La muchacha me compuso el pelo lo mejor que supo y pudo (que no era mucho) mas, cuando me contemplé en el espejuelo, me admiré de largo al ver a una dueña en verdad hermosa y aderezada con discreción. Solté una exclamación de sorpresa.
—Lucís muy bella, doña Catalina —afirmó Zihil con una grande sonrisa—. El señor Alonso quedará prendado y aún más enamorado cuando os vea.
Yo también sonreía de tanta felicidad como sentía.
—¡Eso espero! —dije.
Luego, y sin que Zihil me permitiera salir del rancho ni para ver el cielo, trajo el desayuno y ambas lo tomamos juntas sin parar de reír y bromear. A no dudar, mis dos madres me habían procurado a aquella dulce muchacha para que me hiciera compañía en el día de mi boda.
No bien hube tragado el último bocado y como si lo hubieran estado esperando, un vozarrón grueso y áspero tronó desde el exterior de mi rancho.
—¿Aún no está lista la novia? —preguntó Rodrigo aparentando un grande enfado.
—¡Lo está, señor, lo está! —exclamó Zihil y, presurosa, se dirigió a la manta que cubría la entrada y la apartó—. Podéis comprobarlo por vuestro mismo ser, señor Rodrigo.
Engalanados como gañanes en domingo, todos mis hombres me aguardaban como si fueran una escolta real. De dónde habían sacado calzones limpios y camisas blancas, sin manchas ni agujeros, era un asunto que no lograba comprender. Luego conocí que se habían pasado la noche lavando ropa en el manantial y remendando los rasgones. El señor Juan, como padre mío que era aquel día, se me allegó y me dio un beso en la frente.
—Me cuesta un grande esfuerzo —murmuró emocionado— ver a mi muchacho y a mi maestre en esta hermosa dueña en la que te has convertido.
—Siempre soy esta dueña, señor Juan —le expliqué—, aunque vestida de hombre por mejor ejecutar mis oficios.
—Pues vamos, que hay un novio impaciente aguardando en la plazuela, un fraile con muchos humos por ejercer de oficiante en el desposorio de su hijo y una tripulación a punto de estallar de curiosidad pues nunca te han conocido vestida de mujer.
Me ofreció su brazo y yo, más avergonzada que nerviosa, puse el mío encima. Rodrigo, Juanillo y Francisco se colocaron en derredor mío y juntos avanzamos hacia el centro de la plaza, donde se arremolinaban los hombres de la tripulación. Todo aquello tenía mucho de teatro, de comedia popular y, al punto, sentí que, en verdad, me sobraba aquel disfraz de novia y que sólo precisaba de Alonso. De haber podido, habría echado a correr con él lejos de aquel lugar.
Al vernos llegar, los hombres de la tripulación se separaron abriéndonos paso, todos muy admirados por mi aspecto, y allí, al fondo, sentado en una silla salida de no se sabe dónde, Alonso me aguardaba galanamente ataviado con unas finas ropas —coleto incluido— salidas de tampoco se sabía dónde. En los dos días transcurridos desde el acuerdo de esponsales, los pobladores de Villa Gallarda habían estado muy ocupados sin que yo me apercibiera de nada.
Alonso, que hablaba distraídamente con sus hermanos, al verme del brazo del señor Juan enmudeció al punto, quedó absorto, arrobado y, sin dejar de mirarme, dibujó despaciosamente la más gentil sonrisa que yo había visto en mi vida. Casi doy un traspié. Cuán maravillosa ocasión y coyuntura se me ofrecía de tornar a verlo en nuestra propia boda. El señor Juan me dejó a su lado y se colocó a mi diestra. No me atrevía a inclinarme hacia Alonso para no destacar más el hecho de que él estaba sentado por no sostenerse en pie (y porque ya estábamos ejecutando suficiente teatro para aquel público ansioso de chismorreos y al que yo hubiera eliminado de la faz de la tierra de haber estado en mi mano obrar prodigios). Sin hablar, sólo mirándonos, conocí que él estaba tan espantado como yo por todo aquello y, al tiempo, tan feliz como yo por nuestra boda. Si a mí me había sorprendido que me solicitara en matrimonio a pesar de mi condición y deformidad, quizá también para él había sido una sorpresa que yo aceptara sin pensármelo dos veces. Y, ahora, allí estábamos, a punto de desposarnos, rodeados por una caterva de brutos y hombres de la mar que no habían disfrutado de una buena distracción en mucho tiempo.
Y, entonces, saliendo de su choza, apareció fray Alfonso, con la capilla calada y una biblia en las manos. Se allegó hasta donde estábamos Alonso y yo y, echándose hacia atrás la capilla, nos tomó a los dos por la mano para poner en ejecución lo que en tal acto se requería.
—¿Queréis, señor Alonso Méndez, a doña Catalina Solís, que está presente, por vuestra legítima esposa como lo manda la Santa Madre Iglesia?
—Sí, quiero —dijo con voz firme y alta, sin detenerse ni un instante.
—Y vuestra merced, doña Catalina Solís, ¿queréis al señor Alonso Méndez, que está presente, por vuestro legítimo esposo como lo manda la Santa Madre Iglesia?
—Sí, quiero.
Y, así, sin anillos ni más ceremonias, quedamos en indisoluble nudo ligados. Alonso, con ayuda de sus hermanos, logró ponerse en pie e intentó llegar hasta mí para darme el primer abrazo como esposo, mas no fue posible. El esfuerzo de la boda había agotado sus escasos y pobres bríos. Con todo, incluso postrado entre los brazos de sus hermanos, no dejó de sonreír. Se escapó una exclamación del pecho de los hombres y algunos tuvieron por cierto que me había quedado viuda (otra vez), mas yo me hallaba tranquila, conocía que Alonso estaba bien y que iba a recobrarse y conocía también, con misteriosa certeza, que íbamos a tener una luenga vida juntos. Y, por más, ahora que estábamos casados, Alonso se iba a recuperar con mayor presteza pues no serían sus hermanos ni su padre los que se encargarían de él sino yo y yo le quería tanto que mi amor le devolvería pronto la salud y las fuerzas.
Los hombres sacaron las parihuelas del rancho de su padre y lo tumbaron en ellas. Cornelius Granmont, que le había tenido a la mira toda la mañana, ordenó que lo llevaran a mi rancho pues ahora era mi esposo y debía vivir en mi casa. Por fortuna, mi rancho era amplio.
—Necesitarás otro jergón —murmuró Rodrigo viendo el mío, tan estrecho.
—Ocúpate de tus asuntos —le dije—. Vete a festejar la boda con los hombres.
—¿Sin los novios? —se extrañó.
—Podemos esperar, muchacha —propuso el señor Juan.
—No hay a qué esperar —murmuró el pálido Alonso—. Presto me recobraré y mi esposa y yo saldremos juntos para unirnos a la fiesta.
Le miré con orgullo y alegría y supe que sanaría en un paternóster.
—Quiero que los hombres se diviertan el día de nuestra boda —afirmé yo—, de cuenta que id con ellos y divertíos.
—Yo debería quedarme, maestre —dijo Cornelius, con grande preocupación en el rostro.
—Y yo también —añadió, solícito, Francisco.
—Y yo —refunfuñó el pequeño Telmo tratando de abrirse paso entre Rodrigo y el señor Juan para allegarse hasta su hermano.
Miré a Alonso, por ver qué le parecía a él, y él me miró a mí por la misma razón. Ambos estábamos conformes.
—Os lo agradezco mucho —dijo Alonso con voz débil desde el jergón—, mas es mi deseo estar a solas con mi esposa y no debéis preocuparos porque me hallo bien y no he menester nada que ella no pueda proporcionarme.
Oí una perversa carraspera de Rodrigo, como si se le hubiera quedado atravesada en la garganta una de esas frases suyas tan delicadas y oportunas.
