La ciudad sagrada (19 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Misterio, Intriga

—Ahora lo primero son las presentaciones.

Se produjo un momento de desconcierto mientras Swire miraba a los componentes del grupo.

—Estos dos caballos son míos, el tordo y el alazán,
Mestizo y Sweetgrass.
Puesto que aquí el amigo Smithback es un experimentado jinete, voy a darle a
Huracán
como montura y a
Perezoso
como animal de carga.

Black soltó una risotada, mientras que Smithback permaneció en un silencio incómodo.

—¿Se llaman así por algún motivo en especial? —preguntó Smithback con afectada indiferencia.

—Por nada en particular —repuso Swire—. Tan sólo por unos hábitos que tienen de vez en cuando, eso es todo. ¿Es que tiene alguna objeción?

—No, no, en absoluto —aseguró Smithback sin mucha convicción, observando al enorme y peludo caballo zaino y a su compañero ruano.

—Sólo han matado a unos cuantos novatos, y todos eran de Nueva York. Porque aquí no hay nadie de Nueva York, ¿verdad que no?

—Desde luego que no —respondió Smithback, colocándose bien el ala de su sombrero.

—Bien, pues para el doctor Black tenemos a
Locowecd y
a
Hoosegow.
Para Nora tengo a mi mejor yegua,
Fiddlehead,
mientras que
Cuervo
será tu bestia de carga. No te dejes engañar por el nombre, puede que parezca un jamelgo de patas negras, cuello de oveja y ancas de mula, pero es capaz de transportar noventa kilos de aquí a las puertas del infierno sin rechistar.

—Esperemos que no tenga que ir tan lejos —comentó Nora.

Swire distribuyó las caballerías según la habilidad y el temperamento, y al cabo de unos minutos todo el mundo tenía sujetos un par de caballos por los cabestros y las riendas. Nora se subió a la silla y Goddard y Aragón la imitaron. Por la montura ligeramente inclinada de Sloane, Nora advirtió que era una amazona experta. Los demás permanecieron de pie junto a los caballos, como si estuvieran nerviosos.

Swire se dirigió al grupo y les espetó:

—Pero bueno… ¿a qué esperáis? ¡Venga, arriba!

Hubo unos cuantos gruñidos y saltos nerviosos, pero no tardaron en encaramarse a sus respectivas monturas, algunos semiagachados y otros con la espalda erguida. Aragón estaba dirigiendo a su caballo alrededor del grupo, haciéndole ir marcha atrás y girar a la derecha. Era evidente que también se trataba de un avezado jinete.

—No quiero olvidar mis malos hábitos a caballo, ¿de acuerdo? —Dijo Smithback, sentado a lomos de
Huracán
—. Me gusta guiarlos con el borrén.

Swire hizo caso omiso de sus palabras.

—Lección número uno: sujetar las riendas con la mano izquierda y la cuerda de la bestia de carga con la derecha. Es muy fácil.

—Sí —bromeó Smithback—, como conducir dos coches a la vez.

Holroyd, sentado con cierta torpeza a lomos de su caballo, emitió una risa estridente provocada por los nervios y luego se interrumpió de golpe, mirando a Nora, esta le preguntó:

—¿Cómo lo llevas, Peter?

—Pretiero las motos, la verdad —contestó, removiéndose incómodo en la silla.

Swire se acercó caminando primero a Holroyd y luego a Black, para corregir sus posturas y el modo en que agarraban las riendas.

—No deje que la cuerda se embrolle con la cola de su caballo —le aconsejó a Black, que estaba dejándola caer peligrosamente—, o se encabritará y se pondrá a saltar como un loco.

—Sí, claro, por supuesto —respondió Black, tensando la cuerda a toda prisa.

—Nora irá a la cabeza —explicó Swire—. Yo me quedaré en la retaguardia y la doctora Goddard irá en medio. —Se inclinó hacia adelante y miró a Sloane—. ¿Dónde aprendiste a montar?

—Aquí y allí… —contestó Sloane sonriente.

—En ese caso, supongo que has estado mucho tiempo aquí y allí.

—Explíqueme cómo tengo que guiar al caballo, no me acuerdo —dijo Black, sujetando con fuerza las riendas.

—Primero suelte un poco de cuerda. A continuación mueva las riendas adelante y atrás, así. El caballo acude cuando nota el roce de una rienda o la otra en el cuello. —Miró alrededor—. ¿Alguna pregunta?

No había ninguna. El paisaje se había hecho más triste con los últimos calores de la mañana, y el aire olía a liliáceas y a madera de cedro.

—Bien, pues en ese caso… ¡vamonos!

Nora espoleó a su caballo y se puso en marcha, seguida de Holroyd y el resto del equipo.

—¿Has hecho una lectura? —le preguntó a Holroyd.

El hombre asintió y le sonrió dando unos golpecitos al ordenador portátil que, completamente fuera de lugar en aquel marco, asomaba por una de sus desgastadas alforjas. Nora echó un último vistazo al mapa, luego espoleó de nuevo a su caballo y se internaron en el inhóspito desierto de arenisca.

17

A
vanzaron por el cañón del Serpentine en fila india, cruzando varias veces el arroyo que fluía por el fondo. A ambos lados del cañón, la arena transportada por el viento había ido acumulándose sobre los precipicios de piedra en montículos, cubiertos por una miríada dispersa de hierbas y flores del desierto. De vez en cuando dejaban atrás algunos enebros, raquíticos y enroscados en formas fantásticas. En otros lugares los bloques de arenisca se habían desprendido de las paredes del cañón y, desperdigados por el fondo, formaban pilas de escombros que los caballos debían sortear con cuidado. Los carrizos del desfiladero revoloteaban entre las sombras, y las golondrinas aparecían de repente bajo los salientes colgantes de arenisca, sus nidos de barro como verrugas en la parte inferior de la roca. Unas cuantas nubes blancas vagaban por la cima del cañón, unos cuatrocientos metros por encima de la cabeza de los jinetes. El grupo seguía a Nora en silencio, perdido en aquel mundo nuevo y extraño.

Nora respiró hondo con todas sus fuerzas. El suave balanceo de
Fiddlehead
le resultaba familiar y reconfortante. Miró al animal; era una alazana de doce años, obviamente una veterana yegua de recreo, sabia y melancólica. Conforme avanzaban, demostraba saber muy bien dónde pisaba, bajando la nariz y escogiendo el camino que mejor obedeciese a su instinto de supervivencia. Si bien no era una yegua hermosa, era fuerte y sensible. Exceptuando a
Huracán,
el caballo de Sloane,
Compañero,
y las dos monturas de Swire, los demás eran similares a los de Nora; no muy hermosos pero sin duda sólida carne de rancho. Aprobó el juicio de Swire, pues a partir de su experiencia se había formado una mala opinión sobre los caballos caros y de raza, que tenían una apariencia fabulosa en los circuitos de exhibiciones ecuestres pero eran incapaces de cabalgar por las montañas sin matarse. Recordó a su padre comprar y vender caballos con su estilo y bravuconería habituales, rechazando a los animales más mimados diciendo: «No queremos a ninguno de esos caballos de club de campo por aquí, ¿verdad que no, Nora?»

Se volvió en la silla para mirar a los demás jinetes, que la seguían arrastrando a sus bestias de carga. Si bien algunos de ellos, sobre todo Black y Holroyd, parecían incómodos y a punto de perder el equilibrio, el resto cabalgaba de forma más que aceptable, en especial Sloane Goddard, que se desplazaba arriba y abajo por la fila con toda naturalidad, comprobando las cinchas y dando consejos.

Smithback resultó toda una sorpresa.
Huracán
era sin duda un caballo brioso y con temperamento, y al principio se produjeron algunos momentos de tensión, cuando los insultos y las imprecaciones ele Smithback resonaron por todo el cañón, pero lo cierto es que sabía lo suficiente sobre caballos como para enseñarle al animal quién mandaba allí, y ahora montaba con plena seguridad. Puede que sea un engreído, pero la verdad es que esta muy atractivo a lomos de un caballo, pensó Nora.

—¿Dónde aprendiste a montar? —le preguntó.

—Pasé un par de años en una escuela secundaria privada de Arizona —contestó el reportero—. Era un niño mimado insoportable y repelente, y mis padres pensaron que allí me haría un hombre. Me matriculé tarde el primer trimestre y todos los caballos ya tenían asignado un jinete, excepto uno viejo y grandote llamado
Turpin.
Un día, se puso a comer una alambrada y se desgarró la lengua, por lo que siempre llevaba colgando aquella cosa rosa asquerosa, de modo que nadie lo quería. Sin embargo,
Turpin
era el caballo más veloz del colegio. Hacíamos carreras por los barrancos secos o saltando obstáculos de arbustos por el desierto y
Turpin
siempre ganaba. —Meneó la cabeza con aire melancólico, recordándolo y riéndose. De repente, la sonrisa se esfumó de su rostro y dio paso a una expresión de estupor—. Pero ¿qué demonios…? —Se volvió. Al seguir su mirada, Nora vio al animal de carga de Smithback,
Perezoso,
retroceder con rapidez. Un reguero de saliva resbalaba por la pierna del jinete—. ¡Ese asqueroso caballo ha intentado morderme! —Exclamó Smithback indignado. El caballo miró hacia atrás y sus ojos eran el vivo reflejo de la inocencia sorprendida.

—Ay el viejo
Perezozo… —
Dijo Swire, meneando la cabeza cariñosamente—. Desde luego tiene sentido del humor.

Smithback se limpió la pierna y repuso soltando un gruñido.

—Eso parece.

Después de otra media hora sin contratiempos, Nora decidió hacer un alto en el camino. Cogió un tubo de aluminio que llevaba atado a la montura y extrajo el mapa topográfico del D.E.M.G., en el que Holroyd había superpuesto los datos del radar. Lo examinó un momento y llamó al científico para que se acercara.

—Es hora de realizar una lectura del satélite —le indico. Sabía que diez kilómetros más arriba del cañón del Serpentine, éste se ramificaría y deberían seguir un desfiladero más pequeño señalado en el mapa con las palabras Recodo Tortuoso. El truco consistía en averiguar cual de aquellos miles de cañones secundarios que estaban dejando atrás era el Recodo Tortuoso. Allí abajo en el lecho del cañón, todos los recodos parecían iguales.

Holroyd hurgó en sus alforjas y extrajo la unidad de localización por satélite, un ordenador portátil en que había introducido los datos de navegación y posicionamiento. Mientras Nora esperaba, arrancó el ordenador y empezó a manipular el teclado. Al cabo de unos segundos, esbozó una mueca extraña e hizo un movimiento de negación con la cabeza.

—Me lo temía —dijo al fin.

Nora frunció el entrecejo.

—No me digas que no es lo bastante potente.

Holroyd se echó a reír con gesto burlón.

—¿Potente? Utiliza un lector por satélite de veinticuatro canales con control remoto por infrarrojos. Puede señalar posiciones, geodificar ubicaciones automáticamente, localizar caminos apenas perceptibles….cualquier cosa.

—Entonces, ¿cuál es el problema? ¿Ya esta roto?

—No es que esté roto, es que no puede establecer ninguna posición. Tiene que localizar al menos tres satélites geoestacionarios de forma simultánea para obtener una lectura. Con las paredes tan altas de este cañón no puede ni localizar a uno. ¿Lo ves?

Le mostró el ordenador a Nora y esta acercó su caballo. Un mapa aéreo de alta resolución del sistema de cañones de Kaiparowits inundaba la pantalla. Encima de él se abrían ventanas más pequeñas que contenían mapas ampliados del lago Powell, brújulas en tiempo real y datos. En una de las ventanas leyó una serie de mensajes:

MODO NMEA ACTIVADO

LOCALIZANDO SATÉLITES…

SATÉLITES LOCALIZADOS HASTA EL MOMENTO: O

POSICIÓN 3-D NO DISPONIBLE

LAT. /LONG.: NO DISPONIBLE

ELEVACIÓN: NO DISPONIBLE

DATOS EFEMÉRIDES NO DISPONIBLES

TRASLADAR UNIDAD Y REINICIALIZAR

—¿Ves esto? —Holroyd señaló una ventanilla de la pantalla en la que varios puntos rojos describían una órbita en trayectorias circulares—. Ésos son los satélites disponibles. El color verde significa buena recepción, el amarillo mala recepción y el rojo que no hay recepción. Todos son de color rojo.

—¿Ya nos hemos perdido? —preguntó Black desde la retaguardia con un tono a medio camino entre la aprensión y la satisfacción. Nora no le hizo caso.

—Si quieres una lectura —le explicó Holroyd—, tendrás que subir a lo alto del cañón.

Nora contempló las vertiginosas paredes rojas, imponentes, pintadas con el barniz del desierto, y volvió a dirigir la mirada a Holroyd.

—Tú primero.

Holroyd sonrió, apagó el ordenador y lo guardó en las alforjas.

—Cuando funciona, es una unidad estupenda, pero supongo que en estos parajes hasta la tecnología tiene sus límites.

—¿Queréis que suba y obtenga la lectura? —inquirió Sloane, adelantándose a lomos de su caballo con aire sonriente. Nora la miró con curiosidad—. He traído unas cosillas —añadió al tiempo que destapaba una de sus alforjas para mostrarles un equipo de montañismo compuesto por mosquetones, ganchos de resorte y clavijas. Escrutó atentamente las paredes de roca—. Podría hacerlo en tres tramos, quizá en dos. No parece demasiado difícil, seguramente podría subir haciendo escalada libre.

—Será mejor dejarlo para cuando de veras lo necesitemos —repuso Nora—. Ahora prefiero no perder tiempo, así que calculémoslo según el método tradicional: a ojo de buen cubero.

—Tú mandas —dijo Sloane con tono jovial.

—A ojo de buen cubero —murmuró Smithback—. Hummm… Nunca me gustó esa expresión.

—Puede que no tengamos satélites —explicó Nora—, pero tenemos mapas. —Desplegando el mapa de Holroyd encima de la montura, lo examinó minuciosamente y calculó la velocidad aproximada del grupo y el tiempo que llevaban avanzando Marco un punto en la posición donde probablemente se hallaban y escribió al lado la fecha y la hora.

—¿Has hecho esto muchas veces? —le preguntó Holroyd. Nora asintió.

—Todos los arqueólogos deben ser buenos leyendo mapas es un requisito indispensable. A veces es una auténtica odisea encontrar algunas de las ruinas más lejanas, y lo que lo hace más difícil es esto. —Señalo una nota que había en la esquina del mapa y que rezaba: «AVISO: LOS DATOS NO HAN SIDO CONTRASTADOS SOBRE EL TERRENO»—. La mayoría de estos mapas se realizan a partir de imágenes estereogramáticas captadas desde el aire. A veces lo que se ve desde un avión es muy distinto de lo que se ve a pie. Como podrás observar, tu imagen del radar, que es del todo exacta no siempre se corresponde con lo que aparece impreso en el mapa.

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