La chica del tambor (60 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

–Es Khalil -dijo ella.

–Exacto: Khalil -dijo Marty-. Khalil es quien dirige todos sus movimientos en Europa. Es el hombre que queremos.

–Es muy peligroso -dijo José-, Allí donde Michel era torpe, él es todo lo contrario.

Kurtz, tal vez para mostrarse como mejor estratega que José, se apropió de la frase:

–Khalil no tiene nadie en quien confiar, ninguna amiga fija. Jamás duerme dos veces seguidas en la misma cama. Él mismo se ha marginado de la gente y ha reducido sus necesidades básicas hasta el punto de que prácticamente es autosuficiente; un agente de los más listos -concluyó, dedicándole una indulgente sonrisa. Pero al encender otro cigarrillo, Charlie se dio cuenta por el temblor de la cerilla que estaba realmente enfadado.

¿Cómo era que ella no vacilaba?

Una extraordinaria calma se había adueñado de Charlie, una lucidez de sentimientos que superaba todo lo que había conocido hasta ahora. José no se había acostado con ella para alejarla sino para retenerla. Sufría en carne propia los miedos y dudas que ella debería haber sentido. Pero aun así Charlie sabía que en ese microcosmos secreto que le habían inventado, volverse atrás era volverse atrás irreversiblemente, que un amor que no progresaba nunca podría renovarse, que acabaría en el pozo de la mediocridad absoluta en que habían terminado todos sus antiguos amores desde que conocía a José. El hecho de que él quisiera impedir que continuara en la operación no la arredró, al contrario, le dio fuerzas para decidirse. Ellos dos eran compañeros, además de amantes. Tenían un destino común, un futuro común, como los esposos.

Le preguntó a Kurtz cómo reconocería la presa. ¿Se parecía a Michel? Marty se echó a reír, meneando la cabeza.

–¡Ay, querida mía, Khalil nunca ha querido posar para nuestros fotógrafos!

Y luego, mientras José desviaba la vista para quedarse mirando la ventana manchada de hollín, Kurtz se levantó y de un viejo maletín negro que había junto su butaca extrajo lo que parecía un recambio de bolígrafo gigante, con un par de finos alambres rojos saliendo de un extremo como los bigotes de una langosta.

–Esto, querida, es lo que llamamos un detonador -explicó al tiempo que daba unos golpecitos al recambio con su dedo regordete-. En esta punta se encuentra el bitoque y es al bitoque donde van conectados estos cables. De cable, necesita poco. El resto, el cable de sobra, se deja de esta manera. -Y, sacando del maletín unos alicates, cortó ambos extremos por separado, dejando unos cuarenta y cinco centímetros conectados. Después, con un gesto hábil y preciso, retorció el cable sobrante dándole forma de pelele, con cinturón y todo. Acto seguido se lo entregó a Charlie-. Este muñeco es lo que llamamos su rúbrica. Todo el mundo estampa su firma, tarde o temprano. La suya es este muñeco.

Kurtz volvió a cogerlo.

José le proporcionó unas señas adonde dirigirse. La mujer de marrón la acompañó hasta la puerta. Al salir a la calle vio que había un taxi esperándola. Amanecía, y los gorriones empezaban a cantar.

20

Empezó más temprano de lo que Helga le había dicho, en parte porque era persona propensa a inquietarse, y en parte porque se había investido de una tosca capa de deliberado escepticismo con respecto al plan. ¿Y si el teléfono está estropeado?, le había dicho; esto es Inglaterra, Helga, no la perfecta Alemania; ¿y si están comunicando cuando llames? Pero Helga había desechado esa clase de razonamientos: Tú haz exactamente lo que se te ordena, lo demás déjamelo a mí. De modo que partió de Gloucester Road, tal como le habían dicho, y se sentó en el piso de arriba; pero en vez de coger el autobús de las siete y media, tomó el de las siete y veinte. En la parada de metro de Tottenham Court Road estuvo de suerte; un tren llegaba en el momento en que estaba bajando al andén, como resultado de lo cual tuvo que ir desde el Embankment hasta su último transbordo sentada como la fea a quien nadie saca a bailar. Era un domingo por la mañana, y aparte de unos pocos insomnes y de algunos feligreses camino de la iglesia, era la única persona despierta en todo Londres. Cuando llegó a la City, le dio la impresión de que había sido totalmente desalojada, y no tuvo más que buscar la calle para dar con la cabina de teléfono a unos cien pasos más allá, en el sitio exacto donde Helga le había explicado, guiñándole el ojo como un faro. Estaba vacía.

