Read La conspiración del Vaticano Online
Authors: Kai Meyer
Este pensamiento desapareció, no obstante, en cuanto Landini se volvió hacia él.
—¿Y quién es usted? —preguntó con frialdad.
—Mi prometido —aseguró Coralina con presteza antes de que Júpiter pudiera decir nada que Landini pudiera utilizar en su contra—. ¿Puedo entrar ya en la iglesia?
Landini apartó sus prístinos ojos azules de Júpiter con cierta reticencia e hizo aparecer de nuevo su deliciosa sonrisa.
—Discúlpeme —dijo a Coralina—, pero no se me permite dejarla pasar. Tengo órdenes expresas de no permitir el paso a nadie.
—¿Ordenes de quién? ¿Del cardenal Von Thaden?
Landini hizo un movimiento brusco con los hombros. Sonriendo, por supuesto.
—No se me permite hablar, ya lo sabe usted. Solo he venido hasta aquí para agradecerle su empeño y su honradez.
Júpiter buscó en vano algún atisbo de sorna o de malicia en el rostro del joven religioso, pero nada, no halló ningún indicio que confirmara su sospecha de que Landini sabía más de lo que daba a entender.
—Pues como agradecimiento podían haber mostrado algo más de confianza —replicó Coralina con sequedad, pero no tan abiertamente hostil como se había comportado durante su conversación con el guarda. Se esforzó mucho por mantenerse imparcial.
Landini pasó por alto la apreciación de Coralina.
—Usted hizo constar todos los detalles de su descubrimiento ayer por la tarde, ¿no es verdad?
—Así es. Y ahora me encantaría volver a mi lugar de trabajo.
Landini agitó la cabeza y se esforzó visiblemente por mostrarse compungido.
—Me temo que no es tan fácil. Como ya le he comentado no le puedo permitir la entrada.
—¡Pero yo trabajo allí!
—Ya no.
—¿Me está echando a la calle?
Landini parpadeó varias veces, como si la rabia le cegara como una llama blanca.
—No lo interprete de forma incorrecta, se lo ruego.
—¡Me acaba de despedir! ¿Qué puedo malinterpretar?
Volvió a sonreír, esta vez con más cautela.
—Hemos interrumpido todas las labores que se estaban realizando en la iglesia. Por el momento no se seguirá adelante con la restauración. Eso es todo lo que le puedo decir.
Coralina estaba a punto de estallar de nuevo, pero Júpiter se dio cuenta de que era el mejor momento para entrar en acción. Colocó la mano tiernamente sobre su hombro.
—Venga, será mejor que nos vayamos. El
signore
Landini —dijo, utilizando deliberadamente el tratamiento seglar— no nos puede decir más —y añadió mirando al religioso y luciendo la más encantadora de sus sonrisas—, ¿verdad?
—En efecto —Landini asintió con resolución—. Como ya he dicho, lo siento muchísimo.
Coralina tomó aire, lo expulsó en un sonoro bufido y echó a andar calle abajo con pasos enérgicos. Júpiter corrió tras ella sin volverse en ningún momento. Tenía la sensación de que el sacerdote les contemplaba mientras se marchaban.
—Eso de que me dejes atrás se está convirtiendo en una mala costumbre —protestó cuando logró alcanzarla.
—¡Ese hijo de puta!
Él la sujetó firmemente y la agitó de forma un tanto brusca, aunque poco a poco fue rebajando la intensidad.
—Escúchame —dijo con voz agria—, o renuncias en un futuro a poner en nuestra contra a medio Vaticano, o me vuelvo a mi casa en el próximo avión.
—¿Y dónde se supone que está esa casa tuya? —respondió la joven sin levantar la vista—. ¿En tu apartamento desierto?
Entonces ella se marchó y le dejó atrás por tercera vez en apenas unos minutos.
De camino a la casa del enano había un quiosco, uno de esos puestos de madera llenos a rebosar de periódicos, revistas multicolores y comics que proliferan en cada esquina de Roma. Júpiter había llegado ya a la conclusión en visitas anteriores a la ciudad, de que en ningún otro lugar del mundo adquiría el hecho de comprar el periódico un carácter tan peculiar como allí, rayando en el ritual. En cualquier otra ciudad se adquiere el ejemplar de la mañana de forma silenciosa, quizá con un eventual saludo o un agradecimiento por el cambio en el pago, pero uno no comenta su opinión sobre los titulares, a nadie se le ocurre la idea de discutir de alta política con el quiosquero.
En Roma, no obstante, la situación era diferente. Prácticamente no existía vendedor alguno que no diera su punto de vista sobre los sucesos del día, siempre dispuesto para una pequeña conversación, ya fuera amistosa, nerviosa, escandalizada o directamente colérica. No tardarían en aparecer gestos y maldiciones, y a menudo acabarían implicados tanto compradores como transeúntes, hasta comprometer la circulación de la vía.
