Read La conspiración del Vaticano Online
Authors: Kai Meyer
—¡Ya lo tengo!
Coralina le miró sin comprender.
—¿Qué quieres decir?
—El fragmento... —dijo Júpiter, y volviéndose a la Shuvani preguntó—. ¿Tienes abajo algún libro sobre la cultura minoica de Creta?
—Cariño, no hay nada que yo no tenga aquí —y diciendo esto se encaminó a las escaleras y comenzó a bajar con gran esfuerzo por los estrechos escalones.
Segundos después, se oyó un fuerte golpe seguido de una sonora blasfemia.
Coralina dio un respingo, asustada, y exclamó: «¿Abuela?».
Júpiter la siguió hacia las escaleras. Cuando miraron por el hueco de los escalones, descubrieron a la Shuvani despatarrada en medio de una pila de libros caídos al suelo.
—Dios mío, abuela, ¿qué te ha pasado? —Coralina empezó a descender por los escalones, pero la Shuvani la detuvo con gesto imperativo.
—Está bien, está bien... Nada que una anciana no pueda soportar —señaló los libros con los que había tropezado—. Es la entrega del Cardenal Merenda. Debería estar en el Vaticano desde hace tiempo.
—¿El Vaticano os compra libros? —preguntó Júpiter asombrado.
—Alguna que otra vez —respondió Coralina—. El Cardenal Merenda es un cliente particularmente bueno. Desde que la Shuvani le proporcionó un tomo sustraído de la biblioteca vaticana hace más de doscientos años, nos encarga de vez en cuando que le busquemos ejemplares, como la partida de ahí abajo —señaló la base de la escalera, a cuyos pies la Shuvani seguía sentada en medio del caos de libros como un niño sobre una pila de hojas secas— que, de hecho, tendríamos que haber entregado ayer. Me ocuparé de ello mañana —gritó, dirigiéndose a su abuela.
—Estaría bien —repuso la Shuvani mientras se levantaba. En un segundo estaba de nuevo de pie y echaba a andar, algo renqueante y entre murmullos, hasta escapar del campo de visión de los otros dos.
—¿Deberíamos bajar? —preguntó Júpiter.
—Eso es cosa vuestra —respondió suavemente la Shuvani—. Puede que sea vieja, pero no una inválida.
Coralina y Júpiter intercambiaron una expresión divertida justo antes de devolver presurosos la plancha y el pedazo de arcilla a su lugar.
Júpiter pasó el dedo por el peculiar contorno de la llave, que con sus líneas delimitadas de forma precisa y exacta, contrastaba con los trazos gruesos y menos detallados del resto del calabozo. La llave era larga y tenía un paletón anguloso, lo que revelaba que la cerradura debía de ser muy antigua. Júpiter no recordaba haber visto en las restantes dieciséis impresiones ninguna imagen similar, ni siquiera nada que guardara algún parecido con una llave.
La Shuvani regresó con cuatro gruesos libros y se los tendió a Júpiter. Él hubiera preferido un tomo más moderno con fotos en su interior, pero sabía que la Shuvani no trabajaba con material tan actual. Lo que le ofreció en su lugar fueron los tomos del uno al cuatro de
The palace of Minos
, de Arthur Evans, una obra de referencia sobre la era minoica y sus conocidas muestras arquitectónicas, escrita entre 1921 y 1935. Júpiter hojeó inútilmente los dos primeros volúmenes hasta que, finalmente, encontró lo que buscaba en el tercero de ellos y posó el libro abierto frente a él en el suelo.
La página de la derecha mostraba dos dibujos de forma circular hechos con plumilla. Júpiter colocó el fragmento de cerámica sobre el lado izquierdo para poder comparar los motivos decorativos. El parecido saltaba a la vista.
—Phaistos disc
—leyó Coralina el pie de página en inglés. El significado de las palabras le asaltó de pronto—. ¡El disco de Festos! ¡Claro!
Júpiter y ella se sonrieron en silenciosa comprensión mientras la Shuvani miraba alternativamente a uno y a otro con evidente mal humor.
—¿Podría alguien explicarme qué desvarío es ese? —exigió, adusta.
Los dibujos a plumilla mostraban las dos caras de una placa redonda en cuya superficie anterior estaba grabado un laberinto con forma de espiral. Entre las líneas había tallados jeroglíficos muy similares a los del fragmento que habían descubierto. Sin embargo, tan pronto Júpiter colocó el pedazo sobre la página del libro, lo giró y lo dio la vuelta, quedó patente que solo resultaba idéntico al dibujo con un vistazo superficial.
Desilusionado, dejó el fragmento sobre el libro abierto.
—El disco se encontró en Creta a principios del siglo XX. Fue un grupo de arqueólogos italianos, que buscaba Festos —explicó a la Shuvani—, la principal potencia política de la isla después de Cnosos, y granero de la civilización minoica. El disco es la muestra conocida más antigua de texto impreso. Nadie sabe con exactitud su antigüedad, pero las estimaciones indican que podría ser de unos tres mil quinientos años, lo que significa que la humanidad descubrió la técnica de la impresión de caracteres más de tres mil años antes de que Gutenberg fabricara su primera imprenta.
La Shuvani señaló los dibujos del libro.
—¿Qué significan los jeroglíficos?
—Eso tampoco lo sabe nadie —añadió Coralina para ayudar a Júpiter—. Se han realizado innumerables intentos de decodificar los símbolos, más de cincuenta, que yo sepa. Unos dicen que se trata de un calendario; otros, de la memoria de un viaje; otros más, de la narración de una noche de amor con una princesa minoica —y concluyó con satisfacción—; incluso Erich Von Däniken
[1]
ha utilizado el disco para su teoría particular. Ya sabes, lo de siempre, los dioses de todo lo que existe y demás.
—No se sabe nada en absoluto del auténtico significado del disco —comentó Júpiter—. Según la dirección que toman las pequeñas figuras pintadas, se puede deducir que el sentido de la lectura es de fuera a dentro, desde la salida del laberinto a su centro, pero ese es el único hecho contrastado del que disponemos.
La Shuvani se inclinó sobre el libro, ojeó con gesto huraño las ilustraciones y se irguió de nuevo.
—¿Qué tamaño tiene eso?
Júpiter buscó en el texto de la izquierda el comentario correspondiente.
—Unos dieciséis centímetros de diámetro. ¿No tienes ningún libro que... en fin, que sea un poco más «contemporáneo»? Así podríamos averiguar dónde se encuentra el disco actualmente.
La Shuvani le dirigió una mirada sombría.
—Te puedo asegurar con gran orgullo que en mi tienda no existe ni un solo libro que lleve fotografías en color, amiguito.
—¿«Amiguito»? —rió Coralina—. Ten cuidado, Júpiter, conozco ese tono. Ahora te dirá que vayas a sacar la basura.
La Shuvani obsequió a su nieta con un golpecito en la nuca.
—Y tú, señorita, está claro que no te he educado lo suficientemente bien, porque de ser así, no habrías atacado por la espalda a tu pobre y vieja tutora.
Coralina miró con insolencia y directamente a los ojos a Júpiter y la Shuvani.
—Le he traído aquí, ¿no? Y todavía no ha dicho que nos quiera llevar de inmediato a la policía.
Júpiter volvió a meter el fragmento en la taleguilla y cerró el amarillento libro, haciendo surgir una nube de polvo.
—Todo esto no tiene ningún sentido y las dos lo sabéis.
—Por eso te queríamos aquí —repuso la Shuvani mostrando su diente de oro—, para que fueras nuestra voz de la razón.
—A pesar de todo, no has perdido el sentido del humor con la edad.
La Shuvani resopló y se dejó caer en la silla con las garras de león. La madera gimió bajo su peso.
—¿Nos ayudarás?
Júpiter titubeó y volvió la vista a Coralina.
Ella le miró radiante.
—¿Entonces?
Conocía esa pregunta y conocía esa sonrisa. Había dicho que no, y punto.
Acarició la bolsita de cuero, que aún tenía en la mano, con su dedo pulgar. Pudo sentir de forma clara el relieve en la arcilla de los jeroglíficos de mayor tamaño. No obstante, los más pequeños, que alguien habría añadido con posterioridad en la venerable reliquia, no eran perceptibles simplemente palpándolos. Por primera vez, Júpiter tuvo la sensación de que esas inscripciones encerraban un auténtico secreto, la solución de un enigma invisible oculto bajo la superficie.
—¿Me ponéis otro vino? —preguntó en voz queda.
—Piranesi —comenzó Coralina, cuando se encontraban todos nuevamente sentados en el jardín, jugando pensativos con sus copas de vino— nació en octubre de 1720. Provenía de una familia de reputados arquitectos y artesanos, y con catorce años de edad se le envió a Venecia para que su tío le instruyera en el arte de la construcción. Sin embargo, el muchacho resultó ser bastante rebelde y obstinado; lo que, a mi entender, hoy en día llamaríamos simplemente pubertad, y su venerable tío no tardaría mucho en despedirle con viento fresco.
—Piranesi con granos —apuntó Júpiter—. Interesante punto de vista.
—Otro arquitecto le tomaría como discípulo y le enseñaría a pintar decorados teatrales, dándole una particular importancia a la perspectiva. Por aquel entonces, Venecia disfrutaba de innumerables teatros y óperas, por lo que Piranesi creyó contar con una inmejorable oportunidad para hacerse con un puesto de trabajo bastante lucrativo. Por desgracia, sobrestimó el potencial económico de la ciudad, y poco después constataría que, a pesar de su talento, no tenía buenas perspectivas de obtener suficientes ingresos. Piranesi se despidió de Venecia y se unió al séquito de un nuncio apostólico con el que viajó a Roma en 1740. Allí completaría en un taller su formación como grabador.
Júpiter observó ensimismado cómo la luz del atardecer se reflejaba en su vino blanco.
—Esa debió de ser la época en la que empezó a realizar sus
Vedute
, ¿no?
—El público de la época desarrolló un enorme interés, además de una considerable disposición consumista, por las vistas panorámicas urbanas y los paisajes rurales —continuó Coralina—, también conocidas como
Vedute
. Piranesi se dio cuenta de que podía asegurarse con ello un porvenir, y se volcó con entusiasmo en su nueva labor. Su primera colección, con la que disfrutó de una notable aceptación y popularidad, se publicó en 1743. Inició una serie de prolongados viajes que le llevaron, entre otros lugares, a Nepal, donde descubriría su amor por los monumentos precristianos. De vuelta a Roma decidió, no obstante, consagrar su labor artística a la representación de ruinas. En los años siguientes, presenta nuevos grabados con motivos antiguos. Además, toma el puesto de administrador en un próspero taller de artes gráficas que le asegura unos ingresos regulares. En aquella época, su trabajo se iría haciendo cada vez más popular por todo el país. La población llega a considerar que sus aguafuertes, tan ricos en detalles, superan en espectacularidad a las ruinas antiguas. Aquel tiempo, concretamente el año 1749, vio aparecer la primera versión de las
Carceri
, una carpeta con catorce grabados de sus calabozos imaginarios.
—Dieciséis —le corrigió la Shuvani.
Coralina le devolvió una mirada ofendida.
—No, catorce. Solo con el paso de los años Piranesi completaría el ciclo añadiendo dos láminas más, pero para entonces ya era 1761. Aún no he llegado a ese punto. Tras su primer gran éxito, Piranesi decidió volver su atención a una labor totalmente diferente: interrumpió su trabajo con los aguafuertes y se volcó en las investigaciones arqueológicas de las catacumbas de la Via Appia. Día a día descendía hasta las bóvedas y pasillos subterráneos para recorrerlos por entero y documentarse sobre estos monumentos funerarios del cristianismo primitivo. Se dedicó a ello con tal pasión, que descuidó su clientela y pasó a vivir de las ventas de sus antiguas
Vedute
. La población ya no le entendía, y muchos de sus partidarios le abandonaron. Se le metió en la cabeza, entre otros ejemplos, copiar los doscientos nombres de las placas que figuraban en el panteón familiar de Augusto, de forma tan exacta y detallada que podía apreciarse cada pequeño desperfecto en el epitafio, cada imperfección y cada grieta. Aunque este tipo de labores casi le llevan a la desesperación, continuó con ellos durante largo tiempo. La gente se reía de él; primeramente a sus espaldas, después, abiertamente. Sin embargo, su fascinación por el mundo subterráneo de Roma era tan grande, que no dio por concluido su trabajo en las catacumbas hasta no haber alcanzado todas sus metas.
»Su regreso a la vida pública, no obstante, presentó un notable problema: casi nadie le tomaba en serio, y su maestro, Giuseppe Vasi, se había hecho en aquel tiempo mucho más popular que él. Piranesi no se achantó y aceptó con brío el desafío de recuperar su pasada gloria. Se apoyó en su trabajo y no tardó en reconquistar su antigua posición: sus cifras de ventas volvieron a aumentar hasta que finalmente recuperó el éxito de antaño. Cuando en 1756 presentó la
Antichita Romane
, sus vistas de la antigua Roma, ya era definitivamente una estrella. Se conocía su nombre por toda Europa, la nobleza se «pegaba» por sus grabados. Esto hay que valorarlo según criterios modernos: todo el mundo en Roma conocía a Piranesi, y si hubieran existido en aquella época las revistas del corazón, semana tras semana habrían detallado en páginas enteras las nuevas aventuras del excéntrico personaje. Mantenía grandes disputas con otros artistas, y particularmente con historiadores del arte.
»Piranesi sostenía que la arquitectura romana no se basaba, como es la idea más extendida, en la construcción griega, sino en la etrusca. Este debate se expandió fuera de Italia. Los eruditos para los que el mundo helénico era la medida básica de todas las cosas se mostraron, en parte, ofendidos, y en parte, claramente hostiles. Para los intelectuales de la época era del todo impensable que los etruscos pudieran ser los precursores de la arquitectura romana, pues se los consideraba como bárbaros de los que apenas se podía aprender nada, mientras que la antigüedad griega, a los ojos de la mayoría, había sido la edad de oro del arte por antonomasia. Piranesi inició un prolongado intercambio de grabados con incontables historiadores de toda Europa, que solían culminar en insultos e injurias. Muchas de ellas se harían públicas y serían causa de nuevas discordias. En el fondo, Piranesi no dejaba de comportarse como las actuales celebridades: iniciaba nuevos escándalos que mantenían su nombre en boca de todos, lo que le aseguraba, a su vez, nuevas ventas a pesar de los precios desorbitados que exigía por su trabajo. Por esta razón, sus aguafuertes llegaron a imprimirse en ediciones de más de cien ejemplares, de tal forma que, al contrario que el modelo clásico de pintor, la reproductividad de su arte le proporcionó cuantiosas riquezas. Cuando finalmente falleció a los 85 años de edad en noviembre de 1778, era un hombre adinerado cuya familia, por lo que se cree, siguió obteniendo beneficios de su trabajo aun después de muerto.