Durante el resto del día el grupo avanzó con grandes esfuerzos por una maraña de cañones fragmentados en grandes grietas, adentrándose en un mundo surrealista que se parecía más a un paisaje onírico que a cualquier otra imagen telúrica o real. Las paredes mudas de piedra hablaban de milenios de la más rabiosa furia: corrimientos de tierra y erosión, inundaciones, terremotos y el interminable azote del viento. En cada recodo Nora se daba cuenta de que calcular su posición a ojo resultaba cada vez más difícil, con lo que las posibilidades de cometer un error aumentaban. Cada paso que daban los caballos los alejaba más y más de la civilización, de sus comodidades y del mundo conocido, sumergiéndolos en un paisaje extraño y misterioso. Los asentamientos, remotos e inaccesibles, empezaron a aparecer cada vez con mayor frecuencia, escondidos arteramente en las paredes del cañón. Cuando se detuvieron por enésima vez para estudiar el mapa, Nora tuvo la irracional sensación de que estaban entrando en territorio prohibido, corno si fueran una panda de intrusos. Al anochecer estaban tan cansados que la cena se desarrolló con frialdad y en silencio, de forma improvisada. La escasez de agua había obligado a Nora a imponer un régimen de racionamiento muy estricto. Bonarotti, viéndose forzado a cocinar sin agua y con los platos sucios, fue poniéndose de mal humor.
Después de cenar, el grupo se reunió con actitud apática en torno a la hoguera del campamento. Swire se sumó al resto del equipo tras echar un último vistazo a los caballos.
Se sentó junto a Nora y escupió en el suelo.
—Mañana por la mañana estos caballos llevarán sin beber agua potable treinta y seis horas seguidas. No sé cuánto tiempo podrán aguantar.
—Francamente, los caballos me importan una mierda —le espetó Black desde el otro lado de la fogata—. Me pregunto cuándo moriremos nosotros de sed.
Swire se volvió hacia él con el rostro iluminado por la danza de las llamas.
—Puede que no te hayas dado cuenta, pero si mueren los caballos, nosotros también moriremos. Es así de simple.
Nora miró a Black. Ante la luz de la fogata, tenía la cara ojerosa, y un brillo de pánico incipiente se reflejaba en sus ojos.
—¿Va todo bien, Aaron? —le preguntó.
—Dijiste que llegaríamos a Quivira mañana —contestó, huraño.
—Era sólo un cálculo aproximado, pero estamos tardando más tiempo del que había previsto.
—¡Y una mierda! —Soltó Black con desdén—. He estado observándote toda la tarde, mientras luchabas con esos mapas e intentabas que esa inútil unidad de localización funcionase. Creo que nos hemos perdido.
—No —repuso Nora—. No creo que nos hayamos perdido.
Black se arrellanó hacia atrás y añadió con tono más enérgico:
—¿Y se supone que eso tiene que darnos ánimos? ¿Y dónde está ese famoso camino? Lo vimos ayer, vale. Puede ser, pero ahora parece haberse desvanecido.
Nora había visto antes aquella clase de reacción ante el desierto, pero nunca resultaba agradable ser testigo de ella.
—Lo único que puedo decir es que llegaremos, probablemente mañana, el día siguiente a más tardar.
—¡Probablemente, dice! —Repitió con tono irónico, golpeándose las rodillas con la palma de las manos—. ¡Probablemente!
Bajo la luz parpadeante, Nora miró a los demás miembros del grupo. Todos tenían un pésimo aspecto debido a la falta de agua y estaban llenos de arañazos por el continuo avanzar entre la espesa maleza. Sloane, que no dejaba de deslizar arena entre sus dedos con aire pensativo, y Aragón, con su expresión distante habitual, eran los únicos que no parecían inquietos. Holroyd estaba contemplando las llamas de la hoguera, esta vez sin la compañía de un libro. Smithback llevaba el pelo más revuelto que nunca y sus huesudas rodillas estaban cubiertas de suciedad. Durante la tarde había estado quejándose de forma elocuente, asegurando que si Dios hubiese querido que los hombres montaran a caballo, habría creado a estos animales con un colchón en el lomo. Ni siquiera el hecho de que
Perezoso
hubiese cejado en su empeño de morderle le servía de consuelo.
En aquel grupo reinaba la desesperación más absoluta, y resultaba difícil de creer que el cambio se hubiese producido en menos de cuarenta y ocho horas de penoso viaje. Dios, pensó Nora, si ellos tienen ese aspecto, ¿cómo debo de estar yo?
—Comprendo que os sintáis preocupados —dijo quedamente—. Trato de hacerlo lo mejor posible, pero si alguno de vosotros tiene una idea constructiva, estoy deseando oírla.
—La única solución es seguir adelante —intervino Aragón con moderada vehemencia— y dejar de quejarnos. Los seres humanos del siglo XX no están acostumbrados a ningún reto físico.
La gente que vivía en estos desfiladeros se enfrentaba a la sed y a estos calores todos los días, sin rechistar. —Recorrió con una mirada hosca y sarcástica los rostros de sus compañeros.
