La conspiración del Vaticano (21 page)

—¿Babio?

Júpiter colocó una mano sobre el hombro del enano.

La carta de bebidas cayó del pecho del hombrecillo, revelando la solapa de su chaqueta blanca, teñida de un intenso rojo oscuro.

—Oh, no —el susurro de Coralina resonó justo en el oído de Júpiter y, al mismo tiempo, muy alejado. Le pareció que se encontraba completamente solo con Babio, en algún lugar lejano y frío, que le hacía un nudo en la garganta.

Con suma precaución volvió a alzar la rígida mano del enano, para cubrir de nuevo la herida con la carta. Babio tenía razón: ningún lugar es mejor escondite que un espacio abierto. Ni siquiera para un cadáver.

¿Cuánto tiempo llevaría sentado allí? Las articulaciones de su brazo aún eran flexibles, pero los dedos que aferraban el menú aparecían notablemente rígidos.

Coralina dio un paso atrás, como drogada, hasta que dio con la espalda de una mujer sentada en una mesa vecina. Murmuró una disculpa, mientras la señora la examinaba de arriba abajo.

Júpiter la cogió del brazo y juntos salieron, apresurados, de entre las mesas, hacia la plaza. Tan solo una vez volvió la vista atrás para contemplar a Babio sentado, como fascinado por algo en la entrada del Panteón; quizá una nube de palomas al vuelo, quizá un grupo de jóvenes americanas en pantalones cortos o minifalda. Daba la impresión de estar soñando despierto, más que de estar muerto.

—Yo... —comenzó Coralina, pero Júpiter negó rápidamente con la cabeza.

—Ahora no —dijo, arrastrándola a una bocacalle próxima; y repitió en voz muy baja—. Ahora no.

Babio quedó atrás, después el Panteón y la miríada de turistas.

Cuando llegaron hasta el coche, Coralina rompió a llorar.

Los clichés terminan por corresponderse con la realidad: cuando ya no quedan más lugares en los que refugiarse, uno acaba dando con sus huesos debajo de un puente.

Santino llegó a esa conclusión entre bocado y bocado: con una parte del dinero que aquel extraño le había dado, se había comprado un pastel relleno. Sobre él se extendía la franja de piedra del Ponte Sisto, el nexo entre el Trastevere y el casco antiguo. Del Tíber surgía un fuerte olor a humedad. El sol se ocultaba tras la orilla occidental, la ciudad se sumía en la penumbra.

Entre las piedras de la ribera, nacían las malas hierbas. Santino había acudido por la tarde a ocultarse entre las sombras del puente, y no se había movido del sitio desde entonces. Un par de jóvenes habían descendido por las escaleras que llevaban desde el transitadísimo paseo fluvial hasta el agua, pero no se habían percatado de la presencia de Santino y, tras unos instantes, habían vuelto a desaparecer.

Mantenía la bolsa de viaje escondida tras su espalda, y sacaría de ella el reproductor tan pronto como terminara de oscurecer. Las experiencias de los últimos días le habían demostrado que no encontraría seguridad en ninguna parte: ni en una pensión, ni en casa de Cristoforo, ni en ningún otro lugar. Quizá sería mejor permanecer allí donde nunca le buscarían. Debajo de ese puente, por ejemplo.

Por primera vez desde hacía días se sentía relativamente seguro. La orilla del río se encontraba a diez metros por debajo del nivel de la ciudad y se prolongaba durante kilómetros. De noche, Santino podría recorrerlos atravesando media Roma sin que nadie se diera cuenta, y en caso de emergencia, siempre podría saltar al agua e intentar alcanzar la otra orilla, aun cuando eso significara dejar atrás el aparato de vídeo.

Después del atardecer, esperó media hora más antes de sacar el reproductor. Lo colocó sobre sus piernas y acomodó la espalda contra la gruesa base de uno de los pilares que sostenían el puente. Tras apretar el botón de encendido, la imagen de la interminable escalera apareció en el monitor.

Después de la desaparición del hermano Pascale, Remeo y Lorin habían continuado su ruta hacia las profundidades. Santino había visto la segunda cinta entera en el refugio de Cristoforo, y cerca de una hora del tercer y último casete. Hacía tiempo que se había zanjado la disputa entre Remeo y Lorin, y un silencio sordo envolvía el descenso. Los pataleos y bramidos animales no se habían vuelto a repetir.

Remeo cambiaba de hombro la cámara de vez en cuando. El esfuerzo de la bajada iba consumiendo progresivamente sus fuerzas, y sus comentarios a la cámara eran cada vez más espaciados y difíciles de entender. Su voz sonaba anodina y sin entonación. Santino se preguntó si el aire allí abajo estaría enrarecido sin que los monjes se dieran cuenta.

