La ciudad sagrada (16 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Misterio, Intriga

Hicks salió del puente de mando y su silueta nervuda apareció enmarcada bajo la maltrecha luz de la cabina.

—El sonar indica que por aquí empieza a haber bancos de arena —anunció—. Pronto aparecerá el fondo del cañón. Seguramente llegaremos al final del lago después de un par de recodos más.

Todos se reunieron en la barandilla de proa, mirando con ansiedad hacia la penumbra. Un reflector se encendió en lo alto del puente de mando e iluminó el agua que se extendía ante ellos. Había vuelto a cambiar de color, esta vez a un marrón chocolate algo sucio. La barcaza se abría paso entre troncos de árbol hechos pedazos, rodeando las oscuras cortinas de piedra que se erguían hasta alcanzar cientos de metros de altura.

Dejaron atrás un nuevo meandro muy pronunciado y de pronto la consternación se apoderó del corazón de Nora. Bloqueando el extremo opuesto del cañón, había una gigantesca masa de desechos naturales a la deriva: leños, ramas y hediondas marañas de agujas de pino podridas. Algunos de los troncos medían hasta metro y medio de diámetro, y habían sido destrozados y arrancados de tal forma que parecía obra de una fuerza sobrenatural. Más allá de la maraña, Nora logró divisar el final del lago, un cúmulo de arena al comienzo de un riachuelo, de un profundo carmesí bajo la penumbra reinante.

Hicks puso el motor en punto muerto y salió del puente de mando, resoplando y mirando hacia el haz de luz del reflector.

—¿De donde han salido todos esos troncos? —Preguntó Nora—. No he visto un solo árbol desde que salimos de Page.

—Es por las riadas —explicó Hicks, mascando una mazorca—. Todo eso baja por las montañas por la fuerza del agua, a veces llega a recorrer cientos de kilómetros. Cuando el torrente va a parar al lago, arrastra todo consigo y lo arroja sobre la superficie. —Movió la cabeza con resignación—. Nunca había visto semejante berenjenal.

—¿Puede atravesarlo?

—Ni hablar —repuso Hicks—. Se cargaría las hélices.

Mierda, pensó Nora, que inquirió:

—¿Qué profundidad tiene el agua?

—El sonar indica que unos dos metros y medio, con agujeros y canales que pueden llegar a los quince. —Le lanzó una mirada extraña y sugirió—: Puede que sea un buen momento para ir pensando en dar media vuelta.

Nora observó el rostro plácido del marino.

—¿Y por qué íbamos a querer hacer eso?

—No es asunto mío —dijo Hicks, encogiéndose de hombros—, pero yo no me metería en ese pedregal ni por todo el oro del mundo.

—Gracias por el consejo —repuso Nora—. Tiene usted un bote salvavidas, ¿verdad?

—Sí, inflable. Pero desde luego, no puede transportar caballos.

La expedición se agrupó alrededor de ellos, escuchando. Nora oyó a Black mascullar algo sobre la pésima idea que había sido traer aquellos caballos.

—Haremos que los caballos lleguen hasta la orilla a nado —dijo Nora— y traeremos el equipo a bordo del bote.

—Eh, espere un momento… —protestó Swire.

Nora lo interrumpió.

—Lo único que necesitamos es un buen caballo que haga de guía y el resto de la manada lo seguirá. Roscoe, estoy segura de que hay un buen nadador en esa recua.

—Sí, claro,
Mestizo.,
pero…

—Bien, bájelo usted mismo y nosotros empujaremos a los demás para que vayan detrás. Pueden pasar a través de uno de esos huecos entre los troncos.

Swire observó los obstáculos que tenían ante sí, una maraña de troncos tétricamente oscura bajo la iluminación fantasmal del reí lector.

—Esos huecos son muy estrechos. Los caballos podrían quedarse enganchados en la maleza o incluso desangrarse si se clavan uno de los leños que haya debajo del agua.

—¿Se le ocurre alguna otra idea?

Swire miró al agua y respondió con aire pensativo:

—No. Supongo que no.

Hicks abrió uno de los enormes contenedores que había sobre la cubierta y, con la ayuda de Holroyd, extrajo una masa de goma pesada e informe del interior. Swire condujo a un caballo de gran tamaño hacia el exterior de uno de los remolques y procedió a colocarle una montura sobre el lomo. Nora reparó en que no le había puesto ronzal ni brida. Aragón y Bonarotti empezaron a trasladar el equipo a la balsa, preparándola para el transporte. Black estaba de pie cerca de los remolques, observando los preparativos con gesto escéptico. Swire le tendió una fusta.

—¿Para qué es esto? —preguntó Black, sosteniéndola con la punta de los dedos como si quisiese guardar las distancias con aquel objeto.

—Ahora voy a llevar a este caballo hasta la orilla —sentenció Swire—. Nora conducirá al resto uno a uno. Su tarea consistirá en hacer que salten al agua después de mí.

—¿Ah, sí? ¿Y quiere decirme cómo voy a conseguir que salten?

—Fustigándolos.

—¿Qué dice?

—Dándoles con la fusta en el trasero. No les dé tiempo a pensar.

—Es una locura. Me darán una coz.

—Ninguno de estos caballos suele dar coces, pero por si acaso, prepárese para esquivarlas de todos modos. Y haga este sonido con la boca. —Swire emitió un ruido fuerte y desagradable, como una especie de beso, con los labios.

—Tal vez con una caja de bombones y un ramo de flores resultaría más sencillo —soltó Smithback.

—Pero yo no sé nada de caballos —protestó Black.

—Eso es evidente, pero no hace falta ser un jinete profesional para azotar el trasero de un caballo.

—¿Y no les hará daño a los caballos?

—Les escocerá un poco —contestó Swire—, pero no tenemos toda la noche para engatusarlos.

Black siguió observando la fusta con gesto de preocupación. Nora no estaba segura de qué era lo que más molestaba al científico, el tener que fustigar a los caballos o el obedecer las órdenes de un vaquero.

Swire se encaramó a la montura.

—Que bajen de uno en uno, pero dejen el agua despegada para que no salten unos encima de otros.

Se volvió y espoleó a su caballo. El animal obedeció de inmediato y se lanzó al agua, desapareciendo momentáneamente para luego volver a la superficie, resoplando y con la nariz hacia arriba. Swire desmontó como un auténtico experto, aterrizando junto al caballo sin soltar la silla de montar. A continuación instó al animal a que siguiera adelante en voz baja.

Inquietos, el resto de los caballos se alzaban sobre sus patas dentro de los remolques, dando bufidos a través de los ollares dilatados y entornando los ojos con aprensión.

—¡Vamos! —exclamó Nora, empujando hacia adelante al segundo caballo. Éste se acercó al borde de la barcaza y luego se detuvo—. ¡Déle con la fusta! —ordenó a Black. Se sintió aliviada al ver que Black se aproximaba con paso resuelto y fustigaba al caballo en la grupa. El animal se detuvo y luego saltó, aterrizando en medio del fragor del agua y luchando por seguir al caballo de Swire.

Smithback observaba el proceso con regocijo. Luego exclamó:

—¡Muy bien! Venga Aaron, no me digas que es la primera
vez
que manejas un látigo. Estoy seguro de haberte visto frecuentar los bares de sadomaso del oeste del Village.

—Smithback, vaya a ayudar a Holroyd con el bote inflable —intervino Nora.

—Sí, señora, lo que usted mande —ironizó Smithback, y se alejó de allí.

De uno en uno, lograron meter al resto de los caballos en el agua hasta que formaron una fila irregular, pegados unos a otros y abriéndose paso a través de un hueco en la maraña de árboles, en dirección a la orilla. Nora cerró con llave los remolques y luego se volvió para ver a Swire salir vadeando del agua en el extremo opuesto, empapado y chorreando bajo el resplandor amarillo del reflector. En cuanto puso a salvo su caballo, volvió sobre sus pasos y se metió de nuevo en el agua, vociferando y dando gritos de aliento, espoleando al resto para que alcanzasen tierra firme. No tardó en reunidos en una horda extenuada y los empujó cañón arriba, despejando la zona.

Nora observó las maniobras de Swire y luego se dirigió a Black.

—Lo has hecho muy bien, Aaron.

El geocronólogo se ruborizó, sintiéndose orgulloso de sí mismo.

—Y ahora, a descargar el equipo —ordenó al resto del grupo—. Capitán, muchas gracias por su ayuda. Nos aseguraremos de que la balsa quede a buen resguardo mientras estemos arriba. Le veremos dentro de un par de semanas.

—A menos que yo les vea primero —repuso Hicks secamente mientras entraba en el puente de mando.

Hacia las once, en el intenso silencio de la noche desértica, Nora dio una última vuelta por el campamento aletargado y luego arrojó su saco de dormir a cierta distancia del resto, esculpiendo con cuidado la arena de debajo para estar más cómoda. A fin de hacer más llevaderos los precipitados ajustes de última hora que siempre acompañaban aquella clase de expediciones, se había encargado personalmente de que el equipo ya estuviese pesado y guardado en las alforjas, listo para cargarlo por la mañana. Los caballos descansaban a cierta distancia, masticando con satisfacción los últimos restos de alfalfa. Los demás miembros del grupo dormían en sus tiendas o en los sacos de dormir, junto a la llama moribunda del fuego. Por su parte, el
Laura del mar
ya se dirigía de vuelta al puerto deportivo. La expedición había comenzado.

Nora se acomodó en el saco de dormir, respirando con calma. De momento todo estaba saliendo a las mil maravillas. Black era un pelmazo, pero su experiencia compensaba su carácter huraño. Smithback había supuesto una sorpresa muy molesta, pero con su ancha espalda y sus fornidos brazos sería un buen excavador, y ya se aseguraría ella de mantenerlo ocupado con la pala, le gustase o no. Antes de ir a dormir, había insistido en regalarle una copia de su libro, pero ella lo había arrojado dentro de un petate sin ni siquiera echarle un vistazo.

