La conjura de Cortés (13 page)

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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico

—Tú, mi buen Francisco, tendrás la peor de las obligaciones y bien que lo lamento. Entretanto yo esté en el hospital, tú servirás, atenderás y cuidarás de los nobles españoles que tenemos encadenados en la sentina.

—¡Eso sí que no, compadre! —explotó Rodrigo, poniéndose en pie de un brinco—. ¡Por mis barbas que esos aristócratas no van a recibir las cuidadas y finas atenciones de un criado de casa principal!

—¿A qué ese arrebato? —inquirí, enojada—. Francisco no va a servirles de criado por un errado capricho mío, hermano. Francisco, en verdad, tratará de embaucarlos aprovechando la desgraciada situación en la que se encuentran. Será un ángel bueno en mitad del infierno. Él habla su misma lengua, la lengua de la cortesía y de los buenos modales que tú desconoces. Cuando yo regrese, quizá nos pueda suministrar información por mejor ejecutar esa
amable
charla que vamos a mantener con ellos.

—¿Y si nos atacan otra vez naos españolas o piratas entretanto tú te solazas y huelgas en el sollado?

A no dudar se estaba refiriendo a Alonso. Suspiré resignadamente. A veces, Rodrigo me sacaba de mis casillas.

—El ejercicio del mando durante la batalla es el más conveniente para un hombre como tú —en el rostro de todos se dibujó, al fin, una sonrisa—. Se practican y ordenan artimañas, perfidias y celadas para vencer al enemigo, se padecen dolores grandísimos y responsabilidades insufribles, se menoscaban la holganza y la desocupación, se corrobora el vigor del entendimiento y del buen juicio, se agilitan los miembros y, en resolución, se trata de un divertimento y un honor reservado para sólo unos pocos de grande calidad que voy a tener el placer de compartir contigo para que tus gestas de estos días puedan tallarse en bronces, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas para memoria en lo futuro.

Con el ruido de las risas de todos en los oídos (menos la de Rodrigo, naturalmente) y hechas ya todas las advertencias, no quise aguardar más tiempo a poner en efecto los remedios contra la pestilencia, así que me encaminé hacia el sollado. Quizá mis miedos no fueran fundados mas yo recordaba muy bien los temores de mi señor padre siempre que se rumoreaba en los puertos sobre pestes en las naos. No había otra cosa que más le preocupara, de ahí que siempre nos tuviera limpiando la cubierta de la
Chacona
con vinagre y sal y quemando azufre en las bodegas para evitar las ratas y los nidos de cucarachas pues decía que todas las pestes venían de la suciedad y de las alimañas.

Aún no había caminado dos pasos bajo la lluvia cuando uno de los grumetes que ayudaban a Granmont subió corriendo la escalera y se precipitó hacia mí.

—¡Maestre, uno de los indios tiene mucha fiebre y grita cosas extrañas!

Durante los seis días subsiguientes, la muerte acechó de cerca nuestra nao y la señoreó con crueldad. Cornelius ni supo ni pudo explicar cómo aquellas calenturas pestilentes habían permanecido aletargadas en el interior del cuerpo del piloto de la canoa por más de una semana para venir a despertar con tanta virulencia a bordo de la
Gallarda
. Incluso nuestros indios murieron, de cuenta que no sólo no aumentamos la dotación sino que, al finalizar aquellos tristísimos días, el número de hombres era menor que antes. Entre el domingo que se contaban cinco del mes de octubre y el sábado que se contaban once, arrojamos treinta cuerpos a la mar en aquellas aguas del golfo de la Nueva España. A la sazón, en algún punto de aquellos aciagos días la tormenta, al fin, se tornó calma: salió el sol, aflojaron los vientos, callaron las bombas de achicar y el cielo brilló con su mejor azul, mas los dolientes no nos dieron reposo. Cuando las calenturas cesaban, tras veinte y cuatro horas (por más o por menos), algunos cuerpos reventaban llenos de gusanos y, si no era así, se llenaban de pústulas de un hedor terrible que los pudrían y hacían que se les cayeran las carnes a pedazos en tres o cuatro días.

El horror me impedía dormir, comer o cavilar. Presto se vio que ni los negros ni los españoles ni los mulatos nos inficionábamos. Tampoco los mestizos, que debían de estar amparados por la parte española de su sangre. El Nacom Nachancán, que sobrevivió —al igual que una de sus hijas más jóvenes y uno de sus hijos medianos—, lloraba lágrimas de sangre junto a los cuerpos podridos y muertos de los suyos, y su milagrosa salvación tampoco la pudo explicar Cornelius, que se pasaba las noches y los días aplicando emplastos de diaquilón y dando a beber jarabes de fumaria y cocimientos de calabaza. Quiso el destino mostrar un poco de piedad rescatando a nuestro piloto Macunaima en las mismísimas puertas de la muerte y, aunque lleno para siempre de las bregaduras de los granos, se recuperó del todo antes de llegar a pudrirse.

Yo sufría de tan grande alteración que ni siquiera guardo en la memoria cuenta y calidad de las naos que se nos allegaron durante aquellos días con ánimo de asaltarnos. Claro que, en cuanto nos veían izar la bandera amarilla de la peste y dejar caer un par de cuerpos al agua, les faltaba viento en el trapo para apartarse de nosotros.

El día lunes que se contaban trece del mes, arribamos, al fin, a las inmediaciones del puerto de Veracruz y divisamos el magnífico fuerte de San Juan de Ulúa que le servía de protección. Era más extenso que el de Cartagena, en Tierra Firme, y en su rada se advertían, a lo menos, el triple de naos de las que fondeaban de ordinario en el otro, que eran muchas. Con tal profusión de cascos entrando y saliendo, me dije, nos sería dado zafarnos de las miras de las autoridades españolas durante el tiempo suficiente para permitirnos bajar a tierra y emprender el camino hacia México. Eso, si es que, acaso, el loco Lope había llegado hasta allí y había denunciado las cualidades de la
Gallarda
y el nombre de su maestre pues, si la mala ventura me hubiera castigado, el
Santa Juana
se hallaría a la sazón en el fondo de la mar y el loco Lope tan muerto como su madre, privándome de mi venganza. Estaba ansiosa por conocer si el galeón del loco se hallaba anclado en aquel puerto.

Sin embargo, para mi profunda mortificación, Cornelius Granmont se opuso con firmeza al desembarco. Alcé la voz y quise hacer valer, airadamente, mi lugar en la nao, mas no por ello Cornelius se dejó amilanar:

—La cuarentena es forzosa e inapelable —repetía una y otra vez, viendo mi obcecación—. Tendréis que matarme antes de que os permita allegaros al puerto.

—¡Si ya no queda a bordo ni un solo enfermo! —argüía yo con desesperación—. ¡Si hemos fregado, fumigado, lavado y bruñido hasta el último clavo de la
Gallarda
!

—Lo conozco, don Martín, mas no deseo que vuestra merced sea responsable de la muerte de todos los indios de la Nueva España.

Por fortuna, la cuarentena sólo iba a ser de una semana, de modo que, resignada, ordené fondear cerca de la pequeña isla Sacrificios, que se hallaría como a legua y media de Veracruz. Echados los bateles en el agua, casi toda la dotación quiso bajar por la muy grande necesidad de pisar tierra que todos sentíamos. Isla Sacrificios era un pequeño paraíso despoblado. Toda su costa era blanca como la nieve y sus muchos árboles, de mediana altura, verdes y cerrados. Grandes tortugas carey paseaban por sus playas y eran tantos los pájaros que parecía que se oía música por todas las partes. El único menoscabo de tan bello lugar era que no había agua, así que tuvimos que seguir bebiendo de la que traíamos en las pipas que llenamos en La Borburata, que ya no era fresca.

Paseando por la isleta, el señor Juan y yo hallamos, hacia el centro, los restos de dos viejas casas indias de cal y canto, cada una de las cuales tenía unas extrañas gradas por las que se subía hasta unos adoratorios en los que había unas piedras que nos parecieron altares pues, tras ellos, se veían unos ídolos de tan malas figuras que provocaban espanto.
[15]

—Ya conocemos de dónde le viene el nombre a esta isla —dijo el señor Juan, pasando un dedo sobre la sucia piedra de uno de los altares. A no dudar, la tintura renegrida que cubría la parte superior provenía de la sangre de seres humanos.

—Aquí se sacrificó a mucha gente —murmuré—. A lo que se dice, era una costumbre que antes tenían muy arraigada. Cosas de su antigua religión.

—En asuntos de religiones, muchacho —me instruyó el señor Juan—, mejor es no meterse nunca si no quieres que te saquen el corazón con un cuchillo o que te quemen en una hoguera de la Inquisición. Tu señor padre siempre decía que, de la religión, cuanto más lejos, mejor.

Mi señor padre, a quien yo tanto añoraba, se quedaría de piedra mármol si viera en lo que se había convertido aquella niña que rescató cierto día de una isla desierta. Aquella inocente y candorosa niña a la que prohijó era hoy una elegante dama palaciega, maestra en el arte de la espada, maestre de galeón y más rica de lo que él, que se mataba a trabajar sin que le alcanzara para pagar sus deudas, hubiera soñado nunca con llegar a ser. Mi señor padre, el honrado y buen mercader Esteban Nevares, me seguía haciendo tanta falta como entonces, o más, y por eso debía matar a Arias Curvo y al loco de su sobrino Lope, porque los Curvo me habían quitado a mi padre y porque mi padre, antes de morir en la cárcel, me había hecho jurar que le vengaría.

En unos arenales grandes que había en la parte meridional de la isla, la tripulación, que no tenía en voluntad regresar a la nao hasta que no fuera para allegarnos a la cercana Veracruz, había levantado ranchos y chozas con ramas y con las velas de repuesto en los medaños de arena blanca.

—Yo debo regresar a la nao, compadre —le dije a Rodrigo. Ya llevaba en tierra casi todo el día y no deseaba estar lejos de Alonso por más tiempo.

