La conspiración del Vaticano (35 page)

La lista de hospitales desapareció de su vista cuando dejó de luchar con las lágrimas que le anegaban los ojos. Furiosa, tiró al suelo el listín telefónico y apoyó la espalda contra el cristal de la cabina. Un anciano con abrigo y una cartera en la mano, la observó atónito y se detuvo un momento, pero pronto continuó la marcha, volviendo la vista atrás de vez en cuando. Coralina le siguió con los ojos, pero no le miraba a él, sino al infinito.

¿La estarían vigilando ahora mismo? ¿Conocería Landini la salida de las alcantarillas? ¿La estarían esperando y la seguirían discretamente hasta un lugar donde no llamara la atención para atraparla y llevársela lejos?

Rechazó ese tipo de pensamientos, pero no logró reprimirlos del todo. A pesar de todo, trató de convencerse diciéndose que los Adeptos ya tenían lo que querían. Júpiter no les podría dar más información que Coralina, sobre todo tan debilitado como estaría después de luchar por su vida en el agua. A Landini no le resultaría complicado sonsacarle todo lo que sabía.

Y después, ¿qué? ¿Le matarían?

Por supuesto que sí. No tenía sentido engañarse. La única esperanza de Júpiter era conservar el secreto tanto tiempo como le fuera posible, y esperar que, entre tanto, se le presentara alguna oportunidad de escapar. Quizá confiara en que Coralina encontraría alguna forma de salvarlo pero, ¿qué podía hacer ella? Estaba sola, agotada, y le separaban de él las fronteras mejor custodiadas de Italia.

«¡Vamos, recomponte!», se dijo, «¡Haz algo!».

Sus pensamientos volaron, rememorando la caída de Júpiter al abismo, su inmersión, una imagen repetida como en un bucle interminable, un torbellino en cuyo centro se veía el rostro de Júpiter, sumido en aguas oscuras, que resurgía de nuevo con la boca abierta, como si quisiera decirle algo: «Adelante, no te rindas. Les daremos su merecido».

Claro que sí...

Decidida, se enjugó parpadeando el velo de lágrimas y recogió del suelo, con dedos temblorosos, la guía telefónica. Encontró el número de Fabio y lo tecleó con demasiado ímpetu; se equivocó y volvió a empezar. Esta vez, sonó el tono de llamada. Probablemente se hubiera ido pronto a la cama: solía pasarse la noche delante del ordenador y luego dormía la mayor parte del día. Fabio era la única persona que quizá la creyera, y estaba convencida de que la ayudaría.

Al tercer tono, se puso en marcha el contestador:

—Ciao
, soy Fabio. Pensaréis que estoy en casa y que no tengo ninguna gana de contestar; pero esta vez, de verdad que no es así: estoy en casa de mi mamá, tres días de visita. No podéis dejar un mensaje, así que si es importante, mandadme un
mail
... ¡Ah! Y si eres tú, Coralina, que sepas que la imagen está acabada. Lo he filtrado y tenías razón: sí que hay una segunda cara en la luna del coche. Te he grabado un CD y te lo he metido por la ventana en el sótano...
Ciao
.

Durante un instante permaneció rígida, con el auricular pegado a la oreja, escuchando los sonidos distorsionados al otro lado de la línea, hasta que sonó, finalmente, la señal de número ocupado. Colgó el teléfono tan aturdida como si estuviera narcotizada. Fabio no estaba. No había nadie que pudiera ayudarla.

«Una segunda cara en la luna del coche».

Se preguntó si ese detalle conservaba, aun ahora, algún tipo de significado. Cualquiera de los Adeptos podía haberse encontrado en la limusina ese día, quizá el propio Estacado. Hacía tiempo que había dejado de tener importancia.

Sin embargo, aún permanecía la cuestión de si no sería una absoluta insensatez no hacer absolutamente nada al respecto. Necesitaba dinero, necesitaba un vehículo y debía descubrir qué le había pasado a la casa. Quizá alguno de sus vecinos hubiera visto algo.

