Nuestra querida Ann regresó junto a sus amigos y se encontró a Polly encerrada nuevamente en el ataúd de hierro, una precaución necesaria por partida doble: primero para que el doctor Magnus no reconociera en ella al señor Goëtzi, y después para evitar a la desgraciada joven la tentación de escapar o de traicionarlos, puesto que, a pesar de que su arrepentimiento parecía sincero, seguramente habría adquirido entre sus antiguos amos muy malas costumbres.
Salieron a las diez en punto, que es la hora veintidós, de acuerdo con los relojes del Sepulcro. El tiempo era espléndido, con un clima semejante al de la dulce Italia. La latitud de Semlin se encuentra en el paralelo que pasa entre Venecia y Florencia. Nuestros expedicionarios caminaban silenciosos y taciturnos en medio de los campos de mijo y maíz, cuyas cercas habían sido construidas con adelfas.
Ella
abría la marcha, seguida de cerca por su criado Grey-Jack y Merry Bones, que cargaban el ataúd de metal. Detrás de ellos venía Ned Barton, el
gentleman
, cargado con el saco de carbón, el hornillo y un paquete de velas. Cerraba la marcha el doctor Magnus, cuyo dolor entorpecía su andar. No piensen que me he olvidado del pintor. Éste erraba de un lado para otro, con la despreocupación característica de los artistas.
Los acontecimientos sobrenaturales tienen lugar normalmente alrededor de la medianoche, favorecidos por la más impenetrable oscuridad. Es en este detalle, si me permiten la observación, mylady, caballero, donde este relato completamente histórico refleja sus características completamente originales. Promediaba el día y el sol despedía sobre la naturaleza sus resplandores más espléndidos. No había ni siquiera la posibilidad de un engaño.
A tres cuartos de legua de Semlin, en dirección a Peterwardein, el paisaje comenzó inesperadamente a cambiar de aspecto. Terminaron las adelfas, los groselleros y las hortensias. El fértil verdor del maíz en ciernes desapareció también. El suelo, tan feraz momentos antes, cobró un tinte opaco, como si acabase de caer sobre él una lluvia de cenizas.
Simultáneamente el cielo azul se tornó gris, y algo sencillamente indescriptible, como una pantalla de tristeza, se interpuso delante del sol.
Aquellos indicios fueron aumentando con inusitada rapidez. En apenas cinco minutos nuestros expedicionarios creyeron estar separados por una enorme distancia de todos los objetos que hacía un momento les rodeaban.
Instintivamente, el grupo se estrechó, buscando en el cielo el sol que acababa de esconderse detrás de la mentira de esa noche.
—¡No os detengáis! —dijo Polly desde el ataúd.
Y continuaron con las piernas temblando, la cabeza confusa, y el pecho oprimido por un peso desconocido. Titubeaban, tropezando entre ellos. Se habría dicho que estaban profundamente borrachos, o incluso atacados por una repentina ceguera.
Porque les rodeaba la más absoluta, la más densa
e
impenetrable oscuridad.
—¡Proseguid la marcha! —insistió la ahogada voz de Polly.
Continuaron. ¿Puede existir algo más negro que la noche? Si existe, era ese algo el que los envolvía ahora, frío como un sudario. Llevaban ya un buen rato sin que se oyera el menor ruido exterior. La naturaleza ya no respiraba.
La voz del ataúd de hierro dijo, en medio de aquel silencio sin nombre:
—¡Alto!
Obedecieron e inesperadamente, junto a ellos, casi iba decir que entre ellos, de tan íntimamente como les envolvió el sonido, pudieron escuchar el tañido de una potente campana, clara como una nota de armónica, que tocaba lentamente la hora veintitrés.
Con la vigesimotercera campanada desaparecieron las tinieblas y apareció el Sepulcro. Nuestros amigos se encontraban en el mismo centro de la Ciudad Vampiro.
Esta ciudad, orgullosa bajo la maldición de Dios, es llamada también Selene, que es el nombre griego de la luna. Se sabe que muchos autores piensan que la luna es la patria de los vampiros.
Allí, en aquella ciudad muerta que ahora rodeaba a los expedicionarios, faltaba absolutamente de todo: la vida, el color y el movimiento. Pero lo más impresionante en medio del silencio era el fantasmagórico esplendor de una increíble y maravillosa decoración, cuyas tristes riquezas resultaban indescriptibles.
Empecemos por el edificio principal, situado en medio de un gran espacio circular. Imaginen ustedes una rotonda gigantesca en la que se solaparan los órdenes de la antigua arquitectura de acuerdo con una bestial aunque sabia imaginación, vinculada con las más sorprendentes audacias del arcaísmo asirio, de los sueños chinos y de los caprichos hindúes.
