La conjura de Cortés (19 page)

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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico

—¿Lo deseas o no, muchacho? ¿Qué dices?

—Digo que sí, señor Juan —dejé escapar con voz débil—. Que sí, que deseo matrimoniar con Alonso.

—¡Voto a tal! —exclamó Rodrigo, soltándome—. ¡No hay nada peor ni más mudable que el confuso entendimiento de una dueña!

¿Y qué había de malo, me pregunté, en mudar de idea o tener confuso el entendimiento? Mis mejores determinaciones las había tomado tras mudar de razón varias veces o en mitad de una grande confusión de pensamientos de entre los cuales siempre acababa destacando el acertado.

El señor Juan y fray Alfonso vinieron a acordarlo todo con tanta voluntad aquella misma mañana que raudamente quedó concertado que de allí en dos días se celebraría el desposorio pues no había ningún inconveniente y el sacerdote era de la familia. A nadie parecía importarle, y a mí menos que a nadie, que el novio no pudiera siquiera alzarse del jergón para la ceremonia. Yo me sentía grandemente feliz y sólo deseaba estar con Alonso aunque, como al terco del fraile parecióle que, por buenos respetos, estaba obligado a negarme la entrada en su rancho, ya no pude tornar a ver a Alonso desde la misma mañana en que despertó. Se acordó también que no habría dote ni otros intercambios de regalos, dada la grande riqueza y similar calidad de los novios —ambos acaudalados criminales buscados por la justicia del rey— y, sobre todo, porque iba a ser una ceremonia peculiar a celebrar en mitad de la selva, sin otro templo que el cielo ni otro altar que el suelo.

Yo tampoco tenía mucho que disponer para mi boda. No tenía vestidos, zapatos, velos o joyas que ponerme. Tampoco tenía a madre, la cual, pasado un primer momento de arrebatada indignación, habría disfrutado auxiliándome con todo cuanto ella hubiera considerado de fuerza mayor para tan grande acontecimiento. La echaba mucho a faltar, me dolía el corazón por su ausencia y, por eso, sentía la prisa y la necesidad de matar a los malditos Curvo cuanto antes.

Y así, como no tenía preparativos que ejecutar, pasé esos dos últimos días antes de mi boda ocupándome de los asuntos del virrey pues, en cuanto comunicamos a fray Alfonso la determinación favorable de colaborar con don Luis de Velasco el joven, el franciscano se tomó muy a pecho resolver cuanto antes la conjura de don Pedro, cuarto marqués del Valle, para lo cual quiso estar presente en tanto obrábamos averiguaciones entre los nobles sevillanos. Aquella tarde ordené que trajesen a la plazuela al duque de Tobes, al conde de La Oda y a los tres marqueses. El Nacom Nachancán y sus dos hijos, Chahalté y Zihil, habían levantado para ellos con mucha industria una choza de la que no podían escapar, tan bien trenzada y apretada que ya la hubieran querido por celda en aquella maldita Cárcel Real de Sevilla. Y entretanto traían a los prisioneros, el propio Nacom, que desde la pestilencia hablaba poco conmigo, se me allegó despaciosamente seguido por sus hermosos y bien formados hijos.

—Sed bienvenido, Nacom —le saludé con alegría. Para decir verdad, mi boda me tenía tan feliz que me pasaba el día sonriendo—. Y también vosotros, queridos Chahalté y Zihil. ¿Qué precisáis de mí?

El Nacom, con aquella cortesía de caballero castellano que tan mal casaba con la forma de su cabeza y con el paño de algodón blanco que honestaba sus partes, me hizo una reverencia y me solicitó un aparte.

—Tendréis que disculparme ahora, Nacom. A la sazón, tengo una obligación precisa que obrar. ¿Os es dado aguardar hasta el ocaso para tratar el asunto que os ha traído hasta mí?

