La chica del tambor (31 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

José seguía con su cuento de hadas:

–Pero yo no digo nada. Tu experiencia teatral te dice que no hay como el silencio para establecer la comunicación. Si el miserable se niega a hablar, ¿qué puedes hacer tú? Te ves obligada a hablar otra vez. Cuéntame lo que le dices ahora.

Una inusitada timidez forcejeaba con su hirviente imaginación.

–Le pregunto quién es…

–Me llamo Michel.

–Ese trozo me lo sé. Michel ¿qué más?

–No hay respuesta.

–Te pregunto qué haces en Nottingham.

–Enamorarme de ti. Sigue.

–Joder…

–¡Sigue!

–¡Él no me hablaría así!

–¡Pues díselo!

–Intento razonar con él, suplicarle.

–Veamos cómo lo haces… ¡Está esperando, Charlie! ¡Háblale!

–Pues le diría…

–¿Qué?

–Mira, Michel… has sido muy amable… tu regalo me halaga mucho. Pero lo siento… es demasiado para mí.

José estaba decepcionado.

–Has de hacerlo mucho mejor, Charlie -la reprendió con austeridad-. Él es árabe, aunque todavía no lo sepas, tal vez lo sospechas, le estás rechazando un regalo. Prueba otra vez.

–No es razonable por tu parte, Michel. La gente tiene fijaciones con las actrices… o con los actores… sucede a diario. No es motivo para perder la cabeza… sólo por una simple ilusión.

–Estupendo. Sigue.

Ahora le resultaba más fácil. Odiaba que él tratase de intimidarla, como detestaba que lo hiciese cualquier productor, pero no podía negar que estaba surtiendo efecto.

–En eso consiste el teatro, Michel. Todo es ilusión. El público viene a la sala esperando ser hechizado, y los actores suben al escenario confiando en hechizar al público. Lo hemos conseguido. Pero no puedo aceptar la pulsera. Es muy bonita. Demasiado, quizá. No puedo aceptar nada. Eres víctima de un fraude. Eso es todo. El teatro es un timo, Michel. ¿Sabes lo que eso significa? Que te han engañado.

–Yo sigo sin hablar.

–¡Pues haz que hable!

–¿Para qué? ¿Te has quedado ya sin convicción? ¿No te sientes responsable de mí? Un joven tan guapo, derrochando el dinero en orquídeas y joyas carísimas…

–¡Claro que sí! ¡Ya te lo he dicho!

–Entonces defiéndeme -insistió él, impacientándose-. Estoy chiflado por ti, sálvame.

–¡Eso intento!

–Esa pulsera me ha costado cientos de libras… hasta tú puedes verlo. Miles, por lo que tú sabes. Puede que la haya robado. Puede que haya matado por ti, que haya empeñado mi herencia. Sólo por ti. ¡Lo mío es pura chifladura! ¡Por caridad, Charlie! ¡Utiliza tus capacidades!

En su imaginación, Charlie se había sentado junto a Michel en la butaca contigua. Cruzadas las manos sobre su regazo, se inclinaba para razonar con él como una niñera, una madre, una amiga.

–Le digo que tendría una decepción si me conociera bien.

–Con qué palabras, por favor.

Ella respiró hondo y se lanzó:

–Escucha, Michel, yo soy una chica corriente. Llevo medias rotas, estoy en números rojos y ten por seguro que no soy ninguna Juana de Arco. No soy virgen ni soldado, y no me hablo con Dios desde que me echaron del colegio por (eso no lo pienso decir). Ésta soy yo, una guarra, una occidental inútil.

–Soberbio. Continúa.

–Tienes que comprenderlo, Michel. Verás, yo hago lo que puedo, ¿vale? Así que ten, te devuelvo esto, guárdate tu dinero y tus ilusiones. Ah, y gracias. Gracias, de verdad. Te lo agradezco. Cambio y fuera.

–Pero tú no
quieres
que se guarde sus ilusiones -objetó áridamente José-. ¿O sí?

–¡Pues que se meta sus puñeteras ilusiones donde le quepan!

–¿Y cómo termina la cosa?

–Termina y punto. Le dejo la pulsera en la butaca de al lado y me voy. Gracias, mundo, y hasta la vista. Si me doy prisa, podré coger el autobús y aún estaré a tiempo de comer chicle de pollo en el Astral.

José estaba desolado. Así lo expresaba su cara, y su mano izquierda abandonó el volante en un inusual aunque breve gesto de súplica.

–Pero, Charlie, ¿cómo puedes hacer una cosa así? ¿Es que no sabes que tal vez me estás forzando al suicidio?, ¿a vagar por las lluviosas calles de Nottingham toda la noche, yo solo, mientras tú descansas en tu elegante hotel junto a mis orquídeas y mi nota?

–¡Elegante, dices! ¡Si hasta las pulgas tienen moho!

–¿No sabes lo que es el sentido de la responsabilidad? ¿Precisamente tú, paladín de los oprimidos, por un chico al que has seducido con tu belleza, tu talento y tu furor revolucionario?

Charlie intentó contenerle pero él no le dio oportunidad.

–Tú eres bondadosa, Charlie. Otros podrían pensar que Michel es una especie de refinado don Juan. Pero tú no. Tú crees en la gente. Y es así como te muestras con Michel. Sin pensar en ti misma; estás realmente conmovida por él.

Una ruinosa aldea formaba un pico en la línea del horizonte que tenían delante a medida que subían. Ella vio las luces de una cantina junto al camino.

–De todos modos, tu respuesta ahora carece de importancia porque Michel decide finalmente hablar -prosiguió José, lanzando una rápida mirada calculadora a Charlie-. Con un suave y atractivo acento extranjero, mitad francés mitad otra cosa, se dirige a ti sin timidez ni inhibiciones. No le interesan, dice, los razonamientos, tú eres lo que siempre ha soñado, desea ser tu amante, preferiblemente esta misma noche, y te llama Juana aunque tú le dices que tu nombre es Charlie. Si sales con él a cenar y, después de la cena, continúas rechazándole, él considerará el recuperar la pulsera. No, le dices, ha de cogerla ahora mismo; tú ya estás enamorada y, además, no seas absurdo, ¿dónde vas a cenar en Nottingham a las diez y media un sábado por la noche que no para de llover…? ¿Le dirías esto?

–Es una mierda -admitió ella, negándose a mirarlo.

–Y lo de cenar… ¿le dirías que una cena es un sueño imposible?

–Tendría que ser en un chino o un
fish and chips.

–No obstante, le has hecho una peligrosa concesión.

–¿Ah, sí? -preguntó ella, picada.

–Acabas de hacer una objeción práctica. «No podemos cenar juntos porque no hay ningún restaurante.» Igual podías haber dicho que no podéis acostaros juntos porque no hay cama. Michel se da cuenta. Deja todas sus dudas a un lado. Conoce un sitio, lo ha arreglado todo. Ya podemos comer. ¿Qué te parece?

Apartándose de la carretera, José había parado el coche en el arcén de gravilla que había frente a la cantina. Aturdida por aquel premeditado salto del pasado inventado al presente real, perversamente exaltada por su hostigamiento y contenta, después de todo, de que Michel no la hubiera dejado, Charlie permaneció quieta en su asiento. José hizo otro tanto. Ella volvió la cabeza y sus ojos descubrieron, al resplandor de las lucecitas de fuera, la dirección de la mirada de él. Estaba contemplando sus manos enlazadas aún sobre el regazo, la derecha encima. Como ella pudo comprobar a la débil luz, tenía la cara rígida y sin expresión. Entonces él alargó la mano y la cogió de la muñeca derecha con veloz y quirúrgica confianza y, levantándola, dejó al descubierto la otra muñeca, en torno a la cual la pulsera de oro titiló en la oscuridad.

–Vaya, vaya, he de felicitarte -observó él, impasible-. ¡No perdéis el tiempo las inglesas!

Ella liberó la mano, enfadada.

–¿Qué pasa? -le espetó-. Estás celoso, ¿no?

Pero no tenía modo de herirle. Su cara era una página en blanco. ¿Quién eres?, se preguntó ella, impotente, mientras le seguía a la cantina. ¿Cuál de los dos? ¿Tú, él? ¿O nadie?

9

Pero por más que Charlie hubiera supuesto lo contrario, aquella noche ella no era el centro del universo de José; tampoco del de Kurtz; y desde luego, no del de Michel.

