La conjura de Cortés (26 page)

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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico

—¡Alonso —porfié—, entrégame la daga!

Todo aconteció tan presto que no hubo tiempo para discutir. El tigre, afectando un ademán como de desperezarse, tomó impulso con sus patas traseras y, estirándose, brincó sobre nosotros antes de que advirtiéramos que había principiado el ataque. Me vuelve a la memoria verlo suspendido en el aire, cayendo sobre nosotros; oigo de nuevo mi grito y la exclamación de Alonso; siento aún en las costillas el dolor de un codazo que me aparta bruscamente y, luego, el golpe seco de los cuerpos del animal y de Alonso topando contra el suelo.

De alguna extraña manera, mi débil esposo había logrado sacar y alzar la daga lo suficiente para que el tigre se la clavara en el pecho con el peso de su propio salto. El animal, en el suelo, no se movía aunque resollaba. Todas mis ropas estaban manchadas con su sangre, ya que la herida infligida por la daga había hecho manar una rabiosa fuente roja de la fiera.

—¡Alonso! —chillé, abalanzándome sobre él. Yacía tumbado boca arriba, aplastado por el cuerpo del tigre.

—Estoy bien, estoy bien... —murmuró sin aliento—, mas no tengo fuerzas para quitarme a esta bestia de encima.

—La bestia aún vive, aunque agoniza.

—Entonces, aléjate —me suplicó, mirándome con esos bellos ojos zarcos que eran mi alegría y mi razón para vivir.

—No voy a dejarte así —le dije, acariciándole el rostro y arreglándole el cabello. De cierto que, si el animal se revolvía, no me sería dado contarlo aunque tampoco podía abandonar allí, con la fiera aún viva, a quien más amaba en el mundo.

—¡Un
ocelotl
! —exclamó una voz llena de entusiasmo a mi espalda—. ¡Un magnífico ejemplar de
ocelotl
!

Al girarme hacia la voz, me hallé de súbito enfrentada a los rostros de Rodrigo, el señor Juan, fray Alfonso, Zihil, Carlos Méndez con Telmo y Lázaro, Juanillo, Francisco, Cornelius Granmont, el Nacom Nachancán, su hijo Chahalté y don Bernardo Ramírez, que era quien lanzaba voces de admiración por el magnífico ejemplar de... lo que fuera. Un tigre. Por más, tras ellos se advertían las cabezas de los cimarrones de San Lorenzo de los Negros y las de los cinco o seis hombres de la tripulación de la
Gallarda
que se habían determinado a acompañarnos pues, habiéndoseles dado a elegir, algunos prefirieron quedarse en el manantial y otros en el palenque, a la espera de nuestro regreso.

En resolución, todos los mentados se hallaban cerca del lugar cuando el tigre nos atacó y, según afirmaron luego, fue mi grito lo que, a la sazón, los atrajo hasta allí después de escuchar el rugido del
ocelotl
.

—¿Pues no es un tigre? —preguntó Rodrigo allegándose hasta la fiera.

—¿Acaso tiene el cuero a rayas? —objetó don Bernardo señalando las manchas redondeadas.

—Recibiríamos una muy grande merced si alguien nos socorriera —dije yo, principiando a enfadarme.

—No sé cómo pretendes que os socorramos —repuso Rodrigo, desenvainando—, si no acabo antes con este gato.

—¡Tiento, compadre Rodrigo, que me coses al suelo! —exclamó mi señor esposo con preocupación.

—Debería obrarlo —afirmó Rodrigo, tomando a reír muy de gana y atravesando al animal por uno de sus ojos. La fiera soltó un estertor y dejó de resollar—, mas me guardaré las ganas para otra mejor ocasión.

Muerto el perro se acabó la rabia y, así, el resto de los bravos y valientes que no se habían atrevido a salir de detrás de los árboles aprovecharon para allegarse y mirar de cerca al extraño animal entretanto Rodrigo, don Bernardo, Juanillo y Chahalté lo alzaban y liberaban a Alonso de su carga. Éste, con mi ayuda y la de su hermano Carlos, se puso en pie esforzadamente y, una vez erguido, me echó los brazos a la cintura y la espalda y me estrechó con fuerza. No fui capaz de devolverle ni el abrazo ni los muchos besos que me dio pues no lograba ignorar las chocarreras miradas ni las sonrisillas furtivas del impertinente público.

Rodrigo seguía intrigado por la fiera muerta.

—¿Y cuál es —le preguntó a don Bernardo— la razón de que, pareciendo un tigre, no tenga rayas en el cuero sino esa suerte de flores negras?

Don Bernardo, con los anteojos calados, observaba atentamente las partes del cuerpo del animal.

—Ya os lo dije, señor —respondió el sabio—, porque es un
ocelotl
. En estas tierras no hay tigres. Los españoles los llaman así por asemejarse a los de África que han visto llevar en carros a la corte para diversión de los monarcas. Los aztecas los llamaban
ocelotls
y el resto del Nuevo Mundo los conoce como
yaguás
o jaguares
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—se alzó en toda su grande estatura y miró en derredor buscando a Alonso, a quien halló a mi lado—. Vos, señor —le dijo gravemente a mi esposo—, hubierais recibido grandes honores y recompensas por vuestra hazaña en el antiguo imperio mexica. El hombre que cazaba un
ocelotl
era tenido en mucho y se le consideraba un caballero, de cuenta que, desde hoy, os llamaré don Alonso si os parece bien.

—Sólo soy un esportillero del Arenal de Sevilla —se disculpó mi señor esposo—. No me corresponde dicho tratamiento.

—Sí te corresponde —le dije, mirándolo—. Por tu matrimonio con don Martín Nevares, hidalgo español.

Dos días después, allegándonos por fin al pueblo de Cuernavaca, aún perecíamos de risa rememorando la chanza del matrimonio de don Alonso con don Martín Ojo de Plata. Y, por más de reír tan de gana, vimos por todas partes muy grandes plantaciones de caña dulce así como ingenios azucareros
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de los que surgían enormes y sucias humaredas. Muchas gentes trabajaban en los cañamelares, en especial negros esclavos. Don Bernardo nos refirió que la caña de azúcar había sido traída por don Hernán Cortés a la Nueva España, que él había sido el primero en cultivarla y precisamente lo obró en aquellas tierras por las que estábamos pasando.

—Muy buen negocio el azúcar —concluyó componiendo en derredor de sus orejas los cordeles que le asían los anteojos—. Hace ricos a todos los cultivadores.

Promediaba el día miércoles que se contaban doce del mes de noviembre cuando pusimos la vista en las primeras y apartadas casas de Cuernavaca, levantadas entre incontables cerros y barrancas profundas como cuevas, de hasta ocho o diez estados
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de hondura y por las que discurrían, al fondo, grandes corrientes de agua. A menos de media legua, se divisaba, al fin, una grande y majestuosa fortaleza castellana fuertemente amurallada que no podía ser otra cosa que el palacio de don Hernán Cortés.

Por más de las casas y del palacio, repartidas por aquí, por allá y por acullá, se veían ermitas, capillas y hasta una iglesia, algunas de ellas abiertas aunque la mayoría cerradas y abandonadas. Hallamos también un convento franciscano en el que no quedaba ni un fraile, para tristeza de mi señor suegro, que se determinó a tomar cartas en el asunto en cuanto acabáramos con el oficio del virrey.

Llegados a un punto, los caballos no pudieron seguir adelante pues los dos puentes de madera que permitían la entrada al pueblo por donde nosotros habíamos arribado se hallaban quebrados. Nos dirigimos, pues, hacia el norte, hacia la sierra, para buscar otra entrada, viéndonos así obligados a rodear más de legua y media hasta dar con un paso y, luego, retornar hacia Cuernavaca, de cuenta que por esta razón se nos vino la noche encima. Antes de que oscureciera pudimos advertir en una de las barrancas una caída de agua de hasta veinte estados, colmada de selva en sus paredes y con bandadas de pájaros volando en su interior. El aire que salía de ella era deliciosamente fresco, de una frescura impregnada de aromas de laurel y pimienta, condimentos que yo había probado en Sevilla cuando era doña Catalina Solís, la rica dueña del palacio Sanabria (palacio que, de discurrir cabalmente las cosas, recuperaría con todas las de la ley).

Proseguimos nuestro camino adentrándonos en la aldehuela, cruzando una muy grande barranca por un acueducto de piedra de catadura tan española como la de la fortaleza. Como no hallamos a nadie en todo el camino no pudimos solicitar acomodo, de cuenta que nos aposentamos en una huerta desatendida cercana al palacio, ya que hubiera sido inútil allegarnos esa noche hasta él con la escasa luz que quedaba. Había numerosas casas abandonadas y en muy mal estado, evidenciando que nadie las habitaba desde muchos años atrás. Con todo, aunque los Cortés no podían retornar a la Nueva España por orden real, ¿no resultaba insensato desatender así unas tierras tan fértiles y productivas? Por lo que llegamos a conocer llamando a algunas puertas, sólo unos pocos indios y algunos negros residían en Cuernavaca, cultivando sus propios alimentos a la espera de que el lejano marqués del Valle se determinara a regresar o, a lo menos, a enviarles un capataz que se hiciera cargo del señorío y de la hacienda. Ninguno se alarmó por nuestra presencia ni se entremetió en nuestros asuntos. Una grande comitiva como la nuestra hubiera preocupado en cualquier otra población en la que hubiéramos entrado, mas en Cuauhnáhuac, en la Cuernavaca de don Hernán Cortés, todo tenía el aire de estarse desmoronando sin que a nadie le importara un ardite.

Hicimos noche en la mentada huerta y, al alba, partimos hacia el palacio con los caballos y las mulas de las riendas. Los altos y fuertes muros almenados, con torreones en sus extremos, se hallaban exactamente delante de nosotros, a no más ni tampoco menos de cien varas, en la otra punta de una senda entre árboles. Con las primeras luces del día, aquellos gruesos muros de piedra parecían infranqueables y, por más, pasamos sobre los restos cegados de lo que, en sus tiempos, debió de ser un enorme foso que rodeaba por completo la fortaleza. O don Hernán temía mucho los improbables ataques de los mexicas o deseaba proteger algo muy valioso. El grande portalón de la fortaleza, cerrado a cal y canto, sucio y con la madera agrietada, detuvo nuestro avance.

—¿Cómo entraremos? —preguntó el señor Juan.

Ninguno habló. Mi compadre Rodrigo, seguido mansamente por su caballo, se allegó hasta las aldabas de bronce de cada una de las hojas y las sacudió con todas sus fuerzas.

—¡Ceden! —anunció, al cabo, sin volverse—. Las tablas están podridas. Ayudadme. Sólo precisamos propinarles unos cuantos empellones.

Francisco, los Méndez mayores, los negros del palenque y los hombres de la
Gallarda
acudieron prestamente en su auxilio y yo, entretanto, avizoré el muro a diestra y siniestra, quedando impresionada por su largura y por el tamaño que debía de tener la propiedad.

Un crujido formidable nos dijo que la cerradura de hierro había partido por dentro las tablas de madera del portalón. Rodrigo y los otros empujaron las hojas hacia dentro con grande estrépito, obligándolas a abrirse apartando la cuantiosa maleza que las estorbaba. Los muchos años de abandono habían convertido aquel hermoso y amplio patio de armas en un campo tan descuidado y sucio como la huerta en la que habíamos pasado la noche. Habían crecido plantas e incluso árboles y también se habían secado, muerto y podrido. Las alimañas campaban a sus anchas y escaparon en desbandada al vernos entrar.

Como el portalón y la fachada del palacio estaban orientados hacia el poniente, el sol se iba alzando desde detrás del edificio, envolviéndolo con una luz prodigiosa. La fortaleza la formaban dos macizos cuerpos de dos plantas, uno al norte y otro al sur, unidos por unas hermosas galerías abiertas y decoradas con arcos. Toda la parte superior ostentaba, como el muro, puntiagudas almenas, y las ventanas no eran tales sino troneras.

—Criticaría con envidia tanta riqueza y arrogancia —dijo Rodrigo—, si no fuera porque yo también soy rico.

Alonso, los Méndez, el señor Juan, Juanillo y yo sonreímos, pues se nos alcanzaba la verdad de las palabras de Rodrigo mas el resto le miró sin comprender, dado que su figura era cabalmente la de un modesto y tosco hombre de la mar.

—¿Vos rico, señor? —se extrañó don Bernardo, incrédulo.

—Mucho —respondió Rodrigo sin apercibirse de los recelos del
nahuatlato
—. Y algún día, me haré levantar un castillo como éste, igual en todo. O quizá dos, uno en Santa Marta y otro en Rio de la Hacha.

Don Bernardo me miró y yo asentí, confirmando lo que decía Rodrigo. El sabio cegato alzó las cejas por encima del borde de sus anteojos de madera y, luego, alzó igualmente los hombros en un gesto de resignada incomprensión.

Como no tenía sentido entretenernos en el patio de armas cuando era la capilla lo que buscábamos, nos allegamos hasta la puerta del palacio y allí, tras atar las caballerías a las aldabas que, para tal efecto, había en las paredes del pórtico, franqueamos la entrada usando las mismas mañas que con el portalón del muro y, al punto, nos hallamos en el silencioso y oscuro interior del palacio de don Hernán Cortés.

—Abrid todas las puertas y los postigos —pedí—. Nos ahogaremos si no dejamos entrar aire limpio y luz de sol.

Hedía horriblemente a casa cerrada, a humedad vieja, a herrumbre. Las paredes que no estaban ornamentadas con descoloridos tapices flamencos o ajados guadamecíes cordobeses lucían grandes desperfectos y trozos del artesonado del techo de aquel grande vestíbulo se hallaban bajo las suelas de nuestras botas. En cuanto los hombres hubieron cumplido mi orden, una agradable brisa circuló de un lado a otro llevándose el aire rancio. Frente a la puerta de entrada había otra que daba a una nueva galería con arcos en la parte trasera de la casa, mucho más grande que la de la fachada y que tenía unas maravillosas vistas sobre un inmenso valle, distinguiéndose, al fondo, las altas cumbres de los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl, como indicaba el mapa.

—¿Comprobamos también el piso superior? —me preguntó uno de los marineros de la
Gallarda
.

—¡Comprobad lo que deseéis mas halladme la maldita capilla! —exclamé. Aquel palacio me ponía nerviosa. Había algo malvado allí, entre esas paredes de mampuesto. Yo no creía en espíritus ni en demonios, así que lo que sentía no tenía razón de ser, mas, como si aquellas paredes sólo hubieran alojado a gente ruin, rezumaban dolor, pena y malicia.

El palacio tenía muy pocos muebles para ser un lugar de tanto lujo. Quizá se los llevaron los Cortés cuando los desterraron a España.

—¿Conocíais, doña Catalina, que aquí nació vuestro tocayo don Martín Cortés, segundo marqués del Valle? —me preguntó don Bernardo, sorprendiéndome.

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