La chica del tambor (33 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

Escucharon con impávida compasión su relato de las atrocidades sionistas y sus recuerdos de sus días como guardameta del equipo de fútbol ganador del campeonato en Sidón. «Háblanos de tu mejor partido -le instaron-. De tu mejor parada. De esa copa que ganaste, de quién había cuando el gran Abu Ammar en persona te la puso en la mano.» Vacilante y tímidamente, Yanuka les complació. En el piso de abajo sacaban humo los magnetófonos. Y Miss Bach iba entrando una perla tras otra de información en su máquina, parándose únicamente para pasarle boletines internos a Samuel, el pianista, para que los transmitiera a Jerusalén y a su contrafigura en Atenas, David. Mientras tanto, León estaba en su cielo particular. Medio cerrados los ojos, procedía a sumergirse en el idiosincrático inglés de Yanuka: en su impetuoso e impulsivo estilo; sus arrebatos de fioritura literaria; su cadencia y su léxico; sus inesperados cambios de tema, que solían darse a media frase. Al otro lado del pasillo, Schwili escribía, murmuraba para sí y cloqueaba. Pero a veces, como León podía notar, se atascaba y se sumía en la desesperación. Segundos después. León podía verle recorriendo con andares pesados su habitación, calculando paso a paso sus dimensiones e identificándose, como veterano presidiario que era, con el desdichado muchacho del piso de arriba.

Para hablar de la agenda, fabricaron un engaño diferente pero mucho más arriesgado. Aplazaron la cuestión hasta el tercer día real, para cuando ya le habían hecho cantar casi todo valiéndose puramente de la conversación. Incluso entonces, insistieron en tener el visto bueno de Kurtz para seguir adelante, tan aprensivos se sentían ante la posibilidad de romper la cáscara de su confianza en ellos en un momento en que no disponían de tiempo para utilizar otros métodos. Los observadores la habían encontrado al día siguiente del secuestro de Yanuka. Tres de ellos habían irrumpido en su piso vestidos con monos y unas chapas que les identificaban como miembros de una empresa de limpieza. Una llave de la casa y una carta casi auténtica con instrucciones del casero de Yanuka les dieron toda la autoridad que necesitaban. De su furgoneta sacaron aspiradoras, fregonas y una escalera de mano. Luego cerraron la puerta, corrieron las cortinas y durante ocho horas arrasaron el piso como langostas hambrientas hasta que les pareció que no quedaba nada por registrar o por fotografiar o por devolver a su sitio antes de dejarlo todo cubierto de polvo con un espolvoreador.

Y entre sus hallazgos, metida detrás de un estante para libros en un lugar a mano del teléfono, estaba la agenda de bolsillo forrada en piel marrón, regalo de Middle East Airlines, que Yanuka habría obtenido de un modo u otro. Ellos sabían que llevaba una agenda; cuando le apresaron no pudieron encontrarla entre sus efectos personales. Y ahora, para júbilo general, la encontraron. Había anotaciones en inglés, en árabe y en francés. Algunas eran indescifrables en cualquier idioma, otras estaban redactadas en una clave no muy secreta. En su mayoría, se referían a futuras citas, pero unas pocas habían sido añadidas retrospectivamente: «Vi a J, telefoneó P.» Por añadidura, descubrieron otra de las bicocas que buscaban: un grueso sobre de papel manila con todo un fajo de recibos, que comprendían hasta el día en que Yanuka había tenido que compilar sus cuentas operacionales. Siguiendo órdenes, el equipo se incautó también del sobre.

Pero ¿cómo interpretar las importantísimas anotaciones de la agenda? ¿Cómo descifrarlas sin la ayuda de Yanuka?

¿Cómo obtener, por tanto, la ayuda de Yanuka?

Se pensó en incrementarle la dosis de droga, pero la idea no prosperó. Temían que Yanuka se trastornase del todo. Recurrir a la violencia era como arrojar por la ventana el crédito que tanto les había costado conseguir. Por otro lado, como profesionales, la sola idea les parecía deplorable. Optaron pues por confiar en lo que ya habían probado: el miedo, la dependencia y lo inminente del tan temido interrogatorio israelí. De modo que primero le llevaron una carta de Fatmeh, una de las mejores y más breves escritas por León. «He sabido que la hora está muy próxima. Te ruego, te suplico, que seas valiente.» Encendieron la luz para que la leyera, luego la apagaron y permanecieron fuera más tiempo del acostumbrado. En la más profunda oscuridad le proporcionaron un fondo de gritos ahogados, portazos de celdas distantes y el ruido de un cuerpo encadenado al ser arrastrado por un corredor de piedra. Habían puesto una cinta de música fúnebre palestina interpretada por una banda militar y él tal vez creyó que estaba muerto. Lo cierto era que estaba muy quieto. Enviaron los guardianes, que le desvistieron, le encadenaron las manos a la espalda y le pusieron grilletes en los tobillos. Y le dejaron otra vez solo. Como si fuera para siempre. Le oyeron susurrar «oh, no» una y otra vez.

Vistieron a Samuel el pianista con una bata blanca, le dieron un estetoscopio, y le hicieron auscultar los latidos del corazón de Yanuka. Todo ello a oscuras, aunque quizá la bata blanca le resultaba visible a Yanuka mientras revoloteaba a su alrededor. De nuevo le dejaron solo. Mediante rayos infrarrojos pudieron observar cómo sudaba y se estremecía y en un momento dado tuvieron la impresión de que estaba dispuesto a quitarse la vida dándose de golpes contra la pared, lo cual, encadenado como estaba, era prácticamente el único movimiento que podía efectuar. Pero la pared estaba muy bien acolchada, y aunque Yanuka se hubiese dado de cabezazos un año seguido, no habría sacado ningún provecho. Le pusieron más gritos y luego silencio absoluto. Dispararon un pistoletazo en la oscuridad. Tan súbito y claro fue el ruido, que Yanuka dio una sacudida. Y entonces empezó a gritar, pero quedamente, como si no tuviese fuerzas.

En ese momento pasaron a la acción.

Primero entraron resueltamente los guardianes en su celda y le pusieron de pie, cogiéndole cada uno de un brazo. Se habían vestido con ropa muy ligera, como si se prepararan para una actividad extenuante. Cuando consiguieron arrastrar su tembloroso cuerpo hasta la puerta de la celda, aparecieron sus dos salvadores suizos impidiéndoles el paso; sus caras bondadosas eran la viva imagen del desvelo y la indignación. Entonces se desencadenó entre guardianes y suizos una acalorada discusión largamente aplazada. Se libró en hebreo y, por tanto, Yanuka sólo pudo comprenderla en parte, pero tenía visos de ser una última petición. Los suizos dijeron que el interrogatorio no había sido aprobado aún por el gobernador; la ordenanza número 6, párrafo 9 de la Convención establecía que no podía aplicarse métodos coactivos sin autorización del gobernador y la presencia de un médico. Pero a los guardianes les importaba una higa la Convención de Ginebra, y así lo expresaron. Estaban hasta las mismísimas narices de la Convención y así lo manifestaron. Hubo un conato de refriega que sólo el autodominio suizo logró impedir. Acordaron ir a ver cuanto antes al gobernador para que éste adoptara rápidamente una decisión. Así que se fueron los cuatro a la vez, dejando de nuevo a Yanuka a oscuras, y pronto le vieron acurrucándose junto a la pared para rezar, aunque en ese momento no tenía forma de saber dónde quedaba el este.

Poco después se presentaron otra vez los suizos, sin los guardianes pero con la cara muy seria y portando la agenda de Yanuka como si, por pequeña que ésta fuera, pudiese cambiar completamente la situación. Traían también los dos pasaportes de reserva, uno francés y otro chipriota, hallados bajo el entarimado del piso de Yanuka, y el pasaporte chipriota con que viajaba en el momento de su secuestro.

Y entonces le explicaron su problema, a conciencia, pero con un tono siniestro que en ellos era una novedad: no amenazándole, sino advirtiendo. A petición de los israelíes, las autoridades federales habían registrado el apartamento de Yanuka en el centro de Munich. Habían encontrado esta agenda, los pasaportes y otras numerosas pistas sobre sus movimientos en los últimos meses, que se disponían a investigar «enérgicamente». En sus quejas ante el gobernador, los suizos habían hecho hincapié en que semejante proyecto no era ni legal ni necesario. Así pues, sugirieron que la Cruz Roja confrontara al preso con estos documentos y obtuviera de él las explicaciones pertinentes. Que fuera la Cruz Roja la que, con buenas palabras, le invitara, más que forzara, como un primer paso para preparar una declaración (escrita de su propia mano, si así lo deseaba el gobernador) sobre su paradero durante los últimos seis meses, con fechas, lugares, personas que había conocido, que le habían hospedado, y documentos que había empleado para sus viajes. Si su honor militar le exigía mostrar reserva, que fuera entonces el preso quien así lo señalara en los lugares oportunos. En caso contrario… bueno, al menos ganaría tiempo mientras ellos seguían con sus negociaciones.

En este punto, se arriesgaron a ofrecer a Yanuka -o a Salim, como le llamaban ahora- un consejo de cosecha propia. Ante todo, procura ser exacto, le suplicaron mientras le ponían una mesita plegable, le daban una manta y le desataban las manos. No digas nada cuyo secreto quieras guardar, pero asegúrate bien de que lo que dices es verdad. Piensa que nuestra reputación está en juego. Piensa en los que vendrán detrás de ti. Por el modo de decir esto último, parecía claro que Yanuka estaba a punto de convertirse en mártir. El motivo no parecía importar ahora; lo único que él sabía en ese momento era que estaba aterrorizado.

La representación era poco consistente, ellos lo sabían desde un principio. Hubo incluso un momento, bastante largo, en que temieron haberle perdido. Ocurrió al desechar Yanuka, aparentemente, los velos del engaño y mirar francamente a sus opresores. Pero su relación no se había basado, ni antes ni ahora, en la claridad. Cuando Yanuka aceptó el bolígrafo que le ofrecían, ellos leyeron en sus ojos cómo les suplicaba inequívocamente que le siguieran engañando.

Fue al día siguiente de esta representación -hacia la hora del almuerzo en el horario normal, no el de ficción- cuando Kurtz llegó directamente de Atenas al objeto de inspeccionar la obra de Schwili y dar su aprobación personal a la agenda, los pasaportes y los recibos que, con ciertos ingeniosos retoques, iban a ser devueltos adonde legalmente debían estar.

Al propio Kurtz le correspondió la tarea de volver al principio. Pero antes, cómodamente instalado en el piso inferior, hizo venir a todos excepto a los guardianes para que le informaran, a su manera y su ritmo, de los progresos hechos hasta entonces. Luciendo unos guantes blancos de algodón y sin que se le notara demasiado que había pasado toda la noche interrogando a Charlie, Kurtz examinó sus hallazgos, escuchó las cintas de los momentos cruciales y contempló admirado el dietario de los últimos meses de Yanuka, impreso en letras verdes en el monitor del ordenador personal de Miss Bach: fechas, número de vuelos, horas de llegada, hoteles. Y volvió a mirar mientras la pantalla quedaba en blanco y Miss Bach introducía la historia inventada: «Escribe Charlie desde el City Hotel de Zurich; carta echada al correo en el aeropuerto De Gaulle, 18:20… se reúne con Charlie en el Excelsior de Heathrow… telefonea a Charlie desde la estación en Munich…» Y con cada anotación, los resguardos: recibos y anotaciones de la agenda referidas a cada entrevista; lagunas y ambigüedades introducidas a fin de que en la reconstrucción nada fuera en ningún momento demasiado claro ni demasiado fácil.

Una vez terminado su trabajo -era ya por la tarde-, Kurtz se quitó los guantes, se puso el uniforme del ejército israelí con la insignia de coronel y unos mugrientos galones de campaña sobre el bolsillo izquierdo, y procuró adoptar en general el aspecto del típico militar retirado convertido en oficial de prisiones. Luego se dirigió al piso de arriba y se acercó a la mirilla de observación, desde donde estuvo un buen rato contemplando atentamente a Yanuka. Después mandó a Oded y a su compañero al piso de abajo con orden de que nada ni nadie perturbara su entrevista con Yanuka. Hablando en árabe con voz insulsa y burocrática, Kurtz empezó por formularle algunas preguntas simples, cosillas sin importancia: de dónde procedía cierto detonador, cierto explosivo o coche, o el sitio exacto, por ejemplo, donde se habían visto Yanuka y la chica antes de que ésta colocara la bomba de Bad Godesberg. Los pormenorizados conocimientos que Kurtz exponía despreocupadamente aterrorizaron a Yanuka, cuya reacción fue ponerse a gritar y pedir a Kurtz que se callara por razones de seguridad. A Kurtz le dejó atónito la sugerencia.

–¿Y por qué he de callarme? -objetó, con esa vidriosa estulticia que acomete a la gente que lleva demasiado tiempo en prisión, ya sea como guardián o como recluso-. Si tu hermanito no se ha callado, ¿qué secretos me quedan a mí por guardar?

Hizo esta pregunta no a modo de revelación, sino como el producto lógico de algo ya sabido. Mientras Yanuka le seguía mirando con fiereza, Kurtz dijo unas cuantas cosas más sobre él que sólo su hermano mayor podía haber sabido. En esto no había nada de magia. Tras semanas enteras de escudriñar la vida cotidiana reflejada en la agenda, de intervenir sus llamadas y su correspondencia -para no hablar del dossier que había en Jerusalén sobre sus actividades de los dos últimos años-, no era de extrañar que tanto Kurtz como todo su equipo estuvieran familiarizados con tales minucias como las direcciones seguras adonde sus cartas debían ser remitidas, el ingenioso sistema de «ida sin vuelta» por el cual le llegaban las instrucciones y el punto en que Yanuka, como les sucedía a ellos, quedaba aislado de la estructura de mando. Lo que diferenciaba a Kurtz de sus predecesores era la evidente indiferencia con que se refería a estas cuestiones, y su indiferencia también ante las reacciones de Yanuka.

–¿Dónde está mi hermano? -exclamó Yanuka-. ¿Qué le han hecho? ¡Mi hermano jamás hablaría! ¿Cómo lo han capturado?

El trato se cerró en cuestión de segundos. Abajo, congregados en torno al altavoz, se vieron todos como invadidos por un temor reverencial al oír cómo Kurtz, apenas tres horas después de su llegada, derrumbaba las últimas defensas de Yanuka. En mi calidad de gobernador de la prisión, explicó, mis funciones son puramente administrativas. Su hermano se encuentra abajo, en una celda de la enfermería y está un poco cansado. Naturalmente, esperamos que se recupere pero pasarán meses antes de que pueda volver a andar. Cuando haya usted contestado a las siguientes preguntas, firmará una orden autorizándole a compartir su celda y a ocuparse de su recuperación. Si usted se niega, permanecerá donde ahora. Y luego, para evitar cualquier sospecha de que todo aquello era un subterfugio, Kurtz le mostró a Yanuka la foto Polaroid en color debidamente trucada, en la que aparecía el rostro apenas identificable del hermano asomando de una sanguinolenta manta carcelaria mientras dos guardianes se lo llevaban tras el interrogatorio.

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