La chica del tambor (29 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

–Bueno, ¿qué te recuerda?

–Sabes muy bien qué me recuerda -le espetó ella cuando, demasiado tarde, su memoria asoció también las dos cosas.

–A ver. Di.

–Nottingham, el teatro Barrie. York, el Phoenix. Stratford East, el Cockpit. Y tú, agazapado en primera fila lanzándome miradas intimidatorias.

–¿La misma letra?

–La misma letra, el mismo mensaje, las mismas flores.

–Tú me conoces por Michel, M de Michel. -Tras abrir la elegante cartera negra, él empezó a meter rápidamente sus cosas-. Soy lo que siempre has deseado -dijo, sin siquiera mirarla- Para hacer este trabajo, no sólo debes recordarlo, también has de creerlo, sentirlo y soñarlo. Estamos construyendo una nueva y mejor realidad.

Ella dejó a un lado la tarjeta y se sirvió café, demorándose todo lo posible en contraste con las prisas de él.

–¿Quién dice que es la mejor? -preguntó ella.

–Pasaste las vacaciones con Alastair en Mykonos, pero en el fondo de tu alma estabas desesperada pensando en mi, en Michel. -Entró a toda prisa en el baño y regresó con su neceser de lona-. No José, sino Michel. Terminadas las vacaciones, corriste a Atenas. En el barco les dijiste a tus amigos que querías estar sola unos días. Mentira. Tenías una cita con Michel. No con José, sino con Michel. -Echó el neceser en el maletín-. Fuiste al restaurante en taxi, te encontraste allí conmigo. Con Michel. Camisa de seda. Reloj de oro. Pedimos langosta y todo lo demás. Traje unos folletos para que los vieras. Comimos lo que comimos, charlamos animadamente de naderías a la manera de los amantes cuando van a escondidas. -Descolgó el quimono negro de la puerta-. Di una buena propina y me guardé la cuenta; luego te llevé a la Acrópolis, un viaje prohibido, único. Un taxi especial, el mío, estaba aguardando. Me dirigí al conductor llamándole Dimitri…

Charlie le interrumpió:

–Así que sólo me llevaste a la Acrópolis por eso -dijo rotundamente.

–No fui yo quien te llevó. Fue Michel. Michel está orgulloso de saber idiomas y de su habilidad como negociador. Le encantan las fiorituras, los gestos románticos, los saltos bruscos. Michel es tu hechicero.

–No me gustan los hechiceros.

–Tiene asimismo un genuino aunque superficial interés por la arqueología, como pudiste observar.

–¿Quién me besó, entonces?

Doblando con cuidado el quimono, lo depositó en el maletín. Era el primer hombre que ella conocía capaz de hacer el equipaje.

–La razón más práctica de que él te llevara a la Acrópolis fue permitirle entregar discretamente el Mercedes, que por motivos que le eran propios no deseaba llevar al centro de la ciudad en plena hora punta. Tú no te cuestionas el Mercedes; lo aceptas como parte del hechizo de estar conmigo, igual que aceptas un cierto aire de clandestinidad en todo lo que hacemos. Lo aceptas todo. Date prisa, por favor. Tenemos muchos kilómetros que hacer y mucho que hablar.

–¿Y tú? -dijo ella-. ¿Tú también estás enamorado de mí o es todo un juego?

Esperando una respuesta de él, se lo imaginó haciéndose a un lado para dejar que el dardo pasara inofensivamente de largo hacia la sombría figura de Michel.

–Tú quieres a Michel y crees que él te ama.

–¿Pero tengo razón?

–Él dice que te quiere, te da pruebas de ello. ¿Qué más puede hacer uno para convencerte, ya que no puedes vivir dentro de su cabeza?

Se había puesto otra vez a recorrer la habitación, comprobándolo todo. Se detuvo entonces frente a la tarjeta que venía con las orquídeas.

–¿De quién es la casa? -preguntó ella.

