La chica del tambor (80 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

Kurtz le dijo que, en cuanto a su carrera, le esperaban varias ofertas suculentas tan pronto ella estuviese en condiciones de actuar. Durante su ausencia, un par de importantes productores de Hollywood habían mostrado un genuino interés por ella y esperaban ansiosos que viajase a California para hacerle unas pruebas de pantalla. De hecho, uno de ellos aseguraba reservarle un pequeño papel que parecía pensado para ella; Kurtz ignoraba más detalles. Y también en el mundillo teatral londinense estaban pasando cosas interesantes.

–Yo sólo quiero volver a donde estaba -dijo Charlie.

Kurtz le dijo que no se preocupara, que eso tenía fácil arreglo.

El psiquiatra, un sujeto joven y vivaracho con un tic en el ojo y un pasado militar, no era nada proclive al autoanálisis ni a ningún otro tipo de melancólica introspección. Por el contrario, parecía más preocupado por convencerla de que no debía hablar que por animarla a ello; en su profesión, debía de ser de lo más independiente. Se la llevó de paseo en coche, primero por las carreteras de la costa y luego a Tel Aviv. Pero cuando, imprudentemente, le señaló algunas de las pocas casas árabes antiguas que habían sobrevivido al urbanismo demoledor, Charlie empezó a decir tonterías de pura cólera. La llevaba a restaurantes discretos, o a nadar, e incluso se tumbaba junto a ella en la playa y le daba un poco de conversación, hasta que un día Charlie le dijo -con un extraño quiebro en la voz- que prefería hablar con él en la consulta. Al enterarse el psiquiatra de que le gustaba montar, hizo traer caballos y pasaron un día inolvidable cabalgando; ella parecía haberse olvidado por completo de sí misma. Pero al día siguiente volvía a estar demasiado callada para gusto del psiquiatra, quien dijo a Kurtz que habría que esperar al menos otra semana. Y, efectivamente, aquella misma tarde Charlie tuvo un prolongado e inexplicable acceso de vómitos, tanto más extraño cuanto que apenas comía.

Rachel, que había reanudado sus estudios en la universidad, fue a visitarla. Se mostró muy sincera, dulce y relajada, en una versión de sí misma muy distinta de la dura que Charlie había conocido en Atenas. Le dijo que Dimitri también había vuelto a sus clases; que Raoul estaba pensando en hacer medicina para convertirse quizá en médico castrense, aunque tal vez se decidiría por la arqueología. Charlie esbozó una sonrisa cortés al conocer aquellas noticias de la familia. (Rachel le contaría a Kurtz que había sido como hablar con su abuela.) Pero a largo plazo, ni su origen norteño ni sus alegres maneras de inglesa de clase media consiguieron el impacto deseado en Charlie, y al cabo, sin dejar de ser cortés, Charlie le pidió que por favor la dejara otra vez a solas.

Entretanto, el departamento de Kurtz se había enriquecido con ciertas valiosas enseñanzas que venían a sumarse a los muchos conocimientos técnicos y humanos que formaban el tesoro de sus numerosas operaciones. Los no judíos, pese a los prejuicios inherentes en su contra, no sólo eran útiles sino, a veces, incluso esenciales. Una chica judía no habría sabido salvar una situación tan comprometida. Los expertos quedaron fascinados ante el asunto de las pilas de la radio despertador; nunca es tarde para aprender. Gran efecto causó entre los instructores una historia convenientemente expurgada del caso, según la cual, en una situación ideal, el encargado del caso debería haber advertido al hacer el cambalache que en el modelo del agente no había pilas. Claro que al dejar de oír la señal de radioguía, ató rápidamente cabos y entró en la casa sin vacilar. Por supuesto que el nombre de Becker no figuraba para nada; a Kurtz, por canales distintos de los habituales, le habían llegado rumores poco halagüeños sobre Gadi, y no estaba dispuesto a asistir a su canonización.

