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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

La chica del tambor (65 page)

–Mi padre le pide disculpas por las escasas comodidades de su alojamiento. Es norma en este campo que los edificios no sean permanentes, para que no nos olvidemos de cuál es nuestro verdadero hogar. Si se produce un ataque aéreo, no espere a que suenen las sirenas, limítese a seguir a los que corren. Cuando termine el ataque, cuide de no tocar nada de lo que haya en el suelo; bolígrafos, botellas, aparatos de radio… nada.

La chica se llamaba Salma, según explicó con su triste sonrisa, y su padre era el jefe.

Charlie entró en la diminuta cabaña, que estaba limpia como una sala de hospital. Había un lavabo, un retrete y en la parte de atrás un patio del tamaño de un pañuelo de bolsillo.

–¿Cuál es tu misión aquí, Salma?

La pregunta pareció dejarla perpleja; el mero hecho de estar allí era ya bastante.

–¿Y dónde estudiaste inglés? -dijo Charlie.

–En América -contestó Salma, aclarando que era licenciada en bioquímica por la Universidad de Minnesota.

Vivir durante un cierto tiempo entre las verdaderas víctimas de este mundo da lugar a una terrible aunque pastoril sensación de paz. En el campo, Charlie pudo experimentar al fin esa compasión que la vida le había negado hasta el presente. Al esperar, se unió a las filas de quienes llevaban esperando toda su vida. Al compartir su cautiverio, tuvo la ilusión de haberse liberado del suyo propio. Al querer a aquella gente, imaginaba estar recibiendo de ellos el perdón por los muchos embustes que la habían llevado hasta allí. Ningún centinela la vigilaba, y en su primera mañana de asueto, no bien hubo despertado, puso manos a la obra para sondear con cautela los límites de su libertad. Al parecer, carecía de ellos. Anduvo por las zonas de deporte y contempló a los adolescentes que se esforzaban denodadamente por adquirir la condición física del hombre adulto. Vio la enfermería, las escuelas y los diminutos comercios que vendían de todo, desde naranjas hasta frascos tamaño familiar de champú Head amp; Shoulders. En la enfermería, una sueca entrada en años le habló satisfecha de la voluntad de Dios.

–Los pobres judíos no pueden descansar en paz mientras nos tengan sobre su conciencia -le explicó soñadoramente-. Dios les ha tratado con extrema dureza. ¿Por qué no les habrá enseñado a amar?

A mediodía, Salma le trajo un pastel de queso bastante insípido y una taza de té, y tras almorzar en su cabaña subieron juntas a un monte cruzando un naranjal. El paraje era muy parecido al lugar donde Michel le había enseñado a disparar la pistola de su hermano. Una cordillera de tonos pardos se extendía hacia el oeste y el sur.

–Los montes que hay al este son de Siria -dijo Salma, señalando hacia el valle-, pero éstos -añadió, moviendo el brazo hacia el sur y dejándolo caer en un gesto de repentino desánimo- son nuestros, y es por ahí por donde vendrán los sionistas a matarnos.

Al bajar de la cumbre, Charlie divisó camiones militares aparcados bajo unas redes de camuflaje, y luego, en un bosquecillo de cedros, el deslustrado fulgor de unos cañones apuntando al sur. Salma le dijo que su padre era de Haifa, que quedaba a más de sesenta kilómetros de allí. Su madre había muerto ametrallada por un caza israelí cuando salía de su refugio. Salma tenía un hermano en Kuwait a quien le iba muy bien como banquero. No, dijo con una sonrisa en respuesta a la obvia pregunta; los hombres la encontraban demasiado alta y demasiado inteligente.

Por la noche Salam llevó a Charlie a un concierto infantil. Después fueron a una escuela y ayudaron a otra veintena de mujeres a pegar llamativos remiendos en las camisas de los niños para la gran manifestación, empleando para ello una máquina parecida a un gran molde de hacer
wafles
que fallaba a cada momento. Algunos eslóganes escritos en árabe prometían la victoria total, y otros eran fotografías de Yasir Arafat, a quien los niños llamaban Abu Ammar. Charlie se quedó allí casi toda la noche y acabó siendo la preferida. El resultado fue dos mil camisas, todas las tallas, hechas a tiempo gracias a la camarada Leila.