—Mi señor don Martín —dijo amablemente el Nacom—, para esa obligación precisa que ya veo que es preguntar a esos nobles caballeros por el problema que tratabais la otra noche, es para la que yo os ofrezco mi ayuda.

Apenas me sorprendió lo que decía el anciano maya. Ninguno de nosotros se había recatado en hablar, gritar, enfadarse y tronar al cielo (de muy especial manera Rodrigo) hablando a voces delante de los hombres de todos los asuntos que nos ocupaban.

—Os lo agradezco, mas...

—Tened presente, don Martín —me atajó el Nacom—, que yo llevé la muerte a vuestra nao. Vuestra merced salvó la vida de mi familia la noche que nos rescató del huracán y nosotros os lo pagamos inficionando con la pestilencia a los pobres indios caribes de vuestra tripulación, de los que sólo uno se libró. Mis hijos y yo nos sentimos tan avergonzados y en deuda con vuestra merced que deseamos ofreceros algo que nunca ofreceríamos a nadie y aún menos a un español... Disculpadme, a una española.

Aquella afirmación me sorprendió.

—Las guerras de conquista terminaron hace mucho tiempo, Nacom. ¿Aún albergáis rencor en vuestro corazón?

—Siempre, don Martín, no lo dudéis. Mi familia y yo huimos de la ciudad para alejarnos de vuestra religión, vuestra lengua y vuestras leyes. Y no éramos el único poblado maya que vivía secretamente conforme a sus antiguas tradiciones. Hay muchos y muy bien ocultos. Nunca nos encontraréis. Mas una cosa es el enemigo en la guerra y otra el enemigo que se convierte en amigo y salvador. Mis hijos y yo así os consideramos y nos sentimos obligados hacia vuestra merced por el grande respeto y atención con el que nos habéis tratado y con el que vemos que tratáis a todos los hombres de vuestra tripulación, sean de la raza que sean. Por eso, y porque nos avergüenza haberos pagado con muerte y desolación, queremos que conozcáis que estamos a vuestro servicio ahora y siempre.

A lo que se veía, mi boda me tenía con las emociones alteradas pues poco faltó para que me echara a llorar en brazos del Nacom.

—Gracias, Nacom Nachancán —le respondí, haciendo una fina inclinación.

—Escuchadme bien, don Martín, pues esto es lo que os ofrezco: entre nuestros más sagrados rituales existen algunos que, aun no siendo en absoluto mortales y proporcionando grandes provechos en las cosechas, los animales y los nacimientos, cuajaron de espanto la sangre de los españoles que los vieron. Y ahora os confesaré que mi título de Nacom no es un título nobiliario como los vuestros sino un título de sacerdote. Soy sacerdote de la religión maya y me es dado, por tanto, obrar esos ritos para vuestra merced en las personas de esos caballeros si es que acaso se obstinan en no deciros lo que deseáis conocer.

También a mí se me había cuajado la sangre del cuerpo. Había oído tantos horrores sobre las atrocidades que cometían los indígenas antes de la llegada de los españoles que tener ante mí a uno de aquellos sacerdotes me espantaba más de lo que era capaz de admitir. Mas había conocido lo suficiente al Nacom y a sus hijos como para tener por cierto que eran buenas y leales gentes, honestas hasta para decir las verdades incómodas, de cuenta que me determiné a no juzgarlos sólo por lo que había oído. Y, por más, como me había indicado el señor Juan, mejor era no meterse en asuntos de religiones pues lo mismo mataba una hoguera de la Inquisición que un cuchillo que abriera el pecho para sacar el corazón.

—¿Y no se ofenderán vuestros dioses, Nacom? —pregunté con un hilillo de voz.

—Aprecio vuestro respetuoso temor, don Martín, mas los ritos no tendrían un valedero carácter sagrado. Os ruego que no olvidéis mi ofrecimiento —pidió el Nacom ejecutando una reverencia y tomando el camino de regreso a su choza seguido por sus hijos.