«Primero camina hasta el final de la calle, da la vuelta y retrocede otra vez», le había dicho Helga, de modo que hizo una primera pasada y confirmó que el teléfono no parecía demasiado estropeado (aunque para entonces pensaba que era un sitio de lo más obvio para estar esperando una llamada de unos terroristas internacionales). Dio la vuelta a la esquina y luego volvió sobre sus pasos, pero su irritación fue mayúscula al ver que un hombre se metía en la cabina y cerraba la puerta. Consultó su reloj: aún quedaban doce minutos, así que, no excesivamente preocupada, se apostó a unos metros de allí y esperó. El hombre llevaba una gorra con borla como de pescador y una cazadora de cuero con cuello de pieles, demasiado abrigo para un día de bochorno. Estaba de espaldas a ella y hablaba sin parar en italiano. Por eso necesita el forro de piel, pensó Charlie; a su sangre latina no le agrada demasiado nuestro clima. Charlie iba vestida igual que cuando se ligó a Matthew, el chico de la fiesta de Al: unos téjanos viejos y la chaqueta tibetana. Se había peinado pero sin cepillarse el pelo; la tensión la hacía sentir como perturbada, y confiaba en dar esa impresión.

Quedaban siete minutos aún, y el hombre de la cabina se había lanzado a uno de aquellos apasionados monólogos italianos que igual podía haber tenido como tenía un amor no correspondido que el estado de la bolsa milanesa. Nerviosa, Charlie se lamía los labios mirando a ambos lados de la calle, pero todo estaba en calma: ni siniestros turismos negros ni hombres escondidos en portales; y ningún Mercedes rojo. El único vehículo a la vista era una furgoneta muy tronada, con la carrocería ondulada y la puerta del conductor abierta, que estaba justo enfrente de ella. Pese a todo, empezaba a sentirse desnuda. Una sorprendente variedad de relojes seglares y religiosos anunciaron las ocho de la mañana. Helga había dicho a y cinco. El hombre había dejado de hablar, pero Charlie oyó el tintineo de las monedas cuando se hurgó los bolsillos en busca de más; y entonces oyó unos golpecito: el de la cabina intentaba llamar su atención. Se volvió y vio que le tendía una moneda de cincuenta peniques con cara de súplica.

–¿No podría dejarme pasar un momento? -dijo ella-, Tengo mucha prisa.

Pero el hombre no hablaba inglés.

Mierda, pensó; Helga va a tener que marcar otra vez. Yo ya se lo había advertido. Se descolgó el bolso del hombro, lo abrió y rebuscó en aquel sumidero monedas de diez y de cinco hasta sumar cincuenta peniques. Santo Dios, si hasta me sudan los dedos. Tendió el puño cerrado hacia el italiano, con los húmedos dedos hacia abajo a fin de soltarle la calderilla en su agradecida palma de latino, y vio que el hombre la apuntaba con una pistola pequeña oculta entre los pliegues de su cazadora exactamente al punto donde la caja torácica se unía con el estómago, una verdadera muestra de prestidigitación como no había visto nunca. No era un arma de grandes dimensiones, aunque le constaba que cuando alguien te apunta, el arma siempre parece más grande. Más o menos como la de Michel. Pero Michel ya le había explicado que toda arma debía ser un equilibrio entre ocultación, maniobrabilidad y eficacia. El hombre sostenía aún el auricular en la otra mano y ella se figuró que había alguien escuchando al otro extremo de la línea, porque aunque ahora le hablaba a ella, seguía con el oído pegado al auricular.

–Y ahora, Charlie -le explicó en buen inglés-, vas a caminar a mi lado hasta el coche. Ponte a mi derecha y ve andando despacio, un poco más adelante y con las manos atrás donde yo pueda verlas. Juntas y a la espalda, ¿entendido? Si tratas de escapar o de hacerle alguna señal a alguien, te pego un tiro, aquí, ¿lo ves? Si gritas, te mato. Tanto si viene la policía como si alguien dispara, o sospecho alguna cosa, te mato.

Le señaló el punto exacto en su propio cuerpo para que lo comprendiera. Añadió algo por el teléfono en italiano y colgó. Después salió de la cabina y esbozó una sonrisa de desconfianza justo en el momento en que su cara estaba más próxima a la de Charlie. Cara de auténtico italiano, sin duda, igual que la voz, rica y musical. Ella se imaginó aquella voz resonando en antiguas plazas de mercado, charlando con las mujeres que miraban desde los balcones.

–Vamos -dijo el italiano. Seguía con una mano metida en el bolsillo de la cazadora-. No muy deprisa ¿de acuerdo? Camina normal y sin hacer tonterías.

Poco antes, Charlie había sentido intensas ganas de orinar, pero se le quitaron al ponerse en movimiento y notó en cambio un calambre en la nuca y un zumbido en el oído derecho como si la rondase un mosquito nocturno.

–Cuando subas, apoya las manos sobre el salpicadero -le ordenó el hombre mientras andaban-. La chica de atrás también va armada y es muy rápida matando gente. Mucho más que yo.

Charlie abrió la portezuela, se sentó y apoyó la punta de los dedos, como una buena chica en la mesa, en el salpicadero.

–Relájate, Charlie -dijo alegremente Helga desde el asiento trasero-. Baja los hombros, querida, ¡que pareces una vieja! -Charlie dejó los hombros donde estaban-. Y ahora sonríe. ¡Viva! Sigue sonriendo. Hoy todo el mundo está contento. Y al que no lo está, se le pega un tiro.

–Pues empieza por mí -dijo Charlie.

El italiano subió al asiento del conductor, encendió la radio y sintonizó un programa religioso.

–Apaga eso -le ordenó Helga. Estaba apoyada contra la puerta de atrás con las rodillas levantadas, sosteniendo el arma con ambas manos, y no parecía de las que yerran a una lata de aceite a quince pasos. Encogiéndose de hombros, el italiano apagó la radio y volvió a dirigirse a Charlie.

–Muy bien, ahora ponte el cinturón, junta las manos sobre la falda -dijo-. Espera, lo haré yo por ti. -Le cogió el bolso, se lo lanzó a Helga, le ciño el cinturón de seguridad, rozándole ávidamente los pechos. Era guapo como un actor de cine: un Garibaldi maleducado en plan héroe de la película. Con toda la calma del mundo, el actor sacó unas gafas de sol del bolsillo y se las puso a Charlie. Al principio creyó que se había quedado ciega de pánico, porque no podía ver nada. Pero luego pensó: Son de las que se ajustan solas; sólo tengo que esperar a que se aclare la visión. Y después se dio cuenta de que la intención era que no viese nada.

–Si te las quitas, ten por seguro que te pega un tiro en la nuca -le advirtió el italiano poniendo el coche en marcha.

–Desde luego que sí -dijo Helga, jovial.

Partieron dando botes por un tramo de adoquines y luego surcaron aguas más tranquilas. Ella esperaba oír otros coches, pero únicamente le llegaba el ruido del motor avanzando por las calles desiertas. Trató de descubrir qué camino habían seguido, pero se perdió enseguida. Y luego, sin previo aviso, pararon. No tuvo la sensación de que el vehículo aminorara la marcha, ni de que hubieran hecho maniobra para aparcar. Llevaba contados trescientos latidos de su pulso y dos paradas previas, que atribuyó a sendos semáforos. Había memorizado trivialidades como la alfombra de goma que tenía bajo los pies y el diablo rojo con un tridente que colgaba del llavín del coche. El italiano la estaba ayudando a salir del coche; le colocaron un bastón en la mano, que ella supuso blanco. Con ayuda de sus amigos, estaba venciendo ahora los seis pasos y cuatro peldaños de subida hasta la casa de alguien. El ascensor producía un gorjeo que parecía una reproducción exacta del silbato de agua que le había tocado soplar en la orquesta del colegio para hacer de pájaro en la «Sinfonía de los juguetes». «Su actuación será magnífica», le había advertido José. «De aprendices no tienen nada. Son de los que actúan en el West End no bien acaban la escuela de arte dramático.» Se hallaba sentada en una especie de silla de montar sin respaldo. Le habían hecho juntar las manos sobre el regazo. Se habían quedado con su bolso, y les oyó volcar el contenido sobre una mesa de vidrio con el subsiguiente tintineo de las llaves y la calderilla… y el golpe sordo de las cartas de Michel, que aquella misma mañana había cogido por orden de Helga. En el aire había un olor a loción corporal, más dulzón y adormecedor que el de Michel. La moqueta del suelo era de nylon grueso y de color rojizo, como las orquídeas de Michel; supuso que las cortinas estarían corridas y serían gruesas, porque la luz que se colaba por los extremos de sus gafas era de un amarillo eléctrico, sin asomo de luz diurna. Llevaba en la habitación varios minutos y nadie decía nada.

–Exijo ver al camarada Mesterbein -prorrumpió de repente Charlie-. Exijo toda la protección de la ley.

–¡Pero Charlie! -estalló Helga, riendo como una posesa-. ¡Qué extravagante eres! ¿No te parece maravillosa? -dirigiéndose presumiblemente al italiano, pues Charlie no tenía conciencia de que hubiera nadie más. Aun así, no hubo respuesta a su pregunta, ni Helga parecía esperarla. Charlie lanzó otra sonda.

–Las pistolas te sientan muy bien, Helga, lo reconozco. De ahora en adelante, no te imaginaré de otro modo que con una pistola en la mano.

Esta vez Charlie advirtió claramente una nota de nervioso orgullo en la risa de Helga; estaba exhibiendo a Charlie delante de otra persona, alguien a quien respetaba mucho más que al italiano. Al oír pasos forzó al máximo la vista y distinguió sobre la moqueta rojiza, la bruñida puntera negra de un zapato carísimo de hombre. Oyó una respiración y el sonido de succión de una lengua apoyada contra los dientes superiores. El pie desapareció y se produjo una turbulencia del aire cuando el cuerpo muy perfumado del hombre pasó por su lado. Charlie se apartó instintivamente pero Helga le ordenó que se estuviera quieta. Oyó que encendían una cerilla y percibió un olor a cigarro puro como los que fumaba su padre por Navidad. Helga le advirtió una vez más que se estuviera quieta -«absolutamente quieta, o serás castigada sin vacilación»-, pero las amenazas de Helga no entorpecían los intentos de Charlie por definir a su invisible visitante. Se veía a sí misma como un murciélago, mandando señales y escuchando cómo rebotaban hacia ella. Se acordó de cuando jugaba a la gallina ciega en los guateques infantiles de Todos los Santos. Oler aquí, palpar allá, adivinar quién te estaba besando aquellos labios de trece años.

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