Cuando le aparté la redoma de los labios y él dejó caer de nuevo la cabeza sobre el jergón, con los ojos cerrados por el esfuerzo, dijo muy blandamente:
—¿Y el ojo de plata?
Oí reír a su padre, a sus hermanos, a Rodrigo, al señor Juan y a toda la dotación de la
Gallarda
, que debían de haberse agolpado en torno al rancho para ver por su mismo ser el milagro que gritaba Telmo.
—Siento no llevarlo —dije atragantándome—. Ahora mismo me lo calzaré. Mas no creas que no lo uso, pues me lo pongo todos los días. Lo que ocurre es que aún no me había compuesto.
Como él seguía tratando de alzar su mano hacia mí sin conseguirlo, mi desenvoltura se atrevió a tomársela y a acariciársela, ante lo cual el maldito fray Alfonso, sin un ápice de compasión ni por su hijo ni por mí, nos cogió las manos unidas y las separó.
—No se debe —dijo, y me sorprendió ver una grande sonrisa en su rostro. Yo le hubiera matado, mas no era el momento.
—Descansa, Alonso —murmuré, mirándole avergonzada. No conocía qué era lo que había hecho mal, mas sentía una grande turbación—. Procura comer todo cuanto te den para restablecerte cuanto antes.
Y, levantándome, erguí mi espalda dignamente y afronté la mirada curiosa de todos mis hombres.
—¡Fuera! —ordené—. Seguid con vuestros quehaceres. Aquí sólo robáis el aire que precisa el enfermo. ¡Fuera, he dicho!
Y del primero al último se esfumaron tan raudamente como los demonios ante el agua bendita.
Con el corazón aún brincándome de alegría regresé a mi choza para terminar el desayuno mas todo era diferente ahora. Sentía que podía respirar mejor, que la luz de la mañana era más hermosa y que mi tocino rancio sabía como un exquisito manjar. Alonso ya no se iba a morir o, a lo menos, eso había afirmado Cornelius hacía algún tiempo. En aquel entonces había dicho que, si despertaba, sería señal de que se iba a recuperar, que después ya no le pasaría nada. Si era comida lo que precisaba, mandaría de caza a los hombres para que trajeran aves y todo cuanto fuera necesario para cocinarle buenos caldos y asarle apetitosas carnes. Tenía que vivir para que yo pudiera respirar tan bien como ahora respiraba y comer tan a gusto como me estaba comiendo aquel pobre desayuno hecho con los restos de los bastimentos de la nao.
—Tengo para mí que tu alegría te impide hablar de los asuntos que tenemos aplazados.
Mi compadre Rodrigo se había sentado a mi lado y mordía con desgana una galleta seca de maíz.
—Te digo en verdad, Rodrigo, que estoy cansada de tus mofas en todo lo que se refiere a Alonso.
Él alzó los ojos al cielo y siguió masticando.
—Sólo deseo conocer qué vamos a poner en ejecución cuando acabe la cuarentena —dijo después de tragar su bocado—. ¿Te has determinado a aceptar la oferta del virrey? No te decidiste la otra noche. Y me preocupa que, con Alonso despierto, tus inquietudes se reduzcan a procurarle tiernos cuidados sin recordar el juramento que le hiciste a tu señor padre.
—Eso no se me olvida —exclamé con una voz tan fría que habría hecho nevar en aquel vergel si hubiera estado lloviendo.
—Pues dime qué tienes en la cabeza.
Para decir verdad, nada. No tenía nada en la cabeza salvo la recuperación de Alonso. La propuesta del virrey de la Nueva España me había dejado tan pasmada que no había sabido qué responder. El problema principal era esa petición de matar al tal don Miguel López de Pinedo pues matar a los Curvo, costándome como me costaba, tenía su cabal justificación, mas ¿qué razón había para que empuñara mi espada contra un hombre al que no conocía? Nada se me daba a mí de que fuera un traidor a la Corona. Que allá se las compusiera la maldita Corona con sus propios aprietos. Matar a Arias sí que me era dado obrarlo, lo mismo que matar al loco Lope. ¿Encontrar un misterioso tesoro del grande conquistador don Hernán Cortés? ¿Qué motivos podía tener alguien tan acaudalada como yo para meterse en semejante brete y, por más, sin que nada fuera para mí? Y lo de obtener el perdón real, limpiar el nombre de mi señor padre, recobrar mis posesiones y alcanzar un título nobiliario, siendo todas propuestas excelentes (menos la última, que no me interesaba), no me parecían bastante si, a trueco, tenía que quitar una vida que en nada me había dañado o perjudicado. Sin duda el tal don Miguel debía de ser un pájaro de cuidado mas yo no iba matando porque sí a todas las malas personas del reino.
—No deseo matar al suegro de Arias Curvo. Él no me ha perjudicado en nada —dije.
—Yo lo haré —repuso Rodrigo sin alteración.
Me volteé rauda hacia él y, al hacerlo, divisé a fray Alfonso saliendo precipitadamente de su choza.
—¿Qué has dicho? —le pregunté a mi compadre.
—He dicho que a ése lo mataré yo —afirmó con tranquilidad—. ¿No añoras tornar a la vida serena y libre de antes? Cuando mareaba con tu señor padre, el viejo maestre, mercadeando al menudeo por toda la costa de Tierra Firme, era dueño de mi proceder, de mis circunstancias y del uso de mi espada. ¿Recuerdas cuando nadie nos perseguía, nos robaba o nos atacaba? Me hago mayor, compadre.
—Y muy rico también —señalé.
—Sí, eso también —admitió, orgulloso—. Mas no consigo apartar de mi cabeza de un tiempo a esta parte a la hermosa Melchora de los Reyes, la viuda de Rio de la Hacha con la que andaba en relaciones.
—¿No estabas a punto de contraer nupcias con ella? —pregunté frunciendo el ceño para avivar los recuerdos.
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—A punto estaba, así es, mas aconteció el asalto de Jakob Lundch a Santa Marta y la detención de tu señor padre para llevarlo a España, a penar en galeras, y todo quedó en nada. Mas, como te digo, pienso mucho en esa mujer y en la vida que podría llevar con ella gozando de los grandes caudales de los que ahora dispongo.
A tal punto, fray Alfonso, que ya había cruzado la plazuela, entró en la choza que compartían el señor Juan y Juanillo. Aquello me sorprendió un tanto aunque no le di importancia. A no mucho tardar, Juanillo salió a toda prisa de allí con rostro enfadado y propinando manotazos al aire.
—¿Qué le ocurre a ése? —le pregunté a Rodrigo señalándole al muchacho.
Rodrigo le miró y, con desgana, dejó de mirarle.
—Que es mozo y tonto —repuso—. A su edad, es normal.
—Veo que tienes intención de seguir torturándole.
Rodrigo sonrió maliciosamente.
—Como la Inquisición a un hereje, sin tregua ni descanso.
—Pues ya es casi un hombre —repuse, sonriendo también.
—Por eso debemos parar, compadre —dijo cavilosamente—. Todos te somos fieles hasta la muerte y lo conoces bien. Los Juanes y yo hemos jurado ayudarte a cumplir tu venganza contra los Curvo, mas ¿qué vida nos aguarda a cada uno de nosotros cuando culmines lo que debes obrar? Siempre seremos proscritos y tengo para mí que el señor Juan desearía tornar a su casa de Cartagena para vivir allí su vejez tranquilamente, que Juanillo merece la oportunidad de establecerse con sus caudales y buscar a una doncella del palenque con la que matrimoniar y tener hijos, y que a mí me gustaría gozar de mis riquezas junto a Melchora sin temer que un piquete de soldados me saque de la cama por la viva fuerza y me mande a galeras como a tu señor padre.
