La ciudad sagrada (21 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Misterio, Intriga

Sloane apagó la linterna y plegó el mapa.

¿Qué te hace pensar que nuestros caballos lo lograrán?

—Mi padre encontró una forma de hacer que sus caballos atravesasen esas montañas. Si él lo consiguió, nosotros también podemos.

Sloane le dirigió una mirada larga y penetrante bajo la luz de las estrellas, sin que aquel mohín simpático abandonase su rostro un solo instante. Luego se limitó a asentir con la cabeza.

18

A
la mañana siguiente, después de un desayuno casi tan milagroso como el del día anterior, Nora reunió al grupo junto a los caballos, ya preparados con la carga.

—Hoy va a ser un día duro —anunció—. Seguramente tendremos que andar mucho.

—A mí no me importa andar —intervino Holroyd—. Tengo agujetas en partes de mi cuerpo que ni siquiera sé cómo se llaman. —Se oyó un murmullo de asentimiento.

—¿Podéis darme otro animal de carga? —preguntó Smithback, apoyándose contra una roca.

Swire solté un escupitajo de tabaco de mascar.

—¿Hay algún problema?

—Sí, uno muy gordo.
Perezoso
sigue intentando morderme.

El caballo movió la cabeza como si quisiera asentir aparatosamente y luego soltó un relincho diabólico.

—Supongo que le gustará el sabor del jamón —conjeturó Swire.

—Señor
Prosciutto
para ti, amigo.

—El pobre animal sólo quiere un poco de diversión. Si de verdad quisiera morderte, te darías cuenta. Como ya te dije, tiene mucho sentido del humor, igual que tú. —Swire miró a Nora.

—Roscoe tiene razón —convino Nora, que se vio obligada a reconocer que la turbación del reportero le resultaba íntimamente satisfactoria—. Preferiría no hacer ningún cambio hasta que no nos quede otro remedio. Démosle otro día. —Se encaramó a la montura y dio la señal para que los demás hiciesen lo propio—. Sloane y yo iremos delante, abriendo camino. Roscoe cubrirá la retaguardia.

Avanzaron por el lecho seco del arroyo y los caballos se abrieron paso a través de los espesos matorrales. El Recodo Tortuoso era un cañón muy cerrado y caluroso, y carecía de los atractivos de la marcha del día anterior. Sobre una de las paredes laterales del cañón se proyectaba una oscura sombra de color violáceo, mientras que en la otra incidía de pleno la luz del sol, un contraste casi doloroso para la vista. Los cenizos y los sauces se arqueaban sobre las cabezas de los jinetes, creando un túnel abrasador en el que unos tábanos monstruosos y gigantescos zumbaban sin cesar.

La vegetación se hizo aún más espesa y Nora y Sloane desmontaron para abrir un camino. La marcha estaba resultando penosa y agotadora y, para empeorar las cosas, sólo encontraron unos pocos manantiales subterráneos de agua estancada, cuyo escaso contenido no podía saciar la sed de los animales. Los miembros de la expedición parecían llevarlo bastante bien, salvo por la sarcástica protesta de Black cuando se anunció que debían racionar el agua durante un rato. Nora se preguntó cuál sería la reacción del científico cuando llegasen a la Espalda del Diablo, en algún lugar del páramo que se extendía ante ellos. Su carácter empezaba a resultar un precio muy alto que pagar por su experiencia y profesionalidad.

Al fin llegaron a una extensa charca de agua pantanosa oculta al otro lado de un tobogán de piedra. Los caballos se agolparon hacia adelante y, con la excitación, Holroyd soltó la cuerda de
Charlie Taylor,
su animal de carga, que sin dudarlo un instante, se precipitó hacia la charca.

Swire se volvió al oírlo.

—¡Espera! —gritó, pero era demasiado tarde.

Todo se detuvo de repente, en medio de un horrible silencio, cuando el caballo se percató de que estaba hundiéndose en aquellas arenas movedizas. Acto seguido, en una exhibición de sus músculos flexores, el animal intentó retroceder levantando las natas, salpicando montones de barro espeso y relinchando de puro terror. Al cabo de unos segundos, volvió a desplomarse sobre el lodo, temblando de miedo.

Sin tiempo para vacilaciones, Swire llegó de un salto al lodazal y se situó junto al caballo, sacó su cuchillo y asestó dos golpes a las cinchas, cortándolas de cuajo. Nora vio cómo noventa kilos de provisiones se deslizaban por el lomo del animal hasta hundirse en el barro. Swire agarró la cuerda y tiró de la cabeza del caballo hacia un lado mientras lo fustigaba en la grupa. Finalmente, el caballo logró salir ileso de la trampa. Swire se alejó del lodo por sus propios medios, arrastrando al animal tras de sí. Tras enfundar de nuevo el cuchillo, recogió la cuerda que guiaba al animal y se la devolvió a Holroyd.

—Lo siento —se disculpó tímidamente el joven, mirando avergonzado a Nora.

Swire introdujo una bola de tabaco de mascar en sus voluminosos carrillos.

—No te preocupes. Puede pasarle a cualquiera. Tanto Swire como el caballo estaban cubiertos de un barro hediondo de pies a cabeza.

—Puede que sea el momento de parar para almorzar —sugirió Nora.

Después de una rápida comida, con las cantimploras llenas de agua depurada y una vez que hubieron abrevado a los caballos, se pusieron en marcha de nuevo. El calor creciente había sumido al cañón en una especie de sopor opresivo, y todo estaba en silencio salvo por el repiqueteo de los cascos de los caballos y los insultos ocasionales que Smithback le dirigía a su bestia de carga.

—Maldita sea,
Elmcr,
quítame tus labios peludos de encima! —exclamó.

—Le gustas —comentó Swire con sorna—. Y te recuerdo que se llama
Perezoso.

—En cuanto regresemos a la civilización, se va a llamar
Elmer
—dijo Smithback—, y lo llevaré personalmente al primer matadero que encuentre.

—De ese modo, lo único que conseguirás es herir sus sentimientos —sentenció Swire, y escupió un salivazo.

El camino se dividía de nuevo en un cañón sin nombre cuyas paredes eran más estrechas y habían sido erosionadas por las riadas., aunque había menos maleza y la marcha se hizo un poco más llevadera. Al llegar a un amplio recodo, donde el desfiladero se ensanchaba temporalmente, Nora hizo detenerse a su caballo y esperó a que Sloane la alcanzase. Mirando con aire distraído alrededor, de repente su cuerpo se tensó y señaló hacia un montículo llano en el interior del recodo, donde las nadas habían surcado el viejo lecho del arroyo.

—¿Ves eso de ahí? —preguntó a la joven, señalando una aglomeración alargada de tierra sucia junto a lo que parecía una hilera lineal de piedras.

—Carbón —sentenció Sloane, acercándose con su caballo.

Ambas mujeres desmontaron y examinaron la capa de materia. Con la respiración agitada por la emoción, Nora se agachó para lomar unas muestras de carbón con unas pinzas y las introdujo en un tubo de ensayo.

—Igual que en el Gran Camino del Norte que conduce al Chaco —murmuró entre dientes. Se incorporó y añadió:

—Creo que lo hemos encontrado. Me refiero al camino que estaba siguiendo mi padre.

Sloane sonrió y dijo:

—Nunca lo dudé.

Al cabo de unos minutos, reemprendieron la marcha. A partir de allí, cada vez que el cañón tomaba un pronunciado recodo y el viejo fondo aparecía en forma de banco de arena muy por encima del arroyo, veían tierra mezclada con fragmentos de carbón y de vez en cuando, hileras de piedras. Constantemente Nora se sorprendía a sí misma pensando en su padre, imaginándolo cabalgar por aquel mismo camino, contemplar el mismo paisaje… Aquello le daba una sensación de cercanía que no había vuelto a sentir desde su muerte.

