La conspiración del Vaticano (2 page)

—Por fin —exclamó repentinamente el taxista, mientras frente a ellos se abría un pasaje tras el cual nacía, inundado por los rayos de un intenso sol de primavera, una amplia avenida.

Poco después se encontraban transitando por una calle densamente poblada que discurría siguiendo la orilla derecha del Tíber. Poderosos plátanos de sombra se retorcían y flexionaban sobre la calzada, como si presentaran sus respetos, humildemente, como aquella singular figura oculta en las sombras de aquel portón.

—Usted no me cree, ¿verdad? —preguntó el conductor.

—¿Qué te has perdido? Sí, claro que sí.

—Que NUNCA ANTES me había perdido.

—No pasa nada. No tenía prisa.

—Cree que miento —gruñó el joven, ofendido.

Júpiter respondió únicamente con una carcajada y, en lugar de decir nada, prefirió tratar de captar un breve vistazo del Tíber, aunque la muralla fortificada que acompaña a la corriente en su recorrido interfirió en su objetivo. Tan solo cuando atravesaron un puente pudo él contemplar, por un breve lapso de tiempo, un fugaz destello reflejado en la superficie fluvial que surgía desde las profundidades de su artísticamente delimitado lecho de piedra.

A su izquierda se alzaban, a escasa distancia, tres iglesias. Santa María del Priorato era la última. Para llegar hasta ella, el taxi tuvo que aproximarse por el lado opuesto y atravesar una vez más toda una red de pequeñas calles. En esta ocasión, no obstante, el conductor encontró el camino sin dificultad.

Júpiter pagó y se bajó del coche.

—Acuérdate del posavasos cuando lleves a tu novia en el taxi.

El joven ocultó el trozo de papel en un bolsillo.

—Grazie
,
signore. Ciao
.

—Ciao
—Júpiter extrajo su equipaje del maletero y cerró la puerta.

El muchacho le guiñó un ojo al partir, como si su travesía accidental por una zona desconocida del casco viejo hubiera forjado entre ellos una sólida amistad.

Júpiter respondió estupefacto al gesto, para volverse, acto seguido, hacia la puerta de la iglesia, agitando la cabeza, y apresurándose con grandes zancadas hacia el vestíbulo.

El interior del edificio desprendía el clásico aroma de todas las iglesias antiguas: incienso, cera y humedad. Cuando aún era un adolescente, Júpiter se preguntaba si, tras el altar, se encontraría algún dosificador que desprendiera tal fragancia, como solía haberlo en el baño de aquellas ancianas parientes que visitaba con obligada asiduidad cada domingo de su infancia. El moho de iglesia en lugar del frescor de los pinos, el olor de la cera sustituyendo la esencia del limón.

Los bancos del lado derecho de la nave se habían apartado para abrir algo de espacio, dentro del cual se alzaba un andamio de cuatro niveles que había invadido por completo el muro lateral. No se veía por ninguna parte ningún obrero, pero tampoco ningún creyente o sacerdote.

El andamio tembló ligeramente cuando, desde el plano superior, comenzaron a oírse unos pasos. Las tablas y las varas de acero vibraron. Cada pisada resonaba con fuerza y se prolongaba por toda el área del edificio. Júpiter reculó un par de metros para obtener una mejor vista de la parte superior, pero no consiguió ver a nadie.

Los pasos dejaron de escucharse, y una figura esbelta apareció deslizándose por una escalera lateral, ágil como un gato. Una mata de pelo larga y negra caía sobre la espalda de la joven. Vestía un mono verde. Tan pronto como esta alcanzó el suelo, Júpiter pudo comprobar que el color original de la tela era, en realidad, azul, que había dado paso a una tonalidad más pálida por mediación de la cal y el polvo que cubrían todo el cuerpo de la muchacha. Su cabello, azabache en su estado natural, desprendía un brillo grisáceo que la hacía aparentar mayor edad de la que en realidad tenía.

Coralina volvió el rostro hacia él en cuanto saltó desde el último peldaño. Sonreía, y estaba aún más guapa que la última vez que se habían visto o, al menos, esa era la impresión que Júpiter extraía, ahora que se encontraba en disposición de juzgar su belleza con justicia. En aquella ocasión del pasado, ella era tan solo una niña de apenas quince años de edad.

—¿Júpiter? —se dirigió hacia él, pero se detuvo a un paso de distancia y comenzó a examinarle con calma, lo que logró irritarle profundamente—. Te has puesto en forma en los últimos... ¿Cuántos? ¿Ocho años?

—Diez —sonrió él con sorna—. Hola, Coralina.

Dejó la maleta en el suelo, y la muchacha se lanzó corriendo a sus brazos. Era ligera, apenas notaba su peso, y medía casi una cabeza menos que él. Cuando la joven volvió a echarse hacia atrás, el abrigo del visitante estaba cubierto de polvo gris.

—¡Ups! —exclamó ella—. Lo siento —y emitió una risa traviesa de niña pequeña—. La Shuvani te lo lavará. Es lo menos que puede hacer por ti.

—¿Cómo está?

—¿Nos volvemos a ver por primera vez en diez años y lo primero que me preguntas es cómo está mi abuela? —rió Coralina—. Encantador.

—Ya no eres una adolescente. Tendré que acostumbrarme a ello.

Los ojos de Coralina desprendieron un súbito resplandor. Eran oscuros, casi tan negros como su pelo y sus delicadas cejas. Sus padres eran gitanos, cíngaros ambulantes que habían dejado a su pequeña al cargo de su sedentaria abuela. La Shuvani también era gitana de corazón, pero había vivido durante más de veinticinco años en la capital, y era creencia entre su gente que la ciudad cambiaba la sangre de los hombres. A ojos de su propio pueblo, había abandonado la vida en las calles y ya no era, realmente, uno de los suyos, a pesar de que su físico delatara sin lugar a dudas su origen, y de que ella siguiera vistiendo los modelos y tejidos típicos de su etnia. Júpiter estaba convencido de que en los últimos dos años en que no había visto a la abuela de Coralina, nada había cambiado. La inmutabilidad siempre había tenido gran importancia para ella.

—Estabas en Florencia cuando Miwa y yo visitamos a la Shuvani —dijo él—. No quiso enseñarme ninguna foto tuya. Dijo que no te harían justicia, ya sabes cómo es. Sin embargo, en mi opinión, tenía razón.

Ella recibió el cumplido con una amplia sonrisa.

—He regresado a Roma hará cuatro meses. Desde entonces vivo otra vez en casa de la Shuvani, en el sótano.

—¿En el antiguo cuarto de invitados? —ambos asociaron esa habitación a un recuerdo concreto, pero Coralina no se amedrentó y continuó con la provocación.

—Todavía hay cuarto de invitados. Tú dormirás allí, si te parece bien —se colocó un largo mechón de pelo detrás de la oreja—. Tranquilo —prosiguió—. Ya no llevo camisones con transparencias.

Júpiter tenía, por aquel entonces, veinticinco años, diez más que Coralina. Su primer encargo le había llevado hasta Roma, y también era la primera vez que se hospedaba en casa de la Shuvani. Coralina se había enamorado de él con entusiasmo juvenil, y una noche se había presentado en la habitación de invitados vestida únicamente con un ceñido camisón adornado con estrellas translúcidas. Le había explicado cuánto le gustaba y le había dicho que quería acostarse con él. Júpiter había tragado saliva, se había sumergido mentalmente en un intenso baño de agua helada y le había ordenado que se fuera, con el corazón endurecido. Por aquel entonces aún no había conocido a Miwa, pero en casa le esperaba otra novia. Además temía que la Shuvani le hubiera echado con cajas destempladas de haber seducido a su adorada nieta y, a pesar de que rechazar la proposición no le había resultado fácil en absoluto, no se hubiera sentido bien consigo mismo si se hubiera acostado con una chiquilla de quince años, una cría a la que había visto por primera vez cuatro días antes. No le cabía ninguna duda de que su decisión había sido la correcta, aun cuando años después aún persistía un cierto remordimiento. De haber actuado a la inversa, se habría mentido a sí mismo.

Ahora, Coralina se encontraba nuevamente ante él, diez años mayor, espectacularmente hermosa, y coqueteaba con el recuerdo de aquella noche en el cuarto de invitados en la que ella le había derramado descuidadamente sobre la camisa una copa de vino tinto.

Para cambiar de tema, Júpiter señaló el andamio sobre la pared de la iglesia.

—¿Tus dominios?

Ella asintió.

—Sí, bueno, al menos por un par de días. La semana pasada comencé a examinar el material del muro. La restauración durará un par de meses, pero ya no será asunto mío. Quiero decir, evidentemente, estaré por aquí, pero será misión de otra persona. Yo solo hago el trabajo previo.

—Es una labor de gran responsabilidad para alguien que acaba de terminar los estudios.

—Bueno, en cualquier caso hace casi un año que acabé —repuso ella—. Mis notas fueron bastante buenas, y recibí una instrucción muy selecta en cantería. Supongo que es una combinación que funciona. No quedan muchos canteros tradicionales en la zona.

Shuvani había explicado a Júpiter lo excelentes que habían sido las calificaciones finales de Coralina. Había estudiado Historia del Arte en Florencia y se había formado, al mismo tiempo, con un experto en construcción en piedra. Había completado ambos adiestramientos con matrícula, a pesar de la presión y de la carga de trabajo. Es posible que la suerte jugara su papel en todo ello, pero no podía habérsele asignado una tarea de campo como en la que se encontraba por mero azar.

—Shuvani me contó que necesitabas mi ayuda —dijo él, y pensó para sí: «Tenga el valor que tenga hoy en día la ayuda que yo pueda dar». Apenas había trabajado desde que Miwa se había ido llevándose consigo las fichas de todos sus clientes, los resultados de sus investigaciones y las bases de datos informatizadas. Le había llevado a la ruina de un día para otro.

Coralina asintió, y la serenidad de sus labios dio paso a una nueva tensión en sus comisuras.

—Has venido muy rápido.

—Tu abuela me llamó ayer por la tarde y... bueno, no tenía nada mejor que hacer, ya sabes...

Nada salvo sentarse y contemplar alternativamente la pared o la única foto de Miwa que esta le había dejado. Solía preguntarse por qué, si se había marchado, no se había llevado también aquella imagen suya.

Había sido lo suficientemente minuciosa como para arrebatarle todo lo que tenía: el resultado de diez años de trabajo; y aún más, le había degradado y calumniado ante todos sus clientes y se había apropiado de sus encargos, mientras Júpiter se acurrucaba y esperaba en su despacho vacío a que sonara el teléfono, pero no con la esperanza de nuevos trabajos, sino con la de escuchar nuevamente la voz de ella, se encontrara donde se encontrara.

Sin embargo, Miwa nunca volvió a llamarle. Como no podía ser de otra manera.

—¿Qué es lo que ocurre exactamente?

Coralina le dirigió una mirada de asombro.

—¿Shuvani no te ha contado nada?

—Solo que trabajabas en la restauración de esta iglesia y que querías que le echara un vistazo a algo.

Involuntariamente, su mente volvió los ojos de la memoria a aquel camisón de estampado exótico. Hasta ahora había logrado mantener aquella imagen alejada de su subconsciente. «Los recuerdos», pensó, «pueden hacer mucho daño si se lo proponen». En los últimos tiempos no había tenido demasiada suerte con los recuerdos.

—¿De verdad te has metido en un avión sin tener la más mínima idea de a qué venías? —exclamó ella, agitando anonadada la cabeza—. Debe de ser verdad que no tienes nada mejor que hacer.

—Clávame un poco más hondo el puñal y quizás te dé el gusto de gritar un poquito.

Ella le acarició su mejilla, cubierta por una barba de dos días.

—¡Eh! Mejor en otra ocasión, ¿vale? —dejó escapar nuevamente una de sus enigmáticas risas de gitana, vivas pero, a la vez, extrañamente impersonales.

Él asintió despacio y se preguntó si acaso aquella muchacha podría ser, en realidad, fría y calculadora.

—Ven —le dijo, y comenzó a ascender por la escalerilla.

Júpiter dejó abandonada la maleta y comenzó a subir por los escalones. Las varillas de metal se encontraban ya resbaladizas por la acción de los innumerables pies que, gracias a ellas, se habían encaramado a los puntos más elevados de las obras realizadas en docenas de monumentos y edificios sacramentales.

—Ten cuidado, no te resbales —le gritó ella desde arriba, y cuando alzó la vista pudo comprobar que, mientras él mismo se encontraba en el segundo nivel del andamio, la muchacha había ascendido ya hasta el cuarto. No cabía duda de que era ágil.

Una vez logró llegar hasta la cima, rechazó con cierta hosquedad la mano que la joven le tendía, pero esta, no obstante, le sonrió.

—¿Cómo es posible que te rías de mí? —preguntó, indignado.

—¿Cómo es posible que reacciones de una forma tan exagerada cuando una mujer te presta un poco de atención?

—La última vez que una mujer me prestó atención fue con el objeto de destruir toda mi existencia con minuciosidad y tesón.

Ella se mordió, pensativa, el labio inferior, y su gesto se volvió más solemne.

—La Shuvani me contó lo que te ha hecho tu novia. Lo siento.

—La culpa fue mía. Miwa es...

—¿Es que aún la defiendes?

—¿Podemos cambiar de tema? —repuso él, encogiéndose sencillamente de hombros.

Coralina le guió, entonces, por la estrecha pasarela hasta el extremo opuesto del andamio, abriendo la marcha sin dirigirle una sola mirada.

—¿Te dice algo el nombre de Piranesi? —le preguntó.

—¿Giovanni Battista Piranesi?

—El mismo.

—Grabador en bronce, italiano, del siglo XVIII. Sus espectaculares aguafuertes le convirtieron en algo así como una superestrella de su tiempo. La
Antichita Romane
y las
Carceri
serán, probablemente, sus obras más conocidas. Sin embargo, en su vida privada, era un hombre frustrado: siempre quiso ser arquitecto, pero nunca logró ningún encargo.

—Correcto —dijo ella—, e incorrecto al mismo tiempo. Al menos la última parte.

—Exacto —repuso Júpiter mientras recordaba progresivamente los detalles omitidos. Hojeó mentalmente los libros que albergaban reproducciones fotográficas de diversos aguafuertes y que ahora probablemente yacerían, con todas sus demás posesiones, en el apartamento de Miwa, estuviera este donde estuviera—. Piranesi fue el responsable de la restauración de una iglesia, aquí en Roma. Creo que también de la reforma de una plaza, pero nada más.

Coralina agitó la cabeza en gesto afirmativo, y Júpiter entendió repentinamente.

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