La ciudad sagrada (12 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Misterio, Intriga

—De eso precisamente quería hablarte —susurró—.
Tburber
ha desaparecido.

De repente, Nora sintió que le faltaba el aire.

—¿Desaparecido? —repitió.

Atemorizado, Skip bajó la mirada.

—¿Que pasó?

Su hermano empezó a negar con la cabeza.

—No lo sé. Debió de ocurrir durante la segunda noche que no estabas. En la primera el perro estaba bien o, por lo menos, tan bien como suele estar. Cuando llegué la segunda noche y lo llamé, había desaparecido. Fue una cosa muy rara. La llave de la puerta estaba echada y todas las ventanas cerradas, pero noté un olor extraño en la casa, como a flores. Fuera había un perro ladrando como un loco, pero no parecía
Thurber.
Salí de todas formas y eché un vistazo por los alrededores. Debió de saltar la valla o algo así. —Lanzó un profundo suspiro y miró a su hermana—. Lo siento mucho, Nora, de verdad. Lo busqué por todas partes, hablé con los vecinos, llamé a la perrera…

—¿No te dejaste una puerta abierta? —le preguntó Nora. La cólera en estado puro que había sentido la noche anterior, la sensación de que alguien había violado su intimidad, había desaparecido por completo para dar paso a un terrible y extraño sentimiento de miedo.

—Te juro que no. Como ya te he dicho, todo estaba completamente cerrado.

Skip, escúchame con atención —prosiguió en voz baja—. Cuando anoche llegué a casa, supe que había algo raro. Alguien había estado en mi apartamento. Todo estaba sucio, mi cepillo para el pelo había desaparecido y en el aire flotaba un olor como el que me has descrito. Entonces oí un ruido extraño, como si alguien rascara la puerta, y salí afuera… —Se interrumpió. ¿Cómo explicárselo? ¿Cómo explicarle que había visto una figura peluda y encorvada, la extraña ausencia de huellas o pisadas, la sensación de total extrañeza que se había apoderado de ella a solas en la oscuridad, con la linterna en la mano? Y ahora
Thurber…

El gesto escéptico de Skip se transformó al instante en la viva imagen de la preocupación.

—Oye, Nora, has tenido una semana muy movida —señaló—. Primero, lo que te pasó en el rancho, luego esta expedición que de pronto sale de no se sabe dónde y ahora la desaparición de
Thurber.
¿Por qué no te vas a casa y descansas? —Nora lo miró a los ojos— ¿Qué pasa? ¿Es que te da miedo ir a tu casa? —le preguntó.

—No es eso —contestó—. Ha venido el cerrajero esta mañana a instalar una segunda cerradura. Es que… —vaciló unos segundos antes de continuar— sólo tengo que pasar inadvertida durante un par de días. Puedo cuidar de mí misma. En cuanto me marche de Santa Fe, ya no habrá más problemas, pero Skip, prométeme que tendrás mucho cuidado mientras estoy fuera. Dejaré la pistola de papá en el cajón de la mesita de noche de mi apartamento. Quiero que la tengas cuando me haya ido. Y no aparezcas por el viejo rancho, ¿de acuerdo?

—¿Tienes miedo de que el hombre del saco venga por mí y me lleve consigo?

Nora exclamó de inmediato.

—¡Eso no tiene ninguna gracia y lo sabes!

—Vale, vale. Bueno, nunca voy a esa choza en ruinas de todas formas. Además, después de lo que pasó el otro día, estoy seguro de que Teresa está vigilándola como si fuera un halcón, con el dedo en el gatillo a todas horas.

Nora lanzó un hondo suspiro.

—Tal vez tengas razón.

—La tengo. Ya lo verás. Hombre del saco, cero. Winchester, uno.

11

M
esa Calaveras descansaba apaciblemente bajo el cielo de la medianoche. Era un islote impreciso irguiéndose en medio de un océano de rocas quebradas y anfractuosas, la basta llanura de lava de El Malpaís, en pleno centro de Nuevo México. Una pantalla de nubes había apartado a un lado a las estrellas para hacerse sitio, y la meseta yacía inmóvil bajo la misma, silenciosa, oscura y deshabitada. El asentamiento más cercano era quemado a 80 kilómetros.

Mesa Calaveras no siempre había estado deshabitada. En el siglo XIV los indios anasazi se habían desplazado a sus precipicios, orientados al sur, excavando cuevas en la suave roca volcánica. Sin embargo, el lugar había resultado muy poco acogedor, y las cuevas habían quedado abandonadas durante medio milenio. En aquella zona remota de El Malpaís no había carreteras ni senderos, y las cuevas permanecían tranquilas e intactas.

Dos figuras oscuras se movieron entre las mudas plataformas de roca quebrada y los bloques de lava petrificada que envolvían los costados de la mesa. Iban cubiertas con pieles gruesas y sus movimientos poseían la rapidez y el sigilo de un lobo. Ambas figuras llevaban pesadas joyas de plata: cinturones con forma de conchas, collares de flores de calabaza, discos de turquesas y viejas empuñaduras de textura granulada. Bajo las pesadas guarniciones, la piel desnuda estaba embadurnada con pintura gruesa.

Llegaron a la ladera aurífera que había bajo las cuevas e iniciaron el ascenso, avanzando entre rocas grandes y alisadas por la erosión y otras piedras que habían caído a causa de los desprendimientos. Al final del mismo precipicio enfilaron con rapidez un angosto sendero y desaparecieron por la boca oscura de una cueva.

Una vez en el interior, hicieron un alto en el camino. Una figura permaneció en la entrada de la cueva mientras la segunda se internaba velozmente hacia el fondo. Apartó una roca a un lado y ésta reveló un pasaje estrecho que daba a una sala más pequeña. Se oía un débil ruido, como si alguien estuviera rascando algo, y la luz temblorosa de una tea encendida reveló que la estancia no se hallaba vacía: era una pequeña cámara funeraria anasazi. En los nichos excavados en la pared del fondo yacían tres cadáveres momificados, acompañados de unas cuantas vasijas rotas y patéticas que alguien había dejado allí como ofrenda. La figura depositó en un saliente de gran altura una bola de cera con un trozo de paja en su interior y la encendió, desprendiendo un brillo vacilante.

A continuación se desplazó hasta el cadáver del medio, una forma gris y delicada, envuelta en una piel de bisonte en estado de putrefacción. Sus labios momificados dejaban los dientes al descubierto y tenía la boca abierta en un rictus monstruoso de hilaridad, tenía las piernas recogidas contra el pecho y le habían atado Las rodillas con cordeles; los ojos eran un par de agujeros, enmarañados con hebras de tejido, y las manos estaban contraídas en dos puños arrugados, con las uñas rotas y colgando, roídas por las ratas.

La figura extendió los brazos y acunó el cadáver con una ternura infinita, lo retiró del nicho y lo tendió sobre la gruesa capa de polvo del suelo cavernoso. Hurgando entre las pieles, extrajo una pequeña cesta entretejida a mano y un fardo de medicinas. Después de abrir el paquete, sacó algo y lo sostuvo en el aire bajo la luz temblorosa: un par de delicados cabellos de bronce.

La figura se volvió de nuevo hacia la momia y, muy despacio, le introdujo en la boca ambos cabellos, empujando con fuerza hasta que alcanzaron la garganta. Acto seguido se oyó un chisporroteo y la figura retrocedió unos pasos, la vela se apagó y una vez más reinó la oscuridad más absoluta. Del fondo de la cueva surgió un sonido grave, un murmullo y luego un nombre, entonado una y otra vez en voz baja y regular: «Kelly… Kelly… Kelly…»

Pasó mucho rato; se oyó de nuevo la fricción de una cerilla y la cera volvió a encenderse. La figura rebuscó en la cesta y luego se inclinó sobre el cadáver. Un cuchillo de obsidiana muy afilado reverberó bajo la escasa luz. Se produjo un sonido de raspadura débil y rítmico, el ruido de una piedra cortando carne seca y crujiente. Al punto, la figura se incorporó, sosteniendo en la mano un pequeño redondel de cuero cabelludo moteado con los remolinos de pelo de la parte posterior de la cabeza momificada. La figura lo depositó reverentemente en la cesta.

Luego se inclinó de nuevo y esta vez se oyó un ruido parecido al de una pala, aún más estrepitoso. Al cabo de unos minutos, se produjo un golpe seco. La figura sostuvo en el aire un pedazo circular del hueso del cráneo, lo examinó y lo colocó en la cesta junto a los restos de cuero cabelludo. A continuación, deslizó el cuchillo por el cuerpo de la momia hasta llegar a los puños cerrados y atrofiados. Con sumo cuidado, apartó los jirones de piel de bisonte podrida de sus manos y las acarició con las suyas. Luego introdujo el cuchillo entre los dedos y fue seccionándolos metódicamente, arrancándolos uno a uno, para retirar con el cuchillo la piel de las yemas y echar los parches de piel disecada en la cesta. Cuando terminó, la figura procedió a repetir la operación con los dedos de los pies de la momia, partiéndolos como si fueran bastoncillos y recortando rápidamente la parte de las yemas de nuevo. Una débil lluvia de polvo caía sobre el suelo de la cueva.

La cestilla fue llenándose de fragmentos del cadáver mientras la vela improvisada se consumía. La figura se apresuró a envolver a la momia y la colocó de nuevo en su nicho de la pared, antes de que la llama se extinguiera por completo. Después de recoger la cesta, salió de la cámara y volvió a colocar la roca en su sitio. Con cuidado, extrajo una bolsa de gamuza de entre sus pieles, deshizo el fuerte nudo que la cerraba y la abrió. Apartándola de su propio cuerpo, esparció minuciosamente un fino reguero de una sustancia polvorienta por la base de la roca. Acto seguido, volvió a cerrar la bolsa con cautela y se reunió con su compañero a la entrada de la cueva. Deprisa y sin hacer ruido, bajaron por la pared del precipicio y de nuevo los engulló la oscuridad de la vasta llanura de lava de El Malpaís.

12

L
os faros de la camioneta de Nora temblaban entre los rayos de la aurora de la mañana, zigzagueando a través de las nubes de polvo que se levantaban del suelo de los corrales, iluminando las vallas de madera del rancho. Se detuvo en una zona de aparcamiento y apagó el motor, junto a un par de vehículos de color oscuro, una ranchera y una furgoneta, ambas con el emblema del instituto. Habían traído dos remolques para caballos hasta unas caballerizas próximas y los trabajadores del rancho estaban cargando los animales bajo las luces eléctricas.

Nora salió al aire fresco del amanecer y echó un vistazo alrededor. El cielo no empezaría a iluminarse hasta media hora después, pero el lucero del alba ya estaba desperezándose, una brusca mota de luz en la bóveda de terciopelo. Los vehículos del instituto estaban vacíos y Nora sabía que todo el mundo debía de encontrarse en el círculo de la hoguera, donde Goddard tenía planeado presentar a los miembros de la expedición y ofrecer un breve discurso de despedida. Al cabo de una hora, iniciarían el largo trayecto hasta Page, Anzona. al final del lago Powell. Había llegado el momento de conocer a los demás.

Sin embargo, aún retrasó un poco más el encuentro. El aire estaba impregnado con los sonidos de su infancia: los golpes del látigo, los gritos y silbidos de los vaqueros, el ruido de los cascos de los caballos en los remolques, el estruendo de las vallas de protección para el ganado… Cuando el aroma a piñas quemadas, caballos y polvo la embargó, el fuerte nudo que sentía en el estómago empezó a ceder. En los tres días anteriores se había mostrado extremadamente prudente, atenta y vigilante, y pese a toda su atención, no había vuelto a ver nada extraño que la alarmase. Habían completado la composición del equipo con bastante rapidez y discreción. Nadie ajeno al proyecto había oído una sola palabra acerca del mismo y una vez allí, lejos de Santa Fe, Nora advirtió que parte de la tensión que la había mantenido dolorosamente alerta todos aquellos días había empezado a aliviarse. El misterio de quién había enviado la carta de su padre seguía acechándola a cada instante, pero al menos sabía que en cuanto se pusieran en camino lograría despistar y dejar atrás a sus extraños perseguidores.

Un vaquero tocado con un viejo sombrero salió a pie del corral, guiando un caballo con cada mano. Nora se volvió para mirarlo. El hombre apenas medía metro cincuenta, estaba más bien flaco, aunque fornido, y era patizambo. Volvió la cabeza para reprender a los trabajadores del rancho que se habían quedado rezagados en la polvorienta oscuridad, jalonando sus órdenes con exabruptos y palabras malsonantes. Ése debe de ser Roscoe Swire, pensó Nora, el vaquero que había contratado Goddard. Parecía conocer bien su trabajo, pero tal como decía siempre su padre: —no se sabe si es un vaquero de verdad hasta que lo ves montar». De repente, Nora volvió a sentirse molesta por el hecho de que el presidente del instituto hubiese decidido la contratación de todo el personal, incluido el vaquero. Sin embargo, al fin y al cabo era Goddard quien pagaba las facturas.

Sacó su silla de montar de la parte trasera de la camioneta y rodeó el vehículo.

—¿Es usted Roscoe Swire? —le preguntó.

El hombre se volvió y se quitó el sombrero con un ademán que acabó siendo cortés e irónico a la vez.

—Para servirla —dijo con voz sorprendentemente grave. Lucía un bigote de dimensiones descomunales, tenía los labios caídos y unos ojos tristones y enormes. Sin embargo, había cierta rudeza, puede que incluso agresividad, en su actitud.

—Soy Nora Kelly —dijo estrechando su pequeña mano, tan áspera y postillosa que era como agarrar un erizo con las manos. Asi que es usted la jefa —señaló Swire con una sonrisa burlona—. Encantado. —Miró la silla de montar—. ¿Qué trae ahí?

—Es mía. Supuse que querría cargarla con el resto en la parte delantera del remolque.

Volvió a tocarse con el sombrero muy despacio.

—Parece que ha llevado un buen tute esa silla.

—La tengo desde los dieciséis años.

Swire esbozó una nueva sonrisa y comentó:

—Vaya, una arqueóloga que sabe montar a caballo.

—Soy una experta preparando buenas alforjas y, por si fuera poco, bateo al béisbol mucho mejor que algunos que se consideran profesionales —dijo Nora.

Al oír aquello, Swire sacó una cajita de galletas de jengibre del bolsillo, escondió una bajo el bigote y empezó a masticarla.

—Vaya —farfulló con la boca llena—, parece que no tiene usted abuela. —Examinó la montura más de cerca—. «Guarniciones Valle Grande», aparejo de tres cuartos con alforjas cheyenne. Si alguna vez quiere venderla, hágamelo saber. —Nora se echó a reír—. Oiga, los demás acaban de subir hacia la hoguera. ¿Qué sabe usted de ellos? ¿Qué son, una panda de neoyorquinos de vacaciones o qué?

Nora descubrió que Swire y su tono sarcástico empezaban a caerle bien.

—No conozco a casi ninguno de ellos. Es un grupo mixto. Al parecer, casi todo el mundo cree que los arqueólogos son como Indiana Jones, pero yo he conocido a muchos que son incapaces de montar a caballo, aunque sea cosa de vida o muerte, o que nunca se han aventurado a traspasar los muros de la clase y el laboratorio. Todo depende de la clase de trabajo que hayan hecho. Estoy segura de que más de uno acabará teniendo agujetas en el culo al final del primer día. —Se acordó de Sloane Goddard, la universitaria de las hermandades femeninas, y se preguntó cómo ella, Holroyd y los demás se las apañarían con la silla de montar.

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