Pronto su cabaña estuvo llena de niños de la noche a la mañana; algunos iban para hablar en inglés con ella, otros para enseñarle a bailar al son de las canciones; y otros, en fin, para cogerle de la mano y pasear por la calle con ella por el prestigio de estar en su compañía. En cuanto a sus madres, le llevaban tantas galletas y tantos pasteles de queso que habría podido quedarse a vivir allí para siempre, cosa que de hecho le apetecía hacer.

¿Quién es ella?, se preguntaba Charlie, concentrando su imaginación en otro de los relatos inacabados de su vida al ver a Salma entre aquella gente con su eterna y privada tristeza. La explicación surgió por sí sola pero sólo paulatinamente. Salma había viajado bastante. Sabía lo que los occidentales decían de Palestina y había visto con más claridad que su padre hasta qué punto quedaban lejos los pardos montes de su tierra natal.

La gran manifestación tuvo lugar tres días después, empezando a media mañana en el campo de deportes y avanzando lentamente a medida que aumentaba el calor por el perímetro del campo, a través de calles atestadas y engalanadas con estandartes bordados a mano que habrían sido el orgullo de cualquier institución femenina inglesa. Charlie estaba junto a la puerta de su choza con una chiquilla demasiado pequeña para desfilar, y el ataque aéreo empezó un par de minutos después que la maqueta de Jerusalén pasara delante suyo transportada a hombros por media docena de críos. Primero venía Jerusalén, representada -como explicó Salma- por la mezquita de Ornar en papel dorado y conchas marinas. Luego venían los hijos de los mártires, cada uno con su rama de olivo y su camiseta adornada con el fruto de una noche de trabajo. Y después, como continuación de la fiesta, le llegó el turno al alegre toque de retreta con fuego de cañón desde la falda de la colina. Pero nadie gritó ni se movió de allí. De momento. Salma, que estaba de pie a su lado, ni siquiera alzó la cabeza.

Hasta entonces, Charlie no había pensado en ningún ataque aéreo. Se había fijado en un par de aviones que volaban muy alto y estuvo admirando sus blancos penachos mientras describían círculos en el cielo azul. Pero, ignorante de aquel pueblo, no se le ocurrió que los palestinos pudieran tener aviones ni que las fuerzas aéreas israelíes pudieran poner objeciones a una fervorosa reclamación de territorio hecha a escasa distancia de su frontera. Estaba más pendiente de las chicas uniformadas que bailaban unas con otras sobre plataformas tiradas por tractores, blandiendo sus metralletas a un lado y a otro al ritmo de las palmadas del público; pendiente también de los jóvenes combatientes con sus tiras de
kaffiyeh
rojo anudadas a la frente al estilo apache, subidos con sus metralletas en la trasera de los camiones, y del inquebrantable ulular de tantísimas voces de un extremo a otro del campo: ¿es que nunca se quedaban roncos?

Y en aquel preciso instante, sus ojos se detuvieron en un pequeño episodio que estaba sucediendo directamente delante de ella y Salma: un niño era castigado por un guardia. Éste se había despojado de su cinturón y pegaba al niño con la hebilla en plena cara. Por un momento, mientras pensaba si debían intervenir o no, Charlie tuvo la ilusión, entre el confuso alboroto que la rodeaba, de que era el cinturón lo que producía aquellos estallidos.

Luego le llegó el zumbido de los aviones virando con dificultad y un fragor mayor aún de disparos que venían de tierra, aunque a buen seguro poco podían hacer contra algo que volaba tan alto y a tanta velocidad. La primera bomba produjo casi el anticlímax del espectáculo: el que lo oiga es porque aún está vivo. Vio el resplandor a unos cuatrocientos metros en dirección a la ladera, y luego un negruzco hongo de humo que acompañó a la onda expansiva y el ruido. Se volvió para gritarle algo a Salma, como si estuviera en medio de una tempestad, aunque en ese momento todo estaba sorprendentemente en silencio; pero el rostro de Salma estaba como petrificado por el odio mientras miraba fijamente el cielo.

