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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

La chica del tambor (66 page)

El Tahúr
se había levantado y le esperaba con los brazos en alto, listo para reprenderlo y con sus negras greñas más alborotadas que nunca.

–¿Qué tal te ha ido, bien? -graznó-. Habrás disfrutado de la gastronomía, porque veo que has engordado un poco…

A partir de ahí se pusieron a pelear como el perro y el gato; sus voces resonaban por todas partes mientras se chillaban y aporreaban la mesa con los puños como un matrimonio en plena pelea catártica. ¿Qué había sido de las promesas de Kurtz?, quiso saber
el Tahúr.
¿No había hablado de no sé qué ajuste de cuentas? ¿Qué era eso que decían de Alexis, cuando le había dejado muy claro a Marty que no debía hacer tratos con aquel hombre?

–¿Te extraña que pierda la fe en ti, después de tanto embuste y tanto dinero gastado, después de tantas órdenes desobedecidas y tan pocos resultados?

Como castigo, Gavron le obligó a asistir a una reunión del comité directivo, que a esas alturas sólo podía hablar del expediente definitivo. Kurtz hubo de cabildear con ganas incluso para obtener una pequeña modificación de sus planes.

–¿Pero qué te traes entre manos, Marty? -le preguntaban sus amigos en los pasillos, apremiándole en voz baja-. Danos al menos una pista para que sepamos por qué te estamos ayudando.

Su hermetismo les resultaba insultante, y él se quedaba con la sensación de ser un mezquino moderador.

Pero había otros frentes en los que combatir. Para seguir los avances de Charlie en territorio enemigo, se vio obligado a ir al departamento especializado en el mantenimiento de mensajeros rurales y en la escucha de teléfonos por todo el litoral del nordeste. Su director, un sefardí nacido en Aleppo, detestaba a todo el mundo pero muy especialmente a Kurtz. ¡Una pista como ésa podía llevarle a cualquier parte!, protestó el sefardí. ¿Y qué decir de sus operaciones? En cuanto a suministrar apoyo a tres de los vigías de Litvak simplemente para darle a la chica cierta sensación de hogar en su nuevo entorno, semejante imposición le parecía al sefardí fuera de lugar. Kurtz hubo de sudar gotas de sangre, y hacer toda suerte de concesiones bajo mano para conseguir el nivel de colaboración requerido. De estos y otros tratos similares, Gavron se mantuvo cruelmente al margen, optando por permitir que las fuerzas en liza encontraran su propia solución. Pero a los suyos les decía en secreto que Kurtz lograría salir adelante con fe; un poco de freno y el añadido de un poco de látigo no podían hacerle daño, aseguraba Misha Gavron.

Reacio a salir de Jerusalén mientras continuaran aquellas intrigas, Kurtz envió a Litvak a Europa como emisario suyo encargado de fortalecer y reconstruir el equipo de vigilancia, así como de prepararse por todos los medios a su alcance para lo que todos confiaban sería la última fase de la operación. La despreocupación de los días de Munich, cuando con sólo dos muchachos turnándose en un mismo día era suficiente, había terminado definitivamente. Mantener una vigilancia de veinticuatro horas sobre el celestial terceto Mesterbein, Helga y Rossino significaba reclutar pelotones enteros de colaboradores que hablasen alemán, aunque muchos estuvieran oxidados por la inactividad. La suspicacia de Litvak hacia todo judío no israelí no hizo sino aumentar sus dolores de cabeza; pero Litvak no pensaba ceder; eran demasiado blandos para la acción, argüía, y su lealtad estaba demasiado dividida. Por orden de Kurtz, Litvak voló a Frankfurt para reunirse en secreto con Alexis en el aeropuerto; la finalidad era en parte recabar su ayuda para la operación de vigilancia, y en parte, como dijo Kurtz, «poner a prueba su temple, cosa notablemente incierta». Llegado el momento, el nuevo encuentro entre los dos hombres fue un desastre, porque Litvak y Alexis se detestaban mutuamente. O peor aún, la opinión de Litvak confirmó la primera predicción de los psiquiatras de Gavron: a Alexis no se le podía confiar ni el periódico de ayer.