Y, por fin, a finales de primavera, no bien la cuenca del Litani estuvo lo bastante seca para permitir el paso de los blindados, se cumplieron los peores temores de Kurtz y las más negras amenazas de Gavron; la largamente esperada ofensiva israelí contra el Líbano, que ponía punto final a la actual fase de las hostilidades o bien, según la posición de cada cual, anunciaba la siguiente. Los campos de refugiados en que Charlie había residido fueron higienizados, lo cual quería decir que llegaron las excavadoras para enterrar los cadáveres y terminar lo que habían empezado los ataques por sorpresa de tanques y artillería. Hacia el norte se formó un lastimoso reguero de refugiados que dejaban atrás a centenares, millares de muertos. Grupos especiales procedieron a desalojar los lugares secretos que Charlie había visitado en Beirut; de la casa de Sidón solamente quedaron las gallinas y el huerto de mandarinos. El edificio fue destrozado por un comando de
sayaret,
que acabaron también con la vida de los dos muchachos, Karim y Yasir. Irrumpieron por la noche procedentes del mar, como siempre había predicho Yasir, el gran agente del servicio de información, y emplearon para ello un tipo especial de bala explosiva norteamericana que todavía está en la lista secreta y que mata por simple contacto. Se tuvo buen cuidado de mantener a Charlie en la inopia de la destrucción definitiva de su breve romance con Palestina, que según su psiquiatra podía desquiciarla; habida cuenta de su imaginación y de su carácter introspectivo, no era difícil suponer que pudiera sentirse responsable de la invasión entera. Por consiguiente, era mejor ocultárselo y que ella lo averiguase en su momento. En cuanto a Kurtz, apenas si se le vio durante un mes o más, e incluso quienes lo vieron apenas si le reconocieron. Parecía haberse encogido a la mitad de su tamaño, sus ojos de eslavo habían perdido todo su brillo y, por fin, aparentaba su edad, tuviera los años que tuviese. Pero un buen día, como quien se ha recuperado de una larga y devastadora enfermedad, regresó a su puesto y en cuestión de horas, por lo visto, reanudó con vigor su inveterada enemistad con Misha Gavron.

En Berlín, Gadi Becker estuvo flotando al principio en un vacío similar al de Charlie, pero no siendo la primera vez que le ocurría, era, en cierto modo, menos sensible a sus causas y a sus efectos. Becker regresó a su piso y a sus endebles proyectos comerciales; una vez más, la insolvencia estaba a la vuelta de la esquina. Aunque pasaba días enteros discutiendo por teléfono con los mayoristas o llevando cajas y más cajas de una punta a otra del almacén, la depresión a nivel mundial parecía haberse cebado en la industria textil berlinesa con más fuerza que en cualquier otra. De vez en cuando se acostaba con una mujer bastante imponente y con la treintena cumplida, afectuosa hasta la exageración e incluso -para apaciguar sus prejuicios heredados- vagamente judía. Tras varios días de inútil reflexión, Becker le telefoneó para decirle que estaba provisionalmente en la ciudad, pero sólo por unos días; tal vez sólo uno, insistió. Dejó que ella expresara su alegría por tenerle de vuelta y escuchó sus festivas protestas ante su brusca desaparición, pero sin dejar de oír las turbias voces de su propia mente.

–Pues pásate por casa -dijo ella cuando hubo terminado de regañarle.

Pero él no acudió. Le parecía incorrecto que ella le proporcionara placer.

Temeroso de sí mismo, corrió a un cabaret griego que estaba de moda y que regentaba una mujer de mundana sabiduría, y tras embriagarse se quedó mirando cómo los clientes rompían los platos con absoluta vehemencia, según la mejor tradición grecogermana. Al día siguiente, sin muchos esquemas previos, inició la redacción de una novela sobre una familia judía de Berlín que se había instalado en Israel para regresar de nuevo a Alemania al no conseguir adaptarse a lo que se estaba haciendo en nombre de Sión. Pero cuando repasó lo escrito, arrojó sus notas primero a la papelera y después, por razones de seguridad, a la chimenea. Fue a visitarle un nuevo miembro de la embajada israelí en Bonn, que dijo sustituir al anterior: Si necesita usted comunicarse con Jerusalén, pregunte por mí. Incapaz, por lo visto, de evitarlo, Becker se enzarzó en una provocadora charla con el diplomático sobre el Estado de Israel. Y para terminar, formuló una pregunta de lo más ofensivo, algo que dijo haber entresacado de las obras de Arthur Koestler, adaptándolo, evidentemente, a sus propias cuitas:

–Me pregunto en qué vamos a convertirnos -dijo-, si en la patria de los judíos o en un pequeño y repugnante estado espartano…

El nuevo hombre de la embajada era de miras estrechas y poca imaginación y la cuestión le molestó claramente aun sin llegar a comprenderla. Al salir le dejó algo de dinero y su tarjeta: segundo secretario para asuntos comerciales. Pero lo más significativo fue que dejó una nube de dudas que la llamada telefónica de Kurtz a la mañana siguiente tenía por objeto disipar cuanto antes.

–Pero ¿qué diablos intentas decirme, Gadi? -le preguntó de mala manera, y en inglés, no bien Becker hubo descolgado el teléfono-. Estás metiendo cizaña, y luego querrás volver aquí, donde nadie te hace caso.

–¿Cómo está ella? -preguntó Becker.

Kurtz respondió con crueldad probablemente deliberada, puesto que la conversación tenía lugar en un momento en que él estaba bajísimo de forma.

–Frankie está bien, mental y físicamente, aunque por alguna razón que se me escapa insiste en quererte. Elli habló con ella el otro día y se llevó la clara impresión de que el divorcio no le parece inevitable.

–Nadie ha dicho que el divorcio sea obligatorio.

Pero Kurtz tenía una respuesta, como siempre:

–Nadie ha hablado de divorcio, y
punto.

–Bueno, y
¿ella
como está? -repitió Becker con énfasis. Kurtz tuvo que contener su mal genio antes de responder.

–Si te refieres a nuestra amiga común, está bien de salud, la están curando y dice que no quiere verte nunca más, ah… ¡y que te conserves siempre joven! -terminó Kurtz con un grito desbocado, antes de colgar.

Aquella misma tarde le telefoneó Frankie (Kurtz debía de haberle dado el número por pura ojeriza). Así como otros tocaban el violín, el arpa o el
shofar,
el instrumento preferido de Frankie era el teléfono.

Becker estuvo un buen rato escuchando su llanto, que no tenía igual, sus lisonjas y sus promesas de siempre.

–Seré como tú quieras que sea -le dijo-. Tú manda, que yo te obedeceré.

Pero nada más lejos de la intención de Becker que inventarle otra vez a alguien una nueva personalidad.

Poco tiempo después de aquello, Kurtz y el psiquiatra decidieron que ya era hora de devolver a Charlie a la realidad.

La gira se titulaba «Ramillete de comedias», y el teatro, al igual que otros que ella había conocido, cumplía a la vez funciones de instituto femenino y de escuela de arte dramático, aunque probablemente servía también de colegio electoral llegado el caso. Tanto la obra como el teatro eran horrendos, y ambas cosas llegaban en el momento más bajo de su declive como actriz. La sala tenía tejado de cine y suelo de madera, y cada vez que ella pisaba fuerte, salían disparadas de entre las tablas pequeñas columnas de polvo. Había empezado haciendo únicamente papeles dramáticos, porque después de mirarla con cierto nerviosismo, Ned Quilley había supuesto que era eso lo que necesitaba, y otro tanto se había figurado Charlie aunque por distintas razones. Pero pronto habría de descubrir que los papeles serios, si es que alguno llegaba a interesarle, le venían demasiado grandes. Le daba por llorar o gritar en los momentos más inoportunos, y en más de una ocasión tuvo que simular un mutis para salir airosa del desastre.