—¡Yo soy tu hermano! —se enfadó Telmo.
—¡Y yo tu padre, Telmo, y te mando que salgas ahora mismo! —le ordenó fray Alfonso desde el exterior.
Uno a uno fueron abandonando el rancho. El inquieto Cornelius, antes de salir, me llevó a un aparte.
—Doña Catalina —murmuró con muchos aspavientos y tartamudeos, componiendo y aderezando los lazos verdes de su barba como hacía cuando estaba nervioso—, no deberíais... No sería conveniente que... Considerad que habrá tiempo de sobra para...
Me eché a reír muy de gana y le calmé poniéndole una mano en el hombro.
—Gracias, Cornelius, mas soy hija de madre de mancebía y he vivido muchos años con mozas distraídas. Sé que aún no es tiempo para mi señor esposo de satisfacer los apetitos del amor.
Resopló aliviado y salió con los demás. Fuera, en la plazuela, estaban comenzando a preparar hogueras para asar las carnes y, animados por dos toneles de vino allí dispuestos, algunos hombres ya bailaban con la música de instrumentos que yo no conocía que llevábamos a bordo de la
Gallarda
. Estaba bien que así fuese, me dije volviéndome hacia mi señor esposo, pues yo era grandemente feliz teniéndole a él conmigo. Que los demás lo fueran también. Ambos nos quedamos mirándonos, mudos y sonrientes, y, al punto, dejé de escuchar la música y la algarabía. Todo lo olvidé y todo desapareció en derredor de nuestro rancho. Por primera vez en los años de mi vida, sentí que no me faltaba nada, que lo tenía todo, que me hallaba completa y, lo más extraño, que era dichosa, absolutamente dichosa, y toda mi dicha partía de aquel hombre bueno y gallardo que yacía en mi jergón y que me tendía la mano.
—Así que pasabas algunas noches a mi lado cuando me hallaba sin sentido —dijo sonriente.
—¿Quién te ha mentido? —repuse, allegándome y cruzando mis dedos con los suyos. Hube de contener y disimular un calor súbito, unos pulsos veloces y recios por todo el cuerpo y una caprichosa desazón en las entrañas. Él no logró ocultarlo tan bien como yo—. Alonso, no debes...
—Lo conozco —admitió con tristeza—, mas, a no mucho tardar, estaré bien y...
—No deseo separarme de ti ni un instante —le advertí—, de cuenta que aleja de tu entendimiento cualquier pensamiento que te provoque grande alteración o tendré que irme y dejarte con tu padre y tus hermanos.
—¡Maldición! —exclamó enfadándose—. ¡He menester de mi cuerpo y de mis fuerzas y soy tan débil como una doncella!
—Aquí la única doncella que hay soy yo, mi señor esposo. Te ruego, pues, que te recuperes y, si no obedeces en todo lo que te mande, te devolveré, como te he dicho, al rancho de tu padre.
—No, no te es dado devolverme porque ahora soy tu marido.
—¿Quieres verlo? —repuse, desafiante, alzando la mano hacia la manta que cubría la entrada.
Alonso tornó a sonreír.
—Olvidaba que me he desposado con el famoso bandido Martín Ojo de Plata.
Yo fruncí el ceño.
—¿También te han chismorreado eso?
—Desque desperté he tenido muchas visitas. Mas no te enfades, mujer, que hoy es el día de nuestros esponsales —dijo tendiéndome de nuevo la mano. Al punto conocí que, si se la tomaba, tornaría para ambos el grande peligro y la alteración de un deseo mal sujetado. ¡Qué bellos ojos, qué gentil cuerpo aquel que yo no podía tocar ni acariciar! Sentí que una lágrima rodaba por mi rostro.
—No estoy enfadada, mi dulce amor —le dije, admirada por mi osadía—, sólo estoy triste y la razón de esta tristeza es que tu salud se halla tan quebrantada que no me es dado tomar esa mano que me tiendes por el grande deseo que ambos sentimos de ir más allá.