—¿Qué tenía ése en voluntad? —quiso conocer Rodrigo cuando retorné al corro que ya se hallaba dispuesto para interrogar a los sevillanos.

—Ofrecernos lo más valioso que tiene por el bien de nuestro oficio.

—¿De qué hablas?

—Olvídalo. Demos principio a las preguntas.

—¿Por cuál de los nobles empiezo? —inquirió, vacilante.

—Por don Diego de Arana, marqués de Sienes. Es el más bocazas de los cinco.

Tomamos asiento en el suelo todos cuantos nos hallábamos presentes y también los sevillanos, que estaban custodiados por arcabuceros. Sólo Rodrigo permaneció en pie y dio un par de pasos hacia los prisioneros. Llevaba el pañuelo con el mapa en la mano.

—Marqués de Sienes —principió a decir mostrando el mapa—. ¿Conocéis qué es esto?

—No, señor. No lo conozco.

—¿Estáis cierto de decir la verdad, marqués? Mirad que no pienso andarme con chiquitas.

—Digo la verdad —repuso muy digno don Diego—. Y lo mismo dirán los que me acompañan en esta desgracia, pues ninguno conocemos qué es eso que nos mostráis.

—¿Y qué decís de la conspiración del marqués del Valle para coronarse rey de la Nueva España?

Si un rayo los hubiera atravesado o se les hubiera aparecido el diablo no habrían demudado tanto los rostros ni se les habrían puesto más blancos. Al cabo, impaciente, Rodrigo tornó a increparles:

—¡Eh, señores, regresen de la muerte! Conocemos la conspiración y todos sus enredos. Conocemos que vuestras mercedes traían oculto este mapa de don Hernán Cortés para dotar de caudales a la sedición y conocemos también el nombre de sus principales valedores aquí y en España. ¿Con quién tenían que encontrarse vuestras mercedes al llegar a México y a quién debían entregar el mapa? ¿Pensaban matar al virrey don Luis de Velasco? ¿Cuándo tenían determinado ejecutar la conjura?

El conde de La Oda, sentado entre el marqués de Sienes y el marqués de Olmedillas, se dirigió a mí:

—Doña Catalina, hacednos la merced...

Un sonoro bofetón que le derribó al suelo cortó en seco su arenga.

—Para vos, aquí no hay ninguna doña Catalina —le recordó Rodrigo frotándose las manos—. ¿Es que, acaso, no os quedó bastante claro? Aquí sólo está Martín Ojo de Plata. Don Martín para vos, mentecato.

Limpiándose la sangre de la boca, don Carlos se incorporó y tornó a mirarme.

—Don Martín, os doy mi palabra como conde y caballero de que no conocemos ningún mapa ni ninguna rebelión contra la Corona de España. ¿Cómo sería posible algo así? ¡Todo esto está fuera de juicio y medida! Nosotros somos leales al rey y al imperio. ¡Somos aristócratas, por el amor de Dios! No hay nadie más afecto que nosotros a Felipe el Tercero.

Me levanté despaciosamente y me allegué hasta Rodrigo y, tomando el pañuelo de su mano, le di la vuelta y leí en voz alta:

—«Id con Dios, mis leales caballeros. Aguardaré con impaciencia las nuevas de vuestra gloriosa empresa. Don Pedro.»

—Mentís muy bien, conde —se rió Rodrigo—. Por ventura deberíais granjearos el pan como comediante y dejaros de quitar y poner reyes.

—¡Ese pañuelo no es nuestro y esa nota no está dirigida a nosotros! —exclamó airadamente el joven marqués de Olmedillas—. Demostrad lo contrario, si podéis. Todo esto es una burla y un agravio imperdonable a nuestras personas. Lo pagaréis muy caro, doña Catalina. Vuestros actos no encontrarán perdón.

Con la misma premura de antes, Rodrigo le asestó al joven marqués otro tremendo revés que lo tumbó y le hizo sangrar por todos los orificios del rostro.

