Después de que se fueran, el señor Goëtzi se desdobló nuevamente, para tener alguien con quien conversar. Encendió una hoguera, y los que aquella noche desde el fondo del valle elevaron su mirada a las montañas pudieron ver en la cúspide de una cima inaccesible, jamás hollada por nadie, dos resplandores verdes acurrucados en la nieve, calentándose frente a una débil luz.
Era ya entrada la noche cuando regresaron sus esbirros. El castillo de Montefalcone se había transformado en una masa informe en medio de las montañas. Detrás de sus murallas brillaban, en varios lugares diferentes, el resplandor de algunas luces.
A pesar de que el señor Goëtzi no había hablado con ninguno de sus esclavos, cada uno de ellos tenía instrucciones precisas acerca de lo que debía hacer. Todos regresaron, aunque al mismo tiempo se quedaron también allá, en los diferentes lugares que les habían indicado. Y es que la propiedad de desdoblamiento les otorga incuestionables privilegios.
Aquellas mitades de demonios se sentaron en círculo alrededor de la hoguera, menos el loro, que retrepó hasta el hombro de la mujer calva, y el señor Goëtzi escuchó sus informes. Frasquita fue la primera en hablar, diciendo:
—Soberano señor, yo entré en medio del cuerpo de la guardia que vigila la puerta principal, con mi barril de
kirschwasser
. Parece que aún tengo alguna belleza, porque los soldados querían agarrarme, mientras me llamaban «tesoro» y cosas por el estilo. Y he aquí lo que averigüé: la fortificación se encuentra en pie de guerra debido a una banda de salteadores que está asolando estas montañas. La guarnición es lo suficientemente numerosa como para defender por sí sola toda una ciudad. Cuentan además con abundante artillería. ¡Muy listo habrá de ser quien logre entrar allí dentro!
—¿Dónde has puesto tu barril? —le preguntó Goëtzi.
—Amo —contestó Frasquita—, está junto a la guardia, porque todavía estoy dando de beber a los soldados, que siguen llamándome tesoro.
El perro con cara de hombre comenzó a reír, y el loro picoteó la cabeza sin pelo de aquella espantosa vieja.
—De acuerdo —dijo entonces el vampiro—. Ahora te toca a ti,
Funchs
.
—Amo soberano —respondió el perro—, ya he recorrido las murallas. Sólo tienen un punto flaco, e incluso para entrar por allí serían necesarias palas y explosivos. Se trata de una explanada donde no hay guardia, pero colocaron un perro del tamaño de un toro. Lo cierto es que nuestros sexos son diferentes y…
—¿Y tú le cortejaste junto al muro? —le atajó el señor Goëtzi, sonriendo.
—Sí, mi amo y señor. Se acercó ardiente de ternura, y yo acabé con él estrangulándolo. Ahora soy yo quien está montando guardia allí, mientras él yace en el patio.
—Perfecto —le felicitó el señor Goëtzi, dándole una patada amistosa—. Ahora dime tú qué es lo que has hecho, capitán.
El crío se limpió la boca, donde le quedaban restos de golosinas.
—Mi coronel —dijo haciendo un saludo militar—, yo fui a jugar con mi aro en el regazo de tres hermosas jóvenes, que son las doncellas de la vieja condesa. Me llenaron de dulces y me dijeron que van a tener nuevos vestidos negros, porque les llegó de Viena la noticia de que el único hijo de la casa se rompió la cabeza al intentar escalar como un tonto hasta la terraza de una judía…
Ahora recuerdo que todavía no he mencionado que estos desgraciados conservan un recuerdo muy lejano de su estado original.
—¿Hay algo más? —preguntó entonces el vampiro.
—No, mi coronel. Las tres doncellas me dieron marrasquino. Me resultaban familiares sus rasgos, aunque por todos los demonios que no sabría decir por qué. Por cierto, existen algunos cotilleos en la guarnición: la anciana señora amaba mucho a su inocente hijo, y no desea seguir viviendo en un castillo que le recuerda constantemente su desgracia. Mañana mismo piensa partir hacia Holanda en busca de una muchacha que en estos momentos es la única heredera y a la que desea tener a su lado. Las doncellas también me dieron bombones de licor.
—¿Te quedaste con ellas?
—Sí, dejé allí mi doble, aunque levemente mareado. Lo tumbaron en un rinconcito, con una botella de anís.
—Muy bien —dijo Goëtzi por tercera vez—. Es tu turno, Harpagón.
Le hablaba al loro, que estaba alisando sus plumas mientras hinchaba el lomo.
—Yo, mi amo y señor —dijo quien había sido el usurero Moisés—, tengo a mi réplica en este momento junto a la condesa viuda, a quien le he gustado mucho. En el momento en que me vio entrar, hace un momento, por la ventana abierta, paró de quejarse y de sollozar. Casi diría que llegó a consolarse. Podría haberos relatado, con un estilo mejor, todo lo que los otros ya os han contado, pero como se trata ya de una historia muy vieja, os haré un regalo mejor. ¡Tomad!
