La Ciudad de la Alegría (32 page)

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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

—¿Qué tal, Paul, gran hermano? ¿Todo va bien hoy?

«La pregunta, procedente de aquel desecho humano que se arrastraba a ras de fango, me parecía tan incongruente que vacilaba antes de contestar. Yo tenía por costumbre agacharme hasta él y apretar entre mis manos el muñón de su brazo derecho. La primera vez, aquel gesto le sorprendió tanto que miró a los que le rodeaban con una expresión de triunfo. Como si quisiese decir: “Ya veis, soy un hombre como vosotros. El gran hermano me da la mano”.»

Paul Lambert sabía que Anonar, que había llegado a una fase avanzada de su enfermedad, sufría un verdadero suplicio. No era posible hacer nada más por él, porque todos sus nervios estaban ya afectados. Cuando los dolores se hacían insoportables, se hacía llevar hasta el 19 Fakir Bhagan Lane, donde el sacerdote le ponía una inyección de morfina. En el hospital de Howrah había podido procurarse unas ampollas que reservaba para los casos desesperados. Al día siguiente de una de estas inyecciones, Lambert encontró a Anonar, que se paseaba sobre su tabla con ruedas. Contrariamente a su costumbre, tenía el aire preocupado.

—¿Algo marcha mal? —preguntó inquieto el francés.

—Oh, no, Paul, gran hermano, me encuentro muy bien. El que está malo es mi vecino Said. Tendrías que ir a verle. Tiene tantos dolores que no puede comer ni dormir.

Aquel lisiado que se arrastraba por el fango no pedía nada para él. Se preocupaba por su vecino. Encarnaba el proverbio indio: «Qué importa la desgracia si somos desgraciados juntos». Paul Lambert prometió ir a verle aquella misma tarde.

¡Un viaje hacia el horror! Lo que descubrió el sacerdote no era una leprosería, sino una especie de osario. ¿Eran seres humanos aquellos esqueletos de carne descompuesta cuyos ojos cerrados estaban ya recubiertos de pequeñas setas blancas? ¿Aquellos cadáveres que respiraban y cuya piel agrietada dejaba supurar un líquido amarillento? Y el espectáculo no era casi nada comparado con el olor. «Nunca había olido nada semejante. Una mezcla de podredumbre, de alcohol y de incienso. Había que tener la Esperanza anclada en el fondo del corazón para resistir». En cuclillas en medio de los detritos y de las deyecciones, había niños jugando a canicas entre gritos risueños. A Lambert no le costó ningún esfuerzo identificar a Said, el amigo de Anonar. Era un hombre que apenas había cumplido cuarenta años. Ya no tenía ni manos ni pies. La lepra también había roído su nariz y devorado sus ojos. Anonar les presentó. Said volvió hacia el sacerdote su rostro ciego. Lambert creyó ver en él una sonrisa.

—Paul, gran hermano, me encuentro muy bien —le tranquilizó—. No tenías que molestarte por mí.

—No es verdad —rectificó Anonar, agitando su pelambrera—, sufres mucho.

Lambert le cogió el brazo y examinó su muñón. La llaga era verdosa. Las lombrices hormigueaban en torno al hueso desnudo. También Said estaba más allá de cualquier terapéutica. Lambert llenó una jeringuilla de morfina y buscó una vena bajo la piel dura y agrietada. No podía hacer nada más. A su lado había una mujer tendida en un jergón, con un bebé junto a ella. El niño era una criatura preciosa, que agitaba ya sus manos regordetas. Una alergia a los medicamentos había recubierto la cara de la madre de pústulas e hinchazones. Estas reacciones eran frecuentes, y tan traumatizantes que numerosos leprosos se negaban a tomar el menor remedio. El cuerpo de la desventurada se disimulaba bajo una tela que le llegaba hasta la barbilla. Lambert se inclinó sobre ella y tomó al niño en sus brazos. Le sorprendió la fuerza con la que su manita le apretó el dedo.

—Será un chicarrón —prometió a la madre.

La leprosa desvió la mirada. Lambert creyó que la había ofendido. Se acercó a ella y le entregó el bebé.

—Toma. Es tuyo y no tiene que separarse de ti.

Transcurrió un minuto interminable. La madre no hacía ningún movimiento para coger a su hijo. Lloraba. Por fin, apartó la sábana y tendió los brazos. No tenía dedos. Lambert depositó delicadamente el niño junto a su cuerpo. Luego, juntando las manos a la manera india, la saludó y salió sin decir nada, impresionado. Fuera le esperaba una multitud de lisiados, ciegos, mancos y hombres sin piernas. Todos habían acudido para tener un
darshan
con aquel «Father» que se atrevía a penetrar en su cubil. «Sonreían», dirá Paul Lambert. «Y sus sonrisas no eran ni forzadas ni implorantes. Tenían sonrisas de hombre, miradas de hombre, una dignidad de hombre. Algunos se golpearon las manos atrofiadas para aplaudirme. Otros se empujaban, riñendo para acercarse a mí, para escoltarme, para tocarme».

Anonar llevó al visitante hasta un corralillo donde cuatro leprosos jugaban a cartas, sentados en cuclillas sobre una estera. Su llegada interrumpió la partida, pero él les rogó que siguieran jugando. Para él fue la oportunidad de asistir a un número de juego de manos digno de los circos más famosos. Los naipes volaban entre las palmas, antes de caer sobre el suelo en un ballet de figuras puntuado por exclamaciones y risas. En un corralillo vecino, unos mendigos músicos le daban una serenata de flauta y de tamboriles. A medida que atravesaba el barrio, la gente salía de sus chabolas. Su visita se iba convirtiendo en una fiesta. «Ante la puerta de un tugurio, un abuelo casi ciego empujó hacia mí al niño de tres años que acababa de adoptar. El anciano estaba mendigando ante la estación de Howrah, cuando una mañana aquella criatura raquítica se refugió a su lado como un perro perdido sin collar. Él, que no comía todos los días, que no iba a curarse jamás, se hizo cargo del niño». Un poco más lejos le deslumbró el espectáculo de una muchacha que daba un masaje con sus dedos aún intactos al cuerpo gordezuelo de su hermanito tendido sobre sus muslos. Anonar le precedía, sobre su tabla de ruedas, empujándose con un redoblado ardor, hasta tal punto estaba orgulloso de guiar a su «hermano mayor».

—Paul, gran hermano, ven a sentarte aquí —ordenó por fin, señalándole una estera hecha de sacos de yute cosidos entre sí y que una mujer acababa de desplegar en uno de los patios.

Varios leprosos se precipitaron para instalarse junto a él. Entonces comprendió que se le invitaba a comer.

«Yo creía haberlo aceptado todo de la miseria, y ahora sentía una repugnancia invencible ante la idea de sentarme a la mesa de mis hermanos más maltrechos», confesará. «¡Qué fracaso! ¡Qué falta de amor! ¡Cuánto camino me queda aún por recorrer!». Disimuló su repugnancia lo mejor que pudo, y muy pronto el calor de la hospitalidad acabó por disiparla. Unas mujeres trajeron platos metálicos llenos de arroz humeante y de
curries
de hortalizas, y empezó la comida. Lambert trataba de olvidar las manos sin dedos luchando con las bolitas de arroz y los trozos de calabaza. Sus anfitriones parecían rebosantes de felicidad, locos de gratitud. Nunca un extranjero había ido a compartir su comida. «A pesar de mis náuseas, yo quería demostrarles mi amistad, hacerles ver que no les tenía miedo. Y si no les tenía miedo era porque les amaba. Y si les amaba era porque el Dios con el que yo vivía y para el que vivía, les amaba también. Aquellos hombres necesitaban más amor que los demás. Eran parias entre los parias».