—Sea —me dijo Rodrigo—. También yo regresaré contigo.

—No he menester tu compañía, hermano. Si te viene más en gusto quedarte con los hombres en esta playa, hazlo. A bordo están Cornelius, los mayas, Francisco y los cinco de la guardia que vigilan a los piratas.

—Y los nobles sevillanos de la sentina.

Le miré sorprendida. Aquel asunto se me había borrado por completo de la memoria.

—Cierto —admití—. Allí están todavía, los pobres.

—Pues no retrasemos más el desenlace. Busca al señor Juan y yo recogeré a Juanillo. Nos vemos en los bateles.

Solté un bufido de impaciencia.

—¡Dejémoslo estar, compadre! Mejor no menear el arroz aunque se pegue. Me parece a mí que esa gente no ha venido, en verdad, ni a matarme ni a prenderme.

—Nada se me da de lo que a ti te parezca —soltó, bravucón—. Pregunta a los demás. Estoy tan cierto de que discurren como yo que me lo jugaría a estocada contigo.

—Pues yo contigo no me juego nada, que es de necios arriesgar los cuartos con un antiguo garitero.

Sonrió con satisfacción y se alejó en busca de Juanillo.

Entretanto regresábamos a la nao, cavilé que, si Francisco había hecho bien el oficio encomendado, quizá liquidáramos el asunto con brevedad y mutua satisfacción, de cuenta que los pudiéramos liberar en cuanto arribáramos a Veracruz. Más difícil me resultaba concebir que llegasen a excusar algún día el trato que yo les había dispensado pues la sentina no es lugar para nobles sino para ratas y las cadenas están hechas, antes bien, para galeotes que para aristócratas, sobre todo no constando culpa alguna por su parte. Sin embargo, cuando nos allegamos hasta la sentina hube de admitir con la claridad de la luz del mediodía que no me excusarían nunca y que me había ganado para siempre otros cinco enemigos más, pues la fetidez del lugar era tan insufrible que el mefítico hedor me revolvió las tripas y me provocó ansias y bascas, haciéndome retroceder hasta donde el aire se podía respirar. Si aquellos finos aristócratas seguían vivos, me dije, jamás perdonarían semejante ofensa.

Yo conocía que las sentinas de todas las naos apestaban como el averno, incluyendo la de la
Chacona
, pues en ellas se acopiaban las evacuaciones de aguas de las cocinas, las bodegas, los pañoles e, incluso, las de los propios hombres cuando las tormentas no permitían usar las redes del bauprés para hacer las necesidades. Estas evacuaciones de aguas, por más, recogían en su camino toda clase de restos y suciedades de modo que, con el vaivén de las naos, la ausencia de aire y el calor de las aguas del Nuevo Mundo, no había bomba de achicar que pudiera impedir la corrupción y el hedor de las sentinas. Lo que no consideré, por tener mi propio y particular bacín de barro y porque mis compadres nada me habían advertido, fue la luenga duración de la tormenta que habíamos atravesado, la cual había impedido a los más de cincuenta hombres de la tripulación visitar el bauprés durante varias semanas.

—¡Pues sí que eres delicado! —me espetó Rodrigo de regreso en la cubierta; ni él, ni Juanillo, ni el señor Juan, ni tampoco Francisco parecían alterados, claro que ellos habían estado usando la sentina de ordinario—. Ojo avizor, Martín, que se te ven las costuras de dueña.

—¡A callar, bellaco! —exclamé, aún con váguidos de cabeza y las tripas revueltas.

Procurando refrenar mi estómago, ordené que subieran a los españoles y que encadenaran a los ingleses en otro lugar menos envenenado.

—Tengo para mí, muchacho —principió a decir el señor Juan—, que sería mejor para este asunto que permitieras a Rodrigo llevar la voz cantante.

—¿A qué eso? —protesté.

—Tú eres doña Catalina Solís, no lo olvides, y Martín Ojo de Plata. No te rebajes ante estos nobles, deja que sea Rodrigo quien, en tu nombre, los intimide y apremie, y tú escucha con diligencia para terciar desde tu trono cuando más te convenga.

—Sea —convine, pues eran razones muy acertadas—, mas antes de que lleguen deseo que Francisco nos refiera lo que ha conocido sirviéndoles.

Francisco asintió y, luego, sin mediar tregua, denegó.

—Nada, don Martín, no he averiguado nada.

Alcé las cejas muy admirada y, otra vez, parecía ser yo la única a quien aquello tomaba por sorpresa.

—Los atendí con esmero —siguió diciendo mi particular Curvo—, los obsequié secretamente con algunos dulces, los favorecí en todo cuanto pude, los agasajé, los lisonjeé, los halagué... Os aseguro, don Martín, que fui la nata de los comedimientos y la flor de las ceremonias y que les vi en los rostros que en algo valoraban mis desvelos, aunque no mucho porque cuando yo llegaba enmudecían y ponían la mira, o bien en el suelo, o bien en el techo y, por mucho que me esforzara, hasta que no me iba no empezaban a comer y a comportarse con normalidad.

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