De nuevo le asaltó el deseo de adelantar la reproducción. La misma visión repetida indefinidamente le desgastaba tanto como la fatiga de los últimos días. Estaba al límite de sus fuerzas, tanto física como emocionalmente. La monotonía del descenso era casi peor que lo que aún le aguardaba: demonios con afiladas garras despedazando a sus hermanos; un panorama desde la escalera a los mares de llamas del infierno; la cloaca de los peores pecados. Todo aquello que había imaginado y creído ya no le conmovía, sus fantasías no le habían preparado para la monotonía de la escalera. Una vez más se preguntó cómo habían logrado Remeo y Lorin reunir las fuerzas para continuar cada vez más abajo en su camino. El tedio del trayecto, junto con la insoportable tensión eran más de lo que un ser humano podía aguantar. Únicamente su fe podía ser lo que mantuviera a los monjes en pie.

Su fe...

Hacía tiempo que Santino no se planteaba nada sobre su relación con Dios. ¿Estaba el Señor con él, vigilando cada paso que daba? ¿Por qué permitía que le persiguieran? ¿Por qué no le mostraba una salida a su desesperada situación?

Era cierto que podía haber regresado a la abadía: Dorian, el abad, le habría vuelto a aceptar. Sin embargo, con ello solo habría logrado llevar la desgracia a sus hermanos capuchinos. Además, ¿no haría tiempo que sus enemigos hubieran esperado encontrarle allí?

Mientras Remeo y Lorin proseguían su camino por la escalera, Santino daba vueltas a sus pensamientos sobre Dios. ¿Acaso no había provocado él mismo la indiferencia del Señor? Él y los demás habían atravesado las puertas que debían haber permanecido siempre cerradas. Se habían aventurado a un descenso a regiones en las que nada cabía encontrar salvo la muerte y la condenación. Por qué se iba a preocupar Dios por alguien como ellos, que habían violado leyes tan antiguas como aquella ciudad; tan antiguas, quizá, como el mundo.

Sin embargo, no debía traicionar a sus hermanos, huyendo de ellos y del destino que compartían. Ellos habían abandonado su vida con ese propósito, y Santino también lo haría, de ser necesario. Mientras tanto, apenas albergaba duda alguna sobre su inevitable sino.

«Estoy preparado, Señor», pensó.

Casi preparado.

Primero, los vídeos.

—Sigue sin haber un final a la vista —murmuró Remeo con voz sorda al micrófono de la cámara. Después, volvió a guardar silencio. Tan solo podía oírse su aliento, pesado y áspero como el de un asmático.

Lorin le precedía, callado, meditabundo. Diez minutos después, se paró en seco. Miró fijamente al suelo, se agachó y tocó con la punta de los dedos algo que quedaba fuera de la imagen. Cuando volvió el rostro hacia Remeo y la cámara, sus rasgos aparecían tensos y rígidos. Su párpado izquierdo temblaba incontrolablemente.

—Mira eso —susurró.

Remeo se acercó. La cámara enfocó por encima del hombro de Lorin aquello que este había encontrado en los escalones, pero a través del granulado monitor no se apreciaban más que un par de puntos oscuros.

Santino temió que se tratara de gotas de sangre.

—Son rescoldos quemados —susurró Remeo—. Eso es lo que son, ¿verdad?

Lorin asintió.

—Pero no del tipo al que estamos acostumbrados —dijo, estremeciéndose mientras se levantaba—. Es piel quemada.

—Dios mío... —la imagen se tambaleó cuando Remeo dio con la espalda contra la columna de piedra que sustentaba la escalera de caracol—. ¿Estás seguro?

—He curado a suficientes heridos con quemaduras como para ser capaz de reconocer el aspecto de la piel carbonizada —el monje refrotó entre el índice y el pulgar un pedazo de brasa—, y esto lo es, sin ninguna duda.

—¿Podría ser de... un animal? —la voz de Remeo sonó tan débil que apenas se podía entender.

Lorin se encogió de hombros, pero el movimiento resultó afectado y antinatural.

—Quizá.

La imagen tembló, para recuperar posteriormente la inmovilidad cuando Remeo depositó la cámara sobre los escalones.

Santino casi no podía oír la voz de los dos hombres. Parecían discutir si el pedazo de piel podía provenir de Pascale, hasta que Lorin, de pronto, emitió un grito agudo.

—¡Oh, no! Dios del cielo, ¡no!

También Remeo gritó algo, pero sus palabras resultaron incomprensibles.

La cámara, en los escalones, apuntaba directamente al vacío. Durante un rato reinó una completa calma, que hizo a Santino temer lo peor, hasta que, repentinamente, el movimiento volvió a la imagen. La cámara se alzó y pasó por encima de Lorin, que se encontraba acurrucado sobre los escalones con la cara oculta en las manos. Entonces, el objetivo apuntó al techo, de forma escalonada, una copia exacta del suelo como si sobre las cabezas de los monjes se hubiera colocado un espejo.

Huellas de pisadas se dirigían a las profundidades.

Lo primero que pensó Santino fue que, durante el balanceo previo de la cámara, había perdido el sentido de la orientación, por lo que con total seguridad estaría viendo el suelo, y no el techo de la escalera. Era posible incluso que Remeo hubiera cogido el aparato del revés, y por ello ofrecía ese ángulo tan distanciado e inusual.

Entonces Remeo hizo descender el objetivo lentamente hasta que en la imagen volvió a aparecer Lorin, cuya mirada vacía apuntaba directamente a los ojos de Santino. La cámara se detuvo durante un segundo en él, y después volvió a ascender hasta el techo, de forma inequívoca.

Las pisadas impresas allí se dirigían a las profundidades, como si alguien hubiera realizado el mismo descenso que los monjes... ¡cabeza abajo!

Las huellas eran negras y estaba incompletas: algunas eran impresiones de dedos; otras, de talones; y otras, del pie entero.

—No podemos explicarnos de dónde proceden las huellas —dijo Remeo al micrófono, algo más sereno, quizá porque su descubrimiento era demasiado absurdo como para inquietarse por él—. Las huellas negras parecen... parecen ser de piel quemada que cae del techo. Los pedacitos que encontró Lorin, en realidad, se descascarillaron y se desprendieron —Remeo paró de nuevo, pero volvió a recuperar el control—. Quienquiera que haya recorrido el techo, aparentemente lo ha hecho con... los pies ardiendo.

El monje enmudeció y dejó las palabras flotando en el aire de forma muy incómoda. Santino se estremeció en su escondrijo bajo el puente, e intentó asimilar lo que estaba viendo y oyendo en ese momento.

Finalmente, Remeo y Lorin siguieron su camino. No se produjo ninguna discusión, ni hubo ningún intento de iniciar una conversación. El descenso se había vuelto algo automático, casi como si el hecho de ir hacia abajo fuera algo que les estuviera ocurriendo, sin pensar.

Aquí y allá, Remeo viraba la cámara hacia el techo, donde siempre había huellas negras hechas de jirones de piel y grasa quemada.

—Huele a quemado —dijo Remeo—, aunque muy ligeramente. Justo ahora creo que estoy oyendo ruidos, pero no son los mismos que antes... Ahora son como una especie de murmullo. Creo que Lorin no se ha dado cuenta.

El segundo monje no se volvió hacía la cámara, aunque debía de haber escuchado las palabras de Remeo. En lugar de eso, seguía bajando escalón a escalón con un trotecillo apático.

—¡Un momento! —exclamó Remeo bruscamente—. ¿Qué es eso?

Realizó un giro frenético de la cámara hacia la izquierda, hacia la nada más allá de la barandilla.

Ya no había oscuridad absoluta. Un brillante resplandor surgía desde abajo, como si el sol naciente esparciera sus primeros rayos entre la oscuridad.

—Ahí está de nuevo el murmullo —jadeó Remeo—. Ahora está más alto.

La imagen se deformó, como si una luminosidad repentina hubiera quemado la lente del objetivo. Cada diminuto movimiento de la cámara provocaba nuevos estallidos, granulados cometas de luz que multiplicaban el mismo motivo una y otra vez como un laberinto de espejos.

Remeo se aproximó lentamente a la barandilla. Lorin no reaccionaba de forma alguna, se encontraba fuera de la imagen y no pronunciaba ni una sola palabra.

Santino aferró con fuerza el marco metálico del monitor mientras, paso a paso, se iba aproximando al abismo, acompañando a Remeo.

La luz, que subía, se hizo más clara.

La cámara miró por encima de la barandilla hacia la nada, pero no directamente hacia abajo, sino que fue girando suavemente en dirección al suelo, lo que le permitió realizar una toma de parte del paisaje que se abría ante ella.

Santino contuvo la respiración. El diminuto fragmento de la escena que ofrecía la pantalla no podría compararse con lo que los dos monjes veían desde la escalera, pero aun así, el fugitivo se olvidó de respirar, de pensar. Poco a poco comenzó a entender lo que la cámara recogía.

Por todos los santos, ¡él conocía esa imagen!

Remeo giró la cámara bruscamente hacia las profundidades. La imagen se llenó, abruptamente, de luz, de una claridad más pura y resplandeciente, de algo que ardía y llameaba y ruidos que parecían las risas de un loco.

Como a lo lejos, en la distancia, se oyeron los gritos de Lorin, y poco después también Remeo comenzó a chillar. La cámara cayó al suelo.

Lo último que Santino reconoció fue una silueta en forma de cruz suspendida sobre la barandilla, ¡una cruz hecha de fuego!

La risa demente y los chillidos de Remeo se mezclaron en un escándalo infernal, que siguió aumentando hasta que sonó como el canto de una ballena moribunda en lo más profundo del océano.

La imagen se fundió en negro bruscamente.

La grabación terminó.

Durante casi una hora, Santino permaneció completamente inmóvil. Miraba el monitor vacío, sin hacer ni un gesto, ni emitir ningún sonido.

Había una única imagen grabada en su pensamiento, deformada, borrosa, incompleta.

No era la cruz de fuego.

«¿Sería una figura en llamas con los brazos extendidos?».

Lo que, tras una hora de meditación, seguía viendo ante sí, era el panorama del abismo, el paisaje que se contemplaba desde el borde de la escalera. Estaba demasiado oscuro como para identificar algo más que un pedazo. Sin embargo, él sabía lo que era. Cielo Santo, él lo sabía, ¡sabía porque no era la primera vez que había visto aquella imagen!

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