La Ciudad Vampiro (17 page)

Read La Ciudad Vampiro Online

Authors: Paul Féval

Tags: #Humor, Terror

Se abalanzaron hacia uno de los seis grandes barrios que formaban la roseta, cuyo símbolo era la estatua de un gigantesco murciélago. Los otros cuatro símbolos eran una araña, un buitre, una sanguijuela y un gato. Es oportuno decir que Ned Barton y todavía más Grey-Jack, estaban ansiosos por dejar caer el ataúd de hierro que tanto frenaba su carrera, pero ¿cómo escapar sin la ayuda de Polly de semejante laberinto? No veían ninguna salida.

Mientras tanto la campana de cristal lanzaba sus últimos tañidos. En todos sitios el movimiento seguía a la inmovilidad y el ruido al silencio. A través de las puertas abiertas se veía el interior de los mausoleos, cuyos moradores se levantaban sobre sus lápidas, entregándose a su arreglo personal. Algunos incluso aparecían ya en los umbrales: hombres de gran estatura aunque afeminados casi siempre, mujeres también muy altas y de altiva figura, y todos ellos hechos de una materia verde jaspeada de púrpura, con radiantes ojos amarillos y labios de los que saltaban chispas y que ardían como brasas bajo el fuelle de una fragua. Sobre sus hombros flotaban largos velos purpúreos y en el fulgor cada vez más intenso que incendiaba el ambiente, resultaba fácil descubrir en el costado izquierdo de sus pechos, en el lugar del corazón, un orificio sangrante del que pendía siempre una gota roja.

¿No se habían despertado del todo, o es que nuestros amigos se encontraban bajo el influjo de alguna protección? Aquellas espantosas criaturas no parecían haberles visto todavía, a pesar de que nada escondía su fuga. Polly Bird ni siquiera se atrevía a hablar desde el interior del cajón de hierro, por temor a atraer su atención hacia los fugitivos. Nuestra querida Ann, al comprobar que sus pobres piernas no aguantaban más y que pronto se negarían a seguirla sosteniendo, le encomendó su espíritu a Dios. Ned estaba enfadado; Grey-Jack, a pesar de que era un inglés de pura cepa, tenía la carne de gallina, y al propio Merry Bones aquella situación se le estaba haciendo eterna.

—¡Valor! —clamó en un susurro Polly Bird, al verlos flaquear—. ¡Un último esfuerzo! Ya nos encontramos cerca del sepulcro del portero. Bastará con que le echéis en los ojos un poco de ceniza de mi difunto seductor, y podremos pasar. ¡Aguantad!

Pero cuando el gran pájaro negro, posado ahora con sus alas desplegadas en medio del fuego que coronaba la gigantesca cúpula, lanzó un último cu-cú y en el aire resonó la última campanada, pudieron oír un grito lejano seguido por el ruido de un cuerno.

Después, con mágica rapidez, los gritos se fueron aproximando, los sones de las trompetas también, de forma que antes de que pasara un segundo, nuestros amigos se vieron rodeados por un sordo clamor sobre el que se destacaba la atronadora voz de los cuernos. Los gritos parecían hablar en un idioma desconocido, mientras los cuernos tocaban una marcha militar cuya algarabía, capaz de desgarrar cualquier tímpano, no puede describirse con palabras. Simultáneamente, unos tambores invisibles redoblaron a los cuatro vientos convocando a todos los vampiros, mientras la campana de cristal tocaba a rebato.

—¡Estamos al lado de la puerta! —gritó Polly Bird—. Están gritando: «¡Tumba violada! ¡Muerte de un vampiro!» Pero da igual. ¡Un último sacrificio y nos encontraremos fuera!

Era cierto. Nuestros expedicionarios ya podían vislumbrar el alto muro de pórfido, fantástica cintura de tanta maravilla y el profundo, estrecho y bajo túnel, que era la única entrada a la Ciudad de los Vampiros. Seguramente pasaron por él en su camino, aunque ahora no lo recordaban.

Y puesto que ya habían dejado atrás los últimos mausoleos, no encontraron a nadie que se interpusiera entre ellos y la puerta, abierta de par en par, tras la cual reinaba una completa oscuridad.

Pero el griterío, la algarabía, la alarma general y el toque a rebato, mezclados con todo tipo de ruidos añadidos, subía de volumen como si fuese una marea de ensordecedor estruendo, y repentinamente una multitud de hombres, mujeres, cuadrúpedos, pájaros y reptiles, todos verdes y rojos, con ojos de un amarillo intenso, apareció en el camino principal procedente de todos los accesos, invadiéndolo en un santiamén.

—¡Muerte a los profanadores! ¡Muerte a los profanadores! ¡Portero, cierra la puerta! ¡Baja los barrotes e iza el puente! ¡Soltad los dogos, los tigres, los leones, las serpientes y los cocodrilos! ¡Sepulcro ultrajado! ¡Muerte de un vampiro! ¡Queremos su sangre… su sangre… su sangre!

Entonces ocurrió algo sorprendente. No se percibió el menor movimiento al lado de la puerta que respondiese ante aquel griterío acuciante. El portero no apareció. Los barrotes permanecieron suspendidos en el aire y el puente levadizo no fue izado. No aparecieron ni los dogos, ni los tigres, ni las serpientes, ni los cocodrilos. Si me lo permiten, ahora les explicaré lo que ocurrió. El cargo de portero, al existir una única puerta, es un cargo muy importante. Por ese motivo, y para evitar problemas, el cargo es desempeñado por turno, durante veinticuatro horas, por cada uno de los habitantes de Selene. Ese día el turno le correspondía al señor Goëtzi, y al tener fama de ser un vampiro extraordinariamente puntual, su predecesor se retiró después de la primera campanada de la hora veinticuatro.

Evidentemente cometió un grave error, y seguramente sería severamente castigado por ello.

Ese es el motivo por el que nuestros amigos fugitivos no se encontraron con nadie que pudiera cerrarles el paso. Aunque, ¡válgame el Cielo!, no por ello su situación era menos complicada. La muchedumbre de alborotadores y airados enemigos crecía con vertiginosa rapidez. Ya se desbordaba a ambos lados, cuando la voz del ataúd gritó:

—¡Cuidado, Merry Bones! ¡Cuidado!

El valiente irlandés se giró, y el aliento de un gigantesco canalla de verde, que le pisaba los talones con sus fauces abiertas, le abrasó el rostro, mientras dos perros monstruosos saltaban sobre él intentando hacer presa en su garganta, al tiempo que algunos reptiles se deslizaban silbando entre sus piernas.

La situación se hizo todavía más crítica, porque justo entonces la muchedumbre desbordaba ambos flancos ladrando, bufando, gritando y rugiendo: «¡Muerte! ¡Muerte!», mientras nuestros amigos, exhortados por la voz de Polly, perdían por completo el control de sí mismos.

Merry Bones ni siquiera llegó a pararse un cuarto de segundo, pero fue tiempo suficiente para que el gesto le separase del resto de sus compañeros, que atravesaron el túnel dejándolo a él solo, en medio de la Ciudad de los Vampiros.

Ella
nunca habría aceptado voluntariamente dejar atrás a nadie, aunque fuese irlandés, y menos a merced de tan espantosos enemigos; pero Polly apresuraba la escapada como una posesa, conocedora del tipo de tortura que le esperaba si llegaban a capturarla (y además veremos que también tenía el ambicioso proyecto de convertirse en la única heredera del señor Goëtzi). Ned Barton y Grey-Jack, obedientes, franquearon el túnel y el puente levadizo corriendo como liebres.

Ann iba justo detrás, sin saber si ya se encontraba a salvo, o por lo menos fuera de la ciudad maldita.

Únicamente se giró después de sobrepasar el foso, y entonces pudo ver a través de la boca del túnel un espectáculo magnífico e infernal que muy pocas personas han conseguido contemplar a lo largo de los siglos. Por muy audaz que fuese su temperamento,
Ella
nunca sentiría nostalgia de los momentos que acababa de vivir en medio de aquellos increíbles horrores, a pesar de lo cual quedaría en su mente para siempre un eterno deslumbramiento y, gracias al instinto de su carácter poético, permanecería grabada en ella la impresión de esos milagros que manifestaban un poder que no era el de Dios. En especial, recordaría el momento del despertar, ese minuto en que la sepulcral fantasmagoría se coloreó con las tonalidades de una orgía, dejando en ella un recuerdo tan vivo como una herida.

La vio todavía una vez más a través de la boca del túnel, que se abría en medio de la gruesa muralla: la orgía saltaba y se contorsionaba en un mar de luces verdes y rojas; y más allá de los tumultuosos y confusos movimientos de la turba embriagada de ira pudo ver de nuevo, como en un sueño lejano, la perspectiva infinita de los sepulcros, las cúpulas, y los pilares perdiéndose en resplandecientes propileos…

Y como el desgraciado Merry Bones se encontraba ahora ahogado en medio de aquella turba salvaje,
Ella
ni siquiera logró verle.

—¡Bendito sea Dios! —exclamó entonces—. ¡Nos hemos salvado de milagro!

—¡Adelante! ¡No debemos pararnos ahora! —urgía Polly—. Aún no podemos felicitarnos. ¡Ya nos quedará tiempo para darle las gracias a Dios cuando hayamos traspasado el círculo de tinieblas y vislumbremos los campanarios de Semlin!

No es necesario que recuerde que, al abandonar el túnel, nuestros amigos se encontraron nuevamente con las penumbras que rodean a Selene, como si perteneciesen a un oscuro suburbio.

Continuaron avanzando, y a quienes se les ocurrió recordar a Merry Bones, se cuidaron muy mucho de pronunciar su nombre.

Nosotros, por nuestra parte, nos ocuparemos de él.

* * * * *

Al principio se sintió un poco perplejo e incluso contrariado por el salvaje asalto de los vampiros, a quienes creía todavía lejos. Uno puede cometer este tipo de errores cuando pelea contra seres sobrenaturales. Por lo general, su agilidad y destreza es muy superior a la de cualquier humano.

Sin embargo, el asombro del criado no le impidió arremeter de un cabezazo contra la barriga del vampiro que le abrasaba con su aliento, aunque el golpe, amortiguado por el pelo, le produjo una impresión tan desagradable de frío que se propuso no volver a tocar a esos animales más que con el pie; y eso que él no era nada remilgado. A pesar de su bella apariencia de jaspe, el pecho de ese vampiro era fofo y frío como la panza de un pescado.

Aun así, el cabezazo había sido bueno, y la maldita bestia se vio lanzada contra la turba apretada, y después fue tirando, al retroceder tambaleando antes de caer, a media docena de vampiros. Aquello abrió un hueco suficiente como para que Merry lograse mirar hacia atrás. Al ver que se encontraba separado de sus compañeros por una muralla espectral y movediza, se sintió completamente derrotado, cercado y abandonado.

—¡Eso es lo que puede esperarse de los ingleses! —se quejó lastimero.

Su desgracia le hacía ser injusto con la más civilizada de las naciones. ¡Aunque puede que tuvieran el suficiente juicio como para comprender que un irlandés siempre logra salir adelante de cualquier situación!

Entonces comenzó a lanzar coces a su alrededor, de forma tan violenta que le hizo ver las estrellas a todos los vampiros que le rodeaban. No había un solo testigo que pudiese gozar de tan maravilloso espectáculo: un simple criado manteniendo a raya a todos los vampiros de la tierra, rebeldes y en el paroxismo de la furia. Se trata de algo increíble, no puedo negarlo, pero completamente cierto. Y Merry Bones, al derribarlos, les cantaba además descabelladas canciones de su tierra, y les gastaba bromas pesadas que sólo se le pueden perdonar atendiendo a su mala educación.

Pero debemos ser justos. ¡Eran demasiados! ¡Y seguían viniendo cada vez más! Los perros, por su parte, se mostraban especialmente furiosos. Los pájaros también se encarnizaban de forma insoportable, y cuando a ellos se les sumaron las arañas y los murciélagos malolientes, Merry Bones perdió por completo la paciencia. No se trata de que los maestros-vampiros sean muy numerosos. Por fortuna no lo son, o de lo contrario el mundo se extinguiría exangüe. Lo que pasa es que cada uno tiene su réplica, y además arrastra con él a esas bestias accesorias, que también tienen la capacidad de multiplicarse. Un vampiro banquero, de esos que ha mantenido altas finanzas o ha pertenecido a la nobleza, es capaz de mantener a cientos de estos esbirros, y los aristócratas nunca han tenido menos de cincuenta. Eso le confiere a la Ciudad de los Vampiros una población flexible, que puede replegarse dentro de sí misma como las diferentes secciones de un catalejo, o los diferentes tramos de una caña de pescar. Resulta agotador, porque por más que se pode este prado vivo y movedizo, absolutamente abominable, nunca se logra nada.

Hubo un momento en que el desgraciado Merry Bones se encontró en verdaderas dificultades. Tenía dos perros agarrados a cada una de sus piernas, tres arañas colgándole de la espalda, un murciélago en cada axila y varias docenas de sanguijuelas extendidas por todo el cuerpo. Cuatro buitres gigantescos se peleaban por sus ojos mientras los hombres, lanzando verdes resplandores, le atacaban violentamente con toda clase de armas. Era como para poner en dificultades al guerrero más audaz.

De repente se dio una palmada en la frente: acababa de tener una idea. Había dejado el cucharón en el suelo, entre sus piernas, para poder tener libres las dos manos. Ustedes no habrán olvidado, sin duda, que el cucharón contenía las cenizas del corazón del vampiro Goëtzi. Merry Bones recordó en aquel trance que Polly había insistido vehementemente en las propiedades de esas cenizas. Para ver si era verdad, se apoyó sobre sus manos con la intención de quitarse de encima a esa chusma que lo cercaba, y lanzó tantos y tan salvajes puntapiés a su alrededor que logró hacer retroceder unos pasos a sus atacantes.

Al lograr de ese modo un pequeño espacio, levantó el cucharón y lo colocó bajo las narices del primer vampiro que se le vino encima. El efecto fue fulminante. El hombre verde explotó repentinamente, ya que ésa es la expresión que me parece más apropiada para el estornudo que destruyó a la bestia, haciendo jirones sus vestidos y provocando daños también a su alrededor. El resultado le dio a Merry una de las alegrías mayores de su vida. Inmediatamente lanzó un rosario de todas las imprecaciones conocidas al oeste de Irlanda, mientras enterraba el mango del cucharón en la mata de su pelo, donde se mantuvo tan firme como si se lo hubiese clavado en la cabeza. Acto seguido ejecutó entusiasmado las piruetas del
Lilliburo
, su baile nacional. Entonces le hizo señas a la chusma, indicando que quería hablar:

—¡Hatajo de serpientes! —gritó—, ¿entendéis el irlandés? Si me dejáis en paz no acabaré con vosotros, exterminando hasta el último. Pero si seguís impacientándome…

Le interrumpió inmediatamente un agudo estruendo, formado por voces de hombres, berridos de mujeres, aullidos de perros, silbidos de pájaros y murciélagos, y chillidos de reptiles. El clamor decía:

Other books

Knitting Under the Influence by Claire Lazebnik
Master of Chains by Lebow, Jess
Ubu Plays, The by Alfred Jarry
Ivy Secrets by Jean Stone
Shhh by Raymond Federman