Daba igual cuánto lo pensara y repensara: el primer sitio al que debía ir, era a su casa. Era consciente del peligro, sabía que los Adeptos la esperarían allí, pero era el único destino que se le ocurría; el único que, desde su punto de vista, tenía sentido.

Aún algo atolondrada, dejó la cabina telefónica y, poco a poco, fue recuperando su capacidad de resolución. El torbellino que azotaba su mente giraba más lentamente, las imágenes se volvían más tranquilas y más claras.

Encontraría la manera de ayudar a Júpiter.

Un acre y pesado olor a vino tinto flotaba en el aire.

Júpiter abrió los ojos y se irguió. Llevaba ya un rato despierto, un par de minutos, si su percepción del tiempo no se había vuelto tan loca como el resto de sus sentidos. Pasaron unos instantes antes de lograr recordar los últimos acontecimientos y entender que era imposible que hubiera escapado por sí mismo del lugar en el que había estado. Janus apareció en su mente, y su estómago se revolvió de tristeza y dolor.

El aspecto del entorno resultaba, a tenor de su situación, un tanto absurdo. Júpiter estaba en una bodega. El suelo y el techo estaban hechos de ladrillo rojo, y las paredes aparecían cubiertas de altas vinotecas. Los cuellos de las botellas apuntaban en su dirección como cañones de pistola, con los corchos cubiertos de moho y el vidrio ahumado.

Júpiter se acurrucó en el suelo. Le habían dejado sobre una manta, pero era muy fina, y los angulosos bordes de los ladrillos se le clavaban en el cuerpo de forma muy molesta. Se levantó, tambaleándose como un borracho que trata de ahogar las penas en alcohol.

«Aunque el que casi se ahoga soy yo», pensó, con humor negro.

En medio de la estancia encontró una mesa de madera de corte espartano. Sobre ella, tres botellas de vino descorchadas, junto a dos vasos vacíos. El polvo cubría las botellas y sus etiquetas amarillentas, y la única lámpara del sótano colgaba de un simple cable sobre la mesa.

Vino tinto.

¡Toda la bodega estaba llena de vino tinto! Podía sentir cómo el mero olor le producía ya un hormigueo en la piel.

La pesada puerta de madera estaba cerrada y, sin embargo, oyó cómo alguien trataba de abrirla desde el exterior. Se apresuró en llegar hasta la mesa para apoyarse en ella, pues no quería que nadie viera lo inseguro que se sentía sobre sus dos piernas. En ese momento le repugnaba más que nunca la idea de que le encontraran acurrucado en el suelo, aun cuando pronto sería algo inevitable, si tenía que seguir soportando el olor del vino durante mucho tiempo.

Sin embargo, no tardó en posar la mirada sobre las tres botellas abiertas.

La puerta se abrió finalmente, y dos hombres entraron por ella. Uno era Landini, espectralmente blanco como un actor aficionado en una mala representación de
Hamlet
. El segundo hombre era el gigantesco chófer del profesor. Se quitó la gorra y la colgó de uno de los cuellos de las botellas.

—Bienvenido —dijo Landini, mientras el chófer cerraba la puerta—. Se sostiene sobre las piernas mucho antes de lo que esperábamos.

—¿Es esa su forma de desearle a alguien con retraso que se recupere? —Júpiter miró fijamente al secretario del cardenal—. Se ve que sigue pálido por la preocupación.

Landini sonrió durante un momento, casi divertido.

—Parece que podemos ser amigos —se sentó al otro lado de la mesa y llenó los dos vasos de vino—. Eso es razón suficiente como para brindar con usted.

Júpiter miró inquieto hacia la puerta, pero en ella se encontraba el chófer, con los brazos cruzados, mirándole con frialdad.

Landini le tendió una de las copas.

