La ciudad sagrada (25 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Misterio, Intriga

—Sí, mi hermana y yo somos los propietarios.

—¿Y su hermana se llama Nora Waterford Kelly?

—Exacto.

—¿Y cuál es el paradero de su hermana en este momento?

—Está en una expedición arqueológica en Utah.

Martínez asintió con la cabeza.

—¿Cuándo se marchó?

—Hace tres días. No volverá hasta dentro de un par de semanas por lo menos. —Una vez más, Skip hizo amago de ponerse en pie—. ¿Tiene esto algo que ver con ella?

Martínez obvió la pregunta con un ademán desdeñoso.

—Sus padres están muertos, ¿no es así?

Skip asintió.

—Y ahora trabaja usted en el Instituto Arqueológico de Santa Fe.

—Lo hacía hasta que apareció usted.

Martínez sonrió.

—¿Y cuánto tiempo hace que trabaja en el instituto?

—Ya se lo dije en el coche. Hoy era mi primer día.

Martínez asintió de nuevo, esta vez más despacio.

—¿Y antes dónde trabajaba?

—He estado buscando trabajo.

—Comprendo. ¿Y cuándo trabajó por última vez?

—Nunca. No desde que me gradué en la universidad el año pasado, vaya.

—¿Conoce a Teresa González?

Skip se humedeció los labios.

—Sí, conozco a Teresa. Era nuestra vecina en el rancho.

—¿Cuándo vio a Teresa por última vez?

—Dios, no lo sé. Hace diez meses, quizá once. Poco después de graduarme.

—¿Y su hermana? ¿Cuándo vio a la señorita González por última vez?

Skip se removió en el asiento.

—Veamos… Hace un par de días, creo. Ayudó a Nora en el rancho.

—¿Se refiere a Nora, su hermana? —Preguntó Martínez—. ¿Cómo la ayudó?

Skip vaciló unos segundos antes de contestar.

—Mi hermana fue víctima de una agresión.

Los músculos del cuello de Martínez se tensaron unos instantes.

—¿Le importaría explicarme eso?

—Teresa solía llamar a mi hermana cuando oía ruidos en el viejo caserón; vándalos, crios, esa clase de cosas… Últimamente ha habido mucho jaleo por allí, de modo que ha llamado a mi hermana varias veces. Nora fue allí hace una semana más o menos y me dijo que la habían atacado. Teresa oyó ruidos, se acercó con una escopeta y los asustó.

—¿Le dijo algo más? ¿Una descripción de los agresores?

—Nora me contó… —Skip titubeó unos instantes—. Verá, Nora me contó que fueron dos personas. Dos personas disfrazadas de animales. —Decidió no mencionar la carta. Sea lo que fuere lo que estaba pasando, no le convenían más complicaciones.

—¿Por qué no denunció su hermana la agresión? —inquirió Martínez al fin.

—No lo sé exactamente. Lo de acudir a la policía no es su estilo, siempre quiere hacerlo todo ella sola. Creo que le preocupaba que pudiese retrasar su expedición.

Martínez pareció reflexionar unos segundos v luego añadió:

—Señor Kelly, ¿puede explicarme cuáles han sido sus movimientos durante las últimas cuarenta y ocho horas?

Skip se quedo atónito. Luego se reclinó en la silla y respiró hondo.

—Excepto por mi visita al instituto de esta mañana, he pasado todo el fin de semana en mi apartamento.

Martínez consultó una hoja de papel.

—¿ En el número 2113 de la calle de Sebastián, apartamento 2-B?

—Sí.

—¿Y vio usted a alguien en ese período de tiempo?

Skip tragó saliva.

—Larry, el de la tienda de licores El dorado, me vio el sábado por la tarde. Mi hermana me telefoneó el sábado por la noche, tarde.

—¿Alguien mas?

—Bueno, mi vecino me llamó tres o cuatro veces.

—¿Su vecino?

—Sí. Reg Freiburg, el de la puerta de al lado. No le gusta que ponga la música alta.

Martínez se recostó en la silla, mesándose su cortísimo pelo negro. Guardó unos segundos de silencio que a Skip le parecieron eternos y al final se irguió de nuevo en su asiento.

—Señor Kelly, Teresa González fue hallada muerta anoche en el rancho de su propiedad.

De repente, Skip sintió que el cuerpo le pesaba enormemente.

—¿Teresa?

Martínez asintió.

—Todos los domingos por la tarde recibe un pedido de comida para los animales del rancho. El domingo pasado, no abría la puerta y el repartidor se extrañó al ver que los animales no habían comido y que el perro estaba encerrado en el interior de la casa. Como seguía sin abrir la puerta a la mañana siguiente, cuando fue de nuevo, el hombre se preocupó y nos llamó.

—Oh, Dios mío —masculló Skip, meneando la cabeza con gesto consternado—.

Teresa… No puedo creerlo.

El teniente se removió en la silla sin dejar de mirar a Skip.