—Don Martín, bellaco. La llamarás don Martín —declaró Rodrigo con una voz que hubiera quebrantado las más duras rocas.

Fray Alfonso, mi futuro suegro, se me allegó para susurrarme al oído:

—No van a admitir nada, doña Catalina, ni nos van a referir nada. Soportan y soportarán los golpes porque les va la vida en ello. Si admiten su traición, conocen que, de un modo u otro, los aguarda la horca.

—No es posible, fraile —objeté—. Ignoran que obramos en nombre del virrey de la Nueva España. En lo que a ellos se refiere, somos criminales buscados por la justicia.

—Pues mayor razón para sufrir los golpes silenciando lo del tesoro. Con ello juzgan estar impidiendo el robo de los caudales que llevarán al trono a don Pedro Cortés. Se sienten mártires de su causa.

—Para mí tengo, fraile, que éstos no nacieron mártires de causa alguna.

A tal punto, Rodrigo ya los había tumbado a todos en el suelo y los cinco sangraban cuantiosamente sin admitir ningún conocimiento de conjuras o tesoros. ¿Qué les hacía callar? ¿Tan importante era para ellos la coronación de don Pedro? Ya eran nobles, aunque nobles arruinados, eso sí, de aquellos que, en Sevilla, todo el mundo conocía que debían matrimoniar con las hijas de los cargadores a Indias para no ver sus títulos envilecidos por la miseria. De los cinco, a buen seguro que alguno ya se habría desposado de tal modo y a los otros no les faltarían dueñas deseosas de título. Así pues, ¿a qué ese pertinaz silencio para defender una conspiración contra el rey?

—¡Juanillo! —llamé.

El muchacho se me allegó con grande pesar por perderse los golpes que Rodrigo seguía atizando a los sevillanos.

—Ve al rancho del Nacom Nachancán y dile que haga la merced de acudir. Que he menester de la ayuda que me ha ofrecido.

Juanillo, por regresar presto, partió como una centella.

—¡Rodrigo! ¡Detente! —ordené.

Mi compadre, cansado, asintió y regresó a nuestro corro.

—No van a decir nada, Martín —se lamentó entretanto se dejaba caer en el suelo—. Tengo para mí que el tal don Pedro les ha ofrecido algo valederamente grande y que, conociendo que nosotros no matamos españoles pues yo mismo se lo dije el día que los capturamos, están empeñados en obtenerlo antes o después.

—Veremos —repuse con serenidad, y eso que temblaba de arriba abajo representándome en el entendimiento horribles sacrificios humanos. Claro que el Nacom me había asegurado que los rituales que me ofrecía no eran mortales.

Juanillo regresó a la carrera.

—¿Ya se ha terminado? —preguntó con pena.

—¡Juanillo! —le amonestó el señor Juan—. Nunca se debe disfrutar del mal ajeno. Parte presto a la selva y trae algún ave para la cena.

—¡No quiero! —protestó el muchacho—. No conseguiréis que me vaya.

Rodrigo alzó el rostro y, sin apartar la mirada, principió el gesto de ponerse despaciosamente en pie. Juanillo partió hacia la selva con mayor rapidez que cuando corrió hacia la choza del Nacom.

—¡Carlos Méndez! —voceé yo—. Coge a tu hermano Lázaro y acompaña a Juanillo.

—¡Padre! —protestó Carlos, buscando el amparo del fraile.

—Tu futura hermana ha hablado bien. Obedece.

—Francisco.

—¿Sí, don Martín?

—Ya sabes lo que debes obrar.

—Sí, don Martín —repuso, echando a correr en pos de Juanillo, Carlos y Lázaro. Telmo se hallaba en la choza, ayudando a Cornelius a cuidar de Alonso.

Y cuánto me alegré después por haber alejado de allí a los mozos jóvenes. De haber contemplado lo que vimos nosotros, habrían sufrido congojas y agonías durante el resto de sus vidas.

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