–Nunca respondo a estas preguntas. Mi vida es un enigma para ti. Así lo ha sido desde que nos conocimos y así quiero que siga siendo. -Cogió la tarjeta y se la entregó-, Guárdala en tu bolso nuevo. De ahora en adelante espero que aprecies estos recuerdos míos. ¿Ves esto? -Había sacado del cubo la botella de vodka-. Como soy hombre, bebo normalmente más que tú. No se me da bien la bebida; el alcohol me produce dolor de cabeza, y de vez en cuando vomito. Pero me gusta el vodka. -Dejó nuevamente la botella en el cubo-. En cuanto a ti, tomas una copa porque soy hombre tolerante, pero en general no apruebo que las mujeres beban. -Cogió un plato sucio y se lo mostró-. Soy muy goloso; me gusta el chocolate, los dulces y la fruta. Sobre todo la fruta. Uva, pero ha de ser verde como la uva de mi pueblo natal. Vamos a ver, ¿qué comió Charlie anoche?

–Yo no como nada, en estos casos. Sólo fumo un pitillo poscoitum.

–Me temo que yo no dejo fumar en el dormitorio. En el restaurante de Atenas te lo toleré por cortesía. Incluso en el Mercedes, por ser tú. Pero en el dormitorio nunca. Si tuviste sed por la noche, bebiste agua del grifo. -Empezó a ponerse el blazer rojo-. ¿Te fijaste en que el grifo goteaba?

–No.

–Entonces es que no goteaba. A veces gotea y a veces no.

–Él es árabe, ¿verdad? -dijo ella sin dejar de mirarle-. Vuestro arquetipo de árabe chovinista. El coche que has birlado es suyo.

José estaba cerrando el maletín. Al enderezarse, miró un instante a Charlie; una mirada en parte calculadora y en parte de rechazo, como ella no pudo dejar de notar.

–Oh, yo diría que es más que un simple árabe. Más que un chovinista. Él no es nada corriente, y menos aún a tus ojos. Da la vuelta a la cama, por favor. -Esperó, mirándola absorto, a que ella lo hiciera-. Busca debajo de mi almohada. Despacio… ¡cuidado! Yo duermo siempre en el lado derecho. Así.

Cautamente, como le ordenaban, Charlie deslizó una mano bajo la fría almohada, imaginándose el peso de la cabeza de un José durmiente apoyada en ella.

–¿La has encontrado? He dicho que vayas con cuidado.

Sí, José, la había encontrado.

–Cuidado al levantarla. El seguro no está puesto. Michel no tiene costumbre de avisar antes de disparar. El arma es como un hijo para nosotros. Comparte todas las camas en que dormimos. Lo llamamos «nuestro hijo». Incluso en el momento álgido del amor, jamás tocamos esa almohada ni olvidamos lo que tiene debajo. Así vivimos. ¿Ves ahora por qué no soy una persona corriente?

Charlie se quedó contemplando la pistola posada en la palma de su mano. Pequeña. Marrón. De bonitas proporciones.

–¿Alguna vez has manejado un arma como ésta? -preguntó José.

–A menudo.

–¿Dónde? ¿Contra quién?

–En el escenario. Una noche y otra y otra.

Charlie le entregó el arma y vio cómo él se la guardaba en el blazer con la soltura de quien se guarda la cartera.

Le siguió al piso de abajo. La casa estaba desierta e inesperadamente fría. El Mercedes seguía aparcado en el patio frontal. Al principio ella sólo quería marcharse: irse a donde fuese, huir, la carretera y nosotros. La pistola la había asustado y sentía necesidad de moverse. Pero cuando el coche empezó a andar, algo le hizo volver la cabeza para mirar la amarillenta escayola, las flores rojas, las ventanas con las persianas bajadas y las viejas tejas rojas. Fue entonces, demasiado tarde, cuando reparó en lo bonito que era todo y cuan acogedor, justamente ahora que se iba. Es la casa de mi juventud, se dijo; una de las muchas juventudes que nunca he tenido. La casa de la que nunca salí vestida de novia; una Charlie de blanco, no de azul, con mi condenada madre llorando a moco tendido y adiós a todo eso.

