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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Misterio, Intriga

La ciudad sagrada (36 page)

Un peregrinaje estacional… Me recuerda a lo que comentó Aragón acerca de un viaje ritual a la ciudad de los sacerdotes, se dijo Nora, que no obstante decidió no contrariar a Black expresando sus pensamientos en voz alta.

—¿Y cómo sabes que era en verano? —le preguntó.

—Por la cantidad de polen —respondió Black con desdén—. Pero aún hay más. Como ya he dicho, acabamos de empezar con la zanja de pruebas, pero ya está claro que se trata de un vertedero segregado.

Nora lo miró con curiosidad y repitió:

—¿Segregado?

—Sí. En la parte posterior del vertedero hay hermosos fragmentos de cerámica pintada y los huesos de los animales que empleaban para la comida: pavos, ciervos, alces, osos… Hay muchísimos abalorios, puntas de flecha e incluso vasijas desconchadas, mientras que en la parte delantera sólo encontramos trozos de cerámica corrugada muy toscos y verdaderamente horrorosos. Además, los alimentos de la parte delantera también son distintos.

—¿De qué clase de alimentos se trata?

—Ratas, básicamente —respondió Black—. Ardillas, serpientes, un par de coyotes… Mediante el laboratorio de flotación hemos identificado un montón de caparazones de insectos machacados, entre otras partes de dichos insectos. Cucarachas, saltamontes, grillos… Realicé un breve examen con el microscopio y la mayoría parecen tostados.

—¿Insinúas que comían insectos? —preguntó Nora con escepticismo.

—Sin duda.

—A mí me gustan más los bichos
al dente
—intervino Smithback, haciendo un desagradable sonido con los labios.

Nora miró a Black.

—¿Y qué explicación tienes para eso?

—Bueno, nunca se había encontrado nada parecido en los demás yacimientos anasazi, pero en otros asentamientos esta clase de cosas apuntan directamente a la esclavitud. Los amos y los esclavos comían cosas diferentes y tiraban sus desperdicios en sitios diferentes.

—Aaron, no hay un solo indicio que sugiera que los anasazi tenían esclavos.

Black le devolvió la mirada y corrigió:

—Pues ahora sí lo hay. O había esclavitud o estamos ante una sociedad fuertemente jerarquizada: una clase sacerdotal que vivía en la más inmensa opulencia y una clase marginal que vivía en la miseria más absoluta, sin clase media de ningún tipo.

Nora contempló la ciudad, silenciosa bajo el sol de mediodía. El descubrimiento parecía poner en entredicho todo cuanto sabían acerca de la cultura anasazi.

—Bueno, vamos a mostrar una actitud abierta hasta que contemos con todas las pruebas —dijo Nora al fin.

—Naturalmente. También estamos recogiendo semillas carbonizadas para realizar la datación con carbono catorce y cabellos humanos para el análisis de ADN.

—Semillas —repitió Nora—. Por cierto, ¿sabías que la mayoría de esos graneros de ahí detrás todavía están repletos de maíz y judías?

Black se irguió de golpe y respondió:

—No, no lo sabía.

—Sloane me lo ha dicho esta mañana. Eso indica que el asentamiento fue abandonado en otoño, en la época de la recolección. Y que además se marcharon con mucha precipitación.

—Sloane pasó por aquí hace un rato —mencionó Black con aire distraído—. ¿Dónde está ahora?

Nora miró al hombre y contestó:

—En alguna parte de las cámaras centrales, creo. Está iniciando la exploración preliminar con ayuda de Peter y su magnetómetro. Iré a verla más tarde, pero ahora será mejor que vaya a ver qué hace Aragón.

Black guardó silencio con aire pensativo unos instantes y luego se volvió y puso la mano en el hombro de Smithback.

—¿Qué? ¿Te apetece acabar el cuadrante F‐l, amigo basurero?

—La esclavitud todavía existe —gruñó Smithback.

Nora se llevó la radio a los labios y dijo:

—Enrique, soy Nora. ¿Me recibes?

—Alto y claro —respondió al cabo de un momento.

—¿Dónde estás?

—En el callejón que hay detrás de los graneros.

—¿Qué estás haciendo ahí?

Se produjo un nuevo silencio.

—Será mejor que lo veas tú misma. Ven por el lado oeste.

Nora rodeó la parte trasera del basurero y pasó junto a la primera torre. Aragón y su prudencia característica, pensó. ¿Por qué no podía contestarle y decirle lo que ocurría, sin más?

Tras pasar la torre, enfiló el pequeño pasadizo que se deslizaba por detrás de los graneros hacia la parte posterior de la cueva. Allí, detrás de las ruinas, hacía fresco y estaba oscuro, el aire olía a arenisca y humo. El pasadizo se torcía en una curva muy pronunciada a través de un hueco en los graneros, y llegó a un pasillo hundido en el suelo —el callejón de Aragón—, en el mismísimo límite posterior de la ciudad. Una vez más, el callejón era una característica distintiva de Quivira. A medida que Nora avanzaba, el techo del pasadizo se hacía tan bajo que tuvo que avanzar a gatas. Tras unos minutos de oscuridad intensa y opresiva, más adelantese topó con el brillo de la linterna de Aragón.

Se incorporó dentro de un espacio muy estrecho y encontró a Aragón. Nora contuvo la respiración: detrás de él había un océano de huesos humanos cuya superficie rugosa ofrecía un duro contraste por la luz. Para su sorpresa, Aragón sostenía uno de aquellos huesos con la mano, examinándolo con una lupa y un calibrador. Junto a él yacían las delicadas herramientas para excavar restos humanos de la matriz circundante, casi del todo superfluos en aquel caso: tablillas de bambú, espigas de madera y cepillos de crin de caballo. El lugar permanecía en completo silencio salvo por el leve zumbido de la linterna.

Aragón levantó la vista al oírla acercarse, con una expresión inescrutable en el rostro.

—¿Qué es todo esto? —preguntó Nora—. ¿Una especie de catacumba?

Aragón tardó unos minutos en contestar. A continuación, devolvió con cuidado el hueso al montón que había junto a él.

—No lo sé —contestó con voz indiferente—. Es el osario más grande que he visto en mi vida. Había oído hablar de cosas así en los yacimientos megalíticos del Viejo Mundo, pero nunca en Norteamérica. Y por supuesto, jamás en cantidades tan grandes.

La mirada de Nora fue de Aragón al montón de huesos. Había numerosos esqueletos completos en lo alto de la pila, pero debajo parecía agolparse una tupida masa de huesos desarticulados y desperdigados, la mayoría de ellos rotos, incluyendo innumerables cráneos aplastados. En las paredes de piedra del fondo de la cueva había docenas de agujeros de los que todavía salían unas cuantas vigas de madera podrida.

—Yo tampoco había visto nunca nada parecido —susurró Nora.

—No se parece a ninguna práctica funeraria, ni ningún comportamiento cultural de los que haya visto antes —añadió Aragón—. Hay tantos esqueletos, desperdigados de cualquier manera, que ni siquiera hace falta una sección horizontal. —Señaló los esqueletos que tenía más cerca—. Obviamente se trata de un internamiento múltiple, si puede llamarse así: una serie de enterramientos primarios superpuestos sobre un vasto número de enterramientos secundarios. Estos esqueletos de aquí arriba, los que están enteros, ni siquiera fueron «enterrados» en el sentido arqueológico de la palabra. Los cuerpos parecen haber sido arrastrados hasta aquí y arrojados a toda prisa en lo alto de una extensa capa de huesos ya existentes.

—¿Hay signos de violencia en los huesos?

—No en los esqueletos completos de lo alto.

—¿Y en los huesos de abajo?

Se produjo una breve pausa.

—Todavía estoy analizándolos —contestó Aragón.

Nora miró alrededor, sintiendo una angustiosa y desagradable punzada en la boca del estómago. No se consideraba ni mucho menos una persona aprensiva o fácilmente impresionable, pero la naturaleza mortuoria del lugar le hacía sentirse incómoda.

—¿Qué podría significar? —preguntó.

Aragón la miró fijamente y respondió:

—Un gran número de enterramientos simultáneos suele significar una sola cosa: hambre, una epidemia, una guerra… —Hizo una pausa y añadió—: O un sacrificio.

En ese momento se oyó el ruido de la radio.

—Nora, soy Sloane. ¿Estás ahí?

Nora cogió el micrófono para contestar.

—Estoy con Aragón. ¿Qué pasa?

—Tenéis que venir a ver esto. Los dos. —A través del micrófono se percibía el entusiasmo contenido en la voz de Sloane—. Nos encontraremos en la plaza central.

Al cabo de unos minutos, Sloane los condujo a través de una complicada serie de bloques de adobe del segundo piso en el extremo opuesto de las ruinas.

—Estábamos realizando una exploración rutinaria —les explicó— cuando Peter detectó con el magnetómetro de protones una enorme cavidad en el suelo. —Pasaron por debajo de una entrada e irrumpieron en una gran sala, iluminada únicamente por la tenue luz del foco portátil. A diferencia de la mayoría de las demás habitaciones que había visto en la ciudad, aquélla aparecía inusitadamente vacía. Holroyd estaba de pie en un rincón, realizando pequeños ajustes en el magnetómetro, una caja plana desplazable sobre unas ruedas deslizantes y donde el largo mango que salía de un costado terminaba en una pantalla de cristal líquido.

Sin embargo, Nora no estaba pendiente de Holroyd, sino que tenía la vista fija en el centro de la sala, donde alguien había retirado una sección de suelo, dejando al descubierto una cripta tapada con una losa. La enorme piedra plana que la había cubierto estaba cuidadosamente apoyada contra una pared.

—¿Quién ha abierto esta tumba? —preguntó Aragón con acritud.

Nora dio un paso adelante, sintiendo que una ira incontenible ante aquel desafío a su autoridad se apoderaba de ella. Luego miró hacia abajo y se detuvo en seco.

En el interior de la cripta había un enterramiento doble, pero no se trataba de un enterramiento anasazi normal y corriente, adornado tal vez con unas cuantas vasijas y un colgante de turquesas. Los dos esqueletos, completamente desarticulados, yacían en el centro del sepulcro, los huesos rotos dispuestos de forma circular en su propio cuenco pintado, coronados por sus calaveras rotas. Encima de cada cuenco debía de haber sendos mantones de algodón, que habían ido pudriéndose con el tiempo hasta convertirse en aquella urdimbre polvorienta y casi inexistente. Sin embargo, todavía quedaban suficientes hebras para comprobar que, en su día, habían sido de extraordinaria calidad, un dibujo de calaveras sonrientes y caras haciendo muecas. El cuero cabelludo de ambos individuos había sido colocado en lo alto de sus respectivas calaveras. Uno tenía el pelo largo y blanco, recogido en unas bonitas trenzas y decorado con adornos de turquesa burilados; el otro, pelo castaño, también recogido en trenzas, con dos enormes discos de abulón pulido insertados en los extremos de cada una. En ambas calaveras los dientes delanteros habían sido perforados para colocarles incrustaciones de carniola.

Nora observaba la escena, estupefacta. Los cuerpos estaban rodeados por una profusión inaudita de objetos mortuorios: vasijas llenas de sal, turquesas, cristales de cuarzo y pigmentos molidos. También había dos cuencos pequeños, tallados en cuarzo, llenos hasta el borde de una especie de polvillo rojizo, quizá ocre. Nora recorrió la cripta con la mirada y descubrió fardos de flechas, pieles de búfalo, gamuza suave, loros y guacamayos disecados, varas ceremoniales muy elaboradas… La totalidad del túmulo estaba cubierta con una gruesa capa de polvo amarillo.

—Examiné el polvo con ayuda del estereozoom —dijo Sloane—. Es polen procedente de al menos quince variedades distintas de flores.

Nora la miró con gesto incrédulo.

—¿Por qué polen?

—Toda la cripta estuvo llena en su día con cientos y cientos de flores.

Nora meneó la cabeza con escepticismo.

—Los anasazi nunca enterraban a sus muertos así. Y tampoco había visto nunca dientes con incrustaciones como ésos.

De pronto, Aragón se arrodilló junto a la tumba. Al principio Nora tuvo la extraña impresión de que el hombre se disponía a rezar, pero entonces se inclinó, iluminó los huesos con una linterna y los examinó muy de cerca. Al explorar los dos recipientes de huesos con la linterna Nora advirtió que muchos de ellos habían sufrido diversas fracturas y que algunos mostraban signos de haber sido carbonizados en las puntas. En ese momento Aragón resopló y se levantó de golpe. La expresión de su rostro parecía haber sufrido una súbita transformación.

—Pido permiso para extraer algunos huesos para su examen —exigió con voz fría y formal.

Viniendo de él, aquella petición causó una gran perplejidad en Nora, más incluso que todo lo demás.

—Después de que fotografiemos y documentemos todo esto, por supuesto —puntualizó ella.

—Naturalmente. Y me gustaría llevarme una muestra de ese polvo rojizo.

Aragón se alejó en silencio, pero Nora permaneció de pie junto a la cripta, contemplando el agujero oscuro del suelo. Sloane empezó a montar la cámara de 4x5 al borde del túmulo funerario mientras Holroyd apagaba el magnetómetro. Luego el hombre se acercó y le susurró al oído:

—Es increíble, ¿verdad?

Pero Nora no le prestaba atención, como tampoco oía el entusiasmo que transmitía la voz de Sloane, al fondo. Estaba pensando en Aragón y en la repentina expresión de su rostro. Ella también lo presentía: había algo extraño, algo incluso completamente fuera de lugar en aquel enterramiento. En ciertos aspectos no se parecía en absoluto a un enterramiento. Cierto que algunas culturas de Pueblo IV incineraban a sus muertos y otras desenterraban a los suyos para volver a enterrarlos en vasijas, pero aquello… los huesos rotos y carbonizados, el espeso polvo de flores, los objetos fúnebres tan cuidadosamente dispuestos alrededor…

—Me intriga saber qué dirá Black de este enterramiento —dijo Sloane, irrumpiendo en su estado de abstracción.

No creo que se trate de un enterramiento, pensó Nora, sino más bien de una ofrenda.

Al salir a la techumbre del primer nivel, cuyos extremos más lejanos estaban bañados por el sol de mediodía, Nora cogió a Sloane del brazo con suavidad y susurró:

—Creía que habíamos hecho un trato.

Sloane se volvió para mirarla.

—¿De qué estás hablando?

—No deberías haber abierto esa cripta sin consultármelo primero. Ha sido un grave incumplimiento de las normas básicas de esta excavación.

El color ámbar de los ojos de Sloane pareció intensificarse al escuchar las palabras de Nora.

—¿Acaso no crees que abrir la tumba haya sido una buena idea? —inquirió casi en un susurro felino.

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