Por otro lado, el señor Goëtzi parecía beber sin placer, únicamente para mantenerse en forma. Sólo se embriagaba por placer con la sangre de las doncellas. Después de beber su dosis acostumbrada, guardó la aguja de oro y extrajo una minúscula pinza de depilar, con la que fue arrancando, uno por uno, un mechón de cabellos de la cabeza de la condesa. Según los iba extrayendo, los iba colocando en un manojo, igual que hacen las espigadoras con el trigo.
Mientras tanto, la pobre dama gemía débilmente en sus sueños. La anciana Loos, paralizada de espanto, no podía creer lo que veía. En cuanto el doctor Goëtzi terminó su repugnante tarea, se marchó tan contento, tarareando una copla en serbio, que es el idioma que habitualmente utilizan los vampiros para hablar entre ellos.
Lo primero que pensó Loos fue despertar a la condesa, a Tiberio… a todos, para arrojar al señor Goëtzi a una caldera hirviente. Las personas sin mucha cultura piensan que se puede uno deshacer de un vampiro cocinándolo, pero están equivocadas. Y mientras la anciana se desperezaba, ya que el terror la había entumecido, pudo escuchar en la distancia los gritos de mujer de los que le había hablado la condesa.
La asaltó una irresistible curiosidad. ¿Además, qué importancia tenían unos minutos más o menos? Abandonó su escondite y se alejó del dormitorio para seguir en silencio por el pasillo, guiándose por aquellos gritos.
De esa forma alcanzó los aposentos de Letizia, cuya voz reconoció perfectamente. La signora Pallanti gritaba y lloraba como alguien al que están despellejando. La anciana acercó inmediatamente un ojo a la cerradura para saber lo que ocurría.
Por el agujero pudo ver a Letizia, acostada sobre su cama, que se retorcía de dolor. El señor Goëtzi se encontraba en pie junto a ella, sujetando en la mano su larga aguja de oro. ¿Alguna vez han visto ustedes a alguien pinchar las coles? Pues bien, esto era exactamente igual. El señor Goëtzi practicaba, con su aguja dorada, pequeños agujeritos en el cráneo de la signora Pallanti, en los que implantaba uno por uno todos los cabellos de su desdichada ama.
Al verlo, la furia de la anciana no tuvo límites.
—¡Ah, malditos diablos! —exclamó—. ¡Ya las pagaréis todas juntas! ¡El horno estará bien caliente!
Pero en su enfado, había hablado sin prudencia. El señor Goëtzi pudo escucharla y paró inmediatamente de trabajar. Aquello no asustó a la anciana, que pensó que tenía la suficiente ventaja como para huir corriendo. Pero al incorporarse para escapar, se encontró de frente con el propio señor Goëtzi, que le cerraba el paso. Retrocedió sorprendida, mientras se preguntaba cómo habría podido semejante monstruo dar la vuelta a su alrededor sin que ella lo viera.
El vampiro sonreía mientras se acercaba a ella, que ahora se encontraba de espaldas a la puerta de la alcoba de Letizia. Ésta se abrió justo en ese momento y el ruido la hizo girarse.
¡Quien salía del dormitorio era de nuevo el señor Goëtzi, sin dejar de sonreír! ¡Eran dos! Y ella se desmayó, aniquilada por el asombro.
* * * * *
Imagino que este último detalle ya no les asusta ni les sorprende, después de haberse familiarizado con algunos de los misterios y secretos de la vida de los vampiros; pero intenten concebir el estupor de la anciana nodriza. El señor Goëtzi que salía de la alcoba y el que se aproximaba a ella por el corredor eran tan exactamente iguales que cualquiera que los hubiera visto acercándose, el uno al otro, habría dicho que se trataba de un hombre que se acerca hacia su propia imagen reflejada en un espejo.
También pudo ver las dos agujas de oro, puesto que cada uno llevaba la suya en la mano.
Por otro lado, a la desdichada anciana no le quedó precisamente mucho tiempo para admirar aquel prodigio. Ella sabía ahora demasiado. Las dos agujas de oro se ensartaron en sus sienes al mismo tiempo, una a la derecha y otra a la izquierda, y la pobre nodriza de la condesa Greete expiró sin proferir un solo grito.
Los dos monstruos ni siquiera se molestaron en probar aquella sangre, que era demasiado vieja para ellos.
—Mi querido doctor —dijo uno de ellos—, ¿qué vamos a hacer con estos despojos?
—Lo que más os apetezca, mi estimado doctor —contestó el otro.
Ambos extendieron sus manos sobre el cadáver, y éste se irguió sobre ocho patas. Acababa de convertirse en un perro doble, o en dos perros si se prefiere, con un mismo rostro, casi humano. Ambos fueron a colocarse dócilmente junto a cada uno de los dos Goëtzi, que dijeron al mismo tiempo:
—Lo llamaremos
Funchs
. Y ahora sigamos con nuestro trabajo.
Entonces se abrazaron, fusionándose, mientras los dos perros hacían lo mismo.
