—¡Eres nuestro prisionero! Hemos cerrado la puerta, bajado los barrotes e izado el puente. Si no podemos acabar contigo por la fuerza, entonces te mataremos de hambre y le daremos de beber tu sangre a nuestros cerdos.
El pobre criado comenzaba precisamente a sentir hambre, por lo que la idea de morir de ese modo le hizo explotar en justificada cólera.
—¡Eso ya lo veremos, por cien mil diablos! —exclamó mientras se remangaba.
Y enarbolando el cucharón como si fuese una mágica bandera, se dirigió con paso firme hacia la puerta de salida.
Nadie le cerró el paso. La muchedumbre de espectros se mantenía a distancia, sonriendo burlona.
Efectivamente, al llegar a la puerta el criado se encontró con que estaba cerrada y atrancada. Intentó derribarla, pero le habría sido más fácil arremeter contra las torres de la abadía de Westminster. Contrariado, permaneció un momento titubeante, y la canalla empezó a lanzar carcajadas al ver su estupor.
—¡Quien ríe el último ríe mejor! —gruñó el irlandés, que se rascaba ambas orejas hasta hacerse sangre, en busca de una idea.
La chusma le replicó, a distancia:
—¡Morirás de hambre, miserable pordiosero! ¡Morirás de hambre!… ¡De hambre!
—¡Morirás de hambre, morirás de hambre! —les imitó Merry Bones.
Y al tratar de burlarse de ellos con un gesto vulgar, ejecutó un movimiento tan torpe que el cucharón se viró, yendo a desparramarse en el suelo las cenizas del corazón del vampiro Goëtzi.
La turba enloquecida profirió entonces un aullido de triunfo, como celebración de aquel accidente de imprevisibles consecuencias, e inmediatamente comenzaron a moverse con renovada furia. Al principio el criado irlandés quedó aturdido, pero inmediatamente se dio tres palmadas en la frente y guiñó el ojo como suelen hacer los irlandeses:
—¡Se me acaba de ocurrir una idea! ¡Esperad un segundo, vamos a reírnos!
La ceniza había caído al ras de la puerta, que estaba forjada en acero fundido. Mientras la turba se le acercaba ruidosamente, Merry Bones comenzó a rascar el suelo, recuperando toda la ceniza que pudo y colocándola de vuelta en el cucharón. Con el resto hizo un pequeño montoncito. Entonces se giró. Aquél era el momento. Toda la jauría de cuadrúpedos, bípedos, aves y reptiles se abalanzó al unísono sobre él. Escogió de entre todos a una hermosa vampiro de cabellos rubios que apestaba a perfume, agarrándola por el cuello. Actuó de forma tan rápida que nadie logró impedírselo, y casi no hubo tiempo para que de los abrasadores labios de la bestia saliese una maldición.
A pesar de todas las mordeduras, picaduras, mazazos y aletazos que le habían dado, el criado irlandés utilizó su poderoso brazo, y obligó a la vampiro a inclinarse hasta que sus labios tocaron el montoncito de cenizas. Ya conocen ustedes la violencia de aquel producto, cuyo simple olor había hecho saltar por los aires a un vampiro. En cuanto los labios ardientes de la cortesana tocaron la ceniza, no se produjo una explosión, sino la erupción de un volcán semejante a la del Vesubio o el Etna. La puerta de acero fue arrancada de cuajo y lanzada a una distancia increíble; la reja saltó hecha añicos, también; y la muralla quedó reducida a fragmentos que podrían haber servido como pavimento. Por algún sorprendente efecto, el puente levadizo permaneció sin embargo intacto; únicamente se rompieron sus cadenas, lo que hizo que cayera de plano en su sitio de costumbre, sobre el foso, y lo justo como para permitir el paso del pobre Merry Bones.
¿Es necesario que les cuente los destrozos que se produjeron entre la marabunta de vampiros? No. Seguramente se los pueden imaginar fácilmente. Bastará con que les cuente que Merry Bones salió únicamente con algunos rasguños superficiales, unos pocos moratones, y dos tercios de su cabellera chamuscada. Pero como pensaba cortarse el pelo al día siguiente, esta circunstancia incluso le ahorró trabajo.
—¡Eh, muchachos! —gritó hacia el picadillo de vampiros que había esparcido a su alrededor—, ¿os ha gustado la broma? ¡Que lo paséis bien!
Y cruzó el puente, retorciéndose de risa.
A pesar de su brillante proeza, el desdichado Merry Bones no había llegado todavía al final de sus problemas. Una vez atravesado el puente levadizo penetró en la oscuridad, densa y opaca. Al principio intentó alejarse tan rápido como se lo permitieron sus piernas, aunque después de unos pocos pasos, sorprendido al no oír ningún ruido a su espalda, se giró y no vio nada.
¡Estaba en medio de la más impenetrable oscuridad, y del más completo silencio. El mero hecho de darse la vuelta fue suficiente para que se desorientara, y comenzó a caminar erráticamente, presa de un miedo visceral hacia lo desconocido. Lógicamente, debería haber seguido andando hacia delante, en línea recta, pero la gente de su país tiene una veleta dentro de la cabeza. Sin ningún motivo, giraba repentinamente hacia la derecha, obedeciendo a un capricho pasajero; un momento después le daba la impresión de que estaba regresando hacia Selene, y giraba nuevamente hacia la izquierda. No podía avanzar demasiado siguiendo aquel sistema.
De esta forma caminó, aunque sin avanzar apenas, nuestro pobre Merry Bones. Después de media hora, cuando cambiaba por enésima vez de dirección, chocó violentamente contra un hombre que caminaba en dirección opuesta.
—¡Idiota!
—¡Animal!
—¡Increíble! ¡Es Grey-Jack!
—¡Señorita! ¡Señorita Ann! ¡El inútil de Merry Bones no ha muerto!
Ése fue el peculiar diálogo en medio de la oscuridad. Justo en ese momento se produjo un resplandor entre las tinieblas, y nuestra querida Ann apareció sujetando una vela que iluminó a Ned, Jack y el cajón de hierro. Ya no viajaban con el doctor Magnus ni con el joven pintor esclavonio, personajes de poca importancia que se habían despistado y cuyo destino es fácil de imaginar si les digo que aquella oscuridad estaba infestada de vampiros sedientos de venganza y ansiosos por devorar a alguien.
Nuestra querida joven y su grupo estaban tan perdidos como el pobre criado irlandés. Se preguntarán ustedes cómo era posible que pasara esto, ya que viajaba con ellos Polly Bird, antigua réplica del señor Goëtzi, y que debía estar ya acostumbrada a aquellos trucos del diablo. Les contestaré que la desgraciada había sufrido una terrible conmoción al serle cortado el hilo espiritual que la unía a su amo y señor. No es posible soportar una operación como ésa sin que la salud se resienta gravemente. Los acontecimientos que siguieron, terribles y dramáticos, acabaron por agotar sus escasas energías, especialmente al tener que respirar el aire viciado del interior del ataúd. Todos aquellos motivos hicieron que la antigua Polly se adormeciera dentro de su féretro, y fueron en vano todos los intentos que se hicieron a partir de entonces para conseguir que despertase.
Se pararon un instante para meditar sobre su situación. Merry Bones aprovechó el momento para sacudirse el escaso pelo que le quedaba y para quitarse de encima los jirones de ropa de los vampiros que habían explotado a su lado. Nuestra querida Ann examinó atentamente aquellos restos, con una curiosidad propia de su interés por la Historia Natural. Entre otras cosas, la joven observó lo siguiente: la carne de vampiro es de muy poca consistencia, blanda, e incluso un poco viscosa. En medio de la oscuridad,
Ella
se dio cuenta de que irradiaba un pálido resplandor verde fosforescente. Al darle la luz, sin embargo, aquellos restos mostraban un color verde oscuro, moteado de rojo negruzco. Todos los detalles son pocos para la ciencia, y por eso les transmito todas estas cosas exactamente igual a como me las contaron.
El grupo decidió unánimemente que tenían que atravesar a cualquier precio aquella densa oscuridad.
Atendiendo a su instinto, debían de ser en ese momento las dos de la tarde aproximadamente; si conseguían alcanzar el borde de aquella noche artificial se tropezarían, muy probablemente, con el pleno día. Merry Bones se puso nuevamente al frente de la columna de expedicionarios y ordenó reemprender el camino.
Después de una pesada y tediosa marcha, un grito brotó al mismo tiempo de todos los corazones:
—¡Luz!
Era sólo un débil resplandor. ¡Pero qué alegría les dio ver, aunque fuese confusamente, algo parecido a la claridad! Nuestros amigos iban a acelerar la marcha, cuando inesperadamente se detuvieron, paralizados de espanto. Nubes verdosas cruzaban el cielo al tiempo que se oía un sordo clamor, semejante al estruendo de una cabalgata, mientras largas filas de pálidas sombras aparecían por sus flancos. —¡Los vampiros!
Por desgracia era cierto. Todo lo que había quedado vivo en la Ciudad de los Vampiros había montado a lomos de un dogo, de un león o de un tigre, y la salvaje caballería rodeaba ya a los fugitivos, mientras otros asesinos, subidos sobre murciélagos de diferentes especies, surgían de la oscuridad y llegaban por los aires haciendo chasquear las membranosas alas de sus monturas. ¡No les quedaban esperanzas! Merry Bones había perdido en el camino su célebre cucharón. Era el final de la aventura.
Pero justo en ese agónico momento, en el instante en que las huestes sedientas de sangre se abalanzaban desde todos sitios sobre nuestros amigos, pudo escucharse en la distancia una melodía celestial. No es necesario decir que la oscuridad comenzó a desaparecer ante aquella maravillosa música que parecía traer consigo a la venerada luz del sol. La horda de vampiros, durante un segundo asustada y titubeante, huyó en estampida dando alaridos, como cien diablos derrotados por la aparición de un único ángel.
Porque era realmente un ángel el que llegaba. Existen seres adorables que, al igual que los ángeles, sólo necesitan aparecer para producir milagros.
No es necesario que lo proyecten o que se lo propongan: basta solamente con que aparezcan.
El muy venerable Arthur (al que en otras tierras bautizamos acertadamente como «el desconocido de apariencia divina») no había llegado hasta las llanuras de Serbia para proteger a nuestra querida Ann y sus amigos. Al igual que en Holanda, se dedicaba aquí a estudiar el arte de la guerra bajo la tutela del respetable clérigo, miembro de la comunidad anglicana, que lo acompañaba como mentor. En aquel momento visitaba los campos de batalla donde se habían instruido en el pasado Solimán II, el príncipe de Baviera, el príncipe Eugenio y muchos otros.
En efecto, era el honorable Arthur, rubio, sonrosado y barbilampiño, montado en su silla de viaje admirablemente confortable. Mientras el venerable religioso dormía la siesta después de una copiosa comida, el joven noble olvidaba por un instante sus incipientes estudios y cantaba el
God save the king
con la ayuda de una guitarra.
Y pasó de largo, sin dirigir una mirada a los expedicionarios a los que acababa de regalar la existencia.
Ella
se negó a volver a Semlin. Abandonaron el torrencial Danubio y se dirigieron hacia el oeste para correr, por fin, a salvar a la pobre Cornelia. Como ya no tenían nada que temer del señor Goëtzi, el viaje resultó placentero por las llanuras de Bosnia, un país desconocido y muy fértil, donde los habitantes visten trajes convenientes. El desfiladero de Tina les permitió un paso en medio de las montañas. Tras alcanzar el otro lado, se encontraron con las abruptas cimas de los Alpes Dináricos, en medio de los cuales se erguía orgulloso el castillo de Montefalcone.
Desde hacía varios días el ataúd de hierro estaba vacío. Polly Bird se había portado tan bien en la Ciudad de los Vampiros que no provocaba ya ninguna desconfianza. La pusieron en libertad, sin que ella abusara en absoluto de ese privilegio. Tampoco les sorprendió el uso inmoderado de bebidas alcohólicas por parte de esta doncella, puesto que es frecuente en las jóvenes campesinas inglesas, que comparten esta afición con damas de alta cuna.
Como todavía llevaba además ropas del otro sexo, sus muchos pecados de embriaguez resultaban menos impropios. No habrán olvidado ustedes que la antigua Polly todavía representaba el papel de réplica del señor Goëtzi. Ésta era la única forma de poder introducir a Ned Barton dentro de las murallas de la inexpugnable fortaleza. Homero empleó una estratagema parecida en su inmortal epopeya, y lo cierto es que el ataúd de hierro podría perfectamente pasar por una versión moderna, y reducida, del caballo de Troya.
En lo físico, Polly había cambiado ligeramente desde la muerte de su seductor. Había menguado, ofreciendo el aspecto de un señor Goëtzi empequeñecido por el cansancio o la enfermedad. Al mismo tiempo, no obstante, había adquirido un aire de importancia que no agradaba a nuestra querida Ann. El único que lograba hacerle que obedeciera era Merry Bones. No es ningún misterio cómo lo lograba: le atizaba un cabezazo en la barriga o un puntapié algo más abajo, en el lado contrario, siempre que ella no se comportaba como él quería.
En la noche del sexto día entraron en los desfiladeros y enseguida los rayos de la luna iluminaron la enorme masa del castillo condal, que
Ella
inmortalizara con el nombre de
Castillo de Udolfo
.
No se veía ninguna luz sobre los muros ni a través de las ventanas góticas de las diversas alas del edificio. Todo parecería estar muerto en la antigua fortificación, de no ser porque una forma humana hizo su aparición en la parte más alta de una elevada torre. Era una joven (o al menos su sombra) vestida con largos velos blancos.
—¡Ya la veo! ¡Es ella! —exclamó Ann. Y Edward, uniendo sus manos con delicada sensibilidad, exclamó:
—¡Oh, Cornelia! ¡Mi amada! ¿Es a ti a quien veo, o es sólo tu fantasma bienamado?
Para conseguir su objetivo, nuestros amigos tenían que separarse allí en dos grupos. El señor Goëtzi, como volveremos a llamar en lo sucesivo a la desdichada Polly Bird, debía entrar solo en el castillo con el cajón de hierro, que transportarían dos hombres del pueblo contratados en la ciudad de Bihac, que tiene la peculiaridad de encontrarse ubicada en medio de las aguas del río Una. Nuestra querida Ann, Merry Bones y el viejo Grey-Jack habían acordado vigilar desde el exterior.
La hora en que tuvieron que separarse les resultó muy triste. Los viajes crean cierta intimidad; los peligros compartidos producen inevitablemente un cierto acercamiento, y no he ocultado que en los primeros trastornos de su corazón
Ella
le había dedicado a Edward S. Barton sus preferencias. Por eso, cuando tuvo que separarse de él, tal vez para siempre, no pudo evitar derramar algunas lágrimas, aunque enseguida se impuso su excepcional fuerza de carácter y dijo con tono enérgico: