La conspiración del Vaticano (16 page)

—¡Espera! —dijo Coralina, apurando el café.

Él la miró mientras ella se acercaba a la barra con los bonos y regresaba casi al instante con dos humeantes tazas.

—¿Era esa la historia que te contó la Shuvani? —preguntó él.

—La suya era la versión a lo
Reader's Digest
—repuso Coralina mientras se pellizcaba, pensativa, el labio inferior—, más corta y algo más centrada en los hechos, aunque con ilustraciones algo más vistosas en los puntos álgidos de la narración.

Después de probar el café y abrasarse la lengua en el intento, Júpiter insistió:

—Sé que mi perspectiva de lo que ocurrió no hace más bonita la historia. Le pegué una paliza a aquella mujer, y no puedo cambiarlo.

—No —ella se bebió de un trago todo el contenido de la taza, sin dar ninguna muestra de incomodidad ante su temperatura. Después, se inclinó hacia adelante y, con los labios aún cálidos, le besó furtivamente en la mejilla—, pero no pasa nada —añadió—. Por así decirlo, no pasa nada.

—¿Por pegarle a una mujer?

—Por meter la pata por culpa de esa gente. Por ser el tonto de la historia —rió Coralina, mordaz—. Es algo que... te pega. Por así decirlo.

—Encantador.

—¿No es algo que nos hace falta de vez en cuando? —siguió carcajeándose ella—. ¿Mostrar nuestro encanto a los demás?

Una vez más, Júpiter no logró entender de buenas a primeras lo que ella quería decir, por lo que lo dejó estar.

—Me ocuparé de esa Casa de Dédalo —exclamó la joven, mientras le escribía con cuidada caligrafía una dirección en la cuenta—. Mucha suerte con Cristoforo —añadió, como despedida. Tras su marcha quedó el discreto aroma de su perfume.

Mientras Júpiter terminaba el café, volvió a quemarse la lengua.

El sonido de una bocina les atronó cuando el taxi se paró bruscamente justo frente a una bocacalle, tan estrecha que apenas permitía el acceso del vehículo. En el Trastevere y en otros barrios antiguos de Roma aún existía este tipo de callejuelas, lo suficientemente amplias como para un pequeño carro de caballos o una persona particularmente gruesa, pero del todo inadecuadas para las exigencias del mundo moderno. Cuando se construyeron aquellos edificios y se calibraron las calles, nadie pensó que algún día existirían vehículos provistos de un motor de gasolina que obstruirían las vías y teñirían de gris las fachadas con el humo de sus tubos de escape.

Júpiter pagó al taxista y se bajó del coche. El conductor del siguiente automóvil les dedicó un gesto obsceno y maldijo en voz más que alta. Después, ambos vehículos se pusieron en marcha.

Júpiter volvía a encontrarse solo. La calle estaba completamente vacía, a excepción de algunos coches aparcados junto al bordillo. En la acera opuesta había una limusina negra con los cristales tintados.

Después de abandonar el bar, Júpiter había acudido a una de las tiendas cercanas destinadas a estafar a turistas con eslóganes coloristas como «Revelados fotográficos en una noche», «Inscripciones a la visita guiada a la ciudad», «Entradas de teatro». Él se había comprado una cámara pequeña, un aparato sin marca, de precio claramente inflado con el que esperaba cubrir sus necesidades.

En ese momento, sacó la máquina del bolsillo de su abrigo, se aseguró con un rápido vistazo de que estaba preparada para funcionar y se dirigió con pasos lentos al otro lado de la limusina, donde alzó la cámara de tal forma que no se la pudiera ver desde dentro del vehículo.

Permaneció a medio paso de la puerta del conductor para que no pudieran golpearle con ella en el pecho, y golpeó tímidamente con los nudillos sobre el impenetrable cristal, a modo de llamada.

—Disculpe —dijo, adoptando un tono de voz inocente. Ante la falta de respuesta, volvió a llamar y repitió—. Disculpe,
¿signore? ¿Signora?

No obtuvo más que silencio.

Júpiter respiró discretamente aliviado, aunque no estaba del todo convencido de que no hubiera nadie en el vehículo. De lo único de lo que estaba seguro era que no se trataba de la limusina del cardenal, aun cuando se había dado cuenta a su llegada de que también este automóvil lucía matrícula vaticana. Podría tratarse de una casualidad, ciertamente, pero la experiencia le decía que era un error confiarse a las evidencias.

Golpeó el cristal una tercera y última vez, en vano, para seguidamente rodear la limusina y tratar de obtener una impresión de su interior.

¿No se movía alguien en el asiento de atrás? Júpiter se inclinó sobre la luna derecha trasera hasta que solo le separó de su rostro una distancia de un palmo. Era consciente de lo absurdo de su actuación, vista desde dentro del coche, pero por el momento, le daba igual. También sabía, no obstante, que estaba incumpliendo sus propias normas, pues si alguien abría con fuerza la puerta, le destrozaría el tabique.

