Eso era todo.
Nora volvió a meter la carta con cuidado en el sobre. Tardó más tiempo del necesario y se dio cuenta de que le temblaban las manos.
Se incorporó en la silla, abrumada por sus sentimientos enfrentados. Siempre había sabido que su padre era una especie de arqueólogo aficionado, pero le avergonzaba pensar que hubiese planeado saquear aquel yacimiento extraordinario en beneficio propio.
Sin embargo, sabía que su padre no era un hombre codicioso. El dinero le importaba poco y lo que más le apasionaba era la búsqueda. Además, pese a todo lo que hubiese dicho su madre, estaba segura de que quería a sus hijos más que a cualquier otra cosa en el mundo.
Echó un nuevo vistazo a los mapas que tenía desplegados ante sí. Si el yacimiento era verdaderamente tan importante como su padre decía, debía de seguir siendo desconocido, porque no había nada parecido señalado en los mapas. El asentamiento humano más cercano parecía ser un poblado indio extremadamente apartado señalado con el nombre de Nankoweap, y se hallaba a varios días de camino en el rincón más lejano del laberinto de desfiladeros. Según el mapa, ni siquiera había una carretera que condujese al poblado, sino un camino sólo apto para montañistas.
La arqueóloga que había en su interior sintió una punzada de excitación y entusiasmo. La posibilidad de encontrar Quivira sería una forma de justificar la vida de su padre y también un modo de averiguar, por fin, qué le había sucedido. Además, pensó no sin cierto arrepentimiento, tampoco le vendría mal para su carrera profesional.
Luego, se levantó de la silla. Por supuesto, era imposible saber adonde se había dirigido su padre con sólo mirar aquellos mapas. Si de veras quería encontrar Quivira y resolver el misterio de la desaparición de su padre, tendría que aventurarse en aquella zona ella misma.
Smalls levantó la vista del libro que estaba leyendo cuando Nora asomó la cabeza por su despacho.
—Ya he terminado, gracias.
—De nada —respondió él—. Oiga, es hora de almorzar, y en cuanto cierre me iré por un burrito. ¿Le apetece almorzar conmigo?
Nora rehusó la invitación.
—Tengo que volver a mi despacho, gracias. Me queda mucho trabajo por hacer esta tarde.
—En ese caso, lo dejamos para otra ocasión, un día que no esté tan ocupada, ¿de acuerdo? —sugirió Smalls.
—Me temo que el día que eso suceda se congelará este desierto. —Nora salió por la puerta mientras el hombre soltaba una risa áspera.
Mientras subía por las escaleras, las vendas le tiraron de la piel del brazo y le recordaron una vez más la agresión de la noche anterior. Sabía que, si hacía caso del sentido común, debía denunciar el suceso a la policía, pero cuando pensó en la investigación, en todo el tiempo que perdería y en el hecho de que lo más probable era que no diesen crédito a su versión, decidió no hacerlo. No había nada, nada en absoluto, capaz de interponerse entre ella y lo que tenía que hacer.
M
urray Blakewood, el presidente del Instituto Arqueológico de Santa Fe, volvió su cabeza plateada hacia Nora. Como de costumbre, en su rostro se reflejaba una expresión de cortesía distante y tenía las manos entrelazadas sobre la mesa de palisandro. La miraba con ojos fijos y serenos.
La luz del despacho era tenue y las paredes estaban adornadas con vitrinas discretamente iluminadas y llenas de piezas de la colección del museo. Detrás del escritorio había un retablo dorado mejicano del siglo XVI, mientras que en la pared opuesta colgaba la manta de uno de los primeros jefes navajos, tejida según el diseño
eyedazzler,
quizá una de las únicas dos existentes de su clase. Por lo general, Nora nunca conseguía apartar la vista de tan valiosas reliquias, pero aquel día ni siquiera les dedicó una mirada.
—He traído un mapa de la zona —dijo al tiempo que extraía de su portafolios el mapa de un cuadrante de 30 por 60 minutos de la meseta de Kaiparowits y lo extendía con las manos delante de Blakewood—. ¿Lo ve? He señalado los yacimientos existentes en el área.
Blakewood asintió con la cabeza y Nora suspiró. Aquello no iba a ser nada fácil.
—La ciudad de Quivira de la que hablaba Coronado está justo aquí —añadió con cierta precipitación—, en estos cañones situados al oeste de la meseta de Kaiparowits.
Se produjo un silencio, Blakewood se reclinó en la silla y empezó a hablar en un tono amablemente irónico.
—Aquí faltan un par de detalles, doctora Kelly, y me he perdido.
Nora echó mano de su portafolios y extrajo una hoja fotocopiada.
—Permita que le lea un fragmento de una de las crónicas de la expedición de Coronado, escrito alrededor de 1540. —Carraspeó y empezó a leer—: «Los indios cicuye hicieron dar un paso al frente a uno de los esclavos que habían capturado en tierras remotas para mostrárselo al general. Éste interrogó al esclavo por medio de varios intérpretes.
»El esclavo le habló de una ciudad lejana llamada Quivira. Es una ciudad santa, dijo, donde viven los sacerdotes de la lluvia, quienes custodian los anales de su historia desde el principio de los tiempos. Explicó que era una ciudad muy próspera; el servicio de mesa era, por lo general, del oro puro más refinado imaginable, y las jarras, los platos y los cuencos también estaban hechos con oro, refinado, pulido y decorado. Llamaba al oro ʺacochisʺ. Dijo que despreciaban cualquier otro tipo de material.
»El general le preguntó a aquel hombre dónde estaba ubicada la ciudad y éste le respondió que se hallaba a muchas semanas de viaje, a través de unos desfiladeros de profundidades abismales y montañas de cumbres altísimas. Había víboras, inundaciones, terremotos y tormentas de arena en aquella tierra distante, y nadie que se hubiese internado en aquellos parajes en su busca había regresado jamás. ʺQuiviraʺ en su idioma significa la casa del precipicio sangrientoʺ.»
Nora devolvió la hoja a su portafolios.
—En otros fragmentos de dichas crónicas se hace alusión a «los antiguos». Obviamente se refieren a los anasazi, puesto que el vocablo «anasazi» significa…
—«Los antiguos enemigos» —la interrumpió Blakewood con delicadeza.
—Exacto —convino Nora—. En resumidas cuentas, «la casa del precipicio maldito» implicaría que se trata de alguna clase de asentamiento, sin duda un pueblo construido en la ladera de un desfiladero o algún barranco en la zona de las rocas rojas del sur de Utah. Esa clase de desfiladeros brillan como la sangre cuando llueve. —Dio unos golpecitos en el mapa e inquinó—. ¿Y en qué otro lugar iba a estar escondida una ciudad tan grande? Además, esta zona es famosa por sus repentinas riadas, que aparecen de la nada y arrasan con todo. Los cañones están situados justo encima de la zona volcánica de Kaibab, que crea muchísima actividad sísmica a bajo nivel. Se han explorado al milímetro todas y cada una de las demás zonas. El área de los desfiladeros era una especie de fortaleza de los anasazi. Éste tiene que ser el lugar, no tengo ninguna duda, doctor Blakewood. Dispongo además de esta otra crónica donde se relata…
Nora se interrumpió cuando vio que Blakewood fruncía el entrecejo.
—¿Qué pruebas tiene? —le preguntó.
—Éstas son mis pruebas.
—Vaya, ya comprendo. —Blakewood exhaló un suspiro y agregó—: Y quiere organizar una expedición financiada por el instituto para explorar el área.
—Así es. Y si lo prefiere, yo misma puedo encargarme del papeleo.
Blakewood la miró y empezó a decir, señalando el mapa:
—Doctora Kelly, esto… no son pruebas. No es más que pura especulación.
—Pero…
Blakewood la interrumpió con un ademán.
—Déjeme terminar. El área que me ha descrito abarca unos mil seiscientos kilómetros cuadrados. Aunque dentro de ella se hallasen las ruinas de una gran ciudad, ¿cómo sugiere usted encontrarla?
Nora titubeó un poco antes de contestar. ¿Debía contárselo todo?
—Tengo en mi poder una vieja carta —empezó a explicarle— en que se describe un viejo camino anasazi que recorre esos desfiladeros. Creo que el camino conduce directamente a la ciudad perdida.
—¿Una carta? —Blakewood arqueó las cejas.
—Sí.
—¿Escrita por un arqueólogo?
—Preferiría no contestar a esa pregunta de momento.
Una sombra de irritación surcó el rostro de Blakewood.
—Doctora Kelly… Nora, permítame señalarle un par de aspectos prácticos con respecto a este asunto. No existen suficientes pruebas, ni aun con esa misteriosa carta de la que me habla, para justificar un permiso de exploración, con que mucho menos una excavación. Y tal como ha mencionado usted misma, la zona es famosa por las fuertes tormentas eléctricas que se producen en verano y por sus riadas. Es más, la meseta de Kaiparowits y la parte occidental de la misma albergan el sistema de desfiladeros más complejo del planeta.
El lugar perfecto para esconder una ciudad, se dijo Nora.
Blakewood la observó unos instantes y luego se aclaró la garganta antes de añadir:
—Nora, me gustaría darle un consejo profesional.
La mujer tragó saliva; no esperaba que la conversación tomara aquellos derroteros.
—La arqueología en nuestros tiempos no es como hace cien años. Ya se han encontrado todos los yacimientos más espectaculares. Nuestro trabajo consiste en avanzar más despacio, en reunir los pequeños detalles, analizar… —Inclinó el cuerpo hacia adelante y susurró—: Tengo la sensación de que usted siempre anda en busca de las ruinas más fabulosas, lo más antiguo y grandioso. Nada de eso existe ya, Nora, ni siquiera en la meseta de Kaiparowits. Se han organizado al menos media docena de exploraciones arqueológicas en esa zona desde que los Wetherills exploraron esos cañones por primera vez.
