La conjura de Cortés (29 page)

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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico

—¿Podría ser...? —principió a decir don Bernardo, mirando a diestra y siniestra apresuradamente—. No sé... Tengo un pensamiento que podría ser provechoso si no estuviera tan cogido por los pelos.

—No se calle vuestra merced —le rogué.

—Antes me gustaría... —don Bernardo vaciló—. Figúrense vuestras mercedes que... No, no es posible.

—¡Déjese de tantas dudas, señor don sabio, y hable de una vez! —se exasperó Rodrigo. ¿He referido ya aquí que la paciencia no era una de sus virtudes? Sí, tengo para mí que sí. Bueno, pues la gentileza, la conformidad y la cortesía tampoco.

—Sea —se sobresaltó el
nahuatlato
—. Como mi vista no es muy buena, ¿podría alguno allegarse hasta debajo mismo de los caños y mirar si hay algún grabado en la piedra?

—Yo iré —gruñó mi compadre—. Martín, sujeta mi hacha y dame luz con las dos. Y, si me caigo al agua, sácame presto, que no tengo en voluntad hundirme hasta los infiernos por aquel maldito desaguadero.

—Pierde cuidado, hermano —le dije—, que no dejaré que te lleve la corriente.

Rodrigo se pegó a la pared y, haciendo freno con las manos, se inclinó hacia la siniestra para mirar por debajo de los caños.

—¡Martín, luz! —gritó.

Me arrimé a él cuanto pude con las antorchas por encima de su cabeza. Las salpicaduras del agua chispeaban peligrosamente en las llamas. Me dije que presto se apagarían las dos por la humedad.

—Algo veo debajo de los tres últimos chorros —anunció mi compadre—. Son unos tejos de piedra con puntos grabad... ¡Favor!

Las manos le resbalaron sobre la piedra mojada y, torciéndose hacia la siniestra, cayó al agua cuan grande era.

—¡Rodrigo! —grité, soltando las dos hachas y tirándome al río detrás de él.

—¡Catalina, no! —oí gritar a Alonso mas, para entonces, ya era tarde. Caí bajo la pujanza de los chorros, que me golpearon cruelmente echándome hacia la corriente. ¿Dónde estaba Rodrigo? Yo era buena nadadora, y fuerte, mas me resultaba muy fatigoso pelear contra el agua y buscar al tiempo a mi compadre, y, por más, a oscuras. Alguien se zambulló a mi lado, hundiéndose junto a mí, y, a no mucho tardar, me sujetó por un brazo. Conocí, sin verlo, que era Alonso. Para nuestra desgracia, las fuerzas de ambos eran inferiores a las de los chorros y el río.

Sin que me diera tiempo a apenarme por el triste destino que nos aguardaba, una mano recia me sujetó por la camisa y tiró de mí, y de Alonso, hacia fuera. Un golpe de luz brillante me dio de lleno en los ojos cuando me sacaron. A un costado, a vara y media de distancia, se hallaban todos con las hachas en alto y los rostros apurados.

—¡Rodrigo! —exclamé tratando de tirarme otra vez al agua—. ¡Hay que sacar a Rodrigo!

—Será que no estoy ya fuera y que no te he sacado yo a ti y a este pez nadador que tienes por marido.

—¿Están bien vuestras mercedes? —preguntó Francisco, a voces, desde la orilla. El ruido del agua era estruendoso.

¿Desde la orilla...? Pues ¿dónde estábamos nosotros?

—Bajo los caños, sobre un escalón oculto por el agua —declaró mi compadre.

Y era bien cierto pues nos hallábamos los tres en pie, entre el muro de piedra y el muro de agua, con las botas hundidas en un palmo escaso del río. Sentí frío. Hacía mucho tiempo que no sentía frío. La última vez aconteció durante el invierno en Sevilla. Ahora, con las ropas mojadas, a muchos estados bajo tierra y en las tripas de una pirámide de piedra, me sorprendió la sensación. Claro que, con el desesperado abrazo en el que me estrechó Alonso por el grande susto que le había dado, se me pasó de inmediato, y, no sólo eso, sino que entré en calor rauda y eficazmente.

—¿Qué le dije, don Bernardo? —oí refunfuñar a Rodrigo—. ¡Empacho de melindres es lo que tengo! ¡Quién fuera ciego como vuestra merced!

—¡No soy tan ciego, mi señor Rodrigo! —le contestó el otro desde el margen, un tanto ofendido.

Sin soltarme de Alonso, y aprovechando la cercanía que nos daba el estrado de piedra, advertí a mi compadre:

—¡Guarda, Rodrigo, que tiene mucho orgullo y se ofende presto! Recuerda que desciende de emperadores.

—Será, mas no tiene donde caerse muerto —me replicó mi compadre.

Y decía verdad. Su casa de Veracruz era bastante humilde.

—¡Bueno, pues ya podemos cruzar el río! —declaró el señor Juan alegremente.

Mas Juanillo tornó a preguntar lo mismo de antes:

—¿Y para qué lo queremos cruzar, señor Juan, si al otro lado no hay nada?

—Resolvamos de una vez el problema de los nueve caños de agua —rogó don Bernardo—. Señor Rodrigo, vuestra merced dijo antes de caer al estrado que veía unos tejos de piedra con algo grabado.

—Sí, aquí están —confirmó mi compadre volviéndose hacia la pared—. ¡Juanillo, trae un hacha!

—¡Se mojará! —objetó el muchacho.

—¡Que no! Hay sitio de sobra. Tráela te digo.

Juanillo se pegó a la pared y hundió despaciosamente un pie en el agua echando hacia atrás el cuerpo como si temiera caerse. Mas, cuando notó que había suelo y pisaba firme, con tres zancadas se plantó junto a nosotros. El hacha iluminó el estrecho paso.

Sólo veíamos los tres chorros inferiores y, como había dicho Rodrigo, debajo de ellos, unas rodelillas, unos tejos de piedra de tamaño similar a los agujeros por los que salía el agua, colgaban de unos minúsculos ganchos. A no dudar, servían para taponar los caños, aunque ¿para qué?

—¡Los tejos que vemos —voceó Rodrigo— tienen siete, ocho y nueve puntos!

—¡Magnífico! —soltó don Bernardo con grande satisfacción—. ¡Eso es! No erraba tampoco en esto. ¡Salgan de ahí vuestras mercedes, que ahora empieza el problema!

Nos miramos sin comprender lo que decía mas, por no andar dando voces y por hallarnos en lugar seco, tornamos junto a los demás.

—Los números mexicas se dibujaban como puntos hasta el veinte —nos explicó don Bernardo. Nos hallábamos todos a la redonda suya—. Hay nueve chorros de agua y, bajo cada uno, un tejo de piedra con un número grabado. Si los tres últimos son el siete, el ocho y el nueve, es de suponer que los de arriba serán el uno, el dos y el tres, y los de en medio, el cuatro, el cinco y el seis.

—De seguro que os hayáis en lo cierto —le animé. Por alguna desconocida razón, su mayor alegría era no errar. La sonrisa de su rostro me demostró que yo tampoco erraba—. Y tengo para mí —añadí— que los tejos son como tapones para cortar el agua. Quizá deberíamos obrarlo para ver qué acontece.

—No acontecerá nada, doña Catalina —afirmó el
nahuatlato
muy serio—. Nada, os lo digo yo. ¿Acaso no recordáis ya la palabra de don Hernán Cortés para este rellano?
Xihuitl
, año.

Sí, ya le comprendía. Entendía lo que deseaba explicar y, como él había dicho, ahora empezaba el problema. Con todo, me faltaba un eslabón de la cadena.

—¿Y cómo hará el año para que se abra la siguiente puerta? No se me alcanza en el entendimiento.

—El agua, doña Catalina —me dijo—. Sólo los caños con los números que forman el año llevan el agua que, al cambiar de rumbo por cegarle esta salida, moverá lo que sea que ahora oculta la puerta.

—Pues, si los tapamos todos, sin duda acertaremos —dijo, ufano, fray Alfonso.

—Y quizá provocaremos que se cierre este rellano, o toda la pirámide, con nosotros dentro —aventuró su hijo Carlos.

—Veo que lo has comprendido, muchacho —le felicitó don Bernardo. Mi joven cuñado enrojeció hasta la punta de las orejas.

—Entonces, ¿sólo tenemos una oportunidad? —preguntó Cornelius Granmont, gravemente asustado. Sus manos temblaban de manera incontenible.

—Veamos —dije yo, retomando mis funciones de maestre—. Ha llegado el momento de que Carlos, Juanillo y Francisco salgan de aquí y retornen a la capilla antes de ejecutar nada. Si aconteciere alguna desgracia, conocerán dónde nos hallamos y, con la ayuda de los hombres que se quedaron fuera, podrán tratar de salvarnos.

Para mi sorpresa, ninguno de los mentados protestó. Siempre armaban lío y querían estar en todo como si ya fueran hombres. En cambio, ahora, guardaban silencio y aceptaban mi orden sin rechistar. Claro que la alternativa era demasiado horrible.

—Tengo para mí —dijo con grande prudencia mi señor esposo— que don Hernán no pondría a sus descendientes en un peligro tan grande.

—Y tendríais razón, don Alonso —asintió el
nahuatlato
—, mas él contaba con que sus descendientes conocerían toda la información que el mapa no ofrece, la que él mismo le comunicó a su hijo don Martín Cortés y éste, a su vez, a su hijo don Fernando, el cual, por fortuna para el virreinato, murió sin referírsela a su hermano don Pedro, actual marqués del Valle. Un Cortés que llegara debidamente hasta aquí no dudaría sobre el año del que hablamos. Quizá desconociera, como nosotros, la existencia del río, de los chorros de agua y de los tejos, mas en su cabeza llevaría un número de cuatro guarismos que le conduciría derechamente y sin peligro hasta donde nosotros no podemos llegar. En el extraño caso de que, en lugar de un Cortés, fueran unos ladrones los que lograran alcanzar este lugar y, por más, resultaran tan listos como para advertir y comprender el asunto de los chorros de agua y de los tejos, el desconocimiento del número del dichoso año mantendría a salvo el tesoro.

Quedamos todos mudos y asustados. Tornaba a costarme respirar y me sentía el corazón golpeando fuertemente contra mis costillas.

—Así pues —farfulló torpemente mi compadre Rodrigo—, ¿qué debemos obrar?

—Debemos quedarnos sólo los precisos —dijo Alonso, tomándome de la mano—. O marcharnos todos.

—¿Qué dice vuestra merced, don Bernardo? —le pregunté.

El sabio me miró con una sonrisilla jactanciosa.

—Nos queda la posibilidad de que no acontezca nada si no acertamos el año.

—¿Cómo lo vamos a acertar? —me angustié—. Hay miles de años. ¿Cómo sabremos cuál es el correcto? Aunque la pirámide no se derrumbara sobre nuestras cabezas, adivinar el año es imposible.

—Ésa es la razón por la que estoy casi cierto de que no nos pasará nada. Don Hernán Cortés, probablemente, discurrió como acaba de hacerlo vuestra merced. Adivinar el año es imposible, así pues, ¿para qué poner en peligro a sus descendientes si erraban algún número por torpeza o casualidad? Cuando alteró o mudó el sistema del agua que había hallado en la pirámide
tlahuica
, debió de elegir un año que fuera importante para la familia, un año que sus descendientes no pudieran olvidar y que, si lo olvidaban por alguna razón (como en el caso de la enemistad entre los hermanos don Fernando y don Pedro Cortés), con una pequeña cavilación, pudieran hallarlo, aunque tuvieran que intentarlo varias veces —don Bernardo tomó aire y tornó a sonreír—. Por eso estoy cierto de que podemos no sólo obrarlo sin peligro sino, por más, ganarlo con éxito.

Sentí acrecentarse mi admiración por el sabio
nahuatlato
. ¿Qué nos habría sido dado obrar sin él en semejante lugar?

—Sea —asentí—. Lo intentaremos mas, como dijo Alonso, nos quedaremos sólo los precisos. Todos los demás se marcharán.

—Os aguardaremos arriba con impaciencia, maestre —me lo agradeció Cornelius dando unos pasos hacia la escalinata.

—Padre —dijo mi señor esposo—, Carlos y tú, marchaos.

Mi señor suegro se allegó hacia Cornelius seguido de cerca por el joven Carlos, Juanillo y Francisco, que ya habían recibido la orden.

—Señor Juan, vuestra merced también.

—Regresa presto a la capilla, muchacho —me suplicó con voz triste entretanto se unía al grupo de Cornelius—. No podría seguir viviendo si te aconteciera algo. Las ánimas de mi compadre Esteban y de la hermosa María Chacón me acosarían día y noche.

—Pierda cuidado, señor Juan, que si yo estoy con ellos, no se lo permitiré —le sonreí confiadamente.

—¿Y a mí nadie me pregunta si quiero marcharme —se ofendió mi compadre— o me ordena que lo haga?

—¿A ti? —dije volteándome hacia él, asombrada, para descubrir que estaba sonriendo—. ¡Tú te quedas aquí conmigo igual que yo me tiré al río para salvarte!

—Sea, mas, algún día, tendrás que referirle a mi señora Melchora de los Reyes las cosas que hice por matrimoniar con ella.

—Ya se las contarás tú —repuse, riendo muy de gana—. Yo sólo le confiaré que los demás también estábamos, aunque nada más que para acompañarte en tus gestas.

De manera que, al cabo, sólo quedábamos allí Alonso, Rodrigo, don Bernardo y yo. Esperamos un tiempo prudencial, el que consideramos adecuado para que los otros llegaran hasta la capilla y se pusieran a salvo.

—Presumo, don Bernardo —aventuré—, que tenéis en el entendimiento algún año importante para don Hernán con el que empezar a trabajar en los chorros.

—Lo bueno de todo esto, doña Catalina, es que el año lo eligió el primer marqués, de cuenta que tenemos un espacio de tiempo con principio y fin, ni anterior al nacimiento de don Hernán ni posterior a la fecha en la que se terminó este palacio, año que conocemos por venir reseñado en el mapa que os traduje en Veracruz, si lo recordáis.

—¿Algo de unas cañas? —pregunté, haciendo esfuerzos por recordar.

—El año
nahui acatl
, o cuatro caña, que se corresponde con mil y quinientos y treinta y cinco.

—Exacto. Ése —confirmé con decisión aunque no guardaba en la memoria más que lo de las cañas.

—En el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco,
[36]
del que fui aventajado alumno —dijo con un orgullo desmedido—, aprendimos muchas cosas sobre la conquista de la Nueva España y sobre don Hernán Cortés. No recuerdo su año de nacimiento mas lo podemos averiguar por el de su muerte en mil y quinientos y cuarenta y siete, en España, cuando tenía sesenta y dos.

—Nació, pues —dijo mi señor esposo—, en mil y cuatrocientos y ochenta y cinco.

—Pues ya tenemos nuestro espacio de tiempo —concluí yo—. Desde mil y cuatrocientos y ochenta y cinco hasta mil y quinientos y treinta y cinco. Cincuenta años. Durante ese tiempo, ¿qué acontecimientos señalados hubo en su vida?

—Acontecimientos señalados que fueran importantes también para sus hijos, nietos, bisnietos, tataranietos... —recordó Rodrigo.

—Las opciones no son tantas —expuso don Bernardo—. El año de su llegada al Nuevo Mundo en mil y quinientos y cuatro, el año de la conquista de México-Tenochtitlán en mil y quinientos y veinte y uno, o el año del nacimiento de su heredero, Martín Cortés y Zúñiga, segundo marqués del Valle, en mil y quinientos y treinta y dos, en este mismo palacio.

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