Era un santuario, un torreón, una Babel gigantesca de pórfido pálido, con delicados matices de ese tono indefinido conocido como «verde mar». Tremendos bloques de esa piedra, opaca y al mismo tiempo translúcida como el ámbar, se unían mediante finas juntas de mármol negro. La primera ordenación, que formaba el peristilo por encima de una plataforma circular que contaba con trece escalones, se hallaba constituida por columnas dóricas, anchas como las del templo de Pestum, pero de proporciones mayores, lo que daba una impresión de ciclópea solidez. Entre ellas aparecían ventanas moriscas de grandes arcos.
La segunda ordenación era de estilo jónico, en la medida en que esa designación reservada al arte puro pueda ser utilizada para describir fórmulas exageradas hasta el salvajismo. En él podían verse ventanas trilobuladas. La tercera ordenación acanalaba sus columnas corintias por delante de los muros, levantados más atrás y perforados por ojivas cortadas. La cuarta ordenación era una mezcla compuesta por infinidad de adornos producidos por una imaginación desbordante, que delataban cierto gusto por transgredir las normas, y que exhibía unas ventanas en forma de estrellas. Y finalmente la quinta ordenación, que sujetaba la cúpula del techo, plana como una pátera invertida y coronada por otra copa menor, de la que brotaba un haz de llamas, no permitía ninguna denominación técnica; se trataba de una eflorescencia de columnillas, nervaduras, una explosión de lianas nacaradas que jugueteaban con todos los estilos, completamente fuera de cualquier regla y en abierto desafío a las limitaciones que se imponen a lo feérico.
Sin embargo, lo que más llamaba la atención en este colosal templo, grandioso y frívolo al mismo tiempo, magnífico aunque triste hasta la melancolía, era la sobresaliente desmesura de sus capiteles y frontones. El estilo dórico ensanchaba sus frisos y cornisas, el jónico ampliaba y estiraba sus volutas, el corintio desplegaba sus hojas de acanto y, para finalizar, el orden compuesto multiplicaba sus frondas de tal forma que el conjunto constituía una escala de refugios anchos y profundos, situados en forma de parasol, lo que le confería al conjunto una apariencia de pagoda.
Entre cada par de columnas, en el peristilo, podía verse un tigre de pórfido, agazapado, con sus garras sobre el corazón destrozado de una doncella caída.
En el exterior, rodeando la plataforma circular, se alineaban veinticuatro pedestales con otras tantas estatuas de doncellas, todas maravillosamente bellas, pero ultrajadas y rendidas por un enemigo invisible.
Estas estatuas rodeaban la ancha plaza que completaba el centro del rosetón, del que partían las seis avenidas o calles que formaban la Ciudad Vampiro.
Cada uno de aquellos barrios parecía gigantesco, prolongando hasta perderse de vista sus innumerables palacios, cuyas perspectivas desaparecían en medio de una niebla opalina. Cada palacio era diferente de los demás, aunque diseñado conforme a estudiadas analogías, lo que le otorgaba a la vista una sensación de armonioso paralelismo.
Todas aquellas pálidas magnificencias pertenecían a la muerte. No había el menor ruido o movimiento. Nada parecía respirar allí. El sueño eterno acechaba incluso al aire, en el que no se agitaba un solo soplo.
A pesar de todo, lo más impresionante era la grandiosidad de la necrópolis, cuya espantosa soledad no es posible describir con palabras.
Allí no había nada, a pesar de que la gran acumulación de maravillas arquitectónicas reflejaba enérgicamente la intervención del hombre. Nada ni nadie. No había ni siquiera una sombra a lo largo de aquellas blancas perspectivas, o bajo las columnatas que se alejaban en todas direcciones hacia el infinito. Las pálidas flores de sus jardines descansaban sobre tallos estáticos. Incluso los chorros de las fuentes sucumbían al encantamiento de este extraño sueño y permanecían inmóviles, suspendidos en el aire.
Ustedes ya saben que el tedio, ese desaliento de la inteligencia, lo hace todo grande, incluso la inmensidad. El crepúsculo, claro y frío como un rayo de luna, hería al mismo tiempo y por todos lados la simétrica aglomeración de monumentos, construidos todos con el mismo tipo de piedra, semitransparente e incolora, que no producía sombras.
En medio de aquella majestuosidad de silencio y muerte se veía un leve sentimiento de despertar. En ese desenfreno de estilos, en la loca promiscuidad de ese arte, podía saborearse una orgía. Pero era una orgía que parecía aletargada. ¿En qué se transformaría aquella Babilonia de tumbas cuando despertase…?
El sonido de la campana de cristal resonó durante un buen rato en la atmósfera silenciosa.