Júpiter cambió de acera tan pronto como vio que el semáforo cambiaba de color. Estaba solo. Coralina se había marchado a casa para hacer una impresión de la llave de la decimoséptima plancha. Le había rondado la cabeza la idea de llevar a hacer una copia tridimensional a un orfebre, diciendo: «Quién sabe, podría estar bien», a lo que Júpiter no había replicado nada. También le pareció bien que ella no quisiera acompañarle a ver a Babio.
Un coche de policía se encontraba aparcado a cierta distancia. Dos jóvenes agentes permanecían sentados sobre el capó, sosteniendo sus metralletas y observando atentamente lo que ocurría a su alrededor, como si esperaran que en cualquier instante se produjera la violenta resurrección de las Brigadas Rojas, surgiendo entre balas del torrente del río. Era la misma imagen que presentaban por toda Roma, para los nativos, una parte habitual de la vida en la ciudad; para los extranjeros, un motivo de irritación e inseguridad.
La casa del enano era grande, si bien el exterior apenas daba indicios de las riquezas de su poseedor. Tan solo el enrejado de las ventanas inferiores, así como la cámara de seguridad en la parte superior del portón de entrada y el moderno portero automático, daban una ligera pista de los tesoros que albergaban en su interior.
Amedeo Babio era rico y con razón. A Júpiter le constaba que el enano peritaba por mayor valor que la mayoría de los marchantes de arte con los que había tratado en los últimos años. Solo esperaba que la campaña de calumnias y difamaciones que Miwa había llevado a cabo no hubiera dado sus frutos allí. Siempre había sido una mujer escrupulosa en todo lo que se hacía, y había pocas labores que se hubiera tomado más en serio que la de desmantelar por completo su existencia.
Estaba justo debajo del portón de entrada cuando del contestador de la pared surgió una voz tan distorsionada que no permitía determinar con seguridad si se trataba del enano o no.
—¿Qué altura tiene usted?
Júpiter volvió la vista al objetivo de la cámara de vigilancia.
—Vamos, Babio. Me conoces.
—¿Qué altura tiene usted? —repitió la voz.
—Un metro ochenta y nueve —suspiró Júpiter.
—¿Qué edad tiene usted?
—Babio, por favor.
—¿Qué edad tiene usted?
—Treinta y cinco —gruñó, sin estar muy seguro de si echarse a reír o no—. Y calzo un...
—¿Cómo se llama usted? —le interrumpió la voz.
—Júpiter.
La voz guardó silencio durante un momento. Después, tras un instante de duda, dijo:
—Es interesante. El principal de los antiguos dioses trae la caída del nuevo.
Júpiter recordó que el humor del enano podía ser un tanto peculiar.
—¿Un intercomunicador a modo de oráculo? ¿Dónde están las sacerdotisas desnudas?
El dispositivo eléctrico que abría la puerta se activó con un ruido sordo. Júpiter empujó el portón: era pesado y vibraba, pero no emitía ningún ruido.
Atravesó un portón de techo abovedado. Los lados del camino estaban flanqueados por altas estatuas, cuerpos perfectos como reproducciones en piedra de las fantasías de Leni Riefenstahl. Júpiter sintió la puerta cerrarse a sus espaldas.
Prosiguió lentamente su avance, atravesó una batería completa de detectores de movimiento y, de pronto, se encontró rodeado de una cegadora luz artificial. El resplandor inundaba el túnel de entrada, hacía resaltar el acabado de las estatuas y dotaba a la pequeña figura que aguardaba al final del pasillo de una sombra gigantesca. Amedeo Babio siempre había sido un maestro de las presentaciones teatrales.
—Quisiera ser tan alto como la luna... —canturreó el enano, para seguidamente estallar en risitas infantiles y desaparecer por una puerta abierta tras él.
Júpiter sacudió la cabeza con resignación y le siguió apresuradamente. Babio no estaba loco, pero por alguna razón solía buscar que la gente se llevara una cierta impresión de demencia por su parte. Una excentricidad, o tal vez una peculiar táctica, quizá demasiado estrambótica como para ser comprensible.
El investigador recorrió el magnífico vestíbulo y subió por unas escaleras tras la estela del dueño de la casa. Entró en una sala que habría honrado a cualquier museo nacional: sobre pedestales y tarimas se alzaba un laberinto de estatuas de las que Babio le gustaba asegurar que se trataban de meras copias, si bien Júpiter albergaba la sospecha de que en aquella vivienda se guardaban más piezas auténticas de arte antiguo que en los venerables edificios oficiales de la ciudad.
El plano frontal de la sala estaba ocupado por una figura poderosa, con sus cinco metros de altura de piedra blanca esculpida. Sus rasgos lucían la perfección de un dios griego. Sus ojos ciegos, globos oculares carentes de pupila, miraban a Júpiter. Una hendidura dentada recorría el rostro desde la frente, a lo largo de la nariz hasta el labio superior.
Ante él estaba Babio, vestido con un traje blanco de cachemir y encendiéndose un cigarrillo con un diminuto encendedor que albergaba ascuas incandescentes.