Sin embargo, qué demonios, él estaba seguro de haber visto a alguien en el automóvil. No podía ser casualidad que hubiera una limusina aparcada justamente a pocos pasos de distancia del estrecho callejón que llevaba al refugio de Cristoforo. Podía correr a casa, puesto que la idea de encontrarse con uno o más extraños no le agradaba. En la calle se sentía seguro, ya que, de surgir alguna confrontación, fuera del tipo que fuera, tendría que producirse en algún lugar donde tuviera opciones de escape.

La superficie negra del cristal parecía petróleo coagulado, como un espejo que reflejaba y deformaba el rostro de Júpiter, alargándolo como la expresión de una gárgola gótica.

Alzó el dedo para llamar, esta vez al asiento trasero, pero seguidamente volvió a bajar la mano. De haber alguien en el coche, en cualquier caso, no daba muestras de querer darse a conocer.

Júpiter colocó la cámara fotográfica sobre la luna y presionó el botón. A través del visor no vio nada más que el cegador resplandor blanco del flash sobre el cristal negro. Él sabía que apenas había posibilidades de vislumbrar nada con un disparo de la cámara, pero quería, al menos, probar todas las opciones. Tras la escena de Coralina en la iglesia de Piranesi, Landini y sus hermanos del Vaticano debían saber a ciencia cierta que había algo en la joven que no cuadraba, y sus recelos, sin ninguna duda, afectarían también a Júpiter. Comportarse de una manera todavía más llamativa no supondría a estas alturas ninguna diferencia.

Sacó media docena de fotos más antes de percibir un movimiento en la acera opuesta. Se refugió tras el guardabarros de la limusina y miró con precaución por encima del maletero.

Había dos figuras visibles en la calle, dos hombres, uno en silla de ruedas y el otro erguido detrás. Aparentemente no habían visto a Júpiter.

El ocupante de la silla de ruedas llevaba un traje negro y un sombrero negro de ala ancha, y sobre la nariz, unas gafas redondas con delicada montura de oro. El investigador calculó que tendría unos sesenta y tantos. Su primer pensamiento fue que debía de tratarse de un dignatario del Vaticano, sin embargo, la ausencia de insignias clericales, pues aquel hombre no llevaba ni siquiera un anillo, resultaba llamativo. Aunque era inusualmente delgado, lucía el traje con distinción. Era de corte caro, hecho a medida, con un brillante alfiler en la solapa.

El segundo hombre era de la edad de Júpiter, extraordinariamente ancho de hombros y probablemente de unos dos metros de altura. También él vestía traje negro, y sobre su cabellera rubia, portaba una gorra de chófer. Júpiter le supuso origen escandinavo, o quizá de Europa del este.

El anciano dijo algo a su acompañante, que Júpiter no pudo entender. Parecía checo o polaco. En los últimos años había aumentado su buen oído para las lenguas, y si bien no siempre lograba entender el significado de las palabras, al menos era capaz de ubicar con notable seguridad su país de origen. Era un agradable efecto secundario de sus incontables viajes a lo largo y ancho de Europa.

El chófer respondió, pero todo lo que Júpiter pudo percibir fue el tratamiento de «profesor». El anciano miró su reloj de pulsera y asintió con satisfacción.

Júpiter se escabulló con cuidado cuando vio que el chófer abría la puerta trasera izquierda de la limusina. Desde un escondrijo en la acera de enfrente habría podido contemplar la escena entera, sin embargo, así, solo pudo mirar cómo el chófer ayudaba al profesor a levantarse (aparentemente el anciano era capaz de dar pequeños pasos con algo de ayuda, por lo que no era paralítico), y a colocarse en el interior de la limusina. Júpiter trató de escuchar algún intercambio de palabras en el asiento de atrás, pero no oyó nada. Probablemente, el automóvil estaría vacío después de todo.

Asombrado, comprobó cómo el chófer plegaba la silla de ruedas y la guardaba en el maletero y con la fluidez de movimientos de una iguana, se deslizaba hasta el asiento del conductor y ponía en marcha el coche. La limusina partió en dirección norte.

Poco a poco, Júpiter se levantó.

En el siguiente cruce, el automóvil doblaba la esquina y se perdía tras las fachadas de un grupo de edificios.

Júpiter tomó la calle con paso apresurado y entró por la estrecha avenida. La suciedad de aquel rincón llegaba a la altura del tobillo. Las joviales voces de los televisores resonaban por todas partes, y rebotaban como ecos ligeramente distorsionados entre los altos muros.

El callejón desembocaba en un patio interior delimitado en tres de sus cuatro lados por paredes de ladrillo sin ventanas. En el cuarto, justo frente a la calleja, se alzaba la fachada de una antigua casa señorial de tres pisos, guarnecida de cenefas de estuco en franca decadencia. El techo era plano rodeado en toda su extensión por una balaustrada de estilo renacentista.

A la derecha de Júpiter yacía el chasis de una vespa descuartizada, aparte de lo cual, el solar se encontraba sorprendentemente limpio. Ninguna bolsa de basura reventada, ni cartones reblandecidos; ningún juguete olvidado ni árboles de Navidad desnudos; nada de lo que Júpiter hubiera esperado encontrarse en un lugar así.