–La decisión está tomada -le dijo Alexis a Litvak cuando ni siquiera se habían sentado, en un monólogo medio susurrado, medio incoherente y totalmente fiero, que terminaría en un falsete-. Jamás me retracto de una decisión; se me conoce por ello. Tan pronto termine esta entrevista me presentaré al ministro y le daré cuenta de cuanto aquí se ha hablado. No existe otra alternativa para un hombre íntegro. -Alexis, como se vio enseguida, no sólo había experimentado un radical cambio de actitud sino también un cambio de chaqueta política-. No es que tenga nada contra los judíos, naturalmente. Como alemán, uno tiene su mala conciencia… Pero debido a recientes experiencias… cierto incidente con una bomba… ha habido que tomar medidas excepcionales… bajo amenaza de soborno… y uno empieza a comprender ciertas razones históricas que han llevado a la persecución de los judíos. Usted perdone.

Litvak, encerrado en una expresión furiosa, no le perdonó ni una letra.

–Su amigo Schulmann, por lo demás un hombre muy capaz y persuasivo, carece de toda moderación. Ha llevado a cabo actos de violencia incalificables en suelo alemán; ha mostrado un grado de exceso que durante demasiado tiempo se nos ha atribuido a nosotros los alemanes.

Litvak tuvo suficiente con aquello. Con el semblante pálido y enfermizo, había apartado la vista tal vez para ocultar el fuego de su mirada:

–¿Por qué no le llama y se lo dice usted mismo? -le sugirió a Alexis.

Y éste lo hizo: desde la oficina telefónica del aeropuerto, marcando el número especial que Kurtz le había dado. Entretanto, Litvak esperaba de pie a su lado, escuchando por un supletorio.

–Muy bien. Paul, pues hágalo -le aconsejó Kurtz de corazón cuando Alexis hubo terminado. Y luego, su voz cambió-: Y mientras habla con el ministro, Paul, asegúrese de decirle lo de su cuenta en un banco suizo; de lo contrario, será tal mi asombro ante tan magnífico ejemplo de candor por su parte, que me veré obligado a ir personalmente a contárselo.

Tras lo cual Kurtz ordenó a la centralita que no le pasaran más llamadas de Alexis durante las próximas cuarenta y ocho horas. Pero Kurtz no era de los que guardaban rencor. Al menos, no a los agentes suyos. Transcurrido el período de enfriamiento, Kurtz se asignó un día libre e hizo su propio peregrinaje a Frankfurt, encontrando al doctor muy recuperado. La referencia a su cuenta en un banco suizo, aunque Alexis la había considerado «antideportiva», le había bajado los humos. Pero el factor decisivo de su recuperación fue el haber visto sus propias facciones en las páginas centrales de uno de los periódicos más vendidos en Alemania, que le calificaba de resuelto, denodado y siempre con un as en la manga, convenciendo a Alexis de que era tal y como lo pintaban. Kurtz le dejó encandilarse con esa ficción y, como premio, se llevó consigo para enseñársela a sus ocupadísimos analistas una tentadora pista que Alexis, por pura inquina, había estado guardándose: la fotocopia de una postal dirigida a Astrid Berger bajo uno de sus muchos alias.

Escritura que no resultaba familiar, matasellos de París, distrito séptimo e interceptada por el servicio de correos alemán, siguiendo órdenes de Colonia.

El texto, en inglés, decía así:

«El pobre tío Frei va a ser operado el mes que viene tal como estaba previsto. Claro que como contrapartida podrás utilizar la casa de V. Nos veremos allí. Besos, K.»

Tres días después, las mismas pesquisas dieron como fruto una segunda postal escrita por la misma mano y enviada a otra de las direcciones seguras de la Berger, esta vez con matasellos de Estocolmo. Alexis, que una vez más colaboraba al ciento por ciento, se la hizo llegar a Kurtz por correo especial. El texto era muy breve: «Apendectomía de Frei en la habitación 251, a las 18 horas del día 24.» Y firmaba «M», cosa que según los analistas indicaba que faltaba una comunicación entre ambas postales; o, al menos, ése había sido el sistema por el que Michel recibía sus órdenes de vez en cuando. La postal «L», pese a los esfuerzos de todos, no pudo ser hallada. Pero en cambio, dos de las chicas de Litvak interceptaron una carta escrita por la propia presa, en este caso la Berger, ni más ni menos que a Anton Mesterbein, a una dirección de Ginebra. Fue un golpe realmente fino. Berger, que visitaba Hamburgo en ese momento, dormía en una comuna de lujo en Blankenese con uno de sus muchos amantes. Al seguirla un día al centro de la ciudad, las chicas vieron que echaba una carta al buzón disimuladamente. Tan pronto ella se hubo ido, las chicas echaron inmediatamente un gran sobre amarillo, listo para esa contingencia. La más guapa de las dos se quedó montando guardia. Cuando el cartero vino a vaciar el buzón, la chica le soltó una conmovedora historia de amor y cólera, y le hizo promesas tan explícitas que el hombre sonrió tontamente mientras ella recuperaba la carta del montón a fin de no estropear su vida para siempre. Sólo que la carta no era suya sino de Astrid Berger, y estaba convenientemente cobijada bajo el sobre amarillo. Tras abrirla al vapor y fotografiar su contenido, volvieron a echarla al mismo buzón a tiempo para la siguiente recogida.

El premio fueron ocho páginas de garabatos expresando una efusiva pasión de colegiala. Debía de estar colocada cuando la escribió, aunque quizá no fuese más que el producto de su propia adrenalina. Era una carta sincera que, en primer lugar, elogiaba la potencia sexual de Mesterbein. Luego se enfrascaba en violentas digresiones ideológicas relacionando arbitrariamente el presupuesto de defensa de Alemania Federal con El Salvador y las elecciones en España con un reciente escándalo en Sudáfrica. Bramaba contra los bombardeos sionistas en el Líbano y mencionaba la «solución final» que los israelíes querían para los palestinos. Se deleitaba en la vida, pero veía cosas malas en todas partes; y presumiendo que el correo de Mesterbein podía estar siendo leído por las autoridades germanas, se refería virtuosamente a la necesidad de mantenerse «en todo momento dentro de los límites legales». Pero había una posdata de una sola línea, escrita rápidamente como si de una ocurrencia final se tratase, subrayada y adornada con signos de admiración. Era una baladronada, un juego de palabras privado, pero como pasa con las palabras de despedida, podía contener el verdadero propósito de todo el discurso previo. Y estaba en francés:
Attention! On va épater les ’Bourgeois!

Los analistas, al verlo, se quedaron helados. ¿A qué venía la B mayúscula? ¿Para qué el subrayado? ¿Tan inculta era Helga que aplicaba los usos de su alemán materno a los sustantivos franceses? Era una idea absurda. ¿Y a qué venía el apostrofe tan cuidadosamente añadido a la izquierda de la palabra clave? Mientras los analistas y los especialistas en mensajes secretos sudaban para descifrarlo, mientras los ordenadores se estremecían y crujían y sollozaban permutaciones imposibles, fue la sencilla Rachel quien, con su franqueza de inglesa del norte, consiguió dar con la pista para la conclusión más obvia. Rachel hacía crucigramas en su tiempo libre y soñaba con ganar un coche. Lo del «tío Frei» era la primera mitad, dijo como si tal cosa, y lo de «Bourgeois» la otra. Los «freibourgueses» eran los habitantes de Fr(e)iburgo, y era en su ciudad donde iba a tener lugar una «operación» a las seis de la tarde del día 24. ¿Habitación 251? «Habrá que investigarlo, me parece a mí», les dijo a los boquiabiertos expertos en mensajes cifrados, quienes convinieron en que, efectivamente, habría que investigar.

Y desconectaron los ordenadores, pero el escepticismo duró aún un par de días. Aquella suposición era absurda y demasiado fácil: francamente pueril.

Con todo, y como ya sabían, Helga y la gente como ella evitaban casi por principio todo método sistemático de comunicación. Los camaradas debían hablar entre sí de corazón revolucionario a corazón revolucionario, utilizando alusiones retorcidas que la policía no pudiera captar.

Y entonces se dijeron: por probar que no quede.

Había media docena de Friburgos, como mínimo, pero el primero en que pensaron fue en el Friburgo de la Suiza natal de Mesterbein, donde se hablaba francés y alemán a partes iguales y donde la burguesía local, incluso entre los propios suizos, es famosa por su impasibilidad. Sin más demoras, Kurtz envió a un par de sigilosos investigadores con órdenes de indagar cualquier posible blanco de los ataques antijudíos, haciendo hincapié en las empresas que tuvieran contratos con el Ministerio de Defensa israelí, así como comprobar -hasta donde fuera posible sin ayuda oficial- todas las habitaciones 251 en hospitales, hoteles u oficinas; y por último los nombres de todos los pacientes pendientes de una apendectomía el día 24 de ese mes o de cualquier otro tipo de operación a las seis de la tarde.

Kurtz obtuvo una lista puesta al día de judíos importantes con residencia conocida en la ciudad, además de los lugares de culto y reunión a los que acudían. ¿Existía un hospital judío, o, en caso contrario, algún hospital que satisfaciera las necesidades de los judíos ortodoxos? Etcétera, etcétera.

Pero Kurtz, como los demás, estaba actuando en contra de sus convicciones. Tales blancos carecían por completo del efecto dramático que distinguían a los blancos precedentes; con eso no iban a
épater
a nadie, y nadie entendía cuál era el objetivo real.

Hasta que una tarde, en medio de la confusión, y casi como si sus energías aplicadas en un solo punto hubieran obligado a que la verdad saliese por el otro extremo, el feroz Rossino tomó un avión en Viena rumbo a Basilea y alquiló una moto acto seguido para dirigirse hacia la frontera con Alemania y conducir después durante cuarenta minutos hasta la antigua capital catedralicia de Freiburg-im-Breisgau, antaño capital del estado de Badén. Una vez allí, y tras disfrutar de un opíparo almuerzo, se personó en el
Rektorat
de la universidad y preguntó educadamente por un seminario sobre temas humanistas que, con plazas limitadas, iba a impartirse para el público en general y, más encubiertamente, por la situación del aula 251 en el plano de la universidad.

Fue como un rayo de luz en mitad de la niebla: Rachel tenía razón; Kurtz tenía razón; Dios era justo, y Misha Gavron también. Las fuerzas en liza habían encontrado la solución por sí solas.

El único que no compartió el alborozo general fue Gadi Becker.

¿Dónde estaba Becker?

Había veces en que los demás parecían saber la respuesta mejor que él mismo. Un día deambulaba por la casa de Disraeli Street, en Jerusalén, fijando su inquieta mirada en las máquinas decodificadoras que, en contadas ocasiones (muy pocas para su gusto), informaban de los contactos con su agente Charlie. Aquella misma noche -o, mejor dicho, en la madrugada del día siguiente- se encontraba pulsando el timbre de la casa de los Kurtz, despertando a Elli y los perros y exigiendo garantías de que no se perpetrara acción alguna contra Tayeh ni contra nadie hasta que Charlie estuviera fuera de peligro, pues, dijo, había oído rumores. «Misha Gavron no es precisamente famoso por su paciencia», añadió secamente.

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