Pero lo que más la hartaba era la irrelevancia de aquellos papeles; no aguantaba -o, peor, aún, no comprendía- lo que la sociedad occidental de clase media entendía por dolor. Y así fue como la comedia se convirtió en un magnífico disfraz, gracias al cual las semanas se fueron sucediendo entre Sheridan y Priestley y la última hornada de genios teatrales, cuyas obras eran calificadas en el programa de mano como de
«soufflé
aderezado con un mordaz sentido de humor». Habían actuado en York pero, por suerte, se habían saltado Nottingham; hubo funciones en Leeds, Bradford, Huddersfield y Derby, y ni una sola vez pudo ver Charlie crecer el
soufflé o
asomo de sentido del humor, claro que el problema tal vez estaba en ella misma, pues se imaginaba declamando su parte como el boxeador
grogui
que o se defiende a puñetazo limpio o besa la lona.

Durante el día, cuando no ensayaba, mataba el tiempo yendo de un lado a otro como un paciente en la sala de espera, fumando y leyendo revistas. Pero aquella noche, al levantarse una vez más el telón, una peligrosa pereza sustituyó a su nerviosismo habitual. Sólo tenía ganas de dormir. Oía subir y bajar su voz, notaba que alargaba un brazo o adelantaba un pie; hacía una pausa que normalmente levantaba las risas del público, pero le sorprendía un incomprensible silencio. Al mismo tiempo empezaron a venirle a la memoria imágenes de su álbum prohibido: de la cárcel de Sidón y de la cola de madres aguardando junto al muro; de Fatmeh; de la noche en la escuela del campo de refugiados, planchando consignas para la manifestación; del refugio antiaéreo y de las caras estoicas que la miraban, preguntándose si la culpa sería de ella. Y de la mano enguantada de Khalil dibujando su tosca zarpa con su propia sangre.

Tenían un camerino comunitario, pero al llegar el intermedio Charlie no fue allí sino que permaneció junto a la puerta de actores, al aire libre, fumando, tiritando y mirando la neblinosa calle de los Midlands, preguntándose si no sería mejor echar a andar y no parar hasta que desfalleciera o le pillara un coche. Estaban gritando su nombre y oía cerrarse puertas y ruido de pasos apresurados, pero el problema parecía ser de ellos, no suyo, y dejó que se las apañasen solos. Un último resquicio de sentido de la responsabilidad le hizo abrir la puerta y volver al escenario.

–¡Pero Charlie, por Dios…! ¡Qué coño te pasa, Charlie!

Se alzó el telón y allí estaba de nuevo en escena, sola. Tenía un largo monólogo, cuando Hilda está sentada ante el escritorio de su marido, escribiendo una carta a su amante: a Michel, a José. Junto a ella ardía una vela, y al cabo de un momento debía abrir el cajón del escritorio en busca de otra hoja para encontrarse -«¡Oh, no!»- con una carta que su marido había escrito, pero no enviado, a su querida. Empezó a escribir como si estuviera en el motel de Nottingham; miró la llama de la vela y vio la cara de José al otro lado de la mesa en la cantina de las afueras de Delfos. Al mirar otra vez, era Khalil quien estaba cenando con ella en la mesa rústica de la casa de la Selva Negra. Charlie estaba interpretando un papel, que, milagrosamente, no era de José, de Tayeh ni de Khalil, sino de Hilda. Abrió el cajón del escritorio y metió la mano; con cara de asombro sacó una hoja de papel escrita a mano y la exhibió en alto para que el público la viera. Se levantó de la silla y, con una expresión de creciente incredulidad, avanzó hasta el borde del escenario y empezó a leer en voz alta… Qué carta tan ingeniosa y tan llena de alusiones… Su marido, John, entraría dentro de un momento por la izquierda enfundado en su batín, se acercaría al escritorio y leería la carta que
ella
estaba escribiéndole a su amante. Dentro de un momento se produciría un lío más gracioso aún entre ambas cartas, y el público estallaría en delirantes carcajadas que llegarían al éxtasis cuando los dos amantes engañados, excitado cada cual por las infidelidades del otro, se fundiesen en un lascivo abrazo. La entrada de su marido era la señal para que ella subiera el volumen de su voz: la indignación sustituye a la curiosidad mientras Hilda sigue leyendo. Estrujó la carta con ambas manos, se dio la vuelta y dio dos pasos a la izquierda a fin de no tapar a John.

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