apoyado descuidadamente sobre su pecho.

–Salim fue un chico con suerte -musitó con una sonrisa en la voz-. Una chica como tú es una magnífica causa por la que morir.

–¿Y quién dice que murió por mí?

–Según Tayeh, existe esa posibilidad.

–Salim murió por la revolución. Los sionistas hicieron volar su coche por los aires.

–No, la culpa fue suya. Hemos leído muchos informes de la policía alemana sobre el caso. Yo le dije que no fabricase bombas, pero él me desobedeció. Carecía de talento para estos menesteres. No era un luchador nato.

–¿Qué ha sido ese ruido? -dijo ella, apartándose.

Sonó como un crujir de papeles estrujados, una serie de sonidos punteados, seguida de silencio total. Charlie se imaginó un coche con el motor apagado, avanzando por un camino de grava.

–Alguien está pescando en el lago -dijo Khalil.

–¿A estas horas?

–¿Tú nunca has pescado de noche? -preguntó él, riendo medio dormido-. ¿Nunca has ido al mar en una barquita a pescar peces con las manos?

–Despierta. Dime cosas.

–Es mejor que durmamos.

–Yo no puedo. Tengo miedo.

Khalil empezó a contarle la historia de una misión nocturna que él y otros dos habían llevado a cabo en Galilea hacía años. De cómo habían cruzado el mar en un bote de remos y cómo, al verlo todo tan hermoso, perdieron la noción de lo que habían ido a hacer y se dedicaron a pescar. Ella le interrumpió.

–No era una barca -insistió-. Era un coche, lo he vuelto a oír. Escucha.

–Era una barca -dijo él, soñoliento.

La luna había encontrado un resquicio entre las cortinas e iluminaba el suelo hasta la cama. Charlie se levantó, se acercó a la ventana y, sin tocar las cortinas, echó una ojeada al exterior. Había pinares por todas partes, el reguero de luna sobre el lago era como una blanca escalera que bajaba hacia el centro del mundo. Pero no se veía ninguna barca, ni luz con que atraer peces. Volvió a la cama e intentó atraer a Charlie hacia su cuerpo, pero al notar que se resistía, se apartó con dulzura y se tumbó lánguidamente boca arriba.

–Dime algo -repitió ella-. Khalil. Despierta. -Le sacudió con vehemencia y luego le dio un beso en los labios-. Vamos, despierta.

Así pues, él se reanimó para complacerla, porque era un hombre bondadoso y acababa de asignarle categoría de hermana.

–¿Sabes lo que resultaba raro de tus cartas a Michel? -dijo-. Lo de la pistola. «De ahora en adelante, soñaré que tu cabeza está en mi almohada, y debajo de ella tu pistola…» Cosas de enamorados. Cosas muy bonitas.

–¿Qué es lo que te resulta raro? A ver…

–Una vez tuve con él una conversación. Precisamente sobre este mismo particular. Yo le dije: «Escucha, Salim, sólo los vaqueros duermen con la pistola debajo de la almohada. Si vas a olvidar todo lo que te enseñe, al menos recuerda esto. Cuando estés en la cama, deja tu arma a un lado donde puedas esconderla mejor, y a la altura de tu mano. Aprende a dormir así, incluso cuando estés con una mujer.» Me dijo que así lo haría. Siempre me hacía promesas y luego se olvidaba o encontraba otra mujer… o un coche nuevo.

–O sea que no hacía caso de las reglas, ¿eh? -dijo ella, y le cogió la mano enguantada para examinarla detenidamente en la penumbra, tocándole de uno en uno los dedos inertes. Todos eran de relleno, menos el meñique y el pulgar.

–¿Y qué les pasó a éstos? -preguntó muy animada-. ¿Fueron los ratones? Vamos, Khalil. Despierta.

Tardó mucho en responder.

–Una vez, en Beirut, me porté como un tonto, igual que Salim. Estoy en el despacho, llega el correo, voy con prisas porque espero cierto paquete. Lo abro y… Fue una equivocación.

–Ya. ¿Y qué pasó? Lo abriste y se oyó una explosión, ¿no es así? Te quedaste sin dedos. ¿Lo de la cara también te lo hiciste así?

–Al despertar en el hospital, vi a Salim. Estaba muy contento de mi metedura de pata. «La próxima vez que abras un paquete, enséñamelo primero o lee bien el matasellos -me dijo-. Si viene de Tel Aviv, más vale que se lo devuelvas al cartero.»

–Entonces ¿por qué haces tú mismo las bombas, teniendo una sola mano?

Su respuesta fue el silencio; el silencio y la quietud de su rostro a media luz, vuelto hacia ella con su mirada franca y no risueña de luchador. La respuesta estaba en todo cuanto ella había visto desde su firma del contrato con el teatro de lo real. Por Palestina. Por Israel. Por Dios y mi sagrado destino. Para pagar a esos hijos de puta con la misma moneda con que ellos me pagaron a mí. Para reparar las injusticias. Hasta que todos hayan volado en mil pedazos y la justicia pueda finalmente distinguirse de los escombros y andar por las calles deshabitadas.

De pronto, él la apremió y ya no hubo posibilidad de resistirse.

–Cariño -susurró ella-, Khalil… oh. Dios. Oh, cariño. Por favor…

Y todo eso que dicen las putas.

Estaba amaneciendo, pero ella aún no le dejaba dormir. La pálida luz la había sumido en un aturdimiento insomne. Besos, caricias; había echado mano de todas los ardides que conocía para tenerle allí, ardiendo de pasión. Eres el mejor, le susurraba, y eso que yo nunca doy primeros premios. El más fuerte, el más gallardo, el más listo de todos mis amantes. Khalil, oh, Khalil, Dios… ¿Mejor que Salim?, preguntaba él. Más paciente que Salim, más cariñoso, más reconfortante. Mejor que José, que me entregó a ti en bandeja.

–¿Qué pasa? -dijo ella al ver que se separaba bruscamente-. ¿Te he hecho daño?

En lugar de responder, Khalil alargó la mano buena y con un gesto autoritario le pellizcó suavemente los labios. Luego se apoyó en un codo para escuchar. Ella hizo otro tanto. Un ave acuática alzando el vuelo en el lago, el chirrido de unos gansos, el cacareo de un gallo joven, el tintineo de una campana. Todo ello condensado por el manto de nieve que inmovilizaba la campiña. Notó que el colchón subía por el lado de él.

–No hay vacas -dijo él en voz baja desde la ventana.

Estaba de pie a un lado de la ventana, desnudo todavía pero con el arma colgando del hombro en su cartuchera. Y Charlie, en medio de la tensión que la atenazaba, llegó a imaginar el reflejo de José al otro lado del espejo, al fulgor de la estufa y separado de él únicamente por la delgada cortina.

–¿Qué se ve? -susurró ella al fin, incapaz de soportar por más tiempo la tensión.

–Ni vacas ni pescadores ni bicicletas. Veo muy poca cosa.

La tensión dominaba su voz. Su ropa seguía junto a la cama, donde ella la había arrojado durante su frenesí compartido. Khalil se puso los pantalones oscuros y la camisa blanca y se colocó el arma en su sitio, bajo la axila.

–Ni coches ni luces que transiten -dijo suavemente-. Y ningún obrero camino del trabajo. Y, desde luego, ninguna vaca.

–Se han ido a que las ordeñen.

–No, no las ordeñan hasta dentro de dos horas -repuso, meneando la cabeza.

–Es por la nieve. Las tiende en los corrales.

Algo de lo que dijo despertó la curiosidad de él; al espabilarse se había agudizado su conciencia de ella.

–¿Por qué intentas explicarlo?

–Si no intento… sólo…

–¿Por qué intentas explicar el motivo de que no haya vida en torno a esta casa?

–Para dominar tus temores, para consolarte.

En la mente de él se abrió paso una idea terrible. Podía verlo en la cara de ella, en su desnudez; y ella a su vez notó sus sospechas.

–¿Por qué quieres acallar mis temores? ¿Por qué temes más por mí que por ti misma?

–Eso no es cierto.

–Eres una mujer buscada. ¿Cómo puedes tener tantas ganas de amarme? ¿Por qué hablas de mi consuelo y no de tu propia seguridad? ¿Qué culpa corroe tus pensamientos?

–Ninguna. No me gustó matar a Minkel. Quiero librarme de todo esto. Khalil…

–¿Tenía razón Tayeh al decir que mi hermano murió por ti? Responde, por favor -insistió con voz muy queda-. Quiero una respuesta.

Ella le rogaba con todo su cuerpo que suspendiera provisionalmente la ejecución. Notaba en su cara un calor terrible, como si tuviera que arderle de por vida.

–Vuelve a la cama… -susurró-. Ámame, Khalil, ven aquí.

¿Cómo podía estar tan sereno si tenían toda la casa rodeada? ¿Cómo podía mirarla de aquella forma mientras el cerco se iba cerrando segundo a segundo?

–¿Qué hora es, por favor? -preguntó, sin apartar la vista de ella-. Charlie…

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