La ciudad sagrada (22 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Misterio, Intriga

Nora se dirigió a Holroyd y Smithback.

—Creo que Sloane y yo deberíamos hacer un reconocimiento previo. No os importará esperar aquí unos minutos, ¿verdad?

—Sólo si nos prometes no encontrar nada —contestó Smithback.

Nora desenfundó la cámara y se deslizó con cuidado por la fachada para fotografiar el exterior del yacimiento. A pesar de que la experiencia de Sloane con la Graflex de 4x5 pulgadas la convertía en la fotógrafa oficial de la expedición, a Nora le gustaba sacar sus propias fotografías de los yacimientos que exploraba.

Se detuvo para examinar más de cerca el muro de contención, donde vio las huellas de la persona que había amasado el adobe. Asiendo la cámara de nuevo, tomó una fotografía de primer plano y una más cuando descubrió otra serie de huellas muy claras. No era raro encontrar huellas en las piezas de yeso y cerámica anazazi, pero le gustaba documentarlas siempre que podía, pues ayudaban a recordar que, en el fondo, la arqueología se dedicaba al estudio de personas, no de objetos, algo que, a su juicio, muchos colegas suyos olvidaban a menudo.

En el suelo yacían los restos habituales de vasijas de cerámica: la mayoría utensilios de cocina Mesa Verde Pueblo III y otras piezas de cerámica rudimentaria de finales del período tusayano. Del año 1240 d.C., pensó Nora sin sorprenderse.

Sloane, que había estado trazando un pequeño plano de la ruina, extrajo de su mochila unas pinzas y unas cuantas bolsas de plástico de cierre hermético. Etiquetando las bolsas con un rotulador, avanzó unos pasos con sumo cuidado y, usando las pinzas, recogió unas muestras de los fragmentos de cerámica y unas cuantas mazorcas que había desperdigadas por el suelo. Las introdujo en las bolsas y señaló en el cuaderno el lugar exacto donde las había recogido. Trabajaba con suma agilidad y rapidez, y Nora la observaba con creciente asombro. Sloane parecía saber exactamente qué hacer en todo momento o, para decirlo de otro modo, se desenvolvía como si llevase años participando en aquella clase de expediciones.

Hurgando de nuevo en su bolsa, Sloane sacó un pequeño instrumento de cromo accionado a pilas y avanzó hasta una viga de madera que surgía de una de las habitaciones. Se oyó una especie de pitido y Nora advirtió que estaba tomando una muestra de la viga para su datación según los anillos de crecimiento anual del tronco. Estudiando el patrón de crecimiento de los anillos, un especialista en dendrocronología como Black podría averiguar el año exacto en que el árbol fue cortado. Cuando el pitido ceso de repente y se hizo el silencio de nuevo, Nora sintió una súbita punzada de enojo por aquella perturbación mecanizada del yacimiento… o tal vez por el hecho de que Sloane lo hubiese llevado a cabo con tanta despreocupación, sin su consentimiento. Avanzó unos pasos de forma instintiva.

Al mirarla Sloane leyó sus pensamientos al instante.

—¿Te ha molestado…? —le preguntó, arqueando las oscuras cejas.

—La próxima vez lo hablaremos antes, ¿de acuerdo?

—Lo siento —se disculpó Sloane con un tono aún más irritante por su evidente falta de sinceridad—. Creí que podría ser útil…

—Y lo será, obviamente —repuso Nora, tratando de calmarse—, pero no se trata de eso.

Mirándola más de cerca, Sloane le lanzó una mirada crítica y fría que rayaba en la insolencia. Luego esbozó su habitual sonrisa lánguida y dijo:

—Lo prometo.

Nora se volvió y se acercó a la entrada. En ese momento descubrió que su irritación se debía en parte a un vago temor irracional de perder su liderato en el grupo; no se había percatado hasta entonces de que Sloane tuviese tanta experiencia en el trabajo de campo, rompiendo sus esquemas previos según los cuales pretendía enseñar a la hija de Goddard los pasos básicos. De inmediato lamentó haberse puesto en evidencia: no tenía más remedio que admitir que aquella muestra del tamaño de un lápiz, probablemente contenía la información más útil que podían obtener en aquella ruina.

Enfocó con una linterna hacia el interior de la primera estancia y descubrió que había resistido relativamente bien el paso del tiempo y se conservaba en buenas condiciones. Las paredes estaban revocadas y todavía se veían señales de motivos decorativos pintados. Iluminó el suelo, que estaba cubierto de la arena y el polvo acumulados año tras año. En un rincón vio un metate que asomaba entre un montón de escombros, junto a una mano de mortero rota.

Activando el flash, tomó otra secuencia de fotografías en aquella habitación y en la contigua. Ésta, extraordinariamente polvorienta, parecía haber sido pintada en algún momento con pintura negra muy espesa, lo cual era algo muy poco frecuente, aunque quizá se debiese a los efectos del humo al cocinar. Atravesando una puerta baja, entró en la tercera habitación. También estaba vacía salvo por una chimenea con varios morillos que todavía sostenían un comal, una especie de cazuela. El techo de arenisca estaba oscurecido por los restos del humo, y todavía se percibía el leve aroma a carbón. Una serie de agujeros en la pared de yeso podían haber servido para sostener un telar.

Al regresar a las demás habitaciones, Nora se asomó a la repentina calidez del sol y les hizo señas a Holroyd y Smithback, que continuaban esperando. La siguieron a la habitación, agachándose para pasar.

—Esto es increíble —exclamó Holroyd en un susurro lleno de admiración—. Nunca había visto nada parecido. Todavía no puedo creer que aquí arriba viviese gente.

—Ni yo tampoco —admitió Smithback—. ¡Sin tele!

—No hay nada como la sensación de estar en una de estas ruinas antiguas —señaló Nora—. Aunque sea una tan insignificante como ésta.

—Quizá sea insignificante para ti —replicó Holroyd.

Nora lo miró y preguntó:

—¿Nunca habías estado en unas ruinas anasazi?

Holroyd negó con la cabeza mientras entraban en la segunda habitación.

—Sólo en Mesa Verde, cuando era un crío. Pero he leído todos los libros que se han publicado al respecto. Wetherill, Bandelier… todos. Más adelante, cuando me hice mayor, nunca tuve el tiempo ni el dinero necesarios para viajar.

—En ese caso la llamaremos Ruina Pete.

Holroyd se ruborizó e inquirió:

—¿De verdad?

—De verdad —contestó Nora con una sonrisa—. Somos el instituto, podemos llamarla como nos dé la gana.

Holroyd la miró durante un buen rato, con los ojos muy brillantes. Acto seguido, tomó la mano de ella entre las suyas y la apretó un instante. Nora sonrió y la retiró discretamente. Puede que no haya sido tan buena idea, se dijo.

Sloane apareció desde la parte posterior del yacimiento con la mochila al hombro.

—¿Has encontrado algo? —le preguntó Nora, y bebió un trago de su cantimplora antes de ofrecerla a los demás. Sabía que la mayor parte del arte rupestre de la historia se hallaba en la parte posterior de asentamientos como aquél.

Sloane asintió con la cabeza.

—Aproximadamente una docena de pictografías. Incluyendo tres espirales invertidas.

Con gesto de evidente sorpresa, Nora intercambió con su compañera una elocuente mirada, que no pasó inadvertida para Holroyd.

—¿Qué pasa? —preguntó el hombre.

Nora lanzó un suspiro y contestó:

—Veréis, en la iconografía anasazi el sentido opuesto a las agujas del reloj suele asociarse con fuerzas sobrenaturales negativas. Se consideraba que el sentido de las agujas del reloj era la dirección en que viajaba el sol al recorrer el cielo. Por tanto, el sentido opuesto suponía una perversión de la naturaleza, una inversión del orden normal.

—¿Una perversión de la naturaleza? —preguntó Smithback con súbito interés.

—Sí, en algunas culturas indias de hoy en día la espiral invertida todavía se asocia con la brujería y las prácticas de hechicería.

—Además, he encontrado esto —añadió Sloane, mostrándoles una pequeña calavera humana, rota.

Nora se volvió, perpleja al principio, y Sloane acentuó su sonrisa perezosamente.

—¿Dónde has encontrado eso? —le preguntó Nora con acritud.

La sonrisa de Sloane permaneció inalterable.

—Ahí detrás, junto al granero.

—¿Y la has cogido asi, sin más?

—¿Y por qué no? —preguntó Sloane, entrecerrando los ojos Aquel gesto, apenas perceptible, le recordó a Nora un gato a la defensiva, sintiéndose amenazado.

—En primer lugar —la reprendió—, los restos humanos no se tocan a menos que sea absolutamente necesario para la investigación: tú has tocado esos restos, lo que significa que no podremos practicarles la prueba de ADN por colágeno óseo. Y aún peor, ni siquiera la fotografiaste
in situ.

—Lo único que he hecho ha sido recogerla del suelo —se excusó Sloane en voz baja.

—Creí que había quedado claro que íbamos a discutir estas cosas primero.

Se produjo un tenso silencio. Luego Nora oye un sonido extraño a sus espaldas y se volvió para mirar a Smithback.

—¿Qué narices estás haciendo? —le espetó. El periodista había sacado su libreta y estaba garabateando en ella.

—Tomar notas —contestó a la defensiva, apretándose la libreta contra el pecho.

—¿Estás transcribiendo nuestra discusión? —exclamó Nora.

—¿Y por qué no? —replicó Smithback—. Oye, el drama humano también forma parte importante de la expedición, igual que…

Holroyd se acercó a él y le arrebató la libreta de un manotazo.

—Era una conversación privada —dijo. Luego arrancó la página y le devolvió el cuaderno.

—Eso es censura —protestó Smithback.

De pronto, Nora oyó una especie de débil ronroneo gutural que fue intensificándose hasta convertirse en una carcajada melosa. Se volvió y vio a Sloane, con la calavera todavía en la mano, observándolos a los tres con un brillo divertido en los ojos.

Nora respiró hondo e hizo caso omiso de su risotada. No pierdas la calma, Nora, se dijo.

—Ahora que ya la has tocado —susurró— se la llevaremos a Aragón para que la analice. Tratándose de un purista como él, defensor del ZST, es posible que ponga alguna objeción, pero ahora ya está hecho. Sloane, no quiero que vuelvas a hacer nada parecido sin mi consentimiento expreso, ¿lo has entendido?

—Entendido —contestó Sloane con gesto de arrepentimiento al entregarle la calavera a Nora—. No lo pensé. Supongo que me dejé llevar por el entusiasmo.

Nora deposito el cráneo con cuidado en el interior de una bolsa de plástico y la introdujo en su mochila. Al reflexionar sobre lo ocurrido tuvo la impresión de que había algo desafiante en el modo en que Sloane se había acercado con la calavera en la mano y, por un momento, se preguntó si se trataba de una provocación en toda regla. A fin de cuentas, saltaba a la vista que Sloane era toda una experta en el protocolo a seguir en el trabajo de campo. Sin embargo, prefirió pensar que quizá estaba volviéndose paranoica. Recordó el desafortunado incidente que ella misma provocó cuando, durante una excavación, halló una magnífica punta folsom y la extrajo del estrato con sus propias manos. Al volverse se encontró con las miradas horrorizadas de sus compañeros de expedición.

—¿Qué es el ZST? —Preguntó el impenitente Smithback—. ¿Un método anticonceptivo?

Nora negó con la cabeza.

—Son las siglas de «Zero Site Trauma», que expresa el principio de que nunca habría que tocar ninguna de las piezas halladas en un yacimiento arqueológico. Las personas como Aragón creen que cualquier intrusión o alteración del medio, por cuidadosa o sutil que sea, destruye el yacimiento e impide el trabajo de los arqueólogos del futuro, capaces de explorarlo con herramientas más sofisticadas. Suelen trabajar con artefactos que ya han sido excavados por otros arqueólogos.

—Los seguidores del ZST consideran a los arqueólogos tradicionales una especie de mercenarios de los artefactos arqueológicos, siempre excavando en busca de antigüedades en lugar de reconstruir la cultura original —añadió Sloane.

—Y si Aragón piensa de ese modo, ¿por qué se ha incorporado a esta expedición? —preguntó Holroyd.

—No es un purista total. Supongo que en un proyecto tan potencialmente importante como éste, hasta cierto punto está dispuesto a dejar sus sentimientos personales a un lado. Creo que piensa que si alguien tiene que tocar Quivira con sus manos, es mejor que sea él. —Nora miró alrededor—. ¿Qué me dices de estas paredes? —Preguntó a Sloane—. No es hollín, sino una especie de sustancia seca y espesa, como pintura, pero nunca había visto una habitación anasazi pintada de negro.

—Yo tampoco lo entiendo —admitió Sloane, sacando un pequeño tubo de vidrio y una espátula de su mochila. Luego miró a Nora y esbozo una sonrisa—. ¿Puedo tomar una muestra… señora directora? —preguntó con sorna.

No tiene ninguna gracia que Smithback me llame así, pensó Nora. Pero aun tiene menos gracia viniendo de ti. No obstante, asintió en silencio y la observó descascarillar unos fragmentos con suma destreza e introducirlos en el tubo de ensayo.

El sol ya se hundía en el horizonte y dibujaba unas largas franjas que contrastaban con las vetustas paredes.

—Regresemos al campamento —sugirió Nora. Cuando se volvían para echar a andar por el saliente, Nora dirigió la mirada hacia las espirales invertidas que había en el muro, detrás de la ruina, y, pese al calor asfixiante, sintió un leve escalofrío.

19

A
quella noche se vieron obligados a acampar en terreno seco. Los caballos estaban sedientos y no habían comido, y hacia el anochecer la expedición ya había acabado con buena parle de sus existencias de agua. Aragón recibió el cráneo humano con el gesto de desaprobación que Nora esperaba. Se acostaron temprano, cansados y con agujetas en todo el cuerpo después de pasar un día entero a caballo. Todos durmieron profundamente.

Poco después de reiniciar la marcha al día siguiente, llegaron a una intersección triple de angostos desfiladeros. Pese a una meticulosa inspección, ni Nora ni Sloane fueron capaces de encontrar el rastro de la senda anterior; o bien había quedado sepultada o había desaparecido a consecuencia de las riadas. La unidad de localización por satélite seguía sin funcionar y el mapa de Holroyd no servía de gran ayuda: en aquel punto del viaje las elevaciones topográficas del mapa se habían vuelto ridículamente invisibles. Los datos del radar se convirtieron en un confuso laberinto de color.

Nora tampoco lograba encontrar un solo indicio de que su padre hubiese seguido esa ruta. Siguiendo la tradición marcada por Frank Wetherill y otros exploradores anteriores, Nora sabía que su padre a veces señalaba el camino grabando sus iniciales y la fecha en las piedras. Sin embargo, para su creciente desazón, seguía sin
ver
ningún rastro suyo ni de cualquier otra persona, salvo por los ocasionales petrogrifos de los desaparecidos anasazi.

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