Tras escuchar las palabras de aquel hombre, Nora luchó por mantener su propia incertidumbre a raya. Ella misma era consciente de que no había forma humana de saber a ciencia cierta si su padre había llegado a la ciudad o no, pero no albergaba dudas acerca del tono de absoluto convencimiento de su carta ni del entusiasmo que demostraba por el éxito. Además, no conseguía librarse de una idea que la obsesionaba: de algún modo, aquellos hombres, aquellas criaturas que la habían atacado en la casa conocían la existencia de la carta, lo cual significaba que también tenían razones para creer en Quivira.
—Hay muchas ruinas perdidas en el sudoeste —se oyó decir a sí misma—, enterradas en la arenisca u ocultas en las laderas de los desfiladeros. Tomemos la ciudad perdida de Senecú, por ejemplo. Eran unas enormes ruinas que descubrieron los españoles y que luego nadie más ha vuelto a encontrar.
Se produjo una tensa pausa mientras Blakewood golpeteaba el escritorio con un lápiz.
—Nora, hay algo más de lo que quería hablar con usted —dijo con un gesto de irritación más evidente—. ¿Cuánto tiempo lleva aquí? ¿Cinco años?
—Cinco y medio, doctor Blakewood.
—Cuando la contrataron como profesora adjunta, era consciente de lo que implicaba el proceso de titularidad, ¿no es así?
—Sí. —Nora sabía perfectamente qué era lo que venía a continuación.
—Dentro de seis meses se cumple el plazo para la revisión de su caso y, francamente, no estoy seguro de que vayan a aprobar su plaza como titular.
Nora permaneció en silencio.
—Si no recuerdo mal, su paso por la universidad fue realmente brillante, por eso le permitimos que se quedara con nosotros, pero una vez que la contratamos, tardó tres años en terminar su tesis.
—Pero, doctor Blakewood, ¿es que no se acuerda de los problemas que me retuvieron en el yacimiento de Río Puerco…? —Se interrumpió cuando vio a Blakewood alzar la mano de nuevo.
—Sí. Como en las mejores instituciones académicas, exigimos ciertos requisitos para las becas, los requisitos de las publicaciones y… ya que menciona el yacimiento de Río Puerco… ¿se puede saber dónde está su informe?
—Bueno, verá… justo después de eso, encontramos aquel extraño jacal calcinado en las montañas de Gallego…
—¡Nora! —la interrumpió Blakewood con cierta brusquedad, y añadió después de hacer una pausa—: El hecho es que va usted saltando de proyecto en proyecto. Todavía tiene que escribir sus informes sobre dos excavaciones muy importantes en los próximos seis meses, no tiene tiempo para ir por ahí tras la quimera de una ciudad que sólo existió en la imaginación de los conquistadores españoles.
—¡Pero sí que existe! —exclamó Nora—. ¡Mi padre la encontró!
La expresión de desconcierto que se reflejó en el rostro de Blakewood no encajaba en absoluto con su semblante habitualmente plácido.
—¿Su padre?
—Exacto. Encontró una antigua ruta anasazi que conducía hasta la zona de los desfiladeros. La siguió hasta el asentamiento, hasta la mismísima senda de montaña que llegaba hasta la ciudad. Documentó todo el viaje por escrito.
Blakewood suspiró hondo.
—Ahora entiendo su entusiasmo. No pretendo criticar a su padre, pero no es que fuese la persona más… —No terminó la frase, pero Nora sabía perfectamente que la palabra que había estado a punto de pronunciar era «fiable». Sintió que un hormigueo le recorría la espina dorsal. Ten cuidado, pensó, o podrías perder tu trabajo ahora mismo. Tragó saliva. Blakewood prosiguió con voz más grave—: Nora, ¿sabía que conocí a su padre?
Nora hizo un gesto de negación con la cabeza. Mucha gente había conocido a su padre; Santa Fe era una ciudad pequeña, por lo menos para los arqueólogos. La relación de Pat Kelly con ellos nunca había sido demasiado amigable: unas veces les proporcionaba información muy valiosa y otras desenterraba las ruinas él mismo.
—En muchos aspectos era un hombre extraordinario y brillante, pero también un soñador. Los hechos le traían completamente sin cuidado.
—Pero escribió que había encontrado la ciudad…
—Ha dicho usted que encontró una ruta prehistórica —puntualizó Blakewood—, cuando lo cierto es que existen miles de ellas en la zona de los desfiladeros. ¿Escribió acaso que de veras había encontrado la ciudad, que la había visto con sus propios ojos?
Nora permaneció en silencio unos instantes antes de contestar.
—No exactamente, pero…
—En ese caso, ya he dicho todo cuanto tenía que decir con respecto a esta expedición… y a la revisión de su plaza como titular. —Volvió a cruzar sus manos arrugadas y Nora vio cómo el hermoso fruncido de su piel parecía casi translúcido sobre la superficie bruñida del escritorio—. ¿Desea algo más? —preguntó con más afabilidad.