—Júpiter, amigo mío —dijo entre bocanadas—, bienvenido al Refugio de Alberich.
Babio había mantenido desde siempre un particular afecto por la mitología nórdica, por lo que su identificación con el enano Alberich, el guardián del tesoro de los nibelungos, era sencilla. Hablaba alemán, danés, sueco y un poco de islandés. Llevaba un par de años publicando regularmente traducciones del alemán medieval al italiano en editoriales especializadas de reconocido prestigio.
Júpiter le estrechó la mano pero no pudo evitar sorprenderse de lo diminuto que era Babio. De estatura reducida incluso para un liliputiense, apenas alcanzaba un metro de altura. El que hubiera llegado a los cincuenta años era, a los ojos de su médico, todo un milagro. Babio tenía el pelo gris y una amplia barba blanca recortada con esmero. Su cabeza era desproporcionadamente grande en consonancia con el resto de su cuerpo, pero Babio bromeaba con el tema diciendo que ese tamaño simplemente se correspondía con la medida de su genialidad. En una ocasión llegó a decirle a Júpiter: «Si yo fuera tan grande como tú, tendría un cráneo como el de los Dióscuros del capitolio». Júpiter había recordado entonces que, durante siglos, todo un ejército de restauradores se había preocupado de que las testas de piedra de aquellas estatuas no se cayeran por su propio peso. «Demasiado grandes, demasiado pesadas. Un ejemplo típico de megalomanía».
Babio disipó una nube de humo y apoyó la espalda contra el mentón del titán:
—¿Desde cuándo llevas en Roma?
—Desde ayer.
—Imagino que te hospedarás en casa de esa bruja.
Júpiter asintió.
—Nunca me has contado qué es lo que ocurrió entre la Shuvani y tú.
—¿Ocurrir? Nada —Babio mostró una fina sonrisa—. Por mi parte, enfermizo orgullo de enamorado. Por la suya... vamos a tomárnoslo como envidia.
—¿Orgullo de enamorado? —repitió Júpiter, incrédulo—. Tú estuviste...
—Perdidamente enamorado de ella, sí —concluyó Babio—, pero eso fue hace mucho tiempo. Era una mujer hermosa por aquel entonces.
La sola idea del diminuto Babio en los carnosos brazos de la Shuvani era tan grotesca, que Júpiter no fue capaz de pronunciar ni una palabra más sobre el tema.
—Ya sé lo que estás pensando —dijo Babio—. Pero créeme, no siempre ha tenido el aspecto que tiene hoy. Cuando llegó a Roma, era esbelta y preciosa, ya madura, pero atractiva en grado sumo.
A Júpiter le asaltaron de golpe media docena de repuestas sarcásticas que dar, pero se contuvo. Se sorprendió de que Babio, por una vez, le contara tanto de sí mismo. El pequeño marchante debería saber que la rimbombante puesta en escena anterior se vendría abajo como un castillo de naipes.
Carraspeó.
—¿Estabais... juntos?
—Oh, no, por supuesto que no —repuso Babio negando enérgicamente—. Ella tenía un amante que la embelesó y la hechizó durante años y antes de su... bueno, en realidad todo se resume en una cuestión de proporciones. El tipo debía de ser de clase alta, y no solo por su estatura, si entiendes lo que te quiero decir. Mi mundo es distinto al vuestro y la Shuvani lo sabe. Nunca se ha planteado una relación conmigo.
—¿Conoces a su nieta?
—¿La pequeña Coralina?
—Ya no es tan pequeña.
—La última vez que la vi, era una adolescente. Una joven adolescente. ¿Qué pasa con ella?
—Por lo que se ve, hace honor al antiguo yo de su abuela.
Babio se permitió un instante de soñadora retrospección antes de recuperar bruscamente el gesto serio y decir:
—No has venido aquí a hablar de mujeres. En realidad yo diría que debes estar más que harto de ellas.
Júpiter bufó, despectivo.
—¿Miwa ha estado aquí?
—Más de una vez, pero nunca la dejé entrar en casa.
—Por el amor de Dios, ¿eso por qué?
—Es demasiado pequeña.
—¿Demasiado pequeña?
—Por eso te he preguntado en la puerta tu altura. No dejo entrar en esta casa a nadie por debajo del metro setenta.
Júpiter sonrió esperanzado, aunque observó que Babio no perdonaba ningún gesto.
—¿Eso es lo que realmente piensas? —preguntó irritado.
—Por supuesto.
Quizá la locura del enano fuera algo más que un capricho repetido en ciclos irregulares.
—Yo ya soy bastante pequeño —continuó Babio mientras daba una nueva calada a su cigarrillo—. No quiero ponerme delante de un espejo. En lugar de eso, prefiero estar en compañía de hombres grandes como tú.
Su objetivo principal no era indagar sobre esta nueva rareza de Babio, sino soportarla de la misma manera que había soportado los auspicios de oráculo de la entrada. Además, podía darse por satisfecho de que Miwa no hubiera puesto a Babio de su parte.