La Ciudad Vampiro (12 page)

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Authors: Paul Féval

Tags: #Humor, Terror

Nuestra querida Ann intentaba inútilmente saber qué clase de objeto era el que había provocado ese estruendo al caer. Después de que Merry Bones se instalase cómodamente en el agujero de la estufa, con sus dos brazos por fuera, como esos duendes de cartón que brincan en las tabaqueras, se decidió a explicarse.

—¿Ya os habréis fijado en lo pesado que es, no es cierto, pequeña flor? —musitó—. Eso se debe a que es de hierro…

—¡De modo que es el ataúd!

—¿Y qué iba a ser, si no? También pesa lo suyo, porque está lleno.

—¡De qué, por Dios!

—¿De qué va a ser, señorita?

—¿Se refiere a un cuerpo?

—Claro. ¿Qué, si no?

—¿De quién?

—¡Qué demonios: de Su Excelencia, por supuesto!

—¡El cuerpo de Edward Barton!

—¡Efectivamente!

Ella
profirió un alarido desgarrador.


¡Musha!
¿Qué diantres os ocurre, señorita Ann? —preguntó el joven Merry.

El llanto de nuestra querida Ann le impidió oír la pregunta. Merry Bones comenzó entonces a gritar como un demente:

—¡Que el diablo me lleve si he trabajado poco esta noche! ¡Haríais mejor en escucharme, perla mía! Es verdad que hay un cuerpo en este cajón de metal. Si no lo hubiese, ¡que me asen como a un pescado y me arranquen todos los dientes negros estos malditos holandeses! Pero hay un alma, además, y muy buena, por cierto, aunque sea el alma de un inglés…

Ella
no le prestaba mucha atención, aunque estas últimas palabras la hicieron dar un salto.

—¡Explicaos, Merry Bones! —ordenó autoritariamente—. ¿Estáis insinuando que el señor Barton todavía está con vida?

—En efecto, señorita; eso es precisamente lo que intentó decir.

—¿Y por qué no está moviéndose ahí dentro?

—Porque está durmiendo.

—¡Durmiendo! —exclamó la joven—. ¿Acaso creéis que alguien podría dormir después del batacazo del ataúd contra el suelo?

—¡Por supuesto que sí, señorita! Y no es que lo piense, estoy convencido de ello.

—¡De modo que ha tomado un narcótico!

Merry se encogió de hombros, sin darle importancia al comentario, y replicó:

—No sé qué es eso de un narcótico, lo que sé es que a Su Excelencia le han endosado té de amapolas con zumo de lechuga.

No sé si ustedes aprobarán la conducta de nuestra querida Ann, pero lo cierto es que mandó al criado retirarse del agujero y, echándose una manta sobre los hombros, se aproximó al ataúd de hierro, que tenía llave y cerradura como los baúles de viaje. Entonces la abrió, y levantó la tapa.

Al echarle el primer vistazo a su primo, se encontró con un
gentleman
sonriente y sonrosado como un Niñito Jesús, que a nuestra querida Ann le pareció más hermoso que antes.

Mientras
Ella
le miraba embriagada de emoción, el lacayo irlandés apareció por el agujero de la estufa y dijo:

—¡Qué simpático y amable es! ¿No le parece, señorita? Mientras os extasiáis contemplándolo, creo que bien podríais escucharme, puesto que no tenemos mucho tiempo y es preciso que os enteréis de cómo ha ocurrido todo. El día señalado para raptar a la señorita Cornelia y llevarla con su familia de Inglaterra, el señor Goëtzi, como buena araña que es, había preparado ya su red. Yo sucumbí en ella, de nada sirve negarlo, ¿y qué podrían hacer esos dos corderitos sin mi ayuda? A la señorita Cornelia la arrastraron al infierno como si fuese un paquetito y Su Excelencia recibió media docena de puñaladas en una emboscada. Pero sobrevivió. Iré directo al grano: yo estaba preso, pero escapé. Así fue como llegué hasta la posada de
La Cerveza y la Amistad
, ayer por la tarde, desfallecido de hambre y frío, y con una apariencia lamentable. Eso fue un poco antes de vuestra llegada, al anochecer. Ya me disponía a penetrar en el salón de entrada, sin sospechar nada, cuando se me ocurrió echar un vistazo por el ojo de la cerradura. Entonces vi a esa mujer sin pelo echando pétalos de amapola en un puchero, mientras el mesonero molía la lechuga en un mortero. Los dos le estaban riñendo al crío, que les gritaba: «¿Para qué queréis dormir al hombre muerto?» Como os podéis imaginar, yo ya conocía a todos ésos, y no tenía la menor intención de entrar nuevamente en el avispero. Rodeé la casa en busca de una puerta trasera y, al no dar con ella, trepé por la enredadera hasta el tejado, deslizándome por la chimenea. Yo ya he sido deshollinador. La chimenea me condujo hasta la alcoba en que me encuentro. ¡Bien! El cuarto estaba desierto y a oscuras, pero oí voces en el cuarto vecino, que es el vuestro, y reparé en que el agujero desprendía luz. Asomé mi cabeza por él y vi a tres hombres, quiero decir, a un caballero y a dos mitades de cretino. Seguramente ya le habían obligado a beber a Su Excelencia el zumo en cuestión, porque estaba dormido. No le vi entonces mala cara, para tratarse de alguien al que han dado varias puñaladas. A su lado había dos señores Goëtzi, el auténtico, tapizando el interior del ataúd, y su réplica, practicando pequeños orificios en las paredes, con un taladro. La réplica comentaba: «¡Vaya tarea es ésta para un doctor de la Universidad de Turingia!»

»—No hay trabajo malo, amigo mío —contestó el otro Goëtzi—. Además, si yo soy ahora un tapicero, bien puedes tú hacer de cerrajero.

»—¿Y para qué hacemos todo esto, amo?

«—Porque he decidido retirarme, cuando sea anciano, en el precioso castillo de Montefalcone, del que nos convertiremos en dueños.

»—Gran idea —respondió la réplica, frotándose las manos—. Pero, ¿cómo vamos a convertirnos en propietarios de tan hermoso castillo?

»—Te lo diré, mientras sigues taladrando. A la primera impresión, podría pensarse que nos estamos precipitando en este trato. Pero quien sobreviva verá que hicimos lo mejor. El señor conde Tiberio Palma d’Istria me ha comprado el cuerpo de este joven inglés difunto, y debo mandárselo en su féretro. ¿Entiendes?

»—Perfectamente.

»—Además, la signora Pallanti también me ha ofrecido una suma por este joven, aunque vivo.

»—¿Cuánto ofrece el conde Tiberio? —preguntó de nuevo el doble.

»—Nada menos que la sangre de la Pallanti.

»—No es gran cosa. ¿Y la Pallanti?

»—La sangre de la hermosa Cornelia.

»Los ojos de ambos vampiros brillaron al pronunciarse aquel nombre, y sus labios se enrojecieron como brasas.

»—No obstante —prosiguió la réplica del señor Goëtzi—, sigo sin entender cómo nos convertiremos en los dueños del castillo de Montefalcone.

»—Después de que nos hayamos bebido la sangre de la joven Cornelia —sonrió el auténtico Goëtzi—, ¿qué podrá impedir que nos incorporemos su cuerpo? ¿Acaso alguna ley impide que conserve su actual figura? De esa forma será al mismo tiempo la señorita Cornelia de Witt, y yo mismo. De esa forma, yo, el señor Goëtzi, me convertiré en el legítimo heredero de Montefalcone. ¿Algún problema?

»Su réplica no tuvo ninguna objeción. Estaba claro como el agua de una fuente. En ese momento acabaron sus trabajos. El ataúd de hierro resultaba muy cómodo después de haber sido tapizado, y con el taladro acababan de practicar el último agujero. Entre los dos señores Goëtzi cogieron al desventurado Ned, que aún dormía, uno de la cabeza y otro de los pies, y lo acomodaron dentro del cajón, que inmediatamente cerraron con tres vueltas de llave…

Merry Bones le contó también cómo había visto todo aquello desde el ventanuco de la chimenea. Se arrancó la piel de las orejas de tanto rascárselas, porque, según dicen, esto ayuda a pensar, y el criado irlandés estaba en ese momento rebuscando en todos los repliegues de su cerebro. ¿Cómo conseguir rescatar a su amo de las garras de esos canallas? Mientras se rompía la cabeza, el auténtico Goëtzi pasó una soga alrededor del ataúd y mandó a su réplica que abriese la ventana. Un afluente del Mosa llegaba hasta allí abajo, y tenían un bote esperando, a cargo de dos marineros.

—¡Ho! ¡Ho! —llamó el señor Goëtzi.

—¡Ho! ¡Ho! —le contestaron desde abajo.

—¡Listos para recibir la mercancía!

—Estamos preparados.

—¡Allá va!

Entre los dos Goëtzi izaron el ataúd y lo apoyaron sobre el alféizar de la ventana. Debemos indicar que el lacayo irlandés se había subido a un árbol para que su cabeza llegara hasta el agujero de la chimenea. La habitación donde se encontraba servía como depósito de leña. En su tribulación, hizo un movimiento en falso, y uno de los troncos cayó al suelo. El ruido que produjo traicionó su presencia.

Al instante los dos Goëtzi giraron sus cabezas y le reconocieron. Silbaron entonces como si fuesen dos serpientes. En ese preciso instante brotaron de la tierra, por todos lados, el resto de los habitantes de la posada, y comenzó una terrible pelea, mientras que el auténtico Goëtzi seguía bajando el ataúd hasta el bote.

Merry Bones no tuvo más remedio que enfrentarse entonces contra nueve. Afortunadamente, justo en ese momento llamaron a la puerta exterior de la posada. Eran nuestra querida Ann y Grey-Jack. Los espíritus del señor Goëtzi no tuvieron más remedio que desdoblarse, y de esa forma Merry Bones logró huir a cabezazos, justo cuando el reloj del salón tocaba su decimotercera campanada.

Después de ganar el exterior, rodeó la casa y corrió en pos de la embarcación, que descendía por el afluente del Mosa, cargando el ataúd de hierro. Debemos imaginar que los dos marineros estaban borrachos, lo que sucede a menudo. Gracias a ello facilitaron la tarea de Merry Bones, quien, después de muchos esfuerzos, logró rescatar el féretro, cargándolo sobre sus hombros.

Mientras le contaba aquella historia,
Ella
permanecía embelesada contemplando cómo dormía el que había sido su compañero de infancia.

Merry Bones sacudió su cabellera con un gesto de insatisfacción.

—Por favor, tened la gentileza de cerrar ese ataúd —dijo enojado—, u os seguiréis distrayendo y no acabaré nunca de contaros lo que pasó. Veréis, tengo un plan. Pero para llevarlo a cabo necesito saber si ya os habéis cansado de mirar a mi joven amo.

Nuestra querida Ann sonrió orgullosa y cerró de nuevo la tapa del ataúd.

—Eso está mejor —prosiguió Merry Bones—. Atendedme ahora. Al regresar, no logré escalar hasta el tejado debido al peso de mi carga. Tuve que entrar por la cocina, y al hacerlo vi que ese hatajo de reptiles estaba conspirando en el salón del piso inferior. De esa forma pude escuchar que, con la decimoquinta campanada (que va a sonar enseguida), van a celebrar una pequeña fiesta familiar a la que les ha invitado su amo. En efecto, están muy alegres; piensan que el ataúd de hierro se desliza por el río en dirección a Rotterdam, con mi amo dentro, y han planeado que después de esta fiesta se unirán a él para proseguir el viaje todos juntos, para llevar su carga hasta el castillo de Montefalcone.

—¿Y en qué consiste su fiesta? —preguntó la joven.

—En beberos a vos —replicó el criado.

Ella
estuvo a punto de desplomarse.

—¡Beberme! —exclamó con voz apagada.

—Eso es —contestó Merry Bones, añadiendo—: Es cierto que prefieren a damas menores de veinte años, pero el propio señor Goëtzi les dijo: «A falta de nada mejor, beberemos a esta joven. Después de todo, Ann Ward debe de estar todavía bastante potable».

—¡Potable! —gritó nuestra desventurada amiga, uniendo sus manos crispadas—. ¡Potable! ¡Potable, Dios mío!

Ya imagino que tanto usted, mylady, como usted, señor, serán capaces de imaginar el cúmulo de sentimientos que impresionaban a la joven Ann. No hay muchas situaciones tan espantosas como ésta en nuestra literatura moderna.

«¡Potable!» El primer impulso de nuestra querida joven fue el de gritar:

—¡Corramos! ¡Escapemos, en nombre de Dios!


¡Musha!
—soltó el irlandés—. ¡No hay que ser idiota! ¡Tenemos la partida a nuestro favor! ¿Sabéis, mi querida perla, que he descubierto un hacha en la leñera? ¡Para partir leños! ¡Por las barbas de Belcebú! ¡Creo que todavía podemos divertirnos! Abrid el ataúd, sacad de él a mi joven amo y colocadlo dentro del armario, a la derecha de la chimenea… Vamos, deprisa. Me parece que ya oigo gruñir al maldito reloj, y todavía tengo que despertar a ese borrico de Grey-Jack. Nos hará falta.

Nuestra valiente Ann le obedeció rápidamente. Era hábil y fuerte, a pesar de su corta estatura. Sacó del ataúd a Ned, el
gentleman
y, levantando el cuerpo en sus brazos, lo llevó hasta el armario. Merry Bones no pudo evitar aplaudir.

—¡Cerrad las puertas! —dijo—. ¡Sois una joven maravillosa! Ahora empujad este cajón debajo de la cama, de forma que quede bien escondido.

Ella
le obedeció con la misma destreza.

—Y ahora —prosiguió animado Merry Bones—, escondeos bajo las sábanas, y simulad que dormís como un ángel…
¡Begorra!
¡Me parece que ya oigo el reloj crujiendo ahí abajo!… Pase lo que pase, no os mováis, ni abráis los ojos… ¡Hasta pronto!

En el piso inferior pudo escucharse el ruido del reloj. Merry Bones desapareció rápidamente por el agujero, mientras sonaba la primera de las quince campanadas, inundando con sus vibraciones las sombras de la noche.

En cuanto el martillo del reloj golpeó el cobre por primera vez, subió de la planta baja un ruido profundo, sordo y confuso. Se escucharon pasos en la escalera. Con la segunda campanada, los pasos ya se oían por el pasillo. Con la tercera, la puerta giró lentamente sobre sus goznes, y un resplandor verdoso inundó la alcoba.

Es verdad que la luz que despiden los vampiros aumenta, como el olor de los felinos, en momentos como ése.

El señor Goëtzi entró solo. Parecía una figura humana que hubiese sido esculpida en el cristal de una botella, y la tenue luz de las velas que lo traspasaba proyectaba una sombra transparente sobre la puerta que acababa de cruzar. En ese momento sonó la cuarta campanada.

El vampiro se encaminó hacia la cama, y el corazón de Ann se paró definitivamente.

El señor Goëtzi se reclinó sobre la cabecera, y del interior de su cuerpo brotaron varias voces que decían ansiosamente:

—¡Sed! ¡Tenemos sed! ¡Empecemos la fiesta!

El reloj lanzó su quinta campanada.

El señor Goëtzi retiró ligeramente las mantas, sus labios encarnados se movieron en el gesto típico del catador que va a degustar el vino de una cosecha extraordinaria, y dijo con tenebrosa alegría:

—¡Paciencia, hijos míos! ¡El derecho al primer sorbo me pertenece!

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