La conspiración del Vaticano (31 page)

En medio de una redonda isleta ajardinada se alzaba, sobre un poderoso pedestal, la estatua de san Pedro, con un brazo erguido en la imponente pose de un predicador. Un foco le iluminaba la cara. Con las palabras de Janus aún frescas en la memoria, esa visión ofrecía a Júpiter un significado enteramente nuevo. Pedro ya no era simplemente el primer apóstol, la legendaria piedra sobre la que se construiría toda la Iglesia cristiana, sino que además era el vigilante de lo que se ocultaba bajo sus cimientos. Era el guardián del último umbral.

En torno al monumento, había tres palmeras. Sus frondas susurraban misteriosamente en la oscuridad, sobre ellos, fuera del alcance del foco. Detrás suyo, al otro lado de la isleta, se encontraba un pequeño edificio con una única torre de cubierta plana, revoque marrón claro y una puerta arqueada de color verde. Se remangaron rápidamente los hábitos y se perdieron entre los arbustos.

Janus golpeó con suavidad un cristal enrejado y esperó una respuesta sin pronunciar una palabra. No tardaría en iluminarse una lámpara frente a la puerta, que los bañaría en luz.

Justo cuando una tropa de guardias aparecía de la nada, marchando a su encuentro, la puerta se abrió.

—Rápido —susurró Janus, permitiendo el acceso a Coralina y Júpiter y siguiéndolos con premura. Un hombre fornido, de hombros tan amplios como los de un boxeador profesional y con un rostro plano y sin expresión echó el cerrojo tras su entrada.

Esperaron, inmóviles, hasta que los pasos de los
Svizzeri
dejaron de resonar en el exterior, y entonces volvieron a ponerse en movimiento.

Janus les presentó al desconocido como Aldo Cassinelli. Era el jefe de jardineros del Vaticano. Cassinelli les saludó de mala gana con una inclinación de cabeza y les tendió su inmensa mano llena de pelo. Al principio, Júpiter le consideró poco digno de confianza, aun cuando tuvo que admitir que se sentía más seguro en su compañía que en la del círculo casi ultraterrenal de monjitas. Cassinelli tenía aspecto de ser capaz de reducir a tres guardas por sí mismo. Una fotografía colocada en la pared le mostraba junto a una italiana de grandes pechos ataviada con un vestidito de flores.

—¿Su mujer? —preguntó Coralina, echando un vistazo a la imagen.

—Está muerta —repuso el jardinero, tajante—. Cáncer.

—¡Oh...! Lo siento.

—Aldo es un buen amigo —dijo Janus—. Uno de los pocos aliados que nos quedan.

Júpiter pensó que aquel comentario daba a entender que, con anterioridad, había habido más simpatizantes, y eso le planteaba la duda de qué habría sido de ellos. La leve sensación de seguridad que había experimentado con la primera visión del jardinero desapareció de golpe.

—¿Tenéis la plancha? —preguntó Cassinelli.

—Sí.

—¿Dónde está?

—En un lugar donde Estacado no podrá encontrarla —respondió Janus, vagamente.

El jardinero les guió por una escalera hasta el sótano del edificio. Tuvieron que agachar la cabeza para no golpeársela contra el excesivamente bajo techo abovedado. Tampoco había demasiada luz, tan solo una bombilla desnuda que no hacía desaparecer las tupidas sombras de las esquinas.

Una vez llegaron al cuarto posterior del sótano, Cassinelli tiró de una tabla de madera colocada en el suelo, que reveló la existencia de un oscuro agujero. Tras todas las puertas secretas que había descubierto en las últimas horas, Júpiter se sentía un tanto defraudado en cuanto a la forma tan sencilla de ocultar los ancestrales enigmas del Vaticano.

El jardinero desapareció en la estancia anterior del sótano y regresó en seguida con una linterna y una escalerilla de madera, que seguidamente hizo evaporarse en la oscuridad de la apertura. Únicamente al extremo superior de la escala sobresalía un palmo de las sombras.

—El pozo atraviesa un antiguo sistema de ventilación —explicó Janus, tomando la linterna en la mano e iniciando él primero el descenso.

—Ventilación, ¿para qué? —preguntó Coralina.

—Ahora lo verán.

Durante un instante, Júpiter creyó que la joven comenzaría a patalear, furiosa, y se negaría a dar un solo paso hasta que Janus no se mostrara un poco menos críptico. Sin embargo, ella se limitó a morderse el labio inferior, murmuró algo incomprensible y siguió al religioso hacia las profundidades. Júpiter fue el último en bajar por las escalerillas, mientras Cassinelli permanecía en el sótano y, tras un instante, colocaba de nuevo la tabla en su lugar.

El pozo era húmedo y la pared que lo rodeaba era tosca y gruesa. Finas raicillas como patas de insecto surgían de las junturas entre los sillares y, más abajo, se ramificaban y entremezclaban formando una tupida red. Su descenso acabó, a dos metros y medio de profundidad, sobre una tabla de madera algo más ancha y considerablemente más podrida y cubierta de hongos tornasolados que la anterior. Janus le pidió a Júpiter que le ayudara a echarla a un lado. Como era de esperar, debajo no apareció más que oscuridad.

