La ciudad sagrada (27 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Misterio, Intriga

A medio camino, la grieta llena de escombros se interrumpía y daba paso a la senda de roca resbaladiza, mucho más peligrosa. Nora estiró el cuello para ver mejor lo que les deparaba el sendero. La peor parte del trayecto se extendía ante sus ojos, una simple sima en la cuesta de arenisca, erosionada por el paso del tiempo hasta convertirse en la sombra apenas de un camino. En los lugares donde la roca se había gastado hasta desaparecer del todo, los caballos iban a tener que pasar por encima de un hueco azul. Examinó con la mirada la serie de pronunciados y endiablados recodos, tratando de reprimir la ansiedad que se acumulaba en su interior.

Swire se detuvo y se volvió para mirarla con ojos fríos. Todavía podemos dar media vuelta, parecía proclamar su rostro. Pero a partir de aquí ya no tendremos esa posibilidad.

Nora le devolvió la mirada al vaquero patizambo, cuyos hombros apenas superaban la cruz del caballo. Por su aspecto, parecía tan asustado como ella.

Cuando cesó el cruce de miradas, Swire se volvió y, en silencio empezó a guiar a
Mestizo
hacia adelante. El animal dio unos pasos vacilantes y se detuvo, negándose a continuar. El vaquero lo obligó a avanzar un poco más y luego el caballo se paró otra vez, relinchando de miedo. Su herradura patinó ligeramente y se agarró de nuevo al suelo de arenisca.

Susurrándole al oído y sacudiendo el extremo del lazo por detrás del animal, Swire consiguió que
Mestizo
reanudara la marcha. Los demás lo siguieron, pues su experiencia anterior con las veredas y el poderoso instinto gregario de la manada los ayudaba a seguir adelante. Avanzaban cuesta arriba a un paso inseguro, los únicos sonidos que se oían correspondían al golpear y el rascar de las pezuñas de hierro contra la roca inclinada y resbaladiza, y los ocasionales resoplidos de auténtico pavor. Swire empezó a canturrear con voz temblorosa una canción lastimera y relajante, de letra apenas inteligible.

Llegaron a la primera revuelta pronunciada. Poco a poco, Swire guió a
Mestizo
por la curva y siguió camino arriba por la pared rocosa, dejando atrás una profunda grieta hasta situarse directamente encima de la cabeza de Nora. En ese momento
Sweetgrass
se resbaló y rascó el borde de la roca con los cascos. Por unos segundos, Nora creyó que ella misma iba a caer al vacío. Luego se recobró, con los ojos muy abiertos por la impresión y las piernas temblorosas.

Al cabo de unos minutos angustiosos, llegaron al segundo recodo, una terrible y pronunciadísima curva a lo largo de una sección particularmente estrecha del camino. Al llegar al otro extremo,
Mestizo
volvió a detenerse. El segundo caballo,
Perezoso,
le imitó y empezó a retroceder. Observándolo desde abajo, Nora vio al animal colocar una pata trasera en el borde y luego dejarla suspendida en el aire.

Se quedo inmóvil Los cuartos traseros del caballo se tambalearon hacia atrás, y el animal empezó a cocear, en busca de un inexistente suelo donde apoyarse. Irremediablemente el caballo perdió el equilibrio y cayó por el borde del camino, rodó por la pared rocosa y se precipitó hacia ella, soltando un relincho extraño y estridente. Nora lo observaba, paralizada por el miedo. La escena parecía transcurrir a cámara lenta mientras el caballo caía y sus patas coceaban en un aterrador paso de ballet. Sintió cómo la sombra del animal pasaba junto a su cara y luego el peso de aquel cuerpo se desplomó sobre
Fiddlehead,,
justo delante de sus ojos, con un terrible golpe mortal.
Fiddlehead
desapareció cuando ambos animales se precipitaron al vacío por el borde del precipicio. Se produjo un terrible momento de silencio, expectante, seguido de dos golpes sordos y el crujido seco de las rocas al desprenderse. El eco de los sonidos parecía repetirse sin cesar por todo el valle, retumbando en paredes todavía más lejanas.

—¡Vamos, sigue adelante! —exclamó Swire desde arriba. Obligándose a moverse, Nora hizo avanzar al nuevo caballo que cubría la retaguardia, el caballo de Smithback,
Huracán.
Sin embargo, el animal no quería moverse, unos espasmos de horror le sacudían los costados. De pronto, en un instante frenético, el animal se encabritó y empezó a dar vueltas alrededor de Nora, que, instintivamente lo agarró por el cabestro. En medio de los furiosos arañazos del acero sobre la roca,
Huracán
empezó a rascar el borde del camino con los cascos, mirándola con ojos desorbitados. Al darse cuenta de su error, la mujer soltó el cabestro de inmediato, pero ya era demasiado tarde y, en su caída, el caballo le hizo perder el equilibrio a ella también. En unos segundos vio cómo se abría ante sí un abismo azul. Aterrizó sobre un costado y sus piernas rodaron hasta el borde del precipicio, mientras con las manos escarbaba desesperadamente para agarrarse a la suave arenisca. Oyó los gritos de Swire como si éste se hallase a kilómetros de distancia y luego el ruido sordo de un saco húmedo cuando
Huracán
tocó fondo.

Desesperada, se aferró a la roca, luchando para no caer en el abismo insondable sobre el que estaba suspendida. Notaba el cosquilleo de las corrientes de viento ascendentes en las piernas. Consciente de que le iba la vida en ello, se agarró a la piedra con mas fuerza mientras arañaba la roca con las uñas, que se le rompían al resbalar su cuerpo por la superficie de la pendiente. De repente palpo con la mano derecha un pequeño saliente que no llegaba al centímetro de altura, pero cuya superficie bastaba para poder agarrarse a el. Tensó el cuerpo, sintiendo que poco a poco le abandonaban las fuerzas. Ahora o nunca, pensó, y balanceando las piernas de lado a lado, tomó un fuerte impulso, lo suficiente para lograr que uno de sus pies volviese a la superficie del sendero. Con un segundo impulso consiguió subir el resto del cuerpo y regresar. Tendida boca arriba, el corazón le latía desbocado. Desde arriba, oía los relinchos de terror y el sonido de los cascos sobre la piedra.

—¡Haz el puto favor de subir! ¡Sigue adelante! —gritó Swire a lo lejos. Temblando, se puso en pie y echó a andar, como en un sueno, guiando al resto de la recua camino arriba.

No recordaba el resto del trayecto. El último recuerdo nítido que conservaba era el de ella misma tumbada boca abajo, abrazada a la roca polvorienta y cálida de la cima de la montaña; luego un par de manos ayudándola a volverse con cuidado, y el rostro sereno y serio de Aragón examinando el suyo. Junto a él estaban Smithback y Holroyd, observándola con gran preocupación. El gesto de Holroyd en particular era una máscara de dolorosa inquietud.

Aragón ayudó a Nora a apoyarse contra una roca.

—Los caballos… —masculló Nora.

—No había otra solución —la interrumpió Aragón con delicadeza, tomando sus manos—. Estás herida.

Nora bajó la vista. Tenía las manos cubiertas de la sangre que manaba de sus uñas destrozadas. Aragón abrió el botiquín y añadió:

—Cuando estabas balanceándote en ese precipicio, creí que ibas a morir. —Le frotó los dedos y extrajo fragmentos de arenilla y uña con unas pinzas. Trabajaba deprisa, con manos de experto, aplicando antibiótico tópico y colocándole vendajes en la punta de los dedos—. Ponte guantes durante unos días —le aconsejó—. Estarás un poco incómoda, pero las heridas son superficiales.

Nora miró a los demás miembros del grupo que, inmóviles y en silencio por la impresión de lo sucedido, también la observaban.

—¿Dónde está Roscoe? —acertó a preguntar.

—Abajo, al pie del sendero —contestó Sloane.

Nora hundió la cabeza entre las manos con gesto apesadumbrado. A modo de respuesta, se oyeron tres disparos espaciados procedentes de abajo, retumbando ensordecedoramente por los cañones antes de extinguirse como un trueno lejano.

—Dios —gimió Nora.
Fiddlhead,
su propio caballo;
Perezoso,
el enemigo de Smithback;
Huracán
los tres habían muerto. Recordaba con claridad los ojos implorantes de
Huracán,
sus dientes, largos y extraños, expuestos en una última mueca de terror.

Al cabo de diez minutos apareció Swire, jadeando. Pasó junto a Nora y se dirigió hacia los caballos, redistribuyendo y cargando las alforjas en silencio. Holroyd se acercó a la mujer y la tomó de la mano con delicadeza.

—He conseguido una lectura por satélite —le susurró. Nora alzó la vista para mirarlo; sin importarle sus palabras—. Estamos en la senda correcta —añadió sonriendo.

Pero Nora se limitó a menear la cabeza.

Comparado con la aterradora ascensión, el descenso hacia el valle, una vez que la escarpada cordillera fue quedando atrás, presentaba pocas dificultades. Los caballos, percibiendo la proximidad del agua, avanzaban al trote. Pese al cansancio extremo, el grupo echó a caminar a paso ligero y Nora advirtió que los sucesos de las últimas horas perdían nitidez en su memoria a causa de la sed abrasadora. Se arrojaron al agua río arriba, a cierta distancia del lugar donde bebían los caballos. Nora se tiró boca abajo, hundiendo la cara en el agua. Era la sensación más exquisita que había experimentado jamás y empezó a beber con desesperación, deteniéndose únicamente para tomar aire, hasta que un repentino espasmo de náuseas le contrajo el estómago. Se apartó del arroyo, refugiándose bajo los álamos susurrantes, respirando con fuerza y sintiendo el escozor de la evaporación bajo sus ropas húmedas. Las náuseas cesaron paulatinamente. Vio a Black doblado sobre su estómago en la arboleda, vomitando agua, y al cabo de unos instantes Holroyd se sumó a él. Smithback estaba arrodillado en el arroyo, totalmente ajeno a lo que le rodeaba, refrescándose la cabeza con las manos. Sloane se acercó con paso vacilante, chorreando, y se arrodilló junto a Nora.

—Swire necesita nuestra ayuda con los caballos —dijo.

Bajaron por el arroyo y ayudaron al vaquero a sacar a los caballos del agua, para impedir que alguno de ellos bebiese demasiada y le provocara la muerte. Durante el proceso, Swire eludió la mirada de Nora.

Tras un descanso, el grupo montó de nuevo y continuó riachuelo abajo hacia el interior del nuevo mundo del valle. El agua fluía por el lecho empedrado, impregnándolo todo con su apacible murmullo. Por todas partes se oían los sonidos de la vida: el canto de las cigarras, el zumbido de las libélulas e incluso el croar ocasional de alguna rana. Una vez mitigada la sed, el horror apabullante del accidente regresó con toda su fuerza a la mente de Nora. Montaba un nuevo caballo,
Arbuckles, y
cada movimiento brusco parecía un recuerdo lleno de reproche de
Fiddlebead.
Pensó en el poema que Swire le había escrito a
Huracán,
casi una balada amorosa, y se preguntó cómo iba a conseguir que se arreglasen las cosas entre los dos.

Atravesaron el valle, que se estrechaba al alcanzar la extensa meseta de arenisca que se alzaba ante ellos, a menos de un kilómetro. Nora alzó la vista para contemplar los precipicios que les flanqueaban el paso y de nuevo le llamó la atención que no hubiese rastro de ruinas. Si bien era un valle idóneo para los asentamientos prehistóricos, seguía sin haber nada interesante. Si después de todo lo ocurrido aquél no resultaba ser el sistema de desfiladeros que andaban buscando… Trató de alejar aquel pensamiento de su mente.

Se acercaron a un nuevo meandro. La meseta desnuda se hallaba cada vez más cerca y el arroyo desaparecía al fin en la angosta garganta secundaria que se abría a su lado. De acuerdo con el mapa del radar, el cañón debía dar acceso, al cabo de un kilómetro y medio aproximadamente, al pequeño valle donde —esperaba— se hallaba Quivira. Pero sin duda la garganta secundaría que había entre ellos y el valle interior era demasiado estrecha para permitir el paso a los caballos.

Mientras se acercaban al enorme muro de arenisca, Nora reparó en una roca gigantesca que había junto al arroyo y en cuyos costados se apreciaban unas curiosas marcas. Desmontó y se acercó a la mole, descubriendo un pequeño panel de petroglifos similares a los que habían encontrado en la falda de la cordillera: una serie de puntos y un pequeño pie, junto con otra estrella y un sol. Asimismo, observó que había una enorme espiral invertida grabada encima de las demás imágenes.

El resto del grupo se acercó a ella. Aragón examinó los dibujos detenidamente.

—¿Tú que crees? —le preguntó.

—He visto otros ejemplos de cenefas de puntos como estas en los antiguos caminos de acceso a poblados hopi —comentó—. Creo que facilitan información sobre distancias y direcciones.

—Sí, claro —ironizó Black—. Y sobre los enlaces de autopistas y el emplazamiento de la siguiente estación de servicio, seguro. Todo el mundo sabe que los petroglifos anasazi son indescifrables.

Aragón hizo caso omiso de sus palabras.

—El dibujo del pie significa el camino a pie y los puntos indican la distancia. Basándome en otros yacimientos que he explorado, cada punto representa una distancia a pie de unos dieciséis minutos, alrededor de un kilómetro.

—¿Y el antílope? —Preguntó Nora— ¿Qué significa?

Aragón la miró.

—Un antílope —se limitó a responder.

—O sea, ¿que no es un tipo de escritura?

Aragón volvió a examinar la roca y añadió:

—No en el sentido en que solemos entenderlo. No es fonético ni silábico ni ideográfico. En mi opinión, se trata de una forma completamente distinta de utilizar los símbolos, pero eso no significa que no sea escritura.

—En el otro lado de la montaña —explicó Nora— vi una estrella dentro de la luna y ésta en el interior del sol. Nunca había visto nada semejante.

—Sí. El sol es el símbolo de la deidad suprema, la luna el símbolo del futuro y la estrella un símbolo de verdad. Yo lo interpretaría como un indicador de que más adelante hay una especie de oráculo, el Delfos de los anasazi.

—¿Te refieres a Quivira? —preguntó Nora.

Aragón hizo un gesto de asentimiento.

—¿Y qué significa esta espiral? —inquirió Holroyd.

Aragón vaciló unos segundos antes de contestar.

—Añadieron esa espiral más tarde. Está invertida, por supuesto. —Bajó el tono de voz y agregó—: Dentro del contexto general, yo diría que se trata de una advertencia, una señal de mal agüero que abarca todo lo demás. Algo así como un aviso a los viajeros de que no sigan adelante, una señal de peligro.

Se produjo un súbito silencio.

—¡Rayos y centellas! ¡Maldición! —exclamó Smithback con sorna.

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