—Cuando fuimos a la casa, tenía la cama sin hacer
y
la ropa tirada. El perro estaba aterrorizado. Era como si algo le hubiese hecho levantarse de la cama de repente, en plena noche, pero no había ni rastro de ella en toda la propiedad, de modo que decidimos hacer una visita a los ranchos más cercanos. El suyo fue el primero. —Inspiró lentamente—. Vimos movimiento en el interior v resultaron ser unos perros que estaban disputándose algo. —Se interrumpió y apretó los labios.

Skip apenas lo escuchaba. Estaba pensando en Teresa, tratando de recordar la última vez que la había visto. El y Nora habían ido a la casa a recoger unos cuantos trastos para decorar el apartamento de ella. Teresa estaba fuera en el jardín, los había visto y los había saludado con su entusiasmo característico. Aún podía verla, bajando por el sendero que conducía hasta el rancho, con su melena castaña despeinada y mecida por el viento.

De pronto Skip reparó en la única carpeta que había en el centro del escritorio. En un lado se leían las palabras GONZALEZ, T. El borde brillante de una fotografía en blanco y negro asomaba por una de las esquinas de la carpeta, e instintivamente hizo ademán de tirar de ella.

—Yo que usted no haría eso —le advirtió Martínez, pero no hizo nada por detenerlo. Skip tomó el borde de la fotografía con los dedos, dejando al descubierto la totalidad de la misma, y el horror lo paralizó.

Teresa estaba tumbada sobre su espalda, con una pierna cruzada sobre la otra y la mano izquierda extendida hacia arriba, como si pretendiese atrapar un balón de fútbol errático. Skip creía que se trataba de ella, porque reconoció en aquella habitación la vieja cocina del rancho familiar, con el antiguo horno de su madre en la esquina superior derecha de la fotografía.

La propia Teresa resultaba casi irreconocible; tenía la boca abierta, pero le faltaban las mejillas. A través de los huecos horadados en la carne despedazada, los empastes de los dientes relucían sardónicamente bajo el flash de la cámara. Pese a que la fotografía era en blanco y negro, Skip advirtió que la piel tenía una tonalidad oscura muy poco natural. Le faltaban varias partes: algunos dedos, un pecho, la parte más carnosa de un muslo… Unas manchitas negras y unas líneas irregulares le salpicaban todo el cuerpo, la tarjeta de visita de los animales de rapiña que, sin ninguna prisa, habían estado atiborrándose a su entera satisfacción. Lo que había sido la garganta de Teresa era ahora una cavidad descarnada de huesos y cartílagos, rodeada por pellejos en carne viva. La sangre coagulada fluía en un pavoroso reguero hasta llegar a un agujero en los viejos tablones de madera del suelo. Rodeando el río de sangre había numerosas marcas que a Skip le parecieron huellas de animales.

—Perros —le informó Martínez, retirando con delicadeza la mano de Skip y cerrando la carpeta.

Skip empezó a abrir y cerrar la boca sin lograr emitir sonido alguno.

—¿Qué dice? —acertó a decir al fin.

—Unos perros callejeros han estado ensañándose con su cuerpo durante un día o más.

—¿La mataron unos perros?

—Eso creíamos al principio. Le habían arrancado el cuello de un solo mordisco y tenía señales de zarpas y mordeduras por todo el cuerpo. Sin embargo, el examen inicial del juez de instrucción reveló pruebas concluyentes de que se trata de un homicidio.

Skip lo miró e inquirió:

—¿Qué clase de pruebas?

Martínez se levantó con una ágil afabilidad que parecía contradecirse con el tono de sus palabras.

—Un tipo de mutilación muy poco frecuente de los dedos de las manos y los pies, entre otras cosas. Tendremos más datos cuando finalice la autopsia esta tarde. Mientras tanto, tiene usted que hacerme tres favores: no le diga nada de esto a nadie, no se acerque al rancho y, lo más importante de todo, esté localizable y no se marche a ninguna parte sin avisarnos primero.

Sin añadir una sola palabra, condujo a Skip al exterior de la sala hasta el pasillo.

22

D
urante el desayuno de la mañana siguiente, los miembros de la expedición permanecieron inusitadamente silenciosos. Nora percibía una sombra de incertidumbre e inseguridad acechando el grupo. Sin duda los comentarios de Black de la víspera habían dejado huella en ellos.

Emprendieron la marcha hacia el noroeste, enfilando un cañón inhóspito y brutal desprovisto de vegetación. Pese a la temprana hora de la mañana, el calor ya empezaba a desprenderse de las rocas agrietadas, haciéndolas parecer etéreas e insustanciales.

Sedientos, los caballos estaban irritables y resultaba difícil controlarlos.

A medida que avanzaban el sistema de desfiladeros se hacía cada vez más intrincado, bifurcándose y ramificándose hasta convertirse en un tortuoso laberinto. Seguía siendo imposible obtener una lectura por satélite desde el fondo del cañón, cuyas paredes eran tan escarpadas que Sloane no podría haberlas escalado sin poner en peligro su vida. Nora advirtió que pasaba tanto tiempo consultando el mapa como viajando. Varias veces se vieron obligados a dar marcha atrás y salir de un cañón bloqueado, mientras que otras la expedición tenía que esperar mientras Nora y Sloane se adelantaban para explorar una posible rula. Black permanecía en silencio —algo muy raro en él—, y en su rostro se reflejaba una tétrica expresión, mezcla de miedo e ira.