Mucho antes de que Charlie y su amante putativo se hubieran despedido por última vez de la casa de Atenas -mientras dormían aún, en la ficción, el uno en brazos del otro, después del frenesí-, Kurtz y Litvak iban primorosamente sentados en distintas filas de un avión de Lufthansa con destino Munich, con salvoconducto de distintos países: para Kurtz, Francia, y para Litvak, Canadá. Una vez en tierra, Kurtz se dirigió inmediatamente a la Ciudad Olímpica, donde los supuestos fotógrafos argentinos le esperaban ansiosos, y Litvak al hotel Bayerischer Hof, donde fue recibido por un experto en balística al que conocía únicamente por Jacob, un sujeto de aspecto ultramundano con una chaqueta de ante llena de manchas, que llevaba un fajo de mapas a gran escala dentro de una carpeta de plástico. Haciéndose pasar por agrimensor, Jacob había estado durante los tres últimos años tomando complicadas mediciones a lo largo de la
autobahn
Munich-Salzburgo. Su misión consistía en calcular el posible efecto, en diversas condiciones climáticas y de tráfico, de una potente carga explosiva hecha detonar junto a la carretera a primera hora de un día laborable. Mientras tomaban varias tazas de un excelente café, los dos hombres hablaron de las distintas hipótesis de Jacob, y luego, en un coche de alquiler, recorrieron despacio los ciento cuarenta kilómetros, estorbando a los coches más rápidos y deteniéndose en casi todos los puntos donde estaba permitido, y en varios que no.

Desde Salzburgo, Litvak siguió hasta Viena, donde le esperaba un nuevo equipo de escoltas con nuevos medios de transporte y caras nuevas también. Litvak les dio instrucciones en una sala de conferencias insonorizada de la embajada israelí y, tras haber atendido allí mismo otros asuntos, tales como leer los últimos boletines de Munich, se los llevó rumbo al sur en un deslucido convoy de excursionistas hasta la zona fronteriza con Yugoslavia, donde con la campechanía de unos turistas veraniegos hicieron un reconocimiento de aparcamientos urbanos, estaciones de ferrocarril y pintorescas plazas de mercado, para luego distribuirse entre varias humildes pensiones de la región de Villach. Extendida así su red, Litvak volvió apresuradamente a Munich a fin de presenciar los cruciales preparativos del cebo.

El interrogatorio de Yanuka estaba entrando en su cuarto día cuando llegó Kurtz para tomar las riendas, y desde entonces siguió su curso con enervante uniformidad.

–Disponéis de un máximo de seis días -había avisado Kurtz a sus dos interrogadores en Jerusalén-. Pasados seis días vuestros errores serán inalterables, y los suyos también.

Era aquél un cometido del agrado de Kurtz. Si hubiera podido estar en tres sitios a la vez en lugar de sólo en dos, se lo habría reservado para él, pero, al no ser ello posible, eligió como delegados suyos a aquellos dos corpulentos especialistas en línea blanda, famosos por su mudo e histriónico talento y por su común apariencia de lúgubre bonhomía. No eran parientes ni amantes, pero llevaban tanto tiempo trabajando juntos que sus amistosas facciones expresaban una sensación de duplicado, y cuando Kurtz los convocó a la casa de Disraeli Street, aquellas cuatro manos se apoyaron en el canto de la mesa como las patas de dos perros grandes. Al principio los había tratado con rudeza porque les tenía envidia y consideraba el haber delegado en ellos como un fracaso personal. Les había dado apenas unos indicios de la operación, para luego ordenarles que estudiaran el expediente de Yanuka y que no volvieran a ponerse en contacto con él hasta que se lo aprendieran de cabo a rabo. Al ver que volvían, demasiado rápido para su gusto, Kurtz los había interrogado a su vez severamente, lanzándoles preguntas sobre la infancia de Yanuka, sobre su manera de vivir y sus normas de conducta, cualquier cosa, con tal de fastidiarlos. De mala gana, pues, había convocado a su Comité Literario, compuesto por Miss Bach, el escritor. León, y el viejo Schwili, quienes durante aquellas semanas habían aunado sus respectivas excentricidades para convertirse en un equipo fenomenalmente conjuntado. En aquella ocasión el discurso de Kurtz fue un modelo en el arte de la imprecisión.

–Miss Bach es quien se encarga de la supervisión, ella lo controla todo -había empezado a modo de presentación para los nuevos muchachos. Treinta y cinco años después, su hebreo seguía siendo renombradamente espantoso-. Miss Bach monitoriza el material en bruto tal como le llega a ella. Es quien completa los boletines para su posterior transmisión, proporciona a León la pauta a seguir, verifica sus composiciones y se asegura de que encajen en el conjunto del plan general de la correspondencia. -Si los interrogadores ya sabían poco, ahora sabían menos aún. Pero mantenían la boca cerrada-. Una vez que Miss Bach da su aprobación a una composición, llama a consulta a los aquí presentes, León y el señor Schwili. -Hacía un centenar de años que nadie llamaba a Schwili «señor»-. En esta conferencia se acuerda el tipo de papel, las tintas, las plumas, el estado físico y emocional del suscrito según los términos de la ficción: ¿está animado o deprimido? ¿Está o no enfadado? Proyectados todos los párrafos, el equipo considera la ficción en conjunto bajo todos sus aspectos. -Poco a poco, pese a la determinación de su nuevo jefe de insinuar la información antes que difundirla, los interrogadores empezaban a vislumbrar las líneas maestras del plan del que habían entrado a formar parte-. Es posible que Miss Bach tenga registrada alguna muestra de caligrafía original (una carta, una postal o un diario) que pueda servir de modelo. Y es posible que no. -Frente a ellos, el brazo derecho de Kurtz había remarcado a hachazos cada una de esas posibilidades-. Una vez completados estos procedimientos, y sólo entonces, Mr. Schwili procede a falsificar. Con primor. Mr. Schwili no es un mero falsificador, sino todo un
artista
-añadió a modo de aviso, y mejor que no lo olvidaran-. Concluida su obra, Mr. Schwili se la entrega directamente a Miss Bach para ulteriores verificaciones, toma de huellas dactilares, rotulado y almacenamiento. ¿Alguna pregunta?

Con una mansa sonrisa conjunta, los interrogadores le aseguraron que no tenían nada que preguntar.

–Empezad por el final -les ladró Kurtz cuando salían del despacho-. Si hay tiempo, ya volveréis al principio más adelante.

Habían tenido lugar otras reuniones sobre el intrincado tema de cómo convencer a Yanuka de que se aviniera a sus planes en un plazo tan corto. Una vez más, los dilectos psicólogos de Misha Gavron fueron convocados, escuchados perentoriamente y echados a patadas. Mejor suerte corrió una disertación sobre drogas desintegradoras y alucinatorias, y hubo una busca y captura de otros interrogadores que las hubieran empleado con éxito. Así pues, a los planes a largo plazo vino a sumarse una atmósfera de improvisación de última hora que tanto Kurtz como los demás apreciaban muchísimo. Convenidas sus órdenes, Kurtz despachó a los interrogadores, mandándolos a Munich con tiempo de sobra para preparar sus efectos de luz y sonido y ensayar con los guardianes el papel que debían representar. Se presentaron con su aspecto de dúo, un pesado equipaje revestido de metal abollado y unos trajes al estilo Louis Armstrong. Un par de días después llegó el comité de Schwili, cuyos miembros se alojaron discretamente en el apartamento inferior, anunciándose como profesionales de la filatelia venidos a Munich para la gran subasta de la ciudad. Los vecinos no hallaron defecto alguno en la historia. Son judíos, se dijeron unos a otros, pero ¿a quién le importa hoy en día? Hacía tiempo que los judíos estaban normalizados. Y por supuesto serían comerciantes, ¿qué, si no? Por toda compañía, aparte del sistema portátil de almacenamiento de memoria de Miss Bach, traían grabadoras, auriculares, cajas de comida enlatada y un muchacho llamado Samuel
el Pianista
encargado del pequeño teletipo que estaba conectado con el aparato de control de Kurtz. Samuel llevaba encima un gran revólver Colt en un bolsillo especial de su chaleco enguatado, y cuando procedía a transmitir se oía chocar el arma contra la mesa, pero nunca se desprendía de ella. Samuel era de la misma serena casta que David, el de la casa de Atenas; por comportamiento, podría haber sido su hermano gemelo.

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