Por otra parte, Peter Holroyd había demostrado ser un verdadero experto en partidas de expedición, siempre dispuesto a echar una mano. Nora lo había sorprendido mirándola fugazmente durante el trayecto por el lago Powell, y se preguntaba si se habría encaprichado de ella. Tal vez, sin darse cuenta, se había aprovechado de ello al persuadirle de que robase la información del LRPC. Sintió una súbita punzada de remordimiento, aunque lo cierto era que había mantenido su promesa. Holroyd formaba parte de la expedición. Seguramente está confundiendo la gratitud con otra cosa, pensó, dando por zanjada la cuestión. Bonarotti era una de esas personas imperturbables que nunca parecían alterarse por nada, además de ser un cocinero de primera. Con respecto a Aragón, lo más probable era que se mostrase más abierto en cuanto abandonasen su odiado lago Powell.

Nora se estiró por completo en el interior del saco. Finalmente parecía haberse formado un buen grupo y lo mejor de todo era que no había ninguna Sloane Goddard con quien tener que vérselas. Black, Aragón y ella misma, reunían experiencia más que suficiente para seguir adelante. El doctor Goddard no podía echarle las culpas más que al retraso de su propia hija.

La luz de las estrellas brillaba tenuemente desde los riscos lejanos y las torrecillas de arenisca navajo. El fresco se había apoderado del aire en pleno desierto, y la noche llegaba deprisa y resuelta. Oyó un leve murmullo y percibió el olor vagabundo del cigarrillo de Bonarotti. En el silencio, el eco repetía sin cesar los débiles gritos de los carrizos del cañón, tintineando como campanas, mezclándose con el leve arrullo del agua al bañar la orilla, justo debajo del campamento. Estaban a muchos kilómetros del reducto de civilización más cercano, y el cañón distante y oculto al que se dirigían se hallaba mucho más lejos todavía.

Al pensar en Quivira. Nora sintió el peso de la responsabilidad caer sobre sus hombros. Era consciente de que también allí existía la posibilidad del fracaso. Puede que no encontrasen la ciudad. La expedición podía irse al garete por culpa de los conflictos personales. Pero además, la Quivira de su padre podía resultar no ser más que un asentamiento normal y corriente de cinco estancias. Eso era lo que más le preocupaba. Quizá Goddard la perdonara por haberse marchado sin su hija, pero pese a todas sus buenas palabras, ni él ni el instituto la perdonarían si regresaba con un informe excelente sobre un diminuto yacimiento de los indios pueblo III. Y sólo Dios sabía qué clase de artículo mordaz sería capaz de escribir Smithback si creía haber estado malgastando su precioso tiempo.

Se oyó el aullido distante de un coyote y Nora se aferró con fuerza al embozo del saco. Espontáneamente sus pensamientos regresaron a Santa Fe, a la noche en el rancho desierto. Había tenido mucho cuidado de mantener los mapas y las imágenes del radar bajo su control en todo momento. Había impresionado a todo el mundo con la necesidad de guardar la máxima discreción, esgrimiendo a los saqueadores de tumbas y los buscadores de tesoros como excusa. Y luego, a pesar de sus cuidadosos planes, Smithback lo había echado todo a perder…

Sin embargo, sabía que era poco probable que los comentarios de Smithback llegasen hasta Santa Fe y, aparte de la mención de su nombre, nada de cuanto había dicho era lo bastante explícito como para deducir el propósito de la expedición. Lo más probable era, pues, que las extrañas criaturas que la habían atacado ya se hubiesen dado por vencidas. Para seguirla al lugar al que se dirigía, hacía falta ser una persona muy decidida, incluso desesperada, alguien que conociese el desierto y sus sorpresas como la palma de su mano, mejor aun que el mismísimo Swire. Desde luego, ninguna barca los había seguido por el lago. El miedo y la angustia cedieron y dieron paso a un estado de duermevela, y luego a los sueños donde aparecían ruinas polvorientas y columnas verticales de luz acuchillando la oscuridad de una cueva prehistórica, y dos niñas muertas cubiertas con flores.

15

T
eresa Gonzales se incorporó de repente, aguzando el oído en la oscuridad.
Teddy
Bear,
su gigantesco ridgeback de Rodesia, que en verano siempre solía dormir afuera, estaba gimiendo en la puerta trasera. Los ridgeback habían sido entrenados para cazar y matar leones en África, Era un perro muy dulce, pero también extremadamente protector. Nunca antes lo había oído gemir. Acababa de volver del veterinario, donde había estado languideciendo durante dos semanas, mientras se recuperaba de una infección muy desagradable; quizá el pobre todavía estaba traumatizado.

Teresa saltó de la cama y recorrió la casa a oscuras, dirigiéndose a la puerta. El perro entró a hurtadillas, como avergonzado, gimoteando y con el rabo entre las piernas.

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