La conspiración del Vaticano (17 page)

El arte como virus, capaz de destruir el cerebro humano. ¿Era acaso algo así posible, siquiera imaginable?

Júpiter desechó la idea; le estaba dando vértigo.

Titubeante, pasó frente a todas las puertas y comenzó a ascender hacia el primer piso.

Coralina estaba sentada en su escritorio, en el sótano de la casa, frente a su monitor encendido y con el teléfono en la oreja, en mitad de una conversación con la Shuvani.

—Cristoforo ha muerto —dijo una voz masculina al otro lado de la línea—. El informe nos ha llegado a la mesa hace escasamente una hora. Alguien le ha encontrado en el río. La policía solo dice... espera, un minuto... —se oyó un crujido de hojas mientras el hombre repasaba sus papeles—. Aquí está: lesión aguda en la cabeza. Presunta muerte violenta, pone aquí —el hombre rió con amargura—. Se puede deducir que el pobre hombre se estampó de cabeza contra un muro y cayó después por encima de la barandilla de un puente.

El estómago de Coralina se encogió. La mano que sostenía el teléfono adquirió de repente un tacto helado. Podía oír cómo la Shuvani se sofocaba y respiraba profundamente.

El hombre al teléfono era Lorenzo Arera, redactor del
Corriere della Sera
. Solía ojear con frecuencia la tienda de la Shuvani y, por diversos pedidos que había realizado, disponían de su nombre y su número de teléfono. La Shuvani le había llamado para investigar sobre Cristoforo. Arera había escrito una vez sobre un par de artistas callejeros que habían transformado una antigua fábrica en una galería de arte. El periodista se había mostrado contrario al talento de estos jóvenes y se había permitido comentar que hacían falta más artistas en la estela de Cristoforo para realizar con éxito un proyecto de ese tipo. La Shuvani había supuesto que Arera lo sabría todo sobre el anciano pintor. Esperaba, tras una llamada a la redacción, saber quizá algo más sobre su huésped del día anterior.

Así llegó la noticia de la muerte de Cristoforo.

—En el ambiente de los «sin techo» no es extraño que ocurra algo así —concluyó Arera—. No pasa una semana sin que encuentren a alguno en el río. Esta vez le ha tocado el turno a Cristoforo. Es una lástima, tenía talento.

—¿Tiene idea de qué fue de su vida hasta ahora? —la Shuvani hacía notables y claros esfuerzos por disimular el temblor de su voz—. ¿A qué se dedicaba antes de vivir en la calle?

—Restauraba pinturas —replicó el periodista—. Frescos. Trabajó durante mucho tiempo en la Capilla Sixtina y en la Basílica de San Pedro. Fue durante años uno de los expertos preferidos del Vaticano, tenía incluso puesto fijo, si mal no recuerdo. No sé qué tal conoce usted este campo, pero créame si le digo que era un hombre de un talento extraordinario.

—Mi nieta es restauradora. Hasta hace un par de días, trabajaba para el Vaticano.

—Ya ve usted. ¡Hasta hace un par de días! Esa es la cuestión. Casi nunca conceden un puesto fijo a un restaurador, ni siquiera en el Vaticano. Sin embargo, la habilidad de Cristoforo no podía echarse a perder. Trabajaría allí unos veinte años.

—¿Por qué lo dejó?

—Se volvió loco. No estaba bien de la cabeza. Contrajo algún tipo de enfermedad mental, si quiere llamarlo así. Hace un par de años le despidieron, así, de un día para otro. Le echaron a la calle. Por lo que sé, durante un tiempo recibió cuidados en un monasterio, antes de escaparse de allí y aparecer de nuevo como artista callejero —Arera suspiró—. No sé más.

—¿Dónde lo sacaron del agua?

Pasaron algunos segundos, en los que Arera estudió los ruidosos documentos de la notificación policial.

—En el Ponte Mazzini. No llevaba mucho tiempo en el agua, según dice aquí. Como mucho un par de horas.

Coralina tapó el auricular con la mano. El puente Mazzini, uno de los más pequeños de Roma, no se encontraba lejos de allí. Probablemente Cristoforo muriera poco después de abandonar la casa el día anterior.

Se corrigió: no había muerto, había sido asesinado. Alguien le había roto el cráneo y había arrojado su cadáver al río.

Colgó el teléfono sin escuchar el final de la conversación. Poco después, conducía la camioneta de reparto de la Shuvani en dirección al Trastevere.

En el primer piso del
palazzo
, Júpiter encontró una imagen parecida a la de la planta baja, en parte copia exacta del piso inferior, en parte una nueva y terrorífica visión de la oscura genialidad de Piranesi.

Finalmente, en la planta superior, halló una representación del decimoséptimo grabado. Cristoforo había cubierto por completo las dos paredes opuestas longitudinales de una larguísima sala. Era tal y como lo había descrito Coralina: el río subterráneo estaba allí, serpenteando gris y calmo, sin delatar casi movimiento, carente también de la isla en medio de su corriente y, con ella, del obelisco y la silueta de la llave. Por lo tanto, lo que Cristoforo había visto no había sido el original, ni la plancha sino, probablemente, una impresión de la que alguien hubiera eliminado un fragmento. Quizá la parte que contenía la llave se había perdido o la propia impresión la omitió accidentalmente.