—Tome, para usted.

—Lo siento —replicó Júpiter, sin disimular su nerviosismo ni la mitad de bien de lo que le gustaría—, pero a esta hora del día no bebo alcohol.

—Estoy seguro de que hará una excepción por nosotros.

El chófer se aproximó.

Júpiter reculó lentamente, impulsándose suavemente desde el canto de la mesa. Si la soltaba del todo, perdería el control de las piernas. Además, ya estaba crecidito para meterse en una pelea, sobre todo si no tenía oportunidad ninguna de ganar al enorme conductor.

La sonrisa de Landini se volvió fría y fina.

—Hay muchísimo vino tinto en esta bodega. No sabría calcularle cuántos litros son, pero puede usted verlos a su alrededor... son un montón de botellas.

Seguía tendiéndole el vaso a Júpiter. Estaba lleno hasta el borde. La luz de la lámpara hacía tos en la superficie del licor, centelleantes como los reflejos de un rubí muy pulido.

—¡Beba! —ordenó el albino con insistencia.

El chófer se encontraba ya un paso de Júpiter y asentía con gesto bravo, como un saludo militar.

Con gran lentitud, Júpiter alargó el brazo y cogió la copa.

Landini hizo un brindis y bebió un sorbo.

—Notable cosecha, por cierto. Esta es una de las bodegas privadas del Santo Padre. Espero que sepa apreciarlo —añadió, con cierta agresividad—. ¡Bébase el vaso!

Júpiter negó con la cabeza. No podía apartar la vista de la superficie rojiza del líquido. Sabía demasiado bien lo que pasaría si se ponía en contacto con tan solo un par de gotas. Conocía la reacción de su cuerpo.

El chófer se colocó silenciosamente a su espalda. No dijo ni una palabra, pero Júpiter pudo sentir su aliento en la nuca.

—Hágalo ahora —insistió Landini.

Júpiter sabía que no tenía elección. Cerró los ojos, se colocó el vaso en los labios, y se tomó todo el vino de un trago.

Cuando volvió a abrirlos, el rostro de Landini parecía aún más blanco, y su sonrisa sádica más amplia. El albino tomó la botella empezada y se la tendió a Júpiter.

—Parece que tiene sed, amigo mío. Tenga, tome la botella entera.

Júpiter sintió cómo le ardía la garganta y se le revolvía el estómago.

—¿Qué es lo que quiere, Landini?

—Nada, solo que usted beba. No se preocupe, el Papa paga la cuenta. ¿Quién más puede decir lo mismo?

—No sé dónde escondió Janus la plancha.

—¡Beba!

—Yo... —Júpiter no pudo continuar, pues en ese momento el chófer le quitó la copa vacía de la mano y le rodeó el torso con los dos brazos. Júpiter sintió los músculos de aquel hombre presionando su caja torácica. Sus propias extremidades estaban atrapadas en el abrazo de oso, no podía defenderse.

Landini rodeó la mesa con la botella en la mano.

—Ya tendrá ocasión más tarde de contarnos todo lo que guarda en el corazón. De momento le pido que acepte por cortesía nuestra invitación.

Entonces, colocó la botella en la boca de Júpiter y la empujó brutalmente contra sus labios, hasta que el cristal golpeó dolorosamente sus dientes.

Júpiter intentó inútilmente zafarse del abrazo del chófer, pero sus pataleos no ayudaron en absoluto. Quiso gritar, pero tenía la boca llena de vino tinto. Le resultaba imposible escupir: Landini presionaba el cuello de la botella contra sus labios con toda la violencia de la que era capaz. Tenía que tragar si no quería asfixiarse.

—¿Lo ve? —dijo Landini, con sarcasmo—. Sabía que al final terminaría por cogerle el gusto.

Le quitó la botella cuando esta estaba ya casi vacía, y tan solo para permitir que Júpiter cogiera algo de aire. Entonces le hizo tragar el resto.

El alemán trataba de articular palabra, pero todo lo que surgía de su boca eran sílabas inconexas. Se le estaba hinchando la garganta. Sintió el irreprimible deseo de vomitar, pero entonces su organismo tomó vida propia de una manera espantosa. Sufrió un ataque de convulsiones que le dejó tiritando como si estuviera sufriendo una hipotermia.

Oyó cómo el chófer se reía suavemente en su oído mientras aumentaba la presión sobre el pecho de su víctima.

Landini cogió la segunda botella.

—Debería darle también una oportunidad a este excelente caldo —dijo, mientras fingía estudiar la etiqueta—. Es exquisito, créame. Al Santo Padre le encanta tomarse un traguito en los días festivos.

Volvió a colocarle el morro de la botella entre los dientes.

Esta vez, no obstante, Júpiter logró liberar la cabeza y escupirle a Landini un aluvión de vino tinto en la cara. El albino se puso muy tenso y miró al investigador sin expresión. Arroyuelos rojos le recorrían la frente y las mejillas. Júpiter cayó en un ataque de risa histérica cuando una imagen surgió de las primeras etapas de enchispamiento que se iniciaba ahora en su capacidad de raciocinio: la de Landini como una estatua de mármol en las puertas del senado, con su blanco rostro salpicado por la sangre del César.

—¡Agárralo fuerte! —bufó el religioso al chófer, y en ese preciso momento el brazo del hombre aferró tan profundamente el pecho de Júpiter que este apenas podía seguir respirando.

Solo bebiendo.

Tragando.

«¿Muriendo?».

El resto del vino cayó por su garganta. Landini le arrancó la botella de la boca. El rostro del albino era solo un diagrama lejano y espectral.

El alcohol cumplía su función, pero por supuesto aquella no era la peor parte. Su debilitado organismo se rebeló pronto ante el litro y medio de veneno que le había inundado por dentro. Era demasiado pronto como para esperar ya una reacción, sin embargo, poco después, ya fuera por la propia cantidad de líquido o por la conciencia adormilada de Júpiter, comenzó a sentir el picor, el enrojecimiento, la erupción escamada. Percibía cómo se expandía desde su estómago en todas direcciones. Si se examinaba tenía la sensación de tener quemaduras por todo el cuerpo. Todo le temblaba, le daba vueltas y giraba en un frenético torbellino que mezclaba el rojo, el negro y el blanco del deformado y borroso rostro de Landini.

Casi se alegraba de que el chófer le tuviera sujeto, pues no habría sido capaz de sostenerse sobre las piernas ni un segundo más. Todo lo de arriba estaba abajo, y todo lo de abajo, de alguna forma, estaba arriba.

Como a través de una niebla de microscópicos cristales, brilló y se reflejó frente a sus ojos la imagen de Landini cogiendo una tercera botella.

La garganta de Júpiter se llenó de vómito de forma tan fulminante que apenas tuvo tiempo de abrir la boca para evitar ahogarse. Vino tinto, puro y duro, surgió de entre sus labios, empapando a Landini, la mesa y a sí mismo. Se ahogaba y escupía, y de repente la presión sobre su torso se aflojó. El chófer le había soltado.

Landini inició una cadena de maldiciones, pero Júpiter solo las oía como a través de algodones. Tiró la tercera botella al suelo y esta estalló con un estridente chasquido que permaneció en los oídos de Júpiter durante largo rato.

Le cedieron las rodillas y se vino abajo. Faltó muy poco para golpearse el mentón con el canto de la mesa, pero finalmente cayó boca arriba al suelo. La nuca le aterrizó sobre el zapato del chófer...

Other books

Maximum Exposure by Allison Brennan
Forever for a Year by B. T. Gottfred
In the Blood by Steve Robinson
Belgravia by Julian Fellowes
Iza's Ballad by Magda Szabo, George Szirtes