La conjura de Cortés (23 page)

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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico

—¿Nuau qué? —tronó Rodrigo.

—No, no nuau, sino naua,
nahuatlato
—porfió el joven—. Don Bernardo ejerció de lengua
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de español y náhuatl en la Real Audiencia de México. Es un príncipe azteca. ¡Dicen que de la mismísima sangre de Moctezuma!

—¿Y quién es Moctezuma? —preguntó alguien con grande emoción. Ahí estaba Juanillo.

—¿No conoces quién es Moctezuma? —se pasmó Antón.

—Nosotros somos de Tierra Firme —replicó el muchacho, defendiéndose. Los demás callamos como muertos por no parecer tan ignorantes como él.

—Pues fue el emperador mexica derrotado por don Hernán Cortés.

—¿Y dónde me es dado hallar a ese don Bernardo Ramírez? —pregunté, zanjando presurosa el tema del tal Moctezuma.

—Don Bernardo Ramírez de Mazapil vive en Veracruz, por eso lo conozco. Yo nací allí. Él era vecino de mi amo. Abandonó México cuando se retiró de la Real Audiencia.

—¿Y cómo me sería dado allegarme hasta él? —quise saber, afligida—. Si vive en Veracruz resultará imposible de todo punto pedirle que nos ayude. Y, por más, ¿estaría dispuesto a leernos el mapa y a callar después todo lo que nos lea? Podemos pagarle bien mas precisaríamos de su absoluto silencio.

—Considerad que es un príncipe azteca —adujo, por toda respuesta, el joven Antón, como si sólo eso fuera crédito suficiente.

—Deberíamos robarle esta noche —propuso Rodrigo— y traerlo hasta aquí para que el día lunes el compadre Gaspar se lo pudiera llevar también a su palenque hasta que el asunto de la conjura termine.

Solté un triste gemido.

—¡Ten piedad, hermano! —le supliqué—. ¡Hoy ha sido el día de mi boda!

—¿Y qué con eso? —se sorprendió—. ¡Ni que te fuera dado yacer con tu señor esposo!

Lamenté mucho no haber matado a Rodrigo tiempo atrás.

—Te dije —silabeé despaciosamente para que le entraran las palabras en esa cabeza de alcornoque que tenía— que te ocuparas de tus asuntos. A lo que me refería era a que, por más de estar molidos y sin ánima, son ya las primeras horas del día sábado. A no mucho tardar, se verán las primeras luces. También nuestros invitados se hallan harto cansados pues han pasado cerca de veinte horas cabalgando por la selva y ya va para dos que estamos aquí conversando. Todos precisamos de un buen sueño.

—No sería de nuestro agrado —declaró Gaspar, gentilmente— que don Bernardo sufriera daño alguno. Es una persona buena, sabia y de avanzada edad. Trata muy bien a los negros y a mi padre no le complacería que fuera robado de su casa.

—¿Qué nos proponéis, pues? —pregunté.

Él se llevó el dedo índice al entrecejo y estuvo como pensativo un pequeño momento.

—Antón conoce Veracruz por ser de allí —dijo, al cabo, alzando la cabeza—. Él os acompañará por los mejores caminos hasta la casa de don Bernardo. Hablad con el anciano
nahuatlato
. Ofrecedle buenos caudales por su oficio y que os dé palabra de no referir nada a nadie. Es un hombre de bien y no os engañará.

—¿Y si lo hace? —quise saber—. ¿Y si habla sobre el mapa de Hernán Cortés?

—Nosotros le tendremos a la mira, no os inquietéis —repuso—. No llegará a decir la primera palabra pues, de procurarlo, será razón de fuerza mayor robarle y llevarle al palenque. En tal caso, mi señor padre lo entendería.

—Entrar en Veracruz es peligroso —objetó el joven Antón—. A mí me conocen todos y a don Martín lo conocerán por el ojo de plata.

—Me niego a que Antón me acompañe —dije con firmeza—. Él no debe poner en peligro su vida. Si fuera advertido, si le reconocieran, le detendrían al punto y le colgarían. Que me dé todas las aclaraciones para hallar la casa de don Bernardo que ya iré yo. No he menester de su compañía.

—Y yo iré contigo —añadió mi compadre.

—No, señor Rodrigo —dijo una voz femenil desde la oscuridad del otro lado del corro—. Yo iré con don Martín.

Todos se voltearon, buscando a la muchacha de dulce y medrosa voz y, de las sombras, salió Zihil empujada por el luengo brazo de su señor padre.

—¡Zihil! —exclamé, admirada—. ¿A qué este desatino?

—No es ningún desatino —se defendió—. A don Martín Ojo de Plata, el maestre, no le es dado entrar en Veracruz, mas a doña Catalina, vestida, peinada y pintada como las dueñas mayas, le resultará posible y fácil. Dos indias del Yucatán no despertarán recelos en las calles de Veracruz. Yo os acompañaré.

—¡Nadie se fijará en vuestra merced, don Martín! —exclamó Antón, con grande alegría.

—¿Y mi ojo de plata? —pregunté, inquieta—. O mi parche, que tanto da. Ambas cosas son muy señaladas.

—No en una india, don Martín —se rió Zihil—. Una dueña maya, de perder un ojo, no taparía el agujero, así que vuestra merced ni se calzará mañana el ojo de plata ni se cubrirá con el parche. Llevará el boquete al aire.

Solté tal exclamación de susto que varias aves de la selva chillaron y echaron a volar.

—¡Jamás! —aullé—. ¡Antes me dejo rebanar las orejas que llevar destapado el hueco del ojo!

Rodrigo se puso en pie, sacó su daga del cinto, la empuñó y vino hacia mí.

—¿Qué haces? —le espeté.

—Voy a rebanarte las orejas como hizo el Nacom con los sevillanos —repuso muy calmoso.

—¡Has perdido el juicio!

—¡Y tú antes que yo! ¿A qué tanto pavor y afectación por llevar el ojo huero al aire? ¿Acaso nos vamos a morir del susto?

—¡Pues sí!

—¡A otro perro con ese hueso, mentecato! ¿Vas a echar a perder todo el propósito por una necedad semejante? ¡Eres más tonto de lo que decía tu señor padre!

Me revolví como una culebra.

—¡Mi señor padre no decía que yo fuera tonto!

—¿No? —repuso muy digno, tornando a sentarse—. Pues ahora lo diría. Por más, estoy cierto de que se lo debe de estar diciendo a sus compadres de allá arriba.

¡Maldito Rodrigo! ¡Maldito, maldito y maldito mil veces y mil más! Veinte personas me contemplaban a la espera de que acabara con mi niñería del ojo, mas para mí no era ninguna niñería, era un sentimiento horrible, como ir desnuda entre las gentes o como si éstas apartaran la mirada, asqueadas, al ver el agujero de mi rostro. No era algo hermoso de contemplar, más bien resultaba atroz. ¿A qué, pues, ponerme en esas tesituras, disfrazada de india yucatanense, por las calles de Veracruz?

—Si deseáis hablar del mapa de Cortés con don Bernardo —señaló Gaspar Yanga—, no tenéis elección. Vayamos ahora a dormir y mañana lo veréis de otro modo.

—No lo veré de otro modo —afirmé con rudeza, sacudiéndome la tierra de los calzones y encaminándome hacia mi rancho.

Levanté la manta, dispuesta a dormir en el suelo junto a Alonso, cuando vi que alguien me había cambiado el jergón. El mío, estrecho, ya no estaba. En su lugar, otro más amplio acogía en uno de sus lados el cuerpo dormido de mi dulce Alonso. Una sonrisa se me vino a los labios sin apercibirme.

El
kub
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no me molestaba para caminar por las colmadas callejuelas de Veracruz, todo lo contrario. Resultaba cómodo pues era como un saco luengo y ancho que tapaba hasta los cuadriles. Debajo, a modo de saya, llevaba un
pic
, unas enaguas, tan blancas como el
kub
e igual de hermosamente labradas con vistosos y coloridos dibujos de flores en sus bordes. Las sandalias de cuero eran las de mi boda y también las usaba muy de gusto. El pelo me lo había compuesto Zihil, aderezándome un muy galán tocado separado en dos partes y trenzado. Por más, los zarcillos que la muchacha me había prestado y que eran a la usanza de los indios, de plumas y jade, resultaban asimismo muy bellos. Nada, pues, que objetar al elegante atavío de fiesta de las yucatanenses, aunque sí había una cosa, una sola y horrible cosa (por más de mi ojo huero destapado) que no la podía sufrir en modo alguno: el oloroso ungüento colorado que me cubría todo el cuerpo desde el cabello hasta los pies. Zihil lo había llamado
iztah-te
entretanto me lo untaba por los brazos, y era como liquidámbar
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e igual de pegajoso. Es cierto que, una vez embadurnada, no me conocía ni yo, aunque las admiradas exclamaciones de Zihil sobre mi hermosura con aquel ungüento quedaban muy lejos de mi entendimiento.

Aquella mañana, mi señor esposo, al verme salir del rancho de tal guisa, soltó uno de esos silbidos que los esportilleros del Arenal de Sevilla lanzaban para llamarse unos a otros. En esa ocasión, silbó por no gritar de espanto, según me reconoció después, pues no había visto dueña tan horrorosa en todos los años de su vida. Por fortuna, desde nuestra boda me había requebrado tantas veces con dulces palabras que no se lo tomé en cuenta.

—A no dudar, maestre —dijo Juanillo entregándome las riendas de uno de los caballos de Gaspar—, si madre se cruzara hoy contigo por las calles de Veracruz, de seguro que no te conocería.

—Lo importante es que parezca una india —dije malhumorada.

—Pareces un tomate envuelto en un pañuelo blanco —comentó Rodrigo.

—Gracias, compadre. Algún día te devolveré el aprecio.

—Si llueve, cuida que no te entre agua en el agujero del ojo —dijo a modo de despedida, alejándose.

No le respondí. ¿Para qué? Bastante había sufrido dejándole ver a Alonso mi rostro deformado. Después de dos días de absoluta felicidad durante los cuales habíamos dado, solos, cortos paseos por alderredor de Villa Gallarda para que se le fortalecieran de a poco las recompuestas piernas, dejarle ver mi deformidad había sido lo más doloroso que había obrado en mi vida. Dado que aquel dolor servía para mí como la pócima de Damiana que habíamos ingeniado para evitar el deseo, Alonso se me allegó y me dio uno de esos largos besos tan llenos de amor a los que ya me estaba aficionando como del aire.

Veracruz no tenía murallas. El poderoso fuerte de San Juan de Ulúa era toda la protección que precisaba. Dejamos los caballos en las cuadras que Antón nos había indicado y nos internamos en las calles de la ciudad. Toda la población se asentaba sobre un arenal frente a la mar y en ella vivían unos mil vecinos, de los cuales cuatrocientos eran españoles, por más o por menos, y el resto esclavos negros, indios y las mezclas habituales de las tres castas: mulatos, mestizos, castizos, moriscos, chinos, cuarterones, lobos, cambujos, zambaigos... Todas las casas eran de tablas y sólo unas pocas de cantería (algunas iglesias y el hospital para los enfermos pobres de la Compañía de Jesús), mas todas tenían patios y huertos, aunque no sé qué les sería dado cultivar a sus ocupantes en una tierra que más que buen campo para siembra era inútil arena de playa.

El joven Antón nos había representado en el suelo, con un palo, las calles y lugares por los que debíamos pasar para arribar a la residencia de don Bernardo Ramírez de Mazapil, que se hallaba en la plaza Mayor, junto a la Iglesia Mayor y frente al Cabildo. Hubiera sido difícil perderse pues la trasera del Cabildo daba a los muelles, los mismos famosos muelles en los que se descargaban las mercaderías que llegaban en las flotas desde España, de cuenta que sólo había que bajar hasta la mar y buscar la plaza Mayor. Con todo, las recuas de mulas cargadas con cajas, toneles y fardajes que subían desde allí nos señalaron muy bien el camino, aunque también nos lo dificultaron las más de las veces.

Nadie se fijó en Zihil y en mí. Por más, ni siquiera éramos las únicas indias mayas ataviadas de blanco y pintadas de rojo que deambulaban por las calles. Veracruz era puerto natural para las mercaderías del Yucatán, así que muchos mayas vivían allí. Con todo, yo tenía mis sentidos en alerta y se me disparaban como tiros cuando veíamos algún corchete o algún alguacil. Aunque no se me notase, bajo el
pic
llevaba mis armas.

Arribamos, al fin, ante la casa de don Bernardo y llamamos. Quiso la buena o la mala fortuna que desde allí pudiera ver, en la lejanía, el fuerte de San Juan de Ulúa, en cuyo puerto fondeaba, apacible, mi hermosa
Gallarda
. No la habían dañado. Para mi sosiego, como había dicho fray Alfonso, se contentaban con mantenerla a buen recaudo en la fortaleza militar. De seguro que la estarían escudriñando desde la cofa hasta el último clavo de la quilla mas de eso no se me daba nada. No habíamos dejado a bordo ninguna cosa que les pudiera interesar. Añoraba mi magnífica cámara de la nao y deseé, a la sazón, hallarme en ella con Alonso. Al punto, noté un nudo en la garganta que anunciaba los pinchazos en el ojo huero y las lágrimas en el sano, de cuenta que me dominé, no fuera que la muy hermosa pintura roja del rostro se me desluciera.

Tras un corto espacio durante el cual no pude quitar la mira de mi nao, una vieja criada nos abrió la puerta.

—¿Qué desean? —preguntó mirando derechamente el feo hueco de mi ojo vacío.

—Queremos ver a don Bernardo —dijo Zihil con su deje más yucatanense.

—¿Para qué?

La anciana, grande de cuerpo y de algo abultadas facciones, se recogía el pelo gris al rodete y lo cubría con un velo de fina gasa. A no dudar, era morisca
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pues su piel blanca de española contrastaba con un rostro muy de negra, con labios gruesos y nariz ancha, resultando así, por el contraste, muy hermosa. Lamenté que mi ojo vacío pareciera incomodarla.

—Tenemos asuntos importantes que tratar con él —le explicó Zihil—. Nos haríais una muy grande merced si vuestro amo nos recibiera ahora, pues debemos regresarnos presto a nuestra hacienda.

—Mi amo no recibe a estas horas tempranas —se disculpó—. Vuelvan vuestras mercedes esta tarde. ¿Cuáles son esos asuntos que desean tratar con él?

Me estaba hartando. Llevar el ojo destapado me tornaba impaciente y brusca. Me parecía que, con una conjura en marcha para poner un rey ilegítimo en la Nueva España y tras perder una semana por culpa de la cuarentena de Cornelius, no nos era dado desperdiciar ni el tiempo ni nuestra propia seguridad personal hablando con una criada en la puerta de una casa en la mismísima y populosa plaza Mayor de Veracruz.

—Mirad, buena mujer —le dije con mi perfecto castellano de Toledo—, que, o nos lleváis ahora mismo ante don Bernardo, o Gaspar Yanga se molestará grandemente con vos.

A la dueña se le redondearon los ojos y se le mudó el rostro.

—¿Quiénes son vuestras mercedes? —preguntó asustada, mirando a un lado y otro de la plaza.

—Gentes muy necesitadas de los sabios consejos de vuestro amo —le dije, molesta—, y, por más, con los suficientes caudales para hacerle rico si nos auxilia en este trance. Permitid que sea él quien decida si nos recibe o no. El poco tiempo acucia.

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