–Cuando quieren hacer daño, lo hacen -dijo Salma-. Hoy sólo están jugando. Será que nos traes suerte.

El significado de semejante observación fue excesivo para Charlie, y lo rechazó al instante.

La segunda bomba pareció caer mucho más lejos, o tal vez fue que ya no le impresionó tanto: podía caer donde quisiera salvo en aquellas callejuelas atestadas de columnas de niños esperando como diminutos centinelas a que la lava bajase montaña abajo. La banda empezó a tocar mucho más fuerte que antes, y la procesión se reanudó con más fasto todavía. La banda estaba interpretando una marcha y la multitud seguía el ritmo batiendo palmas. Charlie dejó a la niña en el suelo y, libres ya las manos, aplaudió también. Le dolían las manos y los hombros, pero siguió haciendo palmas. La procesión se apartó para dejar paso a un jeep que, a toda velocidad y con las luces parpadeando, precedía a las ambulancias y a un coche de bomberos que levantaron una polvareda amarilla cual humo de una batalla. La brisa dispersó la humareda y la banda siguió tocando para que desfilara el sindicato de pescadores, representado por una sobria furgoneta amarilla engalanada con fotos de Arafat y un gigantesco pez de papel, pintado de rojo, blanco y negro, en el techo. Detrás, y encabezada por una banda de gaitas, apareció otra riada de niños con escopetas de madera cantando la letra de la marcha. El cántico llenó todo el campo pues todo el mundo participaba, y Charlie, con letra o sin ella, se puso a cantar con viva emoción.

Los aviones desaparecieron. Palestina había cosechado otro triunfo.

–Mañana te llevan a otro sitio -le dijo aquella tarde Salma mientras andaban por la ladera.

–Yo no me voy de aquí -dijo Charlie.

Los aviones volvieron dos horas después, poco antes de oscurecer, cuando ya estaba en su choza. La sirena sonó demasiado tarde, y ella aún no había llegado al refugio cuando dos aparatos que parecían salidos de una exhibición aérea hicieron una primera pasada, ensordeciendo a la multitud con sus potentes motores: ¿es que nunca van a remontar el picado? Pero lo hicieron, y la onda expansiva de la primera bomba la lanzó contra una puerta metálica, aunque el ruido no fue tan fuerte como el terremoto que lo acompañó ni como los histéricos gritos que llenaron el acre humo negro del otro lado del campo de deporte. El batacazo que se dio contra la puerta alertó a las que estaban dentro, que abrieron, la hicieron entrar en la oscuridad y la obligaron a sentarse en un banco de madera. Al principio estaba sorda como una tapia, pero poco a poco empezó a oír el gimoteo de unos niños aterrorizados y las voces, más sosegadas pero emocionadas, de sus madres. Alguien encendió una lámpara de petróleo y la colgó de un gancho del techo, y Charlie creyó en medio de su aturdimiento que estaba metida en un grabado de Hoggarth colgado del revés. Pero entonces vio que Salma estaba a su lado y recordó que no se había separado de ella desde el momento en que la alarma empezó a sonar. Siguieron otros dos aviones -o tal vez los dos primeros haciendo otra pasada-, la lámpara osciló en su gancho y su visión recuperó el enfoque justo cuando una ristra de bombas se aproximaba en un meticuloso crescendo. Las dos primeras parecieron impactarle en todo el cuerpo… no, otra vez no, por favor… La tercera fue la más fuerte y la mató allí mismo, pero la cuarta y la quinta la convencieron de que seguía sana y salva.

–¡América! -gritó de pronto una mujer, presa de la histeria y el dolor, mirando a Charlie-. ¡América, América, América! -Intentaba que las demás mujeres se sumaran a su acusación, pero Salma le dijo suavemente que se callara.