–¿Existimos también nosotros? -preguntó ella mientras se incorporaban al tráfico de la tarde-. ¿O sólo representamos el papel de los otros dos?

Otra de sus pausas de tres minutos antes de que respondiera:

–Naturalmente que existimos. ¿Por qué no? -Y esbozó aquella encantadora sonrisa, la sonrisa por la que ella habría puesto la mano en el fuego-. Somos berkeleyanos, entiendes. Si no existimos nosotros, ¿cómo van a existir ellos?

¿Qué es eso de berkeleyano?, se preguntó ella. Pero su soberbia le impedía preguntarlo.

Durante veinte minutos según el reloj de cuarzo del salpicadero, José apenas había abierto la boca. Aun así, ella no le veía nada relajado; más bien parecía estar preparándose para un ataque metódico.

–Bueno, Charlie -dijo él de pronto-. ¿Estás lista?

–Lo estoy.

–Un veintiséis de junio, viernes, estás representando
Santa Juana
en el teatro Barrie, en Nottingham. No estás con tu compañía habitual; te has incorporado en el último momento para sustituir a una actriz que incumplió su contrato. El decorado llega con retraso, los focos aún están de camino, has estado ensayando todo el día y dos miembros del grupo están enfermos de gripe. ¿Tus recuerdos son claros hasta ahora?

–Vivísimos.

Desconfiando de su frivolidad, José le lanzó una inquisitiva mirada, pero aparentemente no encontró nada que objetar. Atardecía. El crepúsculo se cernía a ojos vista, pero José estaba concentrado con la misma inmediatez de la luz solar. Está en su elemento, pensó ella; es lo que mejor se le da en la vida; la explicación que hasta ahora se me ocultaba es este despiadado ímpetu que le mueve.

–Minutos antes de subir el telón, te entregan un ramo de orquídeas en la puerta del escenario junto con una nota dirigida a Juana: «Para Juana, con mi ilimitado amor.»

–De puerta de escenario, nada.

–En la parte de atrás hay una entrada para el atrezzo. Tu admirador, sea quien sea, tocó el timbre y dejó las orquídeas en manos del conserje, un tal Mr. Lemon, junto con un billete de cinco libras. Como era de esperar, Mr. Lemon quedó gratamente impresionado ante la generosa propina y prometió llevártelas de inmediato… ¿lo hizo?

–La especialidad de Lemon es colarse en los camerinos de las señoras sin avisar.

–Bien. Dime ahora qué hiciste al recibir las orquídeas.

Ella dudó:

–La firma ponía «M».

–Correcto. ¿Tú que hiciste?

–Nada.

–Tonterías.

Charlie se enfadó:

–¿Qué querías que hiciera? Me quedaban diez segundos para salir a escena.

Un camión cargado de basura se acercaba a ellos invadiendo su carril. Con majestuosa despreocupación José dirigió el Mercedes hacia el arcén y aceleró para salir del resbaladero.

–Conque tiraste treinta libras de orquídeas a la papelera, te encogiste de hombros y saliste a escena. Perfecto. Te felicito.

–Las puse en agua.

–Y el agua ¿dónde la pusiste?

La inesperada pregunta la hizo afinar su memoria.

–Era un jarrón decorado. En el Barrie funciona una escuela de bellas artes por las mañanas.

–Buscaste un jarrón, lo llenaste de agua, metiste las orquídeas en el agua. Bien. ¿Y qué sentiste mientras lo hacías? ¿Estabas impresionada, excitada quizá?

Su pregunta la pilló desprevenida.

–Seguí adelante con la función -dijo, y se sonrió sin querer-. Esperaba ver quién era mi admirador.

Se habían parado ante un semáforo. La quietud acrecentó su intimidad.

–¿Y ese «ilimitado amor»? -preguntó él.

–En eso consiste el teatro, ¿no? Todos amamos a alguien alguna vez. De todos modos, me gustó eso de «ilimitado». Demostraba que tenía clase.

Luz verde y de nuevo en camino.

–¿No se te ocurrió mirar al público para ver si reconocías a alguien?

–No había tiempo.

–¿Y en el descanso?

–En el descanso sí me asomé, pero no vi a nadie conocido.

–¿Y qué hiciste al terminar la función?

–Volver a mi camerino, cambiarme, estar un rato por allí. Luego pensé qué diablos, y me fui a casa.

–Querrás decir al hotel Astral Commercial, cerca de la estación de ferrocarril.

Ella había perdido ya la capacidad de sorprenderse ante sus palabras.

–Sí, el hotel Astral Commercial and Private -concedió-. Cerca de la estación.

–¿Y las orquídeas?

–Me las llevé al hotel.

–Sin embargo, a Mr. Lemon no le pediste una descripción de la persona que las había traído-…

–Lo hice al día siguiente, sí. Pero no aquella noche.

–¿Y qué respuesta te dio Lemon cuando te decidiste a preguntar?

–Dijo que era un caballero extranjero pero respetable. Le pregunté qué edad tendría; él me miró con malicia y dijo que la adecuada. Traté de imaginarme un «M» extranjero pero no lo conseguí.

–¿En toda tu colección de animales salvajes no había ni un solo «M» extranjero? Me decepcionas.

–Ni uno solo.

Ambos sonrieron brevemente, pero para sí mismos.

–Bueno, Charlie. Veamos ahora el segundo día, matiné de sábado seguida de la función de noche, como de costumbre…

–Vaya hombre, y allí estabas tú, ¿no? En mitad de la primera fila, con tu precioso blazer rojo, rodeado de colegiales insoportables que no paraban de toser y de pedir por el lavabo.

Irritado por su frivolidad, José se dedicó un buen rato a mirar la carretera, y cuando reanudó el interrogatorio, su acentuada seriedad le hacía fruncir el ceño como un maestro de escuela.

–Charlie, quiero que me describas exactamente tus sentimientos, por favor. Primera hora de la tarde, la sala está bañada de luz debido a la mala calidad de las cortinas; se diría que en lugar de un teatro aquello parece un aula de colegio grande. Yo estoy en la primera fila; mi aspecto es claramente extranjero, y también mi actitud, por así decir; así como mi ropa; se me distingue perfectamente entre los niños. Tú cuentas con la descripción que te dio Lemon, y es más, yo no te quito ojo de encima. ¿En ningún momento sospechas que soy yo quien te ha mandado las orquídeas, el desconocido que firma «M» y que asegura amarte ilimitadamente?

–Pues claro que lo sabía.

–¿Cómo? ¿Se lo preguntaste a Lemon?

–No fue necesario. Lo sabía y basta. Te vi allí, soñando despierto conmigo, y pensé, mira ése, quién demonios es. Y luego, al final de la función de la tarde, cuando cayó el telón, te quedaste en tu butaca porque habías sacado entrada para la función de la noche…

–¿Cómo lo supiste? ¿Quién te lo dijo?

Conque tú también eres de ésos, pensó ella, añadiendo a su álbum de José otro dato denodadamente conquistado: cuando consigue lo que quiere, se vuelve macho y suspicaz.

–Tú mismo lo has dicho. Es una compañía pequeña en un teatrillo de provincias. No nos traen muchas orquídeas (el promedio es un ramo cada diez años), y tampoco hay muchos parroquianos que se queden a ver la obra dos veces. -No pudo resistirse a preguntar-: ¿Tan aburrido era, José, el espectáculo? Porque dos veces seguidas… ¿O de vez en cuando te lo pasaste bien?

–Fue el día más monótono de mi vida -replicó él sin dudarlo dos veces. Y luego su rígida cara se recompuso en la mejor de sus sonrisas, de modo que, por un momento, dio realmente la impresión de haber escapado por entre los barrotes tras los cuales parecía estar recluido-. No; en realidad, creo que estuviste soberbia.

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