Júpiter encontró este pensamiento, por un lado, tranquilizador, pues indicaba con cierta seguridad que la plancha de impresión se mantenía en secreto; pero por otro lado, un ejemplar impreso podía ser igualmente peligroso. Si Cristoforo lo había visto, muchos otros podían saber de su existencia.

Las últimas dos habitaciones del primer piso permanecían sin tocar. En una sala, cuya ventana asomaba a un patio interior, había un ovillo de viejas mantas y un sucio abrigo de invierno. Una de las paredes estaba llena de gruesas pinceladas, a modo de siluetas del tosco equipamiento de un calabozo.

El propio Cristoforo no aparecía por ninguna parte. Júpiter supuso que habría puesto pies en polvorosa con la llegada del profesor y su chófer. Sin embargo, la vaga idea de que pudieran estarle observando desde algún escondrijo le intranquilizó más de lo que quiso admitir.

Ojeó también la segunda habitación desnuda de pintura y no encontró en ella nada más que una botella de plástico vacía y una gruesa capa de polvo en el suelo.

Desde el pasillo surgió un ruido repentino, como si alguien escarbara, que duró solo unos segundos y después se desvaneció.

Júpiter salió a comprobar qué pasaba, pero el corredor estaba vacío.

—¿Hola? ¿Hay alguien ahí?

Nadie contestó.

Prosiguió lentamente la marcha por el pasillo. Había ocho habitaciones, cuatro a cada lado. Fue mirando el interior de las mismas sin detenerse, pero no descubrió en ellas nada significativo.

—¿Hola? —volvió a llamar. En vano.

Estaba ya acercándose a las dos últimas puertas antes de la escalera, cuando reparó, a posteriori, en algo poco común en una de las habitaciones por las que acababa de pasar.

Rápidamente, se dio la vuelta y recuperó los pocos metros recorridos desde la puerta de aquel cuarto. Antes de entrar, respiró profundamente.

La pared opuesta estaba cubierta con una copia de la lámina número trece de las
Carceri
, llena de escaleras, cadenas y macabros aparatos de tortura. A primera vista, aquella imagen no difería de las restantes de la casa, y hasta que no se fijó en ella una segunda vez, Júpiter no fue capaz de definir qué le había llamado la atención.

En la esquina inferior derecha de la pintura, había una puerta, tan integrada en la estructura de la mazmorra que podía haber sido perfectamente parte del dibujo, y como tal lo había tomado Júpiter.

Hace unos instantes, estaba cerrada. Sin embargo, ahora estaba abierta.

Tras ella, se habría la oscuridad como un manto de terciopelo.

Júpiter atravesó la habitación con pasos cuidados.

—¿Cristoforo?

Casi había alcanzado la puerta, cuando oyó unos pasos tras él. Asustado, se volvió con rapidez y corrió hacia la puerta a mirar.

Ante él se encontraba un hombre de cabello oscuro con el rostro consumido. Llevaba vaqueros sucios y una camisa llena de manchas. En su mano portaba una bolsa de viaje, deformada por su pesado contenido.

Antes de que Júpiter pudiera decir nada, el hombre lanzó un grito salvaje e hizo un movimiento brusco que el investigador interpretó como un intento de agresión. Sin embargo, el desconocido se limitó a aprovechar la sorpresa para salir huyendo.

—¡Espere! —gritó Júpiter mientras el hombre corría hacia las escaleras con sorprendente rapidez a pesar de su cojera. Quería ascender por los estrechos escalones hacia el tragaluz del techo que llevaba, supuestamente, al tejado del edificio.

Mientras Júpiter le seguía apresuradamente, las ideas se le agolpaban en la cabeza: es posible que el hombre fuera un vagabundo que se hubiera instalado con Cristoforo. Probablemente aquella casa fuera muy conocida en el ambiente, sí, casi seguro, y seguramente otros «sin techo» la utilizaban como refugio. ¿Entonces por qué seguía a este hombre, que con casi total certeza no sería más que un pobre desgraciado, irrelevante a la hora de establecer un vínculo entre Piranesi, el Vaticano y Cristoforo?

Dos factores habían despertado la curiosidad y el asombro de Júpiter. En primer lugar, la cruz de madera que el extraño llevaba colgada del cuello, que era similar a las que llevan los monjes, incluso los pertenecientes a órdenes mendicantes. Cualquier otra persona, que hubiera querido lucirla como alhaja, se habría decantado más probablemente por una cruz de plata, oro o de alguna imitación metálica, más barata.

Por otro lado, resultaba llamativa la mirada que aquel hombre le había dedicado a Júpiter antes de salir corriendo. Era una mirada llena de terror, tan inquieta y desesperada que Júpiter llegó a pensar durante un segundo si no sería mejor simplemente dejar marchar al extraño, y a sus problemas con él. Sin embargo, algo le decía que aquel pánico tenía alguna relación con el tema que a él mismo le ocupaba. Si realmente quería conseguir algún avance, no le quedaba más opción que hablar con aquel hombre. Quizá sabía algo de Cristoforo que pudiera resultar útil.

El extraño era rápido, pero la pesada bolsa de viaje le retrasaba. Júpiter le dio alcance antes de que pudiera girar el picaporte y trepar hacia el tejado.

—Por favor, espere —le pidió nuevamente al huido. Ante su falta de reacción, Júpiter agarró el asa de la bolsa de viaje y tiró del hombre hacia abajo. No le había tomado del brazo o de la pierna de forma totalmente intencionada, pues le parecía un contacto demasiado personal, demasiado íntimo, demasiado ofensivo. La bolsa resultó ser la elección adecuada: el hombre tiró de ella como si su vida dependiera de su contenido.

—Escuche, no quiero hacerle daño —empezó Júpiter, hasta que sintió el huesudo puño del hombre en la mejilla. Reculó trastabillando un par de escalones mientras gritaba, sorprendido, sin perder el equilibrio por un pelo. En el último momento, logró asirse a la barandilla de latón y no caer.

El hombre abrió la claraboya. La luz que entró por el hueco cuadricular iluminó el polvo plomizo, y una corriente de aire fría se coló en la habitación, arrastrando el desagradable aroma del huido hasta la nariz de Júpiter. Olía a sucio, a sudor frío acumulado durante días.

El investigador logró volver a dar alcance al desconocido justo antes de que saliera al tejado. En esta ocasión, fue menos delicado: le agarró fuertemente de los tobillos y tiró con brío hacia abajo, haciéndole caer. La bolsa de viaje se escapó de las manos del extraño y fue a parar a los escalones con un traqueteo metálico. Su dueño gritó una maldición en latín, y cogió nuevamente impulso para tratar de golpear a su perseguidor. Sin embargo, en esta ocasión, Júpiter estaba preparado, se echó a un lado, le rodeó y le atacó por la espalda con el brazo izquierdo. Ya no recordaba cuándo había sido la última vez que había esquivado semejante puñetazo. Su última pelea se remontaba a mucho tiempo atrás, en sus años de escuela, sin tener en cuenta el humillante fracaso de Barcelona.

El hombre volvió a gritar, pero en lugar de tratar de golpear nuevamente a Júpiter con su brazo libre, agarró la bolsa de viaje y la apretó fuertemente contra su cuerpo.

—Créame —jadeó Júpiter, tratando de recuperar el aliento—, ¡no quiero hacerle daño! Soy un conocido de Cristoforo, y le estoy buscando.

Los ojos del desconocido aparecían desorbitados e inyectados en sangre, lo que delataba un número escaso de horas de sueño. De sus labios quebradizos surgió un susurro, y tan pronto como lo repitió, con la monotonía implorante de una oración, empezó Júpiter a entender lo que decía: «El toro brama».

—Venga aquí conmigo —le pidió Júpiter con tono amable—. ¡Por favor! Le prometo que no le ocurrirá nada. Solo quiero hacerle un par de preguntas.

El hombre le miró alterado.

—¿Cómo se llama? —quiso saber Júpiter, y ante la falta de respuesta, insistió—. ¿Podría usted decirme su nombre?

—Santino.

Júpiter pensó aliviado que al menos se trataba de un comienzo.

—No tiene usted por qué tener miedo. No quiero quitarle su bolsa. Ni siquiera tiene que decirme qué guarda usted en ella. Solo me interesa Cristoforo.

Santino no opuso resistencia cuando Júpiter le atrajo dos peldaños más abajo, sino que se mostró claramente abúlico aun cuando, como el investigador pudo constatar, cada tendón de su cuerpo estaba tenso.

—Cristoforo no está aquí —dijo Santino.

—Pero lo estuvo, ¿verdad?

Llegaron al primer piso. Júpiter puso rumbo al pasillo y Santino dio algunos pasos en dirección a la habitación posterior. Sin embargo, se paró en seco y se volvió hacia el investigador.

—¿Puede oírlo también?

—¿A quién?

Santino dejó la cabeza colgando hacia un lado y aguzó el oído hacia la distancia. La tensión de su cuerpo se relajó, y Júpiter comprendió de improviso que no era de él de quien tenía miedo aquel hombre. Santino huía de algo muy diferente.

—El toro —dijo—. A veces puedo oírlo, cuando bufa y brama; cuando se aproxima. Ha captado mi olor.

—¿Qué quiere decir con eso del toro? —Júpiter no consideró ni por un segundo que Santino hablara de un animal real, sino que lo asociaba con el sobrenombre de la mafia,
la piovra
, el pulpo. Cabía la posibilidad de que Santino huyera de algo similar.

Sin embargo, el desconocido se limitó a agitar imperceptiblemente la cabeza y no dio ninguna respuesta.

—De acuerdo —suspiró Júpiter—. Vamos a intentarlo una vez más. ¿Podría decirme dónde puedo encontrar a Cristoforo?

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