Nora luchaba con sus propias dudas. ¿Habría llegado su padre hasta allí realmente? Se habían equivocado de camino en algún punto? De vez en cuando descubrían montones de carbón desperdigados aquí y allá, pero eran tan pequeños y poco frecuentes que podían deberse a cualquier cosa, quizá incluso fueran los restos de los incendios espontáneos y arrasadores. La asaltó una nueva duda, una idea que ni siquiera se atrevía a considerar seriamente: ¿y si su padre deliraba al escribir aquella carta? Le parecía imposible que alguien hubiese logrado atravesar aquel endiablado laberinto.

Otras veces pensaba en el cráneo roto y la sangre seca y en lo que ambos podían significar. En su cabeza Ruina Pete había pasado de ser un asentamiento sin demasiada importancia a transformarse en un pequeño y desconcertante enigma.

Hacia media mañana, el cañón había terminado en un súbito rompecabezas de rocas maléficas. Agachándose, atravesaron como pudieron una abertura y fueron a parar a un valle salpicado de enebros. Desde la cima, Nora miró a la derecha y vio la meseta de Kaiparowits en forma de una línea alta y oscura dibujada sobre el horizonte.

Luego miró hacia adelante y se sintió horrorizada y entusiasmada al mismo tiempo. En el extremo opuesto del valle, bañada por la luz del sol se alzaba lo que solo podía ser la Espalda del Diablo: la intrincada cadena montañosa que había estado anhelando y temiendo desde el comienzo de la expedición. Se trataba de una gigantesca e irregular cordillera de arenisca de al menos trescientos metros de altura y muchos kilómetros de longitud, plagada de huecos y hendiduras labradas por el viento y dividida en fracturas y grietas verticales. La cima era tan escarpada como el lomo de un dinosaurio, y en conjunto resultaba espantosa en toda su belleza.

Nora condujo al grupo hasta la sombra de una roca enorme, donde desmontaron. Se apartó a un lado en compañía de Swire.

—A ver si podemos encontrar nosotros un camino para subir —dijo Nora—. Parece muy complicado.

Swire tardó unos segundos en contestar.

—Desde aquí, «complicado» no es la palabra —corrigió el vaquero—. Yo lo llamaría imposible.

—Mi padre lo consiguió con sus dos caballos.

—Eso dijiste —Swire soltó un esputo de tabaco—. Aunque lo cierto es que no es la única cordillera que hay por aquí.

—Es una cuesta rocosa —intervino Black, que había estado escuchando la conversación. —Se extiende a lo largo de al menos ciento sesenta kilómetros. La supuesta cordillera de tu padre podría estar en cualquier punto de esa cuesta.

—Ésta es la correcta —aseguró Nora un poco más despacio, tratando de borrar cualquier atisbo de incertidumbre en su voz.

Swire meneó la cabeza y empezó a liar un cigarrillo.

—Escucha, Nora, quiero ver el camino con mis propios ojos antes de hacer que los caballos suban por él.

—Me parece bien —convino Nora—. Pues vamos a buscarlo. Sloane, vigila esto un poco hasta que volvamos.

—De acuerdo —dijo con su voz de contralto.

Echaron a andar hacia el norte siguiendo la falda de la cordillera, en busca de una grieta o una muesca en la roca que señalara el comienzo de una senda. Al cabo de casi un kilómetro, llegaron a unas cuevas horadadas en la roca. Nora advirtió que en algunas de ellas había viejas manchas de humo negro en el techo.

—Aquí vivieron anasazis —comentó.

—Son unos agujeros horribles.

—Probablemente eran asentamientos temporales —le explicó Nora—. Tal vez cultivaban las tierras del lecho del cañón.

—Pues debían de cultivar chumberas, porque otra cosa… —murmuró Swire lacónicamente.

A medida que avanzaban hacia el norte, el cauce seco se dividió en varios afluentes igual de secos, separados por torres de piedra y pequeños afloramientos de minerales. Era un paisaje extraño, inacabado, como si sencillamente Dios hubiese decidido arrojar la toalla y dejar de poner orden entre las díscolas rocas.

De pronto, Nora apartó unos matorrales de cenizo y se paró en seco. Swire se acercó, jadeando.

—Mira esto —le dijo.

Había una serie de petroglifos sobre la superficie de barniz desértico que cubría la pared veteada del precipicio, grabados de tal forma que permitían ver una roca más blanda bajo la superficie. Nora se arrodilló para examinar los grabados más de cerca. Eran complicados y hermosos: un puma, una curiosa cenefa de puntos con un pequeño pie, una estrella en el interior de la luna, que a su vez aparecía en el interior del sol y una imagen detallada de Kokopelli, el flautista jorobado y supuestamente dios de la fertilidad. Como era habitual en aquella imagen, Kokopelli exhibía una enorme erección. La serie se completaba con otra complicada cuadrícula de puntos recubierta por una gigantesca espiral también invertida, según comprobó Nora, al igual que las que Sloane había visto en Ruina Pete.

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