Nuestros viajeros se mantenían mudos de asombro. Mientras nuestra querida Ann intentaba sin éxito medir con la mirada aquellas fantásticas maravillas, Merry Bones profería un rosario de blasfemias celtas y Grey-Jack escudriñaba en las profundas perspectivas con la lejana esperanza de descubrir en ellas el cartel de alguna taberna. El pintor cogió sus lápices. El doctor Magnus, ¡desgraciado padre!, contaba, con los ojos llenos de lágrimas, las estatuas de las doncellas.
—¡Vamos! ¡Adelante! —azuzaba Polly Bird desde el ataúd de hierro—. No hay que pararse con las bagatelas de la entrada. ¡Tenemos el tiempo justo! ¡Sigamos! El señor Goëtzi vive en el barrio de la Serpiente. ¡Adelante!
En la esquina de cada barrio, un pedestal sostenía la estatua del animal que daba nombre a aquellas manzanas. Merry Bones se colocó nuevamente en cabeza y, al encontrar la estatua de la serpiente, se adentró entre las dos filas de mausoleos que la estatua separaba. A partir de allí, la avenida se iba ensanchando. En este punto se adueñó de Ann una sensación de inmensidad al ver la infinidad de calles que brotaban de allí, uniéndose a otras más, mientras la principal se hundía en vertiginosas cuestas. Desde cerca, cada sepulcro era un monumento considerable; algunos de ellos pertenecían sin duda a la nobleza de los vampiros, porque tenían las dimensiones de un palacio real. ¡Había centenares!… ¡Millares!
Cada mausoleo presentaba un nombre escrito en letras negras, justo encima de la entrada principal. En su mayor parte se trataba de nombres completamente desconocidos, aunque había algunos cuya mera presencia en aquel lugar podría haber explicado mejor muchos de los enigmas de la historia pasada y presente: nombres de usureros malditos, de personas cuya escandalosa riqueza supone la miseria de los pueblos, nombres de cortesanas obscenas y grotescas que habían arruinado costumbres y propiedades, y también los nombres de muchos a quienes el arte servil y la necia poesía glorifica como a grandes conquistadores, únicamente porque aplastaron al débil por la fuerza y construyeron su fama atroz sobre humillaciones, sangre y lágrimas.
En más de una ocasión, al pasar frente a uno de aquellos fastuosos templos en el que dormía algún famoso azote de la humanidad, nuestra querida joven intentó acercarse, pero la voz de Polly Bird, que se impacientaba y temblaba de terror en el fondo del féretro metálico, gritaba inmediatamente:
—¡Deprisa! ¡Aquí siento vida, y se nos está agotando el tiempo!
Caminaban rápidamente, por un camino que parecía no tener fin. Nuevas calles aparecían constantemente, y nuevas tumbas sucedían a las anteriores, obligándoles a seguir caminando sin descanso. No hallaron ni un solo ser vivo en aquel interminable trayecto.
Finalmente Polly, que iba reconociendo el camino gracias a los orificios del ataúd, dijo repentinamente:
—Ya llegamos. Sujetadme bien, porque por más que odie a mi amo, su corazón es capaz de atraerme como el imán al hierro, y a pesar de mis intenciones, enseguida me afano por adentrarme en él.
Dentro del cajón de hierro se sentían, en efecto, las sacudidas de la desgraciada, que se rompía las costillas contra las paredes metálicas.
—¡Alto! —gritó al fin—. ¡Hemos llegado! ¡Es aquí!
Puesto que el señor Goëtzi no era rey, ni tirano, ni tribuno, ni filósofo, ni fundador de un banco, ni barón Iscariote, ni baronesa Friné, no podía aspirar a entrar dentro de la aristocracia de los vampiros. Se trataba apenas de un simple doctor que, además, ni siquiera ejercía. Por ello, sólo tenía un mezquino sepulcro, que casi daba pena al lado de tan augustas tumbas. En realidad era únicamente una pobre capilla de estilo griego bárbaro, apenas un poco más grande que San Pablo de Londres, cuya arquitectura levemente modesta no tendría más de cuatrocientas o quinientas columnas. Se veía acomplejada a un lado por el mausoleo de un primer ministro de Prusia, y humillada por el otro por la catedral de una vieja malhechora francesa cuyo oficio fue, es y será, el beber en París la sangre de los imbéciles: ya fuera de los más insignes cruzados como de villanos sin distinción, siempre que existiera algo de oro en las venas de esos idiotas.
En medio de la fachada, sobre una lápida de jaspe negro, podía leerse el nombre del señor Goëtzi escrito en letras de color verde mar, tenuemente luminosas, del siguiente modo: