Entretanto luchaba tirando a diestro y siniestro tajos, estocadas y reveses, atisbé la desaparición de los dos puentes, volados por los aires por nuestras cargas de pólvora. Esas explosiones habían acabado, a lo menos, con un tercio de la compañía de don Miguel y Arias, a los que no vislumbraba por ningún lado.
—¡Martín, tu siniestra, tu siniestra! —oí gritar a Rodrigo.
¡Maldición! Siempre olvidaba voltear la cabeza hacia el lado del ojo huero, por donde no veía venir los ataques. Por fortuna, cada vez que Rodrigo me gritaba de ese modo, el instinto me llevaba a tirar con la daga para atravesar o parar y, esta vez, atravesé. Uno menos.
En el terreno que había quedado entre los dos puentes volados, un grande incendio se extendía raudamente. Gritos, relinchos, imprecaciones y demandas de socorro llegaban desde allí. Días atrás habíamos dispuesto altos y tupidos mamparos hechos con ramas y los habíamos colocado a tres varas de las dos orillas del camino, de barranca a barranca, bien regados con aceites, sebo y resinas. Por más, Juanillo, Francisco y Carlos Méndez habían llenado unos odres con vinos añejos y aguardientes del palacio de Cortés con los que avivar las llamas. El incendio debía de ser súbito y violento para que los atrapados entre los mamparos y las barrancas no pudieran escapar. De este modo, habíamos eliminado otro tercio de la comitiva. Los tres muchachos, junto con el Nacom, Zihil y Lázaro, estarían ahora regresando a nuestro lado, pasando sobre el grueso tronco de un árbol que habíamos talado corriente abajo y dispuesto a modo de planchón.
Uno de los negros de Yanga yacía en el suelo, desarmado, a punto de ser atravesado por la espada de un soldado. No lo pensé dos veces y, con la mía, atravesé el pecho del agresor de axila a axila por el hueco del brazo levantado. Y, a tal punto, sentí un aguzado pinchazo en la espalda y vi la punta de un arma salir por mi costado izquierdo, a la altura de la cintura. Si me encierras en un lugar oscuro, menudo y bajo tierra, me quedo sin fuelle y tengo la certeza de que voy a morir mas, si me clavas una espada por la espalda, me revuelvo como un rabioso
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y te destripo, que fue lo que le hice a aquel grueso caballero al tiempo que, por su aspecto y ropas, conocía que era uno de los conspiradores (y, como no era Arias Curvo, se trataba, a no dudar, de don Miguel López de Pinedo).
—¡Te dije que a éste le mataría yo! —me gritó Rodrigo, propinándome un empellón que me tiró al suelo y cortando la cabeza de don Miguel con un rabioso mandoble. El viejo se hallaba de hinojos, sujetándose con las manos las tripas que se le escapaban y tratando de verse el hoyo del vientre por encima de la gorguera, de cuenta que no se apercibió de que le sobrevenía la muerte. El cuerpo se desplomó y la cabeza rodó dos o tres varas hacia la maleza, quedando entre las patas de los caballos que andaban sueltos y que la golpearon y lanzaron de un lado a otro.
Todo esto lo vi desde el suelo, taponándome la sangre que manaba de la herida. Por suerte, para cuando Cornelius se me allegó con su pequeña arqueta de hilas y ungüentos, la batalla había terminado. Alonso, sujetando por el herreruelo al hideputa del loco Lope y mirándole derechamente, le estaba gritando unas cosas terribles, de cuenta que no se había apercibido de mi estado. Rodrigo, una vez que Cornelius le sosegó asegurándole que la mía era una herida de nada, se puso en pie y tornó junto a los hombres que retenían al bellaconazo de Arias Curvo.
Arias Curvo.
Allí estaba, por fin. El último de los hermanos. Con su muerte cumpliría el juramento hecho a mi señor padre. Como todos los Curvo, Arias tenía el rostro avellanado y la dentadura perfecta, sin manchas, agujeros o apiñamientos y, por más, hacía gala de un porte alto y noble. Había en él un mucho de su hermano Fernando, como el bigote entrecano y la perilla blanca y, extrañamente, un algo de su hermana Isabel pues, como ella, Arias era rollizo de carnes y de prominente barriga.
Teniendo al último Curvo a menos de tres varas, no me era dado permanecer calmada entretanto Cornelius me curaba la herida, así que me revolví y me incorporé.
—¡Maestre, parad! —me regañó el cirujano, que trataba con poca fortuna de sujetar con hilas los emplastos de hierbas que me había colocado—. ¡Maestre, hacedme la merced de parar!
—¡Acabad ya, Cornelius, que tengo prisa! —le espeté. Mi voz atrajo la atención del Curvo, que posó sus ojos en mí y me conoció.
—Don Martín Nevares, el tuerto —dijo, alzando la voz para que yo le oyese—. Hacía mucho tiempo que os aguardaba.
Arrastrando tras de mí a Cornelius, que anudaba a toda prisa los cabos de las hilas, me dirigí hacia el Curvo y le sonreí.
—Para decir verdad, señor —repuse—, era yo quien os aguardaba, como podéis ver. Y ahora os tengo en mi poder, así como al enajenado de vuestro sobrino, Lope de Coa.
El loco Lope, que no dejaba de ser un fino mozo de barrio con aspiraciones a la santidad, hizo un gesto bravucón que mi señor esposo atajó con una sonora bofetada, derribándolo. Su tío le miró con desprecio y, luego, tornó a poner la mira en mí.
—¿Y doña Catalina Solís? —me preguntó mordaz—. ¿También os acompaña aquí vuestra querida? No sabéis matar a un Curvo sin la ayuda de una mujer, ¿verdad? ¿Qué habríais hecho en Sevilla sin ella? No sois lo bastante hombre para ejecutar las cosas por vos mismo.
No pude evitar echarme a reír tan de gana que la herida me dolió. Y no sólo yo perecía de risa. Todos los compadres se doblaban por los ijares de puras e irrefrenables carcajadas.
—¡Acertáis, señor! —farfullé secándome las lágrimas del ojo bueno—. ¡No soy lo bastante hombre! ¡Vamos, que si me apuráis, no soy hombre en absoluto!
El Curvo y su sobrino entrecerraron los ojos mirándome ambos dos con profundo odio. No entendían a qué venían aquellas risas y se sentían ofendidos por haber dicho algo que los convertía en objeto de burla. De ser alguno de ellos, yo hubiera estado más preocupada por lo que me aguardaba que por una tonta ofensa, mas ya se conoce que el orgullo, la honra y todas esas zarandajas, al parecer, importan más que la vida.
—¡Maniatadlos! —ordené, poniéndome súbitamente seria—. ¡Volvemos al palacio!
En ese punto, arribaron corriendo Francisco, Juanillo, el Nacom, la joven Zihil, Carlos y Lázaro. Vi los ojos de Francisco posarse en los de su padre y quedar de piedra mármol. El Curvo le miró también mas no le vio. Que no reconociera a su antiguo mozo de cámara ya era señal de la importancia que el muchacho había tenido para él, aunque lo valederamente terrible, lo que helaba la sangre en las venas, era que Francisco era su hijo, habido con una esclava, y que, por más de ser su hijo, era un Curvo puro de los pies a la cabeza aunque tuviera la piel negra, tan parecido a él mismo y a su primo Lope que había que estar ciego para no advertir que eran de la misma familia y, ni aun así, había conseguido atraer su atención. Para Arias sólo era un negro y valía menos que una piedra.
Me allegué hasta Francisco y le puse la mano en el hombro.
—No te desengañes con tu padre —le dije—. Es un hideputa malnacido que no merece un hijo como tú.
Francisco me miró un tanto sorprendido.
—Erráis, doña Catalina —me replicó—. Yo no tengo padre y no me he desengañado con mi antiguo amo. Es que he sentido miedo al verle y ya no recordaba lo que era tener tanto miedo. Su presencia me acobarda y atemoriza como ninguna otra cosa en el mundo.
—Pues tú llevarás su caballo —le ordené.
—¡No, doña Catalina, por lo que más queráis, no!
—Escucha, Francisco —le dije sosegadamente—. No podré matar a ese maldito Curvo hasta que tú dejes de temerle. No debes vivir con esa sombra pues, de otro modo, cualquiera que te levantara la mano o que te golpeara como él lo hacía ganaría todo su poder sobre ti. Debes perderle el miedo, debes allegarte hasta él y verle como es en verdad, un bellaco despreciable.
Mi señor esposo se colocó junto a mí y mi compadre Rodrigo se puso a mi diestra.
—Francisco, conoces que te dicen verdad —le animó Alonso—. Ese fullero no es nadie y tú vales mucho más que él.
—¡Juanillo! —vociferó Rodrigo.
El muchacho, que, junto con otros, vigilaba a Arias Curvo y a Lope de Coa con el arcabuz preparado, voló hasta nosotros.
—Acompaña a Francisco durante el camino al palacio —le mandó Rodrigo— y, entre los dos, encargaos del Curvo gordo. Yo tengo que decirle unas palabritas al loco Lope.
—¿No te humilla —le preguntó Alonso a Rodrigo, frunciendo el ceño— que un miserable como ése fuera capaz de robarnos y atormentarnos como lo hizo sin tener ni media bofetada?
—Me humilla —admitió Rodrigo, alejándose—. Y es por eso que la media bofetada se la voy a convertir en bofetada entera.
—¡Aguarda, compadre! —le pidió mi marido—. Voy contigo.
Comprendí la necesidad de venganza que ambos sentían. Por eso, colocándome al frente de nuestra comitiva, les permití quedarse allí, junto al puente volado, entretanto que todos los demás regresábamos al palacio de Cortés. Ya tornarían cuando acabaran.
A medio camino, mi señor suegro puso su caballo junto al mío.
—Tras la comida —me anunció— partiré con mis hijos hacia México-Tenochtitlán.
Asentí.
—Informad al virrey que hemos cumplido nuestra parte. La conjura está descabezada y sin recursos. Ahora, nos debe el perdón real y todo lo que ofreció en promesa.
—Si me dejáis los caballos más rápidos y algunos hombres, en menos de tres días estaremos de vuelta.
—Tomadlos —le concedí—. Y no corráis peligros innecesarios.
El fraile sonrió y yo, viéndole, me dije que como todos sus hijos, incluido mi esposo, se le parecían tanto, así mismo sería Alonso cuando rebasara los cuarenta años: calvo y con las cejas asilvestradas, aunque igual de gallardo y rubio que ahora y con los mismos bellos ojos zarcos.
—¿Me es dado preguntaros una cosa, doña Catalina? —aventuró fray Alfonso con cierta timidez.
—Adelante, fraile —repuse, divertida. ¿Qué tenía ahora en la cabeza aquel franciscano embelecador?
—Como suegro vuestro desearía conocer si, una vez que el rey os haya perdonado, habéis considerado la circunstancia de darme nietos.
Pegué tal respingo en la silla que el caballo casi se me encabritó. Hube de sujetar fuertemente las riendas para dominarlo.
—¡Esperad sentado, fraile! —le grité, poniendo mi montura al galope—. ¡Antes los tendréis del pequeño Telmo que de Alonso!
Todos cuantos me seguían, cogidos por sorpresa, fustigaron a sus caballos para darme alcance.
Entre el río y la cueva del tesoro, sobre aquella extraña piedra que había brotado del suelo, yacía, tumbado en una muy incómoda postura, el último de los cinco hermanos Curvo, Arias, desnudo de cuerpo salvo por un paño de algodón blanco que le honestaba sus partes. Como la piedra no era muy grande, su cabeza y sus brazos, atados por las muñecas, colgaban por uno de los extremos, entretanto sus piernas, atadas por los tobillos, colgaban por el otro. Sólo su pecho, ligeramente inclinado hacia la cabeza, y su voluminoso vientre se apoyaban en el viejo altar mexica. Un trozo de seda de la elegante camisa que había vestido hasta hacía poco servía ahora para amordazarle y ahogar sus gritos.
Alrededor del altar, sólo nos hallábamos los pocos que quedábamos de aquella grande familia que un día fuimos —es decir, el señor Juan, Juanillo, Rodrigo y yo—, así como mi señor esposo, que deseaba acompañarme, el Nacom Nachancán y el maltrecho loco Lope, caído como un fardo en el suelo fingiendo hallarse desmayado aunque bien despierto y atento a todo cuanto acontecía. Fray Alfonso con Carlos, Lázaro y Telmo había partido aquella tarde hacia México-Tenochtitlán y, el resto, incluido Francisco, asaba un venado para la cena en el patio de armas del palacio.
Habíamos bajado luces suficientes como para alejar las tinieblas de aquel oscuro lugar aunque la cueva, como era tan honda, tornaba a sumirse en la penumbra a unas pocas varas por detrás de nosotros, que mirábamos hacia el río.
Ninguno hablábamos. El Nacom se me allegó portando en las manos, sobre un paño blanco, uno de aquellos hermosos y bien afilados cuchillos de pedernal que guardaba como un tesoro. Éste era de hoja más ancha que aquel tan fino que él había empleado para agujerear los miembros viriles de los nobles sevillanos. Cuando lo tomé y lo empuñé para conocer su peso y su firmeza, como hija de espadero no pude por menos que admirarme de la perfección con que lo había ejecutado su artesano.
—Guiadme, Nacom —dije, volviéndome hacia Arias Curvo, que no cesaba de revolverse inútilmente sobre la piedra.
—No tembléis, doña Catalina —me advirtió con afecto.
Y decía verdad pues mi mano, la misma mano firme y sólida que empuñaba una espada en la batalla, se estremecía ahora con violentos tiritones empuñando aquel cuchillo. La paré con la siniestra y cerré los ojos un momento para sosegarme.
Y, de súbito, ya no me hallaba en las tripas de una pirámide en tierras de la Nueva España sino en la imperial Sevilla, en un pequeño cuarto rentado de la Cárcel Real, contemplando una escena que volvía desde un lugar oscuro de mi memoria. Allí estaba Damiana, la buena y servicial Damiana, torturada y asesinada después por el loco Lope, dejando caer entre los labios grises de mi señor padre, don Esteban Nevares, un líquido amarillo con la ayuda de un cacillo. Damiana, la curandera más hábil de Tierra Firme, dijo «permitidle respirar» a un entristecido Martín, que no era otro que yo misma, y que, obediente, se levantó y se alejó del lecho del moribundo. Veo a mi padre debatirse con la muerte para despertar y oigo su voz llamándome: «¡Martín, Martín! ¿Dónde te has metido? Hay algo muy importante que debo pedirte antes de morir». A tal punto, los ojos ciegos de mi señor padre ya no miran sin ver hacia su hijo Martín sino hacia mí, hacia la valedera Catalina Solís que se halla en la pirámide
tlahuica
. «Quiero que tomes venganza —me dice—. Toma venganza por Mateo, por Jayuheibo, por Lucas, por Guacoa, por Negro Tomé, por el joven Nicolasito, por Antón, por Miguel, por Rosa Campuzano y el resto de las mancebas, por los vecinos asesinados de Santa Marta, por la casa, por la tienda, por los animales, por la
Chacona
, por madre y por mí. No permitas que ni uno solo de los hermanos Curvo siga hollando la tierra mientras tu padre y los demás nos pudrimos bajo ella.»
—¡Os lo juro, padre! —exclamé a voces abriendo los ojos y mirando la gruesa barriga peluda de Arias Curvo—. ¡Juro que tomaré venganza!