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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

La chica del tambor (79 page)

–Las cuatro y media, o las cinco. ¿Qué importa eso?

–¿Dónde está tu
reloj
? Ese pequeño
despertador
tuyo. Necesito saber la hora, por favor.

–No sé. En el baño, quizá.

–Quédate aquí, hazme el favor. De lo contrario, puede que te mate. Ya veremos.

Fue por el despertador, regresó a la cama y se lo dio a Charlie.

–¿Te importaría abrirlo? -dijo mirando a continuación cómo ella forcejeaba con el cierre.

–Bueno, Charlie, ¿qué hora es? -preguntó de nuevo con una frivolidad terrible-. Haz el favor de informarme qué hora del día marca tu reloj.

–Las seis menos diez. Más tarde de lo que pensaba… Él le arrebató el despertador y leyó la esfera. Digital, veinticuatro horas. Conectó la radio, dando tiempo a que sonara un gemido musical antes de apagarla otra vez. Acto seguido se llevó el reloj a la oreja y lo sopesó valorativamente en la mano.

–Desde que nos despedimos ayer noche, no has tenido mucho tiempo para ti sola, creo. ¿Me equivoco? Ni un minuto libre, de hecho.

–Ni uno solo.

–Entonces ¿cómo pudiste comprar pilas nuevas?

–No lo compré.

–Y ¿cómo es que aún funciona?

–Aún no estaban gastadas… un solo juego dura años… hay que comprar de las especiales… pilas de larga duración.

No sabía qué más inventar. Se le había acabado la cuerda para siempre, fuese en aquel sitio o en cualquier otro, porque acababa de recordar el momento exacto en que él la había hecho quedarse de pie junto a la furgoneta de Coca-Cola para registrarla, y el momento en que él se metió las pilas en un bolsillo antes de dejar el reloj en su bolso y arrojar el bolso a la furgoneta.

Khalil había perdido todo interés por ella en favor del despertador.

–A ver, tráeme esa maravillosa radio de la mesilla, Charlie. Vamos a hacer un pequeño experimento, un interesante experimento tecnológico relacionado con las emisiones en alta frecuencia.

–¿Puedo ponerme algo encima? -susurró ella.

Se puso el vestido y le llevó la radio de la mesilla, un moderno aparatito de plástico negro, con un altavoz que parecía el dial de un teléfono. Khalil colocó ambos aparatos juntos, la radio y el despertador, y encendiendo la primera fue pasando emisoras hasta que la radio soltó un aullido moribundo que subía y bajaba de tono como una alarma antiaérea. Luego cogió el pequeño despertador, retiró con el pulgar la solapa de la recámara las pilas y sacudió el aparato para que cayeran al suelo, tal como había hecho la noche anterior. El aullido enmudeció de golpe. Como un niño tras realizar con éxito un experimento, Khalil alzó la cabeza y la miró con una sonrisa fingida. Ella no pudo evitar mirarle, pese a intentarlo.

–¿Para quién trabajas, Charlie, para los alemanes?

Ella negó con la cabeza.

–¿Para los sionistas?

Él interpretó su silencio como un sí.

–¿Eres judía?

–No.

–¿Crees en la idea de Israel? ¿De qué vas tú?

–De nada -dijo ella.

–¿Eres cristiana? ¿Los consideras los fundadores de tu gran movimiento religioso?

Ella meneó la cabeza.

–¿Es por dinero, entonces? ¿Té sobornaron, te hicieron chantaje?

Sentía ganas de gritar. Apretó los puños e hinchó los pulmones, pero el caos interior la hizo atragantarse y, en vez de gritar, sollozó.

–Lo hice por salvar vidas, por participar, por ser algo. Yo le quería.

–¿Traicionaste a mi hermano?

Los obstáculos de su garganta desaparecieron para dar paso a una mortal monotonía de voz:

–Yo no le conocía. Jamás llegué a hablar con él. Me lo enseñaron ellos antes de matarle, el resto es pura invención. Ni siquiera le escribí esas cartas, fueron ellos. Ellos escribieron también las cartas que te mandaba él, esa que hablaba de mí. Me enamoré del hombre que se ocupaba de mí. Eso es todo.

Lentamente, él alargó la mano izquierda y le tocó la mejilla como si quisiera cerciorarse de que era real. Entonces fijó de nuevo su mirada en ella como haciendo algún tipo de comparación.

–Y tú eres inglesa, como los que entregaron mi país al sionismo… -comentó en voz queda, como si no pudiera creer lo que veían sus ojos.