Las ventanas del
palazzo
aparecían bloqueadas con tablones, aunque con el paso de los años habían empezado a desfallecer. En muchos puntos, la madera comenzaba a pudrirse; aquí y allá se abrían ligeras grietas que a Júpiter le recordaban a aspilleras.

Se dirigió con resolución hacia la entrada del palacio, una puerta de doble arco cuya hoja izquierda colgaba de los goznes. Tras ella, imperaba una grisácea media luz.

Se preguntó qué habrían estado buscando los hombres de la limusina. Probablemente, venían por Cristoforo. Sin embargo, encontró en la pared junto a la puerta una placa que distinguía el edificio como propiedad del Vaticano. ¿No decía Coralina que existían desavenencias entre las diversas partes que se disputaban la casa? Al menos parecía que el Vaticano había resuelto las disputas a su favor. Podría ser que el anciano profesor se hubiera presentado allí únicamente para inspeccionar el edificio. Quizá fuera el responsable de las posesiones extraterritoriales de la Santa Sede.

Sin embargo, Júpiter no quiso conformarse tan pronto con esa posibilidad. El hallazgo de las planchas y la aparición de Cristoforo habían generado en él una desconfianza latente, que él mismo sentía que amenazaba con convertirse en una creciente paranoia. Subestimar al Vaticano habría sido un gran error, sobre todo en lo concerniente a Von Thaden y su lacayo de piel nacarada, Landini. Mentalmente, Júpiter colocó al misterioso profesor y su chófer en la lista de adversarios potenciales.

Del interior del
palazzo
surgía el rancio hedor de la orina y la mampostería húmeda. Una corriente breve pero gélida le golpeó de frente e hinchó su abrigo como las velas de un barco antes de la tempestad. Sacó la cámara del bolsillo y colocó los dedos, previsor, sobre el disparador, para poder reaccionar deprisa de ser necesario.

Tan resuelto como antes, cruzó el portal...

Y se encontró con el mundo subterráneo de las
Carceri
.

El vestíbulo era la entrada al universo de Piranesi. Las paredes estaban cubiertas hasta el último rincón con copias de los dieciséis aguafuertes, ampliados hasta proporciones gigantescas y dotados de una riqueza en detalles que, lejos de inventar, más bien magnificaba las características que el original únicamente sugería. Cadenas, puentes y escaleras aparecían más vivos y expresivos, las profundidades de los salones subterráneos, aún más gigantescas y amenazadoras. Cristoforo se había permitido una única omisión: su versión del calabozo carecía de figuras humanas. Sin formas distorsionadas sobre los escalones y puentes, sin las siluetas negras de los condenados. Las
Carceri
de Cristoforo estaban abandonadas, y eso hacía la inhumanidad de su arquitectura aún más imbuida de terror.

Durante un instante, Júpiter tuvo la necesidad de apoyarse sobre algo, porque la ilusión, aunque no cupiera duda de que se tratara de una ilusión, era perfecta. Él podía ver que solo se trataba de dibujos; veía que las fantásticas catedrales subterráneas no existían en realidad, pero a pesar de ello le seguían pareciendo increíblemente reales, opresivas en su megalómana brillantez.

Lentamente se fue dirigiendo al centro del vestíbulo, y se aproximó a la entrada de un pasillo situado en un lateral, un pasaje a la visión de Piranesi, que quizá surgía de su interior, o quizá se hundía aún más en sus entrañas, hacia el fondo de ese abismo de construcciones inhumanas, tan genial como aterrador.

Las paredes del pasillo estaban desnudas de pintura, lo que permitió a Júpiter liberarse nuevamente y respirar. Al final del corredor, a una distancia de unos veinte metros, se iniciaba el ascenso de una escalera. Para llegar hasta ella, había que pasar frente a unas veinte puertas abiertas. Tras ellas, siempre la misma imagen: espacios vacíos que Cristoforo había convertido en los calabozos de Piranesi con pintura, pincel y tiza, paisajes del horror construidos con titánicos sillares de piedra.

El
palazzo
era un relicario, un altar consagrado al arte del grabador. Júpiter se preguntó si Cristoforo, en su confuso espíritu, se consideraba a sí mismo como un recluso en aquel calabozo, como un preso en una mazmorra por la que hubiera vagado durante demasiados años y de la que no lograra encontrar la salida. Quizá fuera aquella la desventaja de su fabulosa memoria fotográfica. ¿Sería posible que las
Carceri
se hubieran anclado tan profundamente en su mente que ya no pudiera escapar de ellas, independientemente de si quería o no? ¿Se había convertido él mismo en parte del arte de Piranesi porque la imagen de las
Carceri
existía en su cabeza con vida propia, extendiéndose como el virus de un ordenador, cubriendo todo el espacio disponible, sustituyendo al mundo real y estilizándolo hasta convertirlo en una realidad aparente?

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