—Bueno, después de oír esto me siento mucho mejor —ironizó Black—. Y yo que creía que estaba sufriendo por culpa de la sed.
Aragón miró fijamente a Black.
—Más que sed, lo que usted sufre es un trastorno no diferenciado de la personalidad, doctor Black.
Lleno de ira, Black se volvió, incapaz de articular palabra. Luego se puso en pie con piernas temblorosas y se alejó andando hacia su tienda, en silencio.
Nora lo observó atentamente. ¿Qué está pasando?, se preguntó. Lo que en principio parecía tan sencillo —la ruta anasazi, las descripciones en la carta de su padre— había ido complicándose desesperadamente sobre el terreno, y sólo podía empeorar: al día siguiente por la tarde, si sus cálculos eran correctos, llegarían a la Espalda del Diablo, la imponente cadena montañosa, abrupta y escarpada, que separaba aquel conjunto de desfiladeros del sistema aun mas aislado y remoto en que Quivira permanecía escondida. En el mapa parecía infranqueable y, sin embargo, su padre había logrado atravesarla. Tenía que haberlo logrado. Pero ¿por qué no dejó ninguna señal tras de sí? De pronto, justo después de plantearse aquella pregunta, dio con la respuesta: quería mantener la ubicación exacta de Quivira en un secreto que sólo él conociese. Por primera vez comprendió que la vaguedad de su carta era deliberada.
El grupo empezó a disolverse, dejando a Smithback medio dormido y a Aragón contemplando el fuego con gesto meditabundo. Sloane se sentó al lado de Nora.
—Este campamento no está tan mal —comentó—. Mira qué acabo de encontrar.
Nora dirigió la mirada hacia donde Sloane señalaba y descubrió, medio enterrada en la arena, una perfecta punta de flecha fabricada a partir de una ágata blanquísima moteada de puntitos rojos.
Nora la recogió con cuidado y la examinó a la luz del fuego.
—Es sorprendente lo mucho que apreciaban la belleza, ¿no crees? Siempre escogían los materiales más hermosos para fabricar sus herramientas de piedra. Es un ágata de Mesa Lobo, de un afloramiento de Nuevo México situado a casi quinientos kilómetros de aquí. Piensa en las enormes distancias que no les importaba recorrer con tal de conseguir los mejores objetos, los más preciosos.
Se la entregó a Sloane, que la observó con curiosidad.
—Es una pieza verdaderamente bonita —comentó con auténtica admiración. Tomó la punta entre sus manos y la depositó con cuidado entre el polvo—. Puede que, después de todo, esté mejor aquí que en cualquier otro sitio.
Aragón sonrió.
—Siempre es más grato —les explicó— dejar algo en el lugar que le corresponde naturalmente que encerrarlo en el sótano de un museo. —Los tres se quedaron en silencio, contemplando las llamas moribundas.
—Me alegro de que le hayas parado los pies a Black —le dijo al fin Nora a Aragón.
—Tal vez debería haberlo hecho mucho antes. —Hizo una pausa e inquirió—: ¿Qué piensas hacer con él?
—¿Con Black? —Nora meditó unos instantes antes de responder—. Nada, de momento.
Aragón asintió.
—Hace muchísimo tiempo que le conozco y siempre ha sido un hombre muy orgulloso de sí mismo. No es que no tenga motivos, puesto que se trata del mejor geocronólogo del país, pero esta faceta suya es nueva para mí. Creo que tiene miedo. Hay personas que se vienen abajo psicológicamente cuando se las aleja de la civilización, de los teléfonos, los hospitales, los coches, la electricidad…
—Estaba pensando en lo mismo —convino Nora—. Si es eso, cuando acampemos y establezcamos comunicación con el mundo exterior, se calmará.
—Supongo que sí, aunque también puede ser que no.
Se produjo un nuevo silencio.
—¿Y bien? —soltó Sloane al fin.
—Y bien, ¿qué?
—¿Nos hemos perdido? —le preguntó con delicadeza.
Nora lanzó un suspiro y respondió:
—No lo sé. Supongo que mañana lo averiguaremos.
Aragón emitió un gruñido.
—Si ésta es una ruta anasazi de verdad, no se parece a ninguna de las que he visto antes. Es como si los anasazi hubiesen querido borrar cualquier huella de su existencia. —Meneó la cabeza con gesto preocupado—. Presiento algo extraño, algo maligno, en esta ruta que estamos siguiendo.
Nora lo miró a los ojos e inquirió:
—¿Por qué dices eso?
En silencio el mejicano hurgó en la mochila y extrajo el tubo de ensayo que contenía las muestras de pintura negra para colocarlas en la palma de su mano.
—He hecho un PBT con luminol en una de estas muestras —explicó despacio—. El resultado ha sido positivo.
—Nunca he oído hablar de esa prueba —dijo Nora.
—Se trata de un test muy sencillo que emplean los antropólogos forenses. Y la policía. Sirve para identificar la presencia de sangre humana. —La miró con sus ojos oscuros ensombrecidos—. Lo que visteis no era pintura, sino sangre humana… Pero además había varias capas de sangre seca, auténticas costras de sangre.
—¡Dios mío! —Exclamó Nora, y el fragmento del relato de Coronado le vino a la cabeza de forma espontánea—. «Quivira» en su idioma significa «la casa del precipicio sangriento». Puede que en el fondo lo de «precipicio sangriento» no sea meramente simbólico…
Aragón sacó de la bolsa el pequeño cráneo que habían encontrado en Ruina Pete y se lo entregó a Nora.
—Después de obtener el resultado, decidí examinar la calavera que encontrasteis. Anoche uní los trozos en mi tienda. Pertenece a una niña de unos nueve o diez años. Sin duda se trata de una anasazi, porque se aprecia perfectamente cómo la cabecera de una cuna le acható la parte posterior del cráneo cuando era un bebé. —Le dio la vuelta cuidadosamente en sus manos—. Al principio pensé que había muerto a causa de un accidente, puede que por el desprendimiento de una roca, pero cuando la examiné más de cerca, vi esto… —Señaló una serie de muescas en la parte posterior de la calavera, cerca del centro—. Se las hicieron con un cuchillo de sílex.
—No puede ser —susurró Sloane.
—Sí. A esta niña le practicaron una trepanación.
S
kip Kelly enfiló con paso despreocupado uno de los senderos flanqueados por la sombra de los árboles del cuidado campus del instituto, restregándose unos ojos todavía medio adormilados. Era una maravillosa mañana veraniega, cálida, seca y muy prometedora. El sol derramaba una iluminación sedosa sobre el edificio y el césped, y había una curruca posada sobre unas lilas, trinando y gorjeando con su melodioso canto.
—Cierra el pico, pajarraco —gruñó Skip, y el ave obedeció al instante.
Ante él se extendía la reconstrucción de una estructura larga y baja de los indios pueblo, coloreada en las mismas tenues tonalidades tierra que el resto del campus del instituto. En el suelo, delante de la estructura, había un pequeño letrero de madera donde se leía «Colecciones Arqueológicas en letras de bronce
Sans serif.
Skip abrió la puerta y entró en el interior.
La puerta se cerró tras él con un estridente chirrido metálico y Skip arrugó el entrecejo y la nariz. ¡Dios, qué dolor de cabeza!; pensó. Tenía la boca pastosa, con sabor a moho y calcetines viejos, de modo que extrajo un chicle del bolsillo. Oh, Dios, a partir de ahora sólo beberé cerveza, se dijo como todas las mañanas.
Miró alrededor, dando gracias por que el lugar no estuviese demasiado iluminado. Se hallaba en una pequeña antecámara sin muebles, salvo por un par de vitrinas y un banco de madera de aspecto incómodo. Había muchas puertas, pero casi ninguna de ellas indicaba adonde conducían.
Se oyó un nuevo chirrido metálico y se abrió una de las puertas del fondo, por la que apareció una mujer que se acercó a él. Skip la miró sin interés: treinta y tantos años, pelo corto y castaño oscuro, enormes gafas redondas y camisa de pana.
La mujer le tendió la mano.
—Usted debe de ser Skip Kelly. Me llamo Sonya Rowling y soy la técnica jefe de laboratorio.
—Bonita camisa —contestó estrechándole la mano, y pensó que parecía ir vestida para una reunión del colegio de monjas. Nora, ésta me la pagarás.
Sonya no dio muestras de haber oído el cumplido.
—Le esperábamos hace una hora.
—Lo siento —masculló Skip como respuesta—. Me he dormido.
—Sígame. —La mujer giró sobre sus talones y volvió a cruzar la misma puerta por la que había entrado. Skip la siguió por un pasillo y dobló una esquina que daba a una gran sala. A diferencia de la antecámara, la estancia estaba abarrotada de distintos utensilios: largas mesas de metal cubiertas de herramientas, bandejas de plástico y listados; escritorios con pilas altísimas de libros y carpetas de anillas… Las paredes quedaban completamente tapadas por hileras interminables de archivadores de metal, todos cerrados. En el rincón que había más cerca de la puerta un hombre joven estaba de pie frente a un teclado, hablando por teléfono animadamente.
—Como puede observar, aquí se trabaja de verdad —le explicó la mujer, y señaló hacia una mesa relativamente vacía—. Siéntese y enseguida le pondremos manos a la obra.
Con sumo cuidado, Skip se deslizó en una silla junto a Sonya Rowling.
—Dios, qué tranca la mía… —masculló.
Rowling lo miró con sus ojos saltones.
—¿Qué dice?
—Tranca, resaca… Es que anoche bebí un pelín más de la cuenta —se apresuró a añadir.
—Ya. Entonces puede que eso explique su retraso. Estoy segura de que no volverá a suceder. —Hubo algo en la mirada de Rowling que hizo que Skip se irguiera un poco en la silla.
—Su hermana dice que tiene usted un talento natural para el trabajo de laboratorio. Bien, pues eso es lo que trataré de averiguar durante las próximas dos semanas. Empezaremos despacio, a ver qué sabe hacer. ¿Tiene experiencia en trabajo de campo?