Y así fue como nació aquel extraño animal del que hemos hablado en la posada de
La Cerveza y la Amistad
.
El señor Goëtzi regresó junto a la cama de Letizia y terminó de implantarle los cabellos recién robados.
En las siguientes vacaciones, la condesa Greete expiró, abandonada, en medio de un castillo desierto. Cornelia se encontraba aquí, en casa de los Ward, donde se terminaban los últimos preparativos de su boda con Edward S. Barton. En esta ocasión no la acompañaba su institutriz Letizia, que había dado la excusa de asuntos de familia que la reclamaban en Italia.
Más tarde se supo que lo que había hecho era seguir sencillamente al conde Tiberio a París, donde éste llevaba una vida completamente disipada, jugando, divirtiéndose y entregándose mutuamente a los excesos más desenfrenados. Su amor por la extravagancia había aparecido de forma repentina y un poco tardía. El día en que el señor Goëtzi le informó de la muerte de su desgraciada esposa, celebró una gran fiesta. La condesa Greete había muerto desesperada, teniendo sobre su cabeza apenas un mechón de pelo de su hermosa cabellera. Un día después, el señor Goëtzi alquiló en las proximidades de Utrecht una pequeña casa, en la que instaló a la mujer calva que hemos visto al lado del mostrador de
La Cerveza y la Amistad
. Esa mujer, que le obedecía como una esclava, era todo lo que había sobrado de la condesa Greete. Tenía como guardián a
Funchs
, el perro de cara humana, y su nombre era señora Frasquita en holandés.
Al regreso del conde Tiberio tuvo lugar en el castillo una reunión entre los tres: Letizia, Goëtzi y él. Hablaron del reciente fallecimiento del conde de Montefalcone, el hombre más rico de los países del Istria y de Dalmacia, situados frente a la república de Venecia, al otro lado del Adriático.
Montefalcone había dejado una viuda y un hijo único. Si este muchacho muriese, Cornelia de Witt se convertiría en la heredera de la condesa viuda.
Y si Cornelia moría, la herencia de los Montefalcone pasaría a manos del propio conde Tiberio.
Lo cierto es que el conde no era malvado por naturaleza, pero en aquel momento se encontraba dominado por Letizia, y ésta a su vez por el señor Goëtzi.
Permanecieron reunidos toda la noche, y al final decidieron que el señor Goëtzi viajaría a Viena para ocuparse de aquellos asuntos, no precisamente domésticos.
Y el asunto principal era el joven Montefalcone, hijo del difunto conde y de la condesa viuda, que estaba destacado en Austria como capitán del regimiento de Liechtenstein, y vivía en la corte del Emperador José II. Era un individuo de cuidado.
El señor Goëtzi partió acompañado de la mujer calva, Frasquita, y del perro
Funchs
. Nuestra querida Ann no me habló de aquel viaje. Lo único que sé es que al llegar a Viena se hospedaron en casa de un usurero que le prestaba dinero a Mario Montefalcone. El judío tenía en su poder documentos, firmados por el joven capitán, por valor de más de un millón de florines. Se llamaba Moisés.
Tenía su residencia en el tercer piso de un enorme edificio del Graben, en el que vivía con su hermosa hija Débora, que todas las noches amarraba una escala en su terraza para cenar en su cuarto con el joven capitán Mario.
El viejo Moisés tenía en su túnica un bolsillo de cuero, donde siempre llevaba los documentos firmados por Montefalcone, que constituían su más preciado tesoro. Nunca se quitaba la túnica para dormir. La terraza donde la hermosa y culpable Débora amarraba su escala de cuerda estaba forjada completamente en hierro.
Cierto día en que se celebraba una fiesta militar entre los ojaranzos del palacio imperial de Schoënbrunn, que son los mas altos del Universo, Débora insistió tanto ante su anciano abuelo que éste accedió a llevarla a ver el desfile. Ella se vistió con sus mejores ropas y todas las joyas que el capitán le había ido regalando. Estaba maravillosa. Sus perlas y rubíes valían exactamente tanto como los documentos que Montefalcone había firmado en favor de Moisés. También Montefalcone lucía, en aquel desfile, un uniforme nuevo. Los dos jóvenes se sintieron tan felices de verse que con sus miradas intercambiaron la promesa de una cita para aquella misma noche. También la mano del usurero descansaba sobre el bolsillo de cuero que colgaba junto a su corazón. Todo el mundo se sentía feliz.
Pero mientras tanto, el señor Goëtzi, Frasquita y
Funchs
habían permanecido al cuidado de la casa del Graben. Durante la fiesta, le dedicaron todo el tiempo al dormitorio de la hermosa Débora, cuyas persianas bajaron para no ser descubiertos. El señor Goëtzi y Frasquita se turnaban en la terraza con una piedra de afilar, mientras Funchs montaba guardia en lo alto de la escalera.
Cuando el señor Goëtzi y la mujer calva terminaron, las dos aristas superiores del barrote que sostenía el balcón estaban más afiladas que una daga.
Esa noche, cuando la plaza del Graben se hallaba desierta y solitaria, apareció el heredero de Montefalcone, más alegre que nunca, y vestido con su abrigo de fiesta. Nada más aparecer, cayó una escala de seda desde la terraza de Débora.
Y el conde heredero comenzó a subir por ella. La escala era muy firme, ya que el barrote de hierro del balcón, convertido ahora en cuchilla, tardó mucho en cortarla. Sólo después de superar el segundo piso la escala del capitán se rasgó.
Pudieron escucharse entonces dos alaridos, uno de mujer, y otro del capitán. Inmediatamente volvió a reinar el silencio de la noche, como las aguas de un río se cierran nuevamente después de sumergirse en ellas quien por mala suerte cae de un puente.
Simultáneamente, el señor Goëtzi despertó al anciano Moisés para avisarle de que un malhechor estaba trepando hacia los balcones de su casa. El buen hombre salió corriendo, llevando el trabuco en una mano, mientras palpaba con la otra su bolsillo de cuero.
Funchs
, el perro con cara de hombre, estranguló al usurero sobre el vano de su puerta.
El señor Goëtzi ya no tenía nada más que hacer en Viena. Después de vaciar el bolsillo de cuero, inició de nuevo su andadura, a la luz de la luna, con el corazón tan alegre que no dejaba de tararear canciones populares.
Y a partir de ese momento, la escolta del señor Goëtzi aumentó. Además del perro de rostro humano y de la mujer calva, o si lo prefieren, de Loos y de Greete, le acompañaban también un loro y un niño que jugaba con su aro durante la travesía. El loro era el usurero Moisés, de pico firme y garras curvas; y el niño era el propio capitán Mario. No se había encontrado una figura mejor para aquel noble de uniforme refulgente.
En lugar de regresar por el camino de los Países Bajos, el señor Goëtzi se encaminó hacia el sudeste, atravesando el archiducado de Austria, la Carintia y la Carniola.
Ella
nunca me detalló si realizó aquel viaje en coche o a pie, pero hay un detalle muy curioso respecto al modo en que los vampiros y sus séquitos atraviesan las corrientes de agua. Todo el grupo se apelotona contra el amo vampiro, hasta entrar dentro de él. Después de ello, el vampiro se tumba sobre el agua y rema, con los pies por delante, haciendo la plancha. Y por muy fuerte que sea la corriente, no logra impedir su avance.
Recuerden ustedes que, siempre que se tropiecen con alguna persona que nada en un río de esta forma, deben tomar todas las precauciones imaginables, pues sin duda se trata de un vampiro.
El señor Goëtzi se desvió ligeramente hacia el este, al llegar a Trieste, cruzó Istria, Croacia, y penetró en Dalmacia antes de internarse en los Alpes Dináricos hasta la frontera de Albania, que es donde se encuentra el castillo de Montefalcone, uno de los más impresionantes que existen en el mundo, y escenario de uno de los acontecimientos más dramáticos de nuestro relato.
Todo en aquel lugar era abrupto, confuso, tenebroso, desde la hierba de las praderas hasta las nubes del cielo. Las cimas de las montañas trepaban hasta las alturas con una rabia salvaje, y sólo más adelante podía divisarse una mezcla de torreones y almenas, de los que, por cientos de grietas, colgaban gigantescas cabelleras de lianas. Podían verse algunos pinos, creciendo entre los muros, y éstos parecían brotar a su vez de abismos insondables.
Si había alguna idea que predominase en aquella situación, ésta era la de la completa imposibilidad de penetrar por allí, a pesar de la voluntad del amo. Detrás de las estrechas ventanas alargadas podía adivinarse la emboscada de algún vigía al acecho; las troneras se abrían amenazadoras, y los puentes levadizos, erizados de rejas, colgaban sobre el vacío como trampas para gigantes.
No se veía ni un solo centinela sobre los muros, pero en la esquina de una de las plataformas, iluminada por los cuernos de la luna y casi completamente oculta por una nube achatada y escamosa como el lomo de un cocodrilo, podía verse la estructura cuadrada de una horca, de la que aún colgaba un esqueleto, alrededor del cual revoloteaban los cuervos.
El vampiro llegó unos minutos antes de la puesta del sol y se paró en la cima de una montaña muy elevada desde la que podía verse toda la región. Desde allí era posible divisar no sólo el castillo, sino infinidad de pueblos y ciudades, valles estériles, fértiles campiñas, e incluso algunas islas en el mar. Durante un buen rato contempló extasiado tanta belleza, y en especial la propiedad de Montefalcone, una finca realmente imperial.
Una sonrisa imperceptible aleteaba en sus labios, rojos como brasas.
Entonces dijo: «¡Id!», y repentinamente le abandonaron los espíritus esclavos que lo envolvían. El loro levantó el vuelo, el perro brincó sobre la ladera de la montaña, y tras él marcharon la mujer calva y el crío, jugueteando con su aro.