—Si la tomases, ¿qué sería lo peor que me podría acontecer? —preguntó, retador.
—Que te viniese tan grande alteración que perdieses el sentido y tornases a estar como estabas mas sin posibilidad ya de despertar. Tu cuerpo ha sufrido mucho, Alonso. Nos hemos desposado conociendo que tú debes restablecerte antes de consumar nuestro matrimonio.
—Pues bien, elaboremos una poción como las que preparaba la buena Damiana —dijo taimadamente—, una que nos permita, a lo menos, tomarnos de las manos sin que yo desee seguir y yogar contigo.
—Has perdido el juicio —afirmé.
—Te hablaré de los días que Rodrigo y yo pasamos en poder de ese hideputa del loco Lope, te referiré todo cuanto me hizo y lo que me dijo y, así, me será dado acariciar tu mano sin quebrantar mi salud. ¿Qué me dices?
Le hubiera dicho que le amaba, que le deseaba y que no tenía en voluntad escuchar nada sobre el maldito retoño de los Curvo y mucho menos sobre el daño que le había causado a él. Por más, ya lo conocía, pues Rodrigo nos lo había referido tras el rescate.
—Digo que te doy una semana para que te pongas bien. Ni un solo día más o me moriré y te quedarás viudo. Aunque, discurriéndolo mejor, si en una semana no estás corriendo por la selva y levantando pesados fardajes con una mano, te mataré yo a ti y me quedaré viuda otra vez, que siempre será mejor.
Reímos y, sentándome a su lado en el jergón, nos tomamos de las manos. Todo aconteció de la misma y cabal manera en que antes nos había acometido el deseo con ardor y brío mas, a la sazón, Alonso principió a narrar los pormenores de la tortura a la que le había sometido el loco Lope y la pasión se nos distrajo y se aquietó, permitiéndonos de este modo acariciarnos las manos si no con ansia, a lo menos, con amor pues, oyéndole, conocí que precisaba en verdad hablar conmigo de todo aquello, sacarlo de su memoria para alcanzar a borrarlo. De haber acontecido al contrario, de haber sido yo quien hubiera sufrido tanto dolor y maldad en manos del loco, sólo me hubiera sido dado arrancar de mí todo aquello refiriéndoselo a Alonso pues nadie más habría podido ofrecerme el consuelo preciso para tales horribles heridas del ánima. Y así fue como me apercibí de que, desde aquel punto, él y yo éramos algo más que él y yo, algo más que Alonso y Catalina, como si juntos formásemos una única vida que se precisara completa para proseguir. Y así, hablando quedamente y muy cerca el uno del otro, nos hallaron los feriantes del banquete cuando irrumpieron con grande escándalo en el rancho para estorbar lo que conocían que no podía acontecer. Mas ¿qué se les daba a ellos de nuestra obligada castidad? Casi todos, Rodrigo incluido, se hallaban bastante achispados.
—¡A comer, a comer! —gritaba un alegre señor Juan con el rostro encarnado y la nariz como un ascua.
—¡Afuera con los novios! —vociferó fray Alfonso, menos fraile y más parroquiano de taberna que nunca.
—¡Se acabaron los melindres y las necedades de enamorados! —farfulló Rodrigo con lengua torpe levantándome por los aires y llevándome hasta los espetones donde giraban, apetitosos y bien asados, liebres, cerdos, venados y conejos. Nunca habría osado alzarme así (como si en lugar de una mujer fuera una niña) de no andar yo disfrazada de dueña pues, de llevar mis ropas de Martín, ni se le hubiera pasado por el entendimiento.
La música se tornó más animada. Entretanto colocaban a Alonso a mi lado, en la misma silla de la boda, y todos principiábamos a comer aquellas sabrosas carnes sentados en el suelo, a la redonda de los espetones, los músicos, incitados por el vino, entonaron graciosos madrigales, seguidillas, villancicos, fandanguillos y romances.