Y con estas palabras el loro extrajo de debajo de su ala un llavero, con todas sus llaves doradas y cinceladas, que depositó respetuosamente en las manos del señor Goëtzi, mientras decía:
—Éste es el juego de llaves de seguridad de la anciana señora. Con esto podréis acceder sin problemas hasta su dormitorio.
Goëtzi le dio una cariñosa palmada al loro, y se incorporó diciendo:
—¡Todo marcha sobre ruedas! ¡A trabajar!
Y bajó por la escarpada ladera de la montaña, seguido por su séquito de lacayos. Era ya noche cerrada cuando alcanzaron las murallas del castillo. Para poder salvar los fosos, anchos y profundos, y llenos de agua, utilizó el mismo método que había empleado para atravesar el río. No apareció ni un solo guardián para darle el alto. Todos los centinelas se encontraban con el cuerpo de guardia, empeñados en acabar con el barril de
kirschwasser
, y conversando animadamente con la mujer calva. En el patio, el doble del perro
Funchs
se mantuvo en silencio. De esa forma fueron abriendo todas las puertas, utilizando las propias llaves de la condesa, y cuando atravesaron la antecámara donde se encontraban las tres doncellas, éstas se encontraban tan entretenidas en dar de beber curaçao al doble del crío que ni siquiera escucharon el menor ruido.
Incluso la pobre viuda fue incapaz de oír nada, sorda como estaba entre el parloteo del loro. ¡Cuando se piensa que era la buena de Greete la que actuaba de ese modo! El perro con rostro humano, y que anteriormente había sido la fiel Loos, se ocupó de devorar el rostro de la viuda, en cuyo lugar el vampiro Goëtzi sembró una espesa barba.
Debo citar aquí el hecho extraordinario de que el crío experimentó un ligero malestar al ver cómo le infligían tan denigrante tratamiento a los restos de la que había sido su madre.
Entonces el señor Goëtzi se marchó, después de pegar fuego en los cortinajes de la cama con la intención de que aquello explicase la desaparición del cadáver, ya que, ni siquiera necesito decirlo, se llevó también con él a la desdichada viuda de Montefalcone, que se transformó desde ese momento en el mesonero sin rostro.
En el preciso instante en que el señor Goëtzi abandonaba el castillo, la mujer calva desapareció con su barril de en medio de la guardia. También las doncellas comenzaron a buscar sin éxito al muchacho del aro, que parecía haberse esfumado.
La tenebrosa comitiva, que acababa de incrementar su número con la presencia de maese Hass (que era el nombre que había adoptado el mesonero), viajaba de nuevo, en esta ocasión hacia el mar. Después de alcanzar la llanura, el vampiro se volvió y pudo contemplar un espectáculo sobrecogedor. El fuego se había extendido de los cortinajes a la cama, de ésta a toda la estancia, y de la estancia al ala del castillo en que se encontraba. Era algo maravilloso. Los precipicios, tan extrañamente iluminados, reflejaban ahora el misterio de sus enigmáticos abismos, las cimas nevadas despedían destellos púrpuras y, en el centro de la escena, el fuego se despeinaba al viento como si fuese una gigantesca antorcha. Con frecuencia me ha dicho nuestra querida Ann que no hay nada tan hermoso e impresionante como un incendio en la montaña. Por mi parte, no puedo asegurarlo con conocimiento de causa.
A pesar de su acostumbrada indiferencia frente a las bellezas de la naturaleza, el señor Goëtzi se paró un momento, aunque inmediatamente continuó su camino, atravesó el Adriático en una elegante tartana, y sólo paró después de recalar en Venecia. No les hablaré del Carnaval.
Ella
ya lo ha hecho en unas páginas de maravillosa magnificencia. Únicamente les diré que, mientras descansaba de sus andanzas, el señor Goëtzi atrajo mediante argucias a la hija de un gondolero del Lido y calmó su sed con la sangre de la muchacha. Así fue como se recuperó por completo.
Mientras el vampiro iniciaba su viaje por Dalmacia, Ned Barton se dirigió hacia Holanda para preparar su boda. El conde Tiberio vivía entonces en la bella mansión que había adquirido en Rotterdam tras la muerte de su esposa. Aún no conocía, al desembarcar Ned en los Boompies, el trágico final de su primo, conde de Montefalcone.
Supongo que no les sorprenderá que les diga que Cornelia, demasiado preocupada por su felicidad, o por decirlo mejor, por Edward Barton, no se había dado cuenta de las relaciones que ya existían entre Tiberio y Letizia Pallanti.
Puede afirmarse incluso, con absoluta certeza, que era la única persona de Rotterdam que no conocía las andanzas de su preceptor. Tras su viaje a París, Letizia aparecía descaradamente en público, mientras pregonaba orgullosamente: «¡Ahora soy la dueña y señora de la casa de mi antiguo amo!»
No obstante, la situación cambió un poco con la llegada de Ned. Les pido que recuerden que se trataba de un inglés muy joven, es verdad, pero cuya edad no influía negativamente en él. De hecho, ser inglés implica ya una cierta supremacía; la mera presencia de uno de ellos impone las reglas y conquista el respeto de los demás.
De cualquier forma, piensen lo que piensen, lo cierto es que ante él Tiberio comenzó a experimentar vergüenza, y Letizia a sentir miedo.
Gracias a él todo volvió a la normalidad, y debido a su presencia, sobrevino una tregua en medio del escándalo.
Sin embargo, Ned Barton había traído con él a su sirviente, un pobre irlandés atolondrado, charlatán, perezoso y descuidado,
improper
de la cabeza a los pies, y cuyo pequeño cerebro no tenía ni siquiera seis peniques del más elemental sentido común.
Exageradamente curioso y descarado, y con muy poco sentido de su propia dignidad, desató su lengua en todos los corrillos de la cocina y del exterior de la casa, que en pocos días se enteró de toda la historia mucho mejor que los propios testigos de la misma.
Merry Bones no soportaba a la Pallanti. Suele pasar frecuentemente, entre sirvientes e institutrices. En más de una ocasión, mientras afeitaba a su joven amo, había sentido deseos de desahogarse con él, pero Ned siempre se negó a prestarle oídos.
Cierta mañana de enero, después de extender el jabón por las mejillas de Ned, y con la navaja todavía suspendida en el aire, dijo:
—Querido Señor, Holanda puede no ser un mal país, debido sobre todo al
squidam
, pero su cerveza es floja. ¡Recordad mis palabras! ¡Muchos perros muertos flotarán Mosa abajo antes de que tenga lugar vuestra boda en marzo!
Frotó rápidamente la navaja contra la palma de su mano.
—Vamos —le dijo Edward—. Date prisa.
—Esa maldita institutriz también tiene prisa —explotó el irlandés—. Prisa por hacer daño y jugaros una mala pasada. Y si me equivoco, que el Señor me castigue al fuego eterno. ¿Habéis notado cómo os mira?
—¡Vamos! —insistió el muchacho—. Te he dicho que te des prisa.
—Ya le ha sacado no sé cuántos cientos de miles de ducados a ese cretino. Hablo del conde Tiberio. Y ni siquiera es la señorita Cornelia quien ocupa ahora la cabecera de la mesa.
—¡Es cierto! —exclamó Edward.
—Ni las alcobas principales.
¡Musha!
¡Qué país tan extraordinario es Holanda! ¡Las institutrices lucen pendientes de diamantes! ¿Queréis apostaros conmigo dos piezas de seis peniques, es decir, un chelín, a que os puedo decir algo que no sabéis? Porque, ¡bendito sea Dios!, su Excelencia nunca se entera de nada. Su primo de Montefalcone, me parece que ése era su nombre, el que servía como capitán, acaba de morir allá, no recuerdo bien dónde. Y esa maldita maestra fue la primera en saberlo.
Edward le escuchaba finalmente.
—¿Estás completamente seguro? —le preguntó al muchacho.
—Y recibió la noticia a través de ese pillo de Goëtzi.
—¿Lo has visto, entonces?
—Uno se fija en todo, ¿no es cierto? Es la mejor manera de informarse.
—En cualquier caso —prosiguió Ned—, es la condesa viuda la que va a heredar a su hijo, el capitán.
Merry Bones limpió la navaja y sacudió su espesa cabellera.
—Desde luego, desde luego, Excelencia —contestó—. Pero, ¿queréis saber mi opinión? Estoy seguro de que la condesa no llegará a vieja ahora. Y cuando la condesa viuda desaparezca, ¡que se cuide la señorita Corny! ¿Me comprendéis? La riqueza del conde Tiberio se ha visto mermada en sus tres cuartas partes, sin llegar a saciar el hambre de esa institutriz. Espero que me entendáis.
* * * * *
Fue por esa época cuando las cartas que Ned y Corny le mandaban a nuestra querida Ann comenzaron a perder ese tono de despreocupada dicha.
Pero hasta finales de febrero no se supo de la muerte de la condesa viuda de Montefalcone, que convertía a Cornelia en una rica heredera. El señor Goëtzi ya había vuelto, aunque no aparecía en público. Tramaba una conspiración para intentar que Edward realizase algún acto violento que sirviese como excusa para romper el noviazgo.
Sin embargo Edward Barton no cayó en aquella trampa; se guardó muy mucho de mostrarle a la signora Pallanti todo el desprecio que le tenía, y mantuvo una compostura tan natural frente a ella que ésta terminó creyendo en sus buenos sentimientos. Aunque fue una desgracia que pasara eso.
Respecto al conde Tiberio, Ned continuó yendo a su casa, que era el único lugar donde podía verse con Cornelia. Tiberio se mostraba cada día más soberbio con él, e incluso despectivo algunas veces.
El compromiso matrimonial era tan público que resultaba prácticamente imposible romperlo, aunque se realizaban retrasos que eran claramente equivalentes a esta ruptura. Con esa intención se dijo que era necesario realizar un viaje hasta el castillo de Montefalcone antes de la boda, y que Edward Barton no iría.