Hacia las tres de la tarde se detuvieron para que descansaran los caballos, refugiándose bajo una saliente.

—Eh, mirad —dijo Holroyd, señalando una gigantesca planta de color verde que crecía en la arena, cubierta de enormes flores blancas acampanadas—. Es una
datura
meteloides.
Sus raíces están llenas de atropina… el mismo veneno que contiene la belladona.

—No dejéis que la vea Bonarotti —bromeó Smithback.

—Algunas tribus indias se comen las raíces para tener visiones —explicó Nora.

—Además de lesiones cerebrales permanentes —repuso Holroyd.

Mientras los demás se sentaban de espaldas a la roca, comiendo frutos secos y nueces, Sloane sacó los prismáticos para examinar una serie de huecos que había en el cañón ciego de enfrente.

Al cabo de un minuto se dirigió a Nora.

—Lo suponía. Ahí hay un pequeño asentamiento, en ese precipicio. Es el primero que veo desde que salimos.

Tomando los prismáticos, Nora observó la pequeña ruina, encaramada en lo alto de la cara del precipicio. Se hallaba en una oquedad poco profunda y estaba orientada hacia el sur, tal como solían estar los asentamientos anasazi a fin de resguardarse del calor en verano y del frío en invierno. Vio un muro de contención de escasa altura que recorría la base del hueco, de tal forma que parecía haber construidas varias habitaciones en la parte posterior y un granero circular a un lado.

—Déjame ver —pidió Holroyd, y observó la ruina completamente inmóvil—. Es increíble —musitó.

—Existen miles de pequeñas ruinas como ésa en toda la región de los cañones de Utah —explicó Nora.

—¿Cómo vivían? —preguntó Holroyd sin dejar de mirar a través de los prismáticos.

—Probablemente cultivaban el lecho del cañón: maíz, calabazas y judías. Cazaban y recogían plantas. Supongo que ese asentamiento albergaba a una sola familia numerosa.

—No puedo creer que criaran a sus hijos ahí arriba —dijo Holroyd—. Hay que ser muy valiente para vivir en la pared de un precipicio como ése.

—O estar muy nervioso —añadió Nora—. Hay una gran controversia en torno a por qué los anasazi abandonaron sus pueblos en las llanuras y se refugiaron en esos asentamientos inaccesibles. Algunos creen que lo hicieron para defenderse.

—¡Pues claro! ¿Qué otra razón iba a haber si no? —Intervino Smithback, arrebatándole los prismáticos a Holroyd—. ¿Quién querría vivir ahí arriba pudiendo elegir no hacerlo? No hay ascensor, y seguro que Pizza Hut no cubre esta zona.

Nora lo miró y agregó:

—Lo extraño es que no tenemos ninguna prueba concluyente de que hubiese una guerra o una invasión. En el fondo, lo único que sabemos es que de repente los anasazi se retiraron a estos asentamientos colgantes, permanecieron ahí durante un tiempo y luego abandonaron la región de Cuatro Esquinas por completo. Algunos arqueólogos sostienen que la extinción total se debió a una profunda crisis social.

Sloane había estado observando los precipicios poniendo la mano como visera, pero entonces le arrebató los prismáticos a Smithback y escudriñó la roca más atentamente.

—Creo que veo un sendero para subir —anunció—. Si subimos por esa cuesta aurífera, hay un pequeño sendero pegado a la roca resbaladiza que conduce justo hasta el saliente. Desde allí es posible llegar. —Bajó los prismáticos y miró a Nora con un brillo de entusiasmo en los ojos ambarinos—. ¿Tenemos tiempo de intentarlo?

Nora consultó la hora. Llevaban un retraso considerable, así que… una hora más no importaría y, de hecho, tenían la obligación de inspeccionar tantas ruinas como les fuese posible. Además, puede que aquello animase a algunos espíritus decaídos. Levantó la vista para contemplar la pequeña ruina, sintiendo cómo su propia curiosidad iba en aumento. Siempre quedaba la posibilidad de que su padre hubiese explorado aquel yacimiento, tal vez incluso hubiese grabado sus iniciales en una roca para dejar constancia de su presencia.

—De acuerdo —anunció, llevándose la mano a su cámara—. No parece difícil.

—A mí también me gustaría ir —añadió Holroyd con entusiasmo—. Practiqué un poco de alpinismo cuando estaba en la universidad.

Nora miró aquel rostro ansioso, rojo de emoción. ¿Por qué no?

—Estoy segura de que Swire preferirá quedarse con los caballos mientras descansan un rato. —Nora se dirigió al grupo—: ¿Alguien más quiere venir?

Black dejó escapar Lina breve carcajada.

—No, gracias —repuso—. Le tengo mucho apego a mi vida.

Aragón levantó la vista de su cuaderno y negó con la cabeza. Bonarotti había ido a recoger setas. Smithback se apartó de la pared de roca y se desperezó con gesto exagerado.

—Supongo que será mejor que la acompañe, señora directora —dijo—. No sería correcto que encontrarais una piedra Roseta anasazi mientras yo estoy holgazaneando por aquí abajo.

Cruzaron el arroyo, subieron las rocas gateando y luego la cuesta aurífera, mientras la gravilla se desprendía a su paso. La cuesta de arenisca se hacía más pronunciada hasta alcanzar un ángulo de cuarenta y cinco grados, plagada de agujeros provocados por la erosión.

—Esa es la senda —anunció Nora—. Los anasazi las construían con martillos de cuarcita.

—Yo iré primero —dijo Sloane. Sorprendida, Nora comprobó que subía ágilmente, con las piernas y los brazos enrojecidos por el sol, los pies y las manos encontrando los huecos donde sujetarse con la seguridad instintiva de una veterana montañista—.¡Vamos! ¡Arriba! —los alentó al cabo de un minuto, arrodillándose en el saliente que había encima de sus cabezas.

Holroyd fue el siguiente y luego Nora vio a Smithback subir poco a poco y con sumo cuidado por la pared de roca resbaladiza, agarrándose con sus desgarbadas extremidades a los estrechos huecos y con la cara bañada en sudor. En aquel momento hubo algo en él que la hizo sonreír. Esperó a que hubiese completado con éxito la escalada para finalmente subir tras él.

Al cabo de unos minutos, los cuatro estaban sentados en el saliente, jadeando. Nora miró hacia el campamento que se desplegaba bajo sus pies, los caballos pacían sobre una extensión de arena y los seres humanos parecían manchas de color que salpicaban los precipicios rojos.

Sloane se puso en pie e inquirió:

—¿Estáis listos?

—Adelante —ordeno Nora.

Echaron a andar por el estrecho saliente. A pesar de que medía unos sesenta centímetros de anchura, el suelo estaba ligeramente inclinado y lleno de fragmentos de arenisca que caían aparatosamente al vacío a medida que iban avanzando. Unos metros después el saliente se ensanchó, doblaron una esquina y el asentamiento apareció a la vista.

Nora realizó una rápida inspección visual. El hueco debía de medir aproximadamente quince metros de longitud, tres metros de altura en su punto más alto y unos cuatro metros de profundidad. Habían construido un muro de contención de mampostería, no muy alto, en la entrada del agujero y lo habían rellenado con escombros para nivelar la superficie. Detrás había cuatro pequeñas estancias de piedras planas unidas entre sí con barro, una de ellas con una abertura diminuta a modo de puerta y el resto con ventanucos. Los constructores habían utilizado el techo natural de arenisca del agujero corno tejado.

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