Ambos permanecimos en silencio, mirando a los hombres discurrir por la plazuela.
—Así pues —dije, al fin—, me animas a aceptar el ofrecimiento del virrey.
—¿Qué me dices de ti? ¿Acaso no deseas matrimoniar con ese tonto de Alonsillo y tener hijos? ¡Si estás loca por él y se te ve a la legua!
¿Matrimoniar? ¿Tener hijos?... No habían ido tan lejos mis pensamientos. Madre, que nunca había querido contraer nupcias con mi señor padre, decía que el matrimonio era la esclavitud para las mujeres pues, desde el momento en que una se convertía en casada, perdía totalmente su libertad, su voluntad y sus bienes y caudales, pues todo pasaba al gobierno y propiedad del marido, al cual, con la ley en la mano, le era dado poner en ejecución lo que le viniera en gana. Por eso yo nunca había considerado cambiar de estado y, aunque a mí me habían casado por poderes con un descabezado de Margarita cuando era niña,
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como viuda del descabezado al que nunca llegué a conocer gozaba de absoluta libertad legal para administrar, gobernar y cuidar de mi hacienda sin tener que rendir cuentas a nadie. Y, en cuanto a los hijos, tampoco me sentía dotada de esa necesidad de ser madre que decían que era propia de todas las mujeres. Había demasiada muerte en torno a la preñez, pues eran tantas las dueñas que fallecían horriblemente de parto o sobreparto que abundaban los hombres enviudados dos, tres o más veces.
—¡Puede que esté loca por él! —admití sulfurada—. ¡Mas no deseo ni matrimoniar ni morir pariendo un hijo!
Rodrigo me observó a hurtadillas con mal gesto.
—A veces tienes más de Martín que de Catalina. ¿Cómo es posible que una dueña no desee esas cosas?
—¡Pues ya lo ves! ¡No todas somos sumisas ni estamos dispuestas a morir por procurar herederos a un marido!
—Deberías leer más libros de caballerías —sentenció—. Te sería dado aprender mucho de las delicadas y hermosas damas que en ellos aparecen.
—No eches al olvido que soy Catalina Solís y, legalmente, también Martín Nevares. Tengo cartas de legitimidad de los dos. Soy libre para obrar lo que quiera. Me es dado ser dama o caballero andante.
Rodrigo suspiró.
—Pues bien, don Martín, si tal es tu deseo, limpia el nombre de tus dos personalidades para que, en verdad, te sea dado gozar de esa libertad de la que hablas. Acaba con los Curvo y, por más, obtén el perdón real, que yo me encargaré, sin remordimientos, de ese bellaconazo de don Miguel López de Pinedo.
Eso me liberaba de una muy grande y pesada carga, del único impedimento que tenía para determinarme. Puse la mira, a tal punto, de nuevo en fray Alfonso, que salía muy ufano de la choza del señor Juan. Él también nos vio y, con una mano, nos hizo un gesto de saludo muy galano y pulido. Su sonrisa era satisfecha y orgullosa, de buen deber cumplido.
—¿Habrá confesado al señor Juan? —pregunté, sorprendida.
—¡Ese mercader precisaría de un día entero para limpiar su alma! —se chanceó Rodrigo—. Ya nos enteraremos de lo que traman esos dos. No te inquietes.
—Muy bien —dije con firmeza tras un breve silencio—, acepto la oferta del virrey. Compadre, salvemos a la Nueva España.
—A mí no se me da nada de eso, mas sí me importa dejar de ser un proscrito.
—Pues se impone, a la sazón, parlamentar de nuevo con los cinco nobles sevillanos.
—Lo tenía en el pico de la lengua, compadre.
—¿Resultaría provechoso mostrarle al Nacom Nachancán el mapa de don Hernán Cortés? —pregunté entretanto me ponía en pie y me sacudía los calzones.