Khalil alzó la cabeza y ella vio cómo hacía un gesto de desesperación y cómo, debido al impacto de la bala que José acababa de dispararle, se le encendía la cara. Le habían dicho a Charlie que se quedara quieta durante los disparos, pero José no lo hizo. No se fió de que las balas cumplieran su cometido sino que corrió tras ellas tratando de empujarlas hacia el blanco. Se precipitó por la puerta como un vulgar intruso y se lanzó hacia adelante al tiempo que hacía fuego. Y lo hizo con ambos brazos extendidos, para reducir aún más la distancia. Charlie vio estallar el rostro de Khalil, le vio girar en redondo y extender los brazos hacia la pared, buscando un refugio, de modo que las balas le entraron por la espalda, estropeándole la camisa blanca. Apoyó las palmas contra la pared -una mano de cuero, la otra de carne y hueso-, y su cuerpo acribillado se desplomó hasta acuclillarse como un jugador de rugby mientras trataba desesperadamente de huir a través de la pared. Pero en ese momento José estaba ya lo bastante cerca para ponerle la zancadilla y acelerar su fin. Detrás de José entró Litvak, al que ella conocía como Mike y había considerado siempre, ahora se daba cuenta, un individuo malsano. Cuando José se apartó, Mike se acercó y disparó a Khalil un tiro de gracia en la nuca, lo cual no era necesario. Detrás de Mike irrumpieron los verdugos de medio mundo con sus uniformes de campaña, seguidos de Marty y del alemán con cara de comadreja y de dos mil enfermeros con camillas, conductores de ambulancia, médicos y mujeres que no sonreían, levantándola en vilo, limpiándole la cara de vómito, conduciéndola por el pasillo hasta el bendito aire libre, aunque el olor viscoso y tibio de la sangre le obstruía la nariz y la garganta.

Una ambulancia estaba haciendo marcha atrás frente a la puerta principal. Dentro había frascos de sangre y mantas rojas, e instintivamente, ella se negó a subir. De hecho, se resistió mucho y debió de dar muchas patadas pues una de las mujeres que la sujetaban la soltó de pronto y se apartó llevándose la mano a la cara. Se había quedado medio sorda, de modo que apenas si oía sus propios gritos, pero su mayor preocupación era despojarse del vestido, en parte porque era una puta y en parte porque la sangre de Khalil lo había salpicado. Pero el vestido le resultaba más extraño aún que la noche pasada, y no conseguía recordar si tenía cremallera o botones, de modo que optó por no preocuparse más. Entonces aparecieron Rose y Rachel, y la agarraron cada una de un brazo como habían hecho en la casa de Atenas cuando Charlie llegó para hacer su primera prueba para el teatro de lo real; la experiencia le había enseñado que toda resistencia era inútil. La ayudaron a subir a la ambulancia y se sentaron en una de las camillas, flanqueando a Charlie. Charlie bajó los ojos y vio todas aquellas caras estúpidas que la miraban fijamente… los muchachos con cara de duros frunciendo el ceño como sus héroes, Marty y Mike, Dimitri y Raoul, y varios amigos más, algunos de los cuales no le habían sido presentados. Entonces la gente empezó a apartarse y apareció José, que cortésmente se había deshecho del arma con que había asesinado a Khalil pero aún conservaba manchas de sangre en sus téjanos y en sus zapatillas de deporte, según observó. Se acercó al pie de la ambulancia y al principio fue como si ella se mirara en un espejo, porque vio en él las mismas cosas que odiaba de sí misma. Así pues, había tenido lugar una suerte de intercambio de personajes; ella asumía el papel de asesino y chulo interpretado por José, y él, probablemente, el suyo de señuelo, puta y traidora.

Hasta que súbitamente, mientras continuaba con sus ojos clavados en José, se encendió en ella una última chispa de indignación que le devolvió la antigua identidad que él le había robado. Charlie se levantó sin que Rose ni Rachel tuvieran tiempo de sujetarla, aspiró una gran bocanada de aire y le gritó «Vete». O eso le pareció a ella. Tal vez había dicho «Muérete». No tenía importancia.

27

De las inmediatas y no tan inmediatas secuelas de la operación, el mundo supo muchas más cosas de las que comprendió, y, desde luego, muchas más que Charlie. Supo, por ejemplo -o pudo haber sabido de haber repasado los sueltos que aparecían en las páginas de internacional de la prensa anglosajona-, que un supuesto terrorista palestino había resultado muerto en un tiroteo con miembros de un comando de elite germano occidental, y que su rehén, una mujer de la que no se facilitaba el nombre, había sido conducida al hospital en estado de
shock,
pero ilesa. Los periódicos alemanes aportaban versiones mucho más sensacionales del incidente (el salvaje oeste llega a la selva negra, titulaba uno), pero todas las crónicas se jactaban tanto de su propia veracidad, pese a ser contradictorias, que resultaba difícil sacar nada en claro. La relación de este hecho con la abortada bomba de Friburgo contra el profesor Minkel -supuestamente muerto en un principio, pero que, según se supo después, había escapado milagrosamente al atentado- fue tan ingeniosamente desmentida por el doctor Alexis que todo el mundo se dio por satisfecho. Pero, según los más enterados articulistas, era lógico que no se dieran muchas explicaciones.

Una serie de incidentes menores acaecidos por todo el hemisferio occidental despertó variopintas especulaciones sobre las actividades de uno u otro grupo terrorista palestino, pero lo cierto era que con tantas organizaciones en liza, las posibilidades de acertar eran escasas. El absurdo asesinato a plena luz del día del doctor Anton Mesterbein, abogado suizo defensor de los derechos humano de las minorías e hijo del eminente financiero, fue atribuido gratuitamente a una organización extremista de falangistas libaneses que habían «declarado la guerra» a todo europeo que simpatizara abiertamente con la «ocupación» palestina de su país. El atentado tuvo lugar cuando la víctima salía de su residencia camino del trabajo -sin escolta, como de costumbre-, hecho que conmocionó al mundo durante al menos media mañana. Recibida en la redacción de un periódico de Zurich una carta firmada por «Líbano Libre» reclamando la autoría de la acción, y comprobada su autenticidad, se solicitó de un joven diplomático libanés que abandonara el país, cosa que éste hizo resignado.

El atentado con coche bomba contra un diplomático del Frente de Rechazo a la salida de la recién construida mezquita de St. John’s Wood no obtuvo apenas repercusión en la prensa; era la cuarta persona asesinada por este sistema en otros tantos meses.

Por otra parte, el sanguinario apuñalamiento del músico y columnista italiano Albert Rossino y de su acompañante alemana, cuyos cuerpos desnudos y apenas reconocibles fueron encantados semanas después junto a un lago de la región del Tirol, fue declarado por las autoridades austriacas carente de toda relevancia política, pese al hecho de que ambas víctimas estaban relacionadas con grupos extremistas. A tenor de las pruebas disponibles, se optó por considerar el caso como un crimen pasional. La mujer, una tal Astrid Berger, era bien conocida por sus extravagantes apetencias y, pese a lo grotesco de la suposición, se estimó probable que no había existido un tercero en discordia. Una serie de muertes al parecer poco interesantes pasaría casi desapercibida, como el bombardeo israelí de una antigua fortaleza en el desierto junto a la frontera siria, que según fuentes de Jerusalén era utilizada como base palestina para entrenamiento de terroristas extranjeros. En cuanto a la bomba de doscientos kilos que hizo explosión en una colina a las afueras de Beirut, destruyendo una lujosa villa y matando a sus ocupantes -entre los cuales se encontraban Tayeh y Fatmeh-, resultó a la postre tan inescrutable como la mayoría de los actos terroristas en aquella trágica región.

Pero Charlie, encerrada en su refugio costero, no se enteró de nada; o, más exactamente, se enteró de las líneas maestras, pero estaba demasiado aburrida o asustada como para interesarse por los detalles. Al principio, sólo se dedicaba a ir a nadar o a dar lentos paseos sin rumbo fijo de una punta a otra de la playa, arrebujada en su albornoz, mientras sus guardaespaldas la seguían a distancia prudencial. Cuando se metía en el agua, solía sentarse en la zona menos profunda, donde no llegaban las olas, para hacer sus abluciones con agua salada, primero la cara y luego los brazos y las manos. Siguiendo instrucciones, las otras chicas se bañaban desnudas, pero al ver que Charlie declinaba tan liberadora invitación, el psiquiatra les ordenó que volvieran a usar bañador y esperasen acontecimientos.

Kurtz iba a verla una vez por semana, y a veces dos. Se mostraba extraordinariamente amable con ella, paciente y constante incluso cuando ella le gritaba. Solía llevarle informaciones muy útiles, todas ellas beneficiosas para Charlie.

Le dijo que le habían inventado un padrino, un antiguo amigo de su padre que, tras hacer fortuna, había fallecido recientemente en Suiza, dejándole a Charlie una cuantiosa suma de dinero que, por tratarse de moneda extranjera, estaría libre de impuestos una vez transferida al Reino Unido.

Había habido conversaciones con las autoridades británicas, y éstas -por razones de las que Charlie no podía ser partícipe- habían aceptado la inutilidad de seguir ahondando en sus posibles conexiones con ciertos elementos extremistas europeos y palestinos, le informó Kurtz, que asimismo respecto a la buena opinión que Quilley tenía de ella: la policía, le explicó, había insistido en garantizarle que sus sospechas acerca de Charlie eran infundadas.

Kurtz trató también con Charlie distintos métodos para explicar su brusca desaparición de Londres, y ella se avino pasivamente a alegar varias causas, entre ellas el temor a ser acosada por la policía, una benigna crisis nerviosa y un enigmático amante que había conocido tras su estancia en Mykonos, un hombre casado que la había invitado a bailar para finalmente dejarla plantada. Fue al empezar Kurtz a instruirla sobre el particular, y a atreverse a ponerla a prueba en pequeñas cuestiones de la trama, cuando ella empezó a quedarse lívida y a temblar. Algo parecido ocurrió al anunciarle Kurtz, en lo que probablemente no fue una gran idea, que las «altas instancias» habían decretado que siempre que quisiera y por tiempo indefinido Charlie podía solicitar la ciudadanía israelí.

–Que se la den a Fatmeh -le espetó a Kurtz, quien, como en aquel momento tenía varios casos en marcha, hubo de consultar sus archivos para comprobar quién era, o había sido, aquella Fatmeh.

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