El desconocido, de cabellos rubios, piel blanca y sonrosada, y ojos azules como el cielo, parecía un verdadero dios.
La verdad es que
Ella
nunca había oído ni siquiera hablar del muy honorable Arthur. A pesar de ello, fue reconociendo de un vistazo cada una de sus características: primero supo que era un inglés, porque los ingleses llaman la atención allí donde se tenga la suerte de encontrarlos, de la misma forma en que Venus revelaba a la diosa por su andar; después supo que pertenecía a la aristocracia más elevada, porque lo cierto es que cada flor tiene su propio perfume; y finalmente reconoció que pertenecía a alguna familia noble, porque sólo un ciego es incapaz de distinguir una estrella atendiendo a su brillo.
Viajaba de incógnito, perfeccionando su magnífica educación militar con el examen de los históricos campos de batalla de los Países Bajos y Alemania.
Las doncellas coronadas de flores y los campesinos, también ataviados con sus mejores ropas, miraban confusos aquella sima, diciéndose entre sí:
—¡Qué contrariedad! ¡Vamos a llegar tarde a la boda!
El religioso, tranquilo y sereno, venía detrás de su discípulo:
—Tened la bondad de examinar a conciencia el terreno —le dijo—. En la vida hay que saber aprovechar cada circunstancia. Mañana me haréis como tarea el dibujo completo del puente de campaña que sería necesario construir para que un ejército lograse atravesar sin problemas esta ciénaga: treinta mil hombres de infantería, ocho mil a caballo y setenta y dos piezas de artillería de diverso calibre. Pertrechos y material médico,
ad libitum
.
El joven desconocido, cuyo porte y figura recordaba a un dios, le echó un vistazo a la sima, tomando algunas notas a la luz de una antorcha.
Ann podría haberse quedado toda la vida contemplando aquel espectáculo realmente hermoso. Pero Grey-Jack, mucho más prosaico que ella, soportaba con poca paciencia el encontrarse hundido hasta la cadera en el fango.
—¡Eh! —explotó—. ¡Por todos los demonios! ¿Es que vais a dejarnos aquí?
Inmediatamente se produjo un rumor entre los campesinos. El sacerdote y nuestra querida Ann, unidos por el pensamiento, dijeron a la vez:
—No hacía falta blasfemar.
Entonces el religioso añadió:
—Mylord, tened la amabilidad de reparar adecuadamente en los términos de mi próxima pregunta: dada la posición de estas personas, que en número desconocido se encuentran en aprietos ahí abajo, imagino que debido a algún accidente, ¿qué clase de medio mecánico utilizaríais para izarlos a tierra firme, si únicamente tenéis una cuerda, sin poleas de ningún tipo?
—Utilizaría mi bolsa —contestó el muchacho, uniendo el gesto a la palabra—, y les diría a estos valientes que me acompañan: os daré diez pistolas de plata de Francia si me traéis sanos y salvos a ese viejo y a esa joven dama.
No sé cuál habría sido el resultado de una respuesta semejante en los exámenes militares de la escuela de Eton, pero sus jóvenes acompañantes a la boda no le dejaron repetirla. En un abrir y cerrar de ojos se precipitaron por la ladera desmoronada y ayudaron a nuestros dos amigos a alcanzar de nuevo el camino.
Entonces
Ella
pudo reparar en la berlina de viaje, tirada por magníficos caballos, que había llevado hasta allí al joven noble y a su venerable preceptor, provenientes de Nimega y con destino a Rotterdam. Quienes iban a participar de la ceremonia nupcial, interrumpidos en su camino por aquel derrumbe, se encargaron de mostrarles otro camino. Pero como debían desandar parte del camino para llegar a su destino, el joven desconocido, cuya apariencia era casi divina, ayudó caballerosamente a Ann a subir a su coche, dejándola en la misma puerta de la posada conocida por el peculiar nombre de
La Cerveza y la Amistad
.
* * * * *
Se trataba de un enorme y oscuro edificio, situado en el cruce entre cuatro caminos y construido sobre pilares de madera. Cerca de él no había árboles ni matorrales, como si se encontrase perdida en medio de un arenal. Sobre la puerta, el viento nocturno agitaba un letrero luminoso, cuyo farol se había extinguido.
Ella
levantó la aldaba con el corazón encogido, mientras pensaba: «¡Aquí, entre estas cuatro paredes, mi hermano y amigo Edward ha exhalado su último suspiro!»
No sabía ya qué pensar acerca de Grey-Jack, que en aquel momento temblaba de pies a cabeza, cubierto de fango hasta las axilas, y de muy mal humor.
A pesar de que no se veía ninguna luz desde fuera, la puerta de la posada se abrió inmediatamente. Nuestra querida Ann y el viejo Grey-Jack se encontraron entonces en medio de un salón que olía condenadamente a tabaco de pipa.