Janus iluminó la oquedad: la entrada tenía los bordes irregulares, como si la hubieran abierto sobre un techo de ladrillos a base de martillazos. Bajo ella discurría un túnel horizontal, que le recordó vagamente a Júpiter al interior de una antigua tubería romana.

—Allí abajo se estrecha un poco —les advirtió Janus—. Durante un buen rato tendremos que avanzar agachados, especialmente usted, Júpiter. Espero que esté en forma.

—Como un corredor de maratón —respondió este, malhumorado—, con un cáncer de pulmón en estado terminal.

Coralina le sonrió, dudó un instante y después le besó.

Janus saltó al agujero y, cuando la abertura se lo tragó hasta la cabeza y el religioso tocó suelo, el investigador se dio cuenta de lo reducido que era realmente el túnel. La espalda comenzó a dolerle ya, solo de pensarlo, y cuando finalmente se encontró junto a Coralina y el sacerdote, gimoteante e inclinado hacia adelante, fue poco a poco entendiendo lo que le esperaba.

Janus abría la marcha. Coralina sujetó la mano de Júpiter, pero no tardó en tener que volver a dejarla cuando quedó patente que solo conseguía hacer aún más complicado el avance.

Continuaron por el túnel durante unos cien metros, hasta que llegaron a una nueva oquedad en el suelo, que les llevó a otro nivel inferior, a otro pasillo abovedado. Una rata se escurrió por entre las piernas de Júpiter, protegida por las sombras; el único ser vivo que habían encontrado allí abajo.

Cambiaron de nivel una vez más, a un pozo inferior que terminaría por llevarles, de una vez por todas, hasta un estrecho túnel en cuyo final hallaron una débil luz.

—Ya hemos llegado —susurró Janus—. Se acabó la caminata.

Coralina reveló, por el leve arqueamiento de una ceja, su desagrado, pero no se pronunció. También Júpiter permaneció callado conforme fueron aproximándose a la fuente de luz: la postura se estaba cobrando ya factura. Le dolía la espalda, pero el dolor que ya había previsto se había extendido a su caja torácica, haciendo que, a cada paso, sintiera una aguda punzada en los pulmones.

Llegaron a una pesada verja. Los puntales eran del grosor del antebrazo de Coralina, y mostraban herrumbre en varias zonas. El espacio entre ellos era lo suficientemente ancho como para observar el otro lado sin dificultad.

Tras la reja se abría una sala subterránea, muy alta, pero con una planta muy pequeña en comparación, de no más de diez por diez metros. La verja se encontraba justo debajo del techo, en la parte superior de una de las paredes, de tal forma que ellos podían contemplar toda la superficie desde una altura considerable. Concretamente unos veinte metros hasta el suelo, según los cálculos de Júpiter, quien metió la cara por entre las varas de acero. También Janus y Coralina se aproximaron a la verja para poder observar la totalidad de la estancia.

En la pared opuesta se encontraba una puerta enorme, que se alzaba hasta el techo y era casi tan ancha como toda la sala. Estaba flanqueada a ambos lados por poderosas columnas, y las dos hojas que la componían eran bastas y sencillas. Júpiter apreció de un simple vistazo las similitudes arquitectónicas con los grabados de Piranesi, de influencia etrusca.

La puerta estaba cerrada. En varios puntos aparecían colocados sensores, unidos por largos cables a una mesa de mando con disposición semicircular. Tras ella estaban sentados dos hombres con monos claros, que jugaban a las cartas y, en alguna ocasión, lanzaban alguna mirada a los avisos y diagramas del aparato.

—Es el Portal de Dédalo —susurró Janus, en voz tan baja, que resultaba casi imposible oírle.

Coralina le miró con incredulidad.

—¿Eso es...?

—La puerta del infierno, si damos crédito a las antiguas creencias teológicas —respondió Janus—, pero ante todo es, presuntamente, la entrada principal a las
Carceri
.

—¿Qué hay detrás? —se interesó Júpiter.

Janus se encogió de hombros.

—Nunca se ha abierto.

—Pero...

—¡Silencio! —Janus le cortó a mitad de palabra. Uno de los hombres tras el monitor había bajado las cartas y escuchaba, alerta.

—¿Has oído eso? —le preguntó a su compañero.

El segundo hombre aguzó el oído, pero después negó con la cabeza.

—Nada. Quizá haya ratas en el conducto de ventilación.

—Pues sonaba como a voces.

Janus tiró hacia atrás de Júpiter y Coralina con brusquedad, en cuanto el primer hombre se levantó para ir al otro lado de la puerta y echar un vistazo a la verja. Tras un instante, oyeron cómo se volvía a su sitio detrás del panel de mando. El sudor cubría la frente de los tres cuando volvieron a acercarse sigilosamente a la reja a comprobar que los guardas habían retomado el juego.

Janus lanzó a sus compañeros una mirada reprobadora. «Ha estado cerca», decían sus ojos. Una docena de preguntas se le atropellaban en la boca al investigador, pero se contuvo.

Sus dedos buscaron la mano de Coralina y se cerraron en torno a ella. La joven se acercó imperceptiblemente a él.

Júpiter observó directamente la puerta. Carecía de mecanismos visibles que la abrieran, no había poleas, cadenas, ni engranajes. Tampoco descubrió ningún indicio de que la hubieran forzado. Ni marcas que señalaran que la habían llegado a apoyar en la piedra, ni muestras de voladura.

En un lateral de la consola de vigilancia, se encontraba una gran mesa redonda con once sillas. Tras ella, sobre la pared, había un mueble, una especie de armario achatado. Tan pronto lo vio, Júpiter entendió que se trataba de una caja fuerte, un modelo anticuado con una ruleta giratoria del tamaño de un plato.

—Ya han visto lo suficiente —murmuró Janus sin casi emitir sonido alguno, y ya iba a apartarse, cuando de la parte de atrás de la sala llegó el rumor de pasos de más personas y el sonido de voces apagadas.

Júpiter y Coralina no se movieron del sitio, y Janus se aproximó a la verja para echar un vistazo a los recién llegados.

A través de una entrada que se encontraba justo debajo del tubo de ventilación y, por tanto, fuera de su campo de visión, fueron llegando muchos hombres. Uno de ellos era Estacado; otro, el cardenal Von Thaden, seguido de su albino secretario Landini. Tras ellos llegaron varios personajes a los que Júpiter no había visto nunca. Ninguno se encontraba por debajo de los sesenta años, y el investigador dedujo que se trataría de altos cargos religiosos del Vaticano. Uno parecía cansado, y apenas se había peinado. Otro, llevaba zapatillas de estar en casa. Resultaba evidente que a todos se les había despertado en mitad de su sueño, por lo que algo importante debía de haber ocurrido. Júpiter supuso que su huida y la desaparición de la plancha serían el motivo de esa asamblea nocturna, y consultó el reloj: eran poco más de las tres y media.

Finalmente, el profesor Domovoi Trojan apareció acompañado de su enorme asistente rubio, que empujaba la silla de ruedas. Trojan transportaba sobre el regazo, sujeto fuertemente con ambas manos, un cofre de madera.

Estacado les hizo una señal a los dos vigías y al chófer del profesor, y los tres hombres abandonaron la sala sin decir una palabra. Júpiter oyó cómo la puerta se cerraba tras ellos.

Los Adeptos a la Sombra tomaron asiento en torno a la mesa. Trojan colocó su silla de ruedas en un hueco entre Estacado y el cardenal Von Thaden. Colocó el cofre con veneración sobre la mesa y se lo tendió a Estacado. Von Thaden se levantó, abrió la caja fuerte y sostuvo frente a él con inmenso cuidado un objeto redondo.

A estas alturas, Júpiter ya había sido capaz de deducir que se trataba de la vasija minoica. Evidentemente, alguien había unificado los cinco pedazos, y solo faltaba el sexto fragmento. Visto desde arriba, parecía una especie de torta a la que hubieran dividido en trozos informes.

El cuenco tenía prácticamente la forma de un plato, de tan ligera como era la curvatura de su superficie. El barnizado pardo brillaba a la luz de las lámparas, colocadas bien sujetas sobre los muros de la estancia.

Estacado se desplazó a un lado para permitir a Von Thaden depositar la vasija sobre la mesa, junto al cofre del profesor.

Coralina se inclinó sobre el oído de Janus.

—¿Sabía que se reunirían a esta hora?

El religioso negó con la cabeza. Sus labios formaron un «no», pero no emitieron ningún sonido.

Una vez se hubo sentado de nuevo el cardenal, Estacado tomó la palabra.

—Ya saben que nuestros dos invitados se han evadido, y es evidente para todos quién debe de haberles ayudado.

Uno de los más ancianos entre los presentes, un hombre que Júpiter desconocía, carraspeó.

—Tenías que haber escuchado al cardenal Von Thaden. Si los hubiéramos eliminado, ahora no tendríamos este desagradable problema.

Coralina susurró al oído del investigador:

—Ese es el bibliotecario pontificio, el hermano de Estacado.

—¿Desagradable problema? —exclamó Estacado con satisfacción—. Sí, es posible. Sin embargo, valía la pena intentarlo. Ahora, como antes, sigo estando en contra de matar indiscriminadamente. Su ridícula venganza contra ese pintor —se volvió hacia Von Thaden y Landini mientras pronunciaba estas palabras— fue superflua y absolutamente indigna de nosotros. Era un anciano loco que simplemente se entretenía provocándonos con sus garabatos. Aceptar su desafío fue innecesario.

Júpiter percibió la manera tan airada en que Landini cerraba los puños, si bien el cardenal le ordenaba inmediatamente, con un gesto de la mano, que se relajara. Una sonrisa fina, como cortada con un cuchillo, se dibujó en sus labios.

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