Charlie esperó una hora, aunque probablemente no fueron más de dos minutos, y al ver que nada sucedía miró a Salma sugiriéndole que era hora de marcharse de allí, porque había llegado a la conclusión de que era peor estar en el refugio que fuera. Salma meneó la cabeza.

–Están esperando a que salgamos -le explicó serenamente, pensando quizá en su madre-. No podemos salir hasta que anochezca.

Cayó la noche y Charlie pudo regresar sola a su cabaña. Encendió una vela y lo último que vio en toda la estancia fue el ramito de brezo blanco que había en el vaso del cepillo de dientes, encima del lavabo. Estudió el cuadrito cursi que había pintado la niña palestina y luego pasó al patio, en cuyo tendedero seguía colgada su ropa limpia («Bravo, ya está seca»). Como no tenía manera de plancharla, abrió un cajón de su diminuta cómoda y metió allí la ropa doblada procurando esmerarse al máximo como habría hecho cualquier campesina. Lo ha dejado ahí uno de mis muchachos, se dijo contenta al ser su mirada atraída nuevamente por el ramito de brezo; ese tan alegre que yo llamo Aladino, el del diente de oro. Es un regalo de Salma en mi última noche. Qué detalle de su parte. Y de él también.

«Somos como una aventura amorosa -le había dicho Salma al partir-. Tú te irás, y cuando ya no estés nos convertiremos en un sueño.»

Hijos de puta, pensó Charlie. Cabrones asesinos, sionistas hijos de puta. Si yo no hubiera estado aquí, los habría mandado al otro mundo a bombazos.

«La única lealtad consiste en estar aquí», había dicho Salma.

22

Charlie no era la única que veía pasar las horas y desplegarse su vida ante sus ojos. Desde el mismo momento en que ella había cruzado las líneas, Litvak, Kurtz y Becker -de hecho, su antigua familia- se habían visto de un modo u otro obligados a reprimir su impaciencia y adaptarse al ajeno e inconexo
tiempo
de sus adversarios. «Nada hay tan duro en la guerra -gustaba de decir Kurtz a sus subordinados, y sin duda también a sí mismo-, como la heroica proeza de contenerse.»

Kurtz jamás se había contenido tanto en toda su carrera. El mero hecho de haber retirado a su harapiento ejército de las sombras inglesas parecía más -o así lo pensaban sus soldados de a pie- una derrota que una de las victorias conseguidas hasta ahora pero apenas festejadas. Pocas horas después de la partida de Charlie, la casa de Hampstead fue devuelta a la diáspora; la furgoneta con la radio, desmantelada; su equipo electrónico, enviado a Tel Aviv por valija diplomática, caído en cierto modo en desgracia. La propia furgoneta, desprovista de su matrícula falsa y borrados los números del motor, se convirtió en otro más de los vehículos calcinados que se alineaban en las cunetas entre los páramos de Bodmin y la civilización. Pero Kurtz no se rezagó para supervisar estos obsequios sino que regresó precipitadamente a Jerusalén, se encadenó de mala gana al escritorio que tanto odiaba y se convirtió en ese mismo coordinador cuyas funciones había escarnecido hablando con Alexis. Jerusalén disfrutaba del balsámico hechizo de un sol invernal, y mientras Kurtz iba de un edificio de oficinas secretas a otro, esquivando críticas e implorando recursos, las doradas losas de la ciudad amurallada se reflejaban en el espejo de un rielante cielo azul. Por una vez, la vista le había procurado a Kurtz escaso consuelo. Su máquina de guerra, diría él después, se había convertido en un coche cuyos caballos tiraban cada cual por su lado. En su campo, pese a todas las trabas que le ponía Gavron, no tenía otro jefe que él mismo; en Israel, donde cualquier político de segunda y cualquier soldado de tercera se consideraban poco menos que genios, Kurtz tenía más críticas que Elías y más enemigos que los samaritanos. Su primera batalla por la continuidad de Charlie, y quién sabe si también por la suya, la libró en una especie de escena obligada que empezó no bien hubo puesto un pie en el despacho de Gavron.

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