En el centro había una larga mesa, rodeada de bancos y repleta de cántaros vacíos cuyas bases descansaban en la cerveza derramada. También había un mostrador elevado sobre tres escalones, defendido como un castillo, y un reloj de pared con una caja de madera leonada que tenía incrustaciones amarillas. Las agujas marcaban la una menos dos minutos de la madrugada. El cuadrante se hallaba decorado por un pájaro raquítico.
Aunque no se veían lámparas ni bujías encendidas, los objetos de la estancia se distinguían nítidamente, como si se hubiese conservado un rayo de luna en aquel lugar, cuyas puertas y ventanas permanecían cerradas a cal y canto. Se trataba de un resplandor sordo y claro al mismo tiempo, que parecía tamizado a través de algún filtro verde.
Al lado del reloj había algunas personas inmóviles. El grupo lo formaba un hombre obeso que sólo tenía el reborde del rostro, es decir, cabello y barba. Un loro gigantesco se agarraba con las patas a su hombro; a su derecha había un niño de expresión diabólica, apoyado sobre un aro; y a su izquierda había un monstruoso perro de color carne, con una cara casi humana, y que permanecía completamente rígido sobre sus cuatro patas separadas.
Finalmente, al lado del mostrador, se veía una mujer gorda y calva, que dormía con agudos ronquidos. Además del tictac del reloj, que sonaba de forma extrañamente profunda, y de los ronquidos de la mujer, no había ningún otro ruido en la posada.
Ella
sintió algo difícil de explicar, aunque no era miedo. Pero, ¿quieren saber lo más curioso? A pesar de la profunda emoción que la embargaba, a
Ella
todos aquellos seres que rodeaban el reloj se le antojaban accesorios del mismo, como parte de un extraño engranaje, semejante al del reloj de Estrasburgo.
—¡Por caridad! —pidió Grey-Jack—. ¡Un fuego para secarnos, y un poco de pan, carne y cerveza!
A pesar de que lo que pedía era lógico,
Ella
le ordenó silencio con un gesto rígido y severo, y dijo a su vez:
—Queremos ver inmediatamente a Edward Barton, ciudadano inglés y
esquire
, que ha morado o está morando en este establecimiento, si es que todavía vive. Si por desgracia hubiese muerto, de forma natural o violenta, lo que ya se esclarecerá en su correspondiente juicio, reclamamos al menos su cuerpo, para poder darle cristiana sepultura.
Las personas del salón no contestaron, como tampoco lo hicieran ante las peticiones de Grey-Jack. Se quedaron como mudos. Sin embargo, de en medio de aquel silencio y quietud, brotó una voz proveniente de algún rincón de la posada, lejos, muy lejos, arriba o abajo, y que gritaba como suelen hacerlo los irlandeses en medio de una pelea:
—¡Te voy a quitar el alma y a devorar el corazón!
¡Musha! ¡Arrah! ¡Begorrah!
¡Maldita araña! ¿Es que piensas que la sangre de un hombre de Connaught puede chuparse como si fuese la de un inglés? ¡Te vas a enterar!
—¡Es Merry Bones, el criado de nuestro amigo Ned! —exclamó
Ella
en un susurro, con un asombro en el que asomaba la esperanza—. Tenemos que ayudarle.
Grey-Jack se encogió de hombros, mascullando:
—¡Que el diablo le confunda!
Escucharon entonces un grito procedente del sótano o del granero, y Ann, que era el valor en persona, ya iba a lanzarse fuera del salón, cuando el reloj, desde lo más profundo de su mecanismo, comenzó a dar violentas campanadas.
Sonaron
trece
, y mientras el bronce resonaba, el aletargado personal de la posada pareció recobrar el movimiento. La mujer calva que había junto al mostrador abrió los ojos, el mesonero se balanceó de un pie a otro, el loro se peinó los bigotes con el pico, mientras decía: «¿Has comido bien, Ducado?»; y el niño, por su parte, hizo rodar su aro, gritando: «¡He visto al hombre muerto! ¡He visto al hombre muerto!», y el pájaro raquítico del cuadrante desplegó sus enormes alas y cantó cu-cú trece veces.
Simultáneamente se abrió una puerta situada entre el mostrador y el reloj. Por ella asomó un largo cuerpo huesudo, coronado por una cabellera rizada, semejante a esos cepillos que utilizan los deshollinadores. Detrás de Merry Bones (ya que efectivamente se trataba del sirviente irlandés) venía una réplica exacta de los diferentes seres que había en el salón de la planta baja, es decir: el mesonero sin rostro, el loro, el perro de cara humana, el niño con su aro, y la mujer calva.
Lo cierto es que estas nuevas apariciones eran levemente más pálidas que las anteriores, y el «nuevo» mesonero llevaba además una enorme maza en la mano. Su mirada, ya que en vez de ojos tenía mirada, era claramente verde.
Cuando nuestra querida Ann se volvió a mirar hacia el primer mesonero, se encontró con que había aparecido también en su mano una segunda maza, y también presentaba una mirada de destellos verdes.