—No me parece que los yucatanenses hablen y escriban la misma lengua que los mexicanos —respondió, obrando lo mismo.
Una llamada a voces del señor Juan quebró nuestras intenciones de visitar a los nobles.
—¡Muchacho, eh, muchacho! —clamaba el viejo mercader allegándose con premura hacia nosotros.
—Tengo para mí —me susurró Rodrigo— que vamos a conocer la razón de las misteriosas componendas del fraile con éste.
—¿Qué desea vuestra merced? —le pregunté al señor Juan que resoplaba ante mí como un caballo.
Él me miró hondamente y, limpiándose con el brazo el sudor del rostro, me señaló el suelo indicándome que me sentara.
—Martín, hijo, debemos hablar.
—¿Ha de ser ahora, señor Juan? Rodrigo y yo íbamos a interrogar a los nobles sevillanos.
—Bueno, hijo —jadeó grandemente enfadado—, si a tu parecer una proposición de matrimonio no es razón suficiente para hablar ahora, que sea cuando tú quieras.
Como yo, figurándomelo todo, comencé a temblar de la cabeza a los pies de manera que apenas podía sostenerme, Rodrigo me sujetó por los hombros.
—¿Una proposición de matrimonio? —mugió mi compadre hecho un toro bravo—. ¿De quién, del fraile?
El señor Juan le miró con gravedad.
—La joven Catalina no tiene ningún pariente a quien un padre, en justo derecho, pueda demandar por legítima esposa para su propio hijo. Fray Alfonso, apurado por los deseos del doliente Alonso, ha considerado que yo era, como compadre y hermano de Esteban Nevares, a quien debía dirigir su demanda y yo le he agradecido la voluntad que así mostraba de honrarme. Y, ahora, muchacho, ¿deseas escucharme o prefieres hablar con los sevillanos?
¿El padre de Alonso había pedido mi mano para su hijo? ¿Alonso deseaba matrimoniar conmigo aunque fuera tuerta y vistiera ropas de hombre?
—¡Ese maldito fraile quiere que el pícaro de su hijo se convierta en noble cuando Martín salve a la Nueva España! —gritó Rodrigo—. ¡Es un miserable y un fullero! Dígale vuestra merced que Martín no desea matrimoniar con nadie y que él y sus hijos no van a medrar a costa de nuestro maestre.
—¡Cómo van a medrar si ya son ricos! —protestó el mercader poniendo los brazos en jarras.
A mí, toda aquella discusión me llegaba lejanamente al entendimiento pues toda yo estaba puesta en un único punto: que Alonso me quería como yo le quería a él, que había apremiado a su padre para que me demandara por su legítima esposa nada más despertar del luengo sueño en el que había quedado postrado por las brutales palizas del loco Lope y que deseaba estar conmigo para siempre en calidad de esposo.
—¡El amor de los mozos lo conocemos bien! —seguía gritando Rodrigo sin soltarme—. ¡Ese amor, por la mayor parte, no es sino apetito y sólo busca el deleite y, en alcanzándolo, se acaba! ¡Decidle al fraile que le busque a su hijo una moza distraída de alguna mancebía!
—¡Que quiere matrimoniar! ¿Hablo o no hablo un buen castellano?
—¡Pues Martín no quiere matrimoniar! ¡Ni matrimoniar ni tener hijos, que me lo acaba de decir!
—¡Que me lo diga él y yo se lo comunicaré al fraile! —objetó el mercader plantándose frente a mí—. ¿Deseas o no matrimoniar con Alonso?
Mis principios eran muy claros mas, de cierto, mi voluntad también. Al punto, la idea de estar siempre con Alonso se me hacía dulce y tentadora y, por alguna razón, no sentía ningún temor de que Alonso me redujera, me quitara mi libertad y se apropiara de mi hacienda pues él no sólo no era así sino que, por más, conocía bien que yo era maestra en el arte de la espada, algo que no todas las esposas podían utilizar en su defensa.