La generosidad de su alma no impedía, sin embargo, que Lambert se indignará al ver que unos hombres hubieran podido dejarse reducir a un estado semejante de decadencia física. Él sabía bien que la lepra era una enfermedad mortal. A condición de que se cuide a tiempo, es fácilmente curable y no deja ninguna secuela. Ese mismo día, ante el terrible espectáculo de tantas mutilaciones, tomó una decisión. Fundaría una leprosería en la Ciudad de la Alegría. Una verdadera leprosería, con especialistas capaces de curar.

Al día siguiente, Paul Lambert subía al autobús que cruzaba el Hooghly. Iba al sur de Calcuta a exponer su proyecto a la única persona de la ciudad que podía ayudarle a realizarlo.

38

C
OMO una flor que buscase el sol, la cúpula en forma de pilón de azúcar del templo de Kali asomaba por encima del laberinto de las callejas, de las casas burguesas, de las casuchas, de las tiendas y de los albergues de peregrinos. Aquel centro del hinduismo militante, construido cerca de un antiguo brazo del Ganges en cuyas orillas se quemaba a los muertos, era el santuario más frecuentado de Calcuta. De día y de noche, en el interior y en torno a aquellos muros grises, se agitaba una muchedumbre de fieles. Familias ricas, con los brazos cargados de ofrendas de frutas y de vituallas envueltas en papel dorado; penitentes vestidos de algodón blanco conduciendo cabras al sacrificio;
yoguis
de túnicas azafranadas, con los cabellos levantados y anudados en la parte superior de la cabeza, con el signo de su secta pintado en bermellón sobre la frente; trovadores cantando cánticos quejumbrosos como suspiros; músicos, mendigos, mercaderes, turistas, la heterogénea multitud se mezcla en un ambiente de verbena.

Es también uno de los lugares más congestionados de esta ciudad superpoblada. Cientos de tiendas rodean el templo con un cinturón de tenderetes multicolores. Se vende de todo, fruta, flores, polvos, alhajas de pacotilla, perfumes, objetos de piedad, utensilios de cobre dorado, juguetes e incluso pescado fresco y pájaros enjaulados. Por encima de este hormiguero flota la bruma azulada de las piras y su olor mezcla de incienso y de carne quemada. Numerosos cortejos fúnebres se abren paso por entre aquel mar de fieles, de vacas, de perros, de niños que juegan en la calle. En el templo de Kali, la vida más trepidante se codea con la muerte.

Al pie del edificio se eleva una larga construcción baja con las ventanas obstruidas por encajes de yeso. No hay puerta en el impresionante pórtico esculpido. Cualquiera puede entrar a cualquier hora. Un cartel de madera anuncia en inglés y en bengalí: «AYUNTAMIENTO DE CALCUTA,
NIRMAL HRIDAY
– “LA CASA DEL CORAZÓN PURO”, ASILO PARA AGONIZANTES ABANDONADOS».

Era allí. Paul Lambert subió unos pocos escalones y penetró en el edificio. En seguida le asaltó un olor indefinible que los desinfectantes no podían vencer. Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la oscuridad, distinguió tres hileras de catres con unos delgados colchones verdes, muy juntos unos de otros. Cada cual llevaba un número pintado en el borde. Unas siluetas se desplazaban en silencio entre los catres. En las camas yacían cuerpos descarnados en todas las actitudes de la agonía. En una segunda sala, hileras de camas parecidas acogían a mujeres. Lo que impresionó inmediatamente a Lambert era la serenidad del lugar. El horror estaba ausente de allí. Aquellos infelices ya no estaban torturados por la angustia, la soledad, la degradación, el abandono. Habían encontrado la paz.

Esta paz, los ciento diez huéspedes de la Casa del Corazón Puro la debían a una sólida mujercita que vestía un sari de algodón blanco, con un ribete dorado de color azul, que Paul Lambert distinguió al fondo de la sala, inclinada sobre un agonizante. La India y el mundo empezaban a conocer el nombre de aquella santa que desde hacía varios años revolucionaba la práctica de la caridad. Los periódicos y las revistas habían popularizado a esta religiosa que recogía en las calles de Calcuta a los niños abandonados y a los moribundos sin familia. Su obra desbordaba ya las fronteras de la India. Había estados que la honraban con sus más altas distinciones. Se llamaba Madre Teresa. Tenía cincuenta y cuatro años cuando Paul Lambert la conoció. A pesar de su robustez, parecía tener más edad. Su rostro estaba arrugado como una nuez y su silueta acusaba los años de privaciones y de noches sin sueño.

Inés Bojaxhiu nació en Skopje, en Yugoslavia, de padres albaneses. Su padre era un próspero comerciante. A los diez años manifestó el deseo de consagrarse a la vida religiosa. A los dieciocho años, adoptando el nombre de Teresa en recuerdo de la Florecilla de Lisieux, ingresó en la Orden misionera de las hermanas de Loreto, y el 20 de enero de 1931 desembarcaba de un vapor en un muelle de Calcuta, que entonces era la ciudad más grande del Imperio después de Londres. Durante dieciséis años, enseñó geografía a las niñas de la buena sociedad británica y bengalí en uno de los conventos más elegantes de Calcuta. Pero un día del año 1946, en el curso de un viaje en tren hacia la ciudad de Darjeeling, en las pendientes del Himalaya, oyó una voz. Esta voz le ordenaba que dejase la comodidad de su convento para ir a vivir entre los más pobres de los pobres de la inmensa ciudad. Entonces, abandonando su hábito, vistió un humilde sari de algodón blanco y obtuvo del Papa el permiso de fundar una nueva orden religiosa cuya vocación era aliviar las desgracias de los hombres más desamparados. Así fue como un día de 1950 nació la Orden de las Misioneras de la Caridad, congregación que treinta y cinco años después contaría con doscientas ochenta y cinco casas y varios centenares de instituciones caritativas en la India y en todos los continentes, incluyendo los países de más allá del telón de acero. El asilo para moribundos del Corazón Puro en el que acababa de entrar Lambert nació de una experiencia particularmente impresionante que vivió cierta noche la Madre Teresa.

Junio de 1952. Las cataratas del monzón caen sobre Calcuta con un estruendo apocalíptico. Una forma blanca, encogida bajo el diluvio, anda pegada a las paredes del Medical College Hospital. De pronto tropieza con un cuerpo tendido en el suelo. Se detiene. Es una anciana que yace en medio de un charco de agua. Apenas respira. Los dedos de los pies han sido roídos hasta el hueso por las ratas. Madre Teresa la coge en brazos y corre hacia la puerta del hospital. Busca la entrada de urgencias, penetra en un vestíbulo y deposita a la moribunda sobre una camilla. En seguida interviene el guardián.

—¡Llévese a esta persona inmediatamente! —ordena—. No podemos hacer nada por ella.

Madre Teresa vuelve a coger a la agonizante en sus brazos y de nuevo echa a correr. Conoce otro hospital que no está lejos. Pero de pronto oye un estertor. El cuerpo se ha vuelto rígido entre sus brazos. Comprende que es demasiado tarde. Deja su carga, cierra los ojos de la mendiga y se santigua. «Aquí hasta los perros están mejor tratados que los hombres», dice con rabia mientras se aleja. Va al ayuntamiento, vuelve una y otra vez a aquellos despachos. La obstinación de aquella religiosa europea que viste un sari de algodón blanco sorprende. Uno de los adjuntos del alcalde la recibe.

—Es una vergüenza que en esta ciudad haya habitantes que tengan que morir en medio de la calle —afirma—. Déme una casa en la que podamos ayudar a los moribundos a comparecer ante Dios en la dignidad y el amor.

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