Fue una pelea terrible. El pobre diablo de Merry Bones se encontró acosado por ambos lados. La jauría que estaba ya en el salón y la jauría que parecía perseguirle ahora cayeron al mismo tiempo sobre él con rabiosa ferocidad. Los dos perros y los dos niños le atacaron a las piernas, los dos loros hicieron lo mismo con los ojos, mientras las dos arpías le arañaban la garganta, y ambos mesoneros, subiendo y bajando rítmicamente sus mazas, le golpeaban el cráneo como si fuesen herreros moldeando un pedazo de hierro.
Nuestra querida Ann asistía, petrificada de espanto, al terrible asesinato. Mientras tanto, el viejo pecador de Jack, con la estupidez que caracteriza esos sentimientos de rivalidad nacional, se cruzó de brazos y rezongó:
—¡Que el irlandés se las arregle como pueda!
Y lo cierto es que el sirviente de Ned se defendía lo mejor que podía. No estaba armado, pero su cráneo podía servirle tan bien como si fuese un cañón. Cuando las mazas lo alcanzaban, salían rebotadas como si cayeran sobre un yunque. Ni siquiera lograban aplastarle un mechón de pelo. No sabría decir cómo consiguió salvaguardar sus piernas, su garganta y sus ojos, pero lo cierto es que durante el instante que duró aquella singular batalla nuestra querida Ann no le vio una sola magulladura. Por el contrario, los dos loros parecían agotados, las mujeres gordas jadeaban, los extraños y diabólicos críos pataleaban boca arriba como dos cangrejos dados la vuelta, y los dos perros gruñían a media distancia, mostrando los dientes ante el peligro. Y a los mesoneros no les fue mucho mejor. Merry Bones le propinó a cada uno un cabezazo en el estómago, y los mandó, a uno contra la pared norte, y a otro contra la pared sur de la casa.
El atlético joven, de porte gallardo, aunque no perteneciera a la nobleza y hubiese nacido en una detestable región, salvó entonces la mesa con una arriesgada pirueta y atravesó el salón rápido como una flecha, desapareciendo por la puerta exterior.
Incluso tuvo tiempo, al pasar a su lado, de mandarle un beso a Ann, y otro regalo muy diferente a Grey-Jack, cuya mejilla se hinchó como si le acabasen de extraer tres muelas.
Antes de desaparecer en la oscuridad del exterior, Merry Bones le dijo a Ann:
—¡Hasta pronto! ¡Voy a buscar el ataúd de hierro!…
* * * * *
Si
Ella
hubiese dedicado alguna de sus obras maestras a este tema, ustedes habrían encontrado sin duda algunos capítulos explicativos al final de la narración, con datos esenciales acerca de esta temida e ignorada clase social formada por los vampiros. Ann había acumulado a este respecto una gran cantidad de notas, y el señor Goëtzi, que (al menos en una de sus facetas) era un hombre bastante erudito, le había dado también valiosas informaciones.
Me doy cuenta de esto al pensar en los personajes de
La Cerveza y la Amistad
, tanto animales como personas, ya que aquí los animales eran tan personas como los demás.
Sin duda hay muchas cosas asombrosas que explicar acerca de las criaturas que conservan ciertas condiciones humanas, aun sin ser humanas.
Por ahora me limitaré a explicar, de pasada, una de las anomalías más singulares de su especie: la divisibilidad del animal o, como a
Ella
le gustaba decirlo, de forma más científica, su
dividualidad
.
Cada vampiro es en sí mismo un grupo, representado generalmente por una forma concreta, pero que tiene además un número indefinido de posibles nuevas manifestaciones. El célebre vampiro de Gran, que aterró a los habitantes que viven entre las riberas del Danubio y la ciudad de Ofen, en el siglo
XIV
, se aparecía como hombre, mujer, niño, cuervo, caballo y pez. La historia de Hungría así lo constata. La señora Brady era una mujer vampiro de Szegedin, que también podía adoptar las formas de gallo, militar, abogado y serpiente.
Aparte de esta peculiaridad, muy enigmática ya para la ciencia, parece ser que estas subformas son capaces a su vez de desdoblarse en otras, del mismo modo en que lo hace la forma principal.
Ésta es la explicación precisamente de que la familia del mesonero pudiese encontrarse al mismo tiempo dentro y fuera del salón, lo que dificultó enormemente la defensa del pobre Merry Bones.
Pero es necesario que destaque también otro hecho, quizá más extraño aún: la familia del mesonero sin cara, sea vista como un grupo
vivo
(hasta cierto punto), o como un sistema puramente mecánico, movido por los engranajes del reloj, estaba formada completamente por figuras accesorias. De hecho faltaba en ella la forma principal.
Lo comprenderán todo mejor cuando les explique que el jefe de ese grupo, la única alma del clan era… ¡Sí, lo han adivinado! Tanto el mesonero como su mujer, su perro, su loro y su niño, e incluso puede que hasta su reloj